CARTA ABIERTA A D. PEDRO ROCAMORA
DIRECTOR GENERAL DE PROPAGANDA
Muy señor nuestro:
Con profunda consternación hemos leído en la prensa el discurso que pronunció usted el día 9 de julio en Vich a raíz de los actos conmemorativos del centenario de la muerte de Balmes.
Esta consternación nuestra nace de la admiración que sentimos hacia la figura gigante de nuestro gran patriota y pensador cuyos escritos y cuya doctrina (fuera de algunas notables aportaciones de eminentes publicistas) se manosea estos días por manos profanas que en su vida se preocuparon de lo que pensaba Balmes sobre España y los males que la aquejaban y que ahora, para seguir la corriente y la moda, van adulterando su pensamiento sin contemplación alguna, sin respetar siquiera la memoria de aquel genio al que más que homenajear, se ultraja gravemente.
Nosotros no tenemos pelos en la lengua, señor Rocamora; dondequiera que vemos un entuerto allí acudimos presto a remediarlo si ello es posible. No cobramos ningún sueldo, ni percibimos ningún pingüe honorario para propagar la verdad. No debemos nada a nadie. Y tampoco tememos nada de nadie, porque, al servicio incondicional de España, entendemos que para hacer propaganda, la buena se entiende, no hace falta ser Director General ni hacer discursos pomposos, ni menos, señor Rocamora –y esto va para usted–, necesitamos adular servilmente a quien con hechos (y esto es lo que cuenta) está haciendo lo contrario de lo que propugnaba Balmes.
Usted pronunció un discurso el día 9 de julio. Perdónenos, señor Rocamora, que le digamos que aquello fue lo que vulgarmente se llama “una metedura de pata”. Y de tal magnitud, que no resistimos a la tentación de demostrarlo a los ojos de todo el mundo, para que se enteren cómo las gasta la Dirección de Propaganda y para que los mismos que le aplaudieron puedan comprobar cómo no exageramos al afirmar que lo que se está haciendo –al menos hasta ahora– es un verdadero ultraje a la doctrina balmesiana.
Si hemos de fiarnos de la prensa, usted entre otros disparates dijo lo siguiente (la intención con que lo dijo bien la sabrá usted): “Ante el espectáculo de una patria dolorida, el filósofo se preguntaba con angustia: ¿Quién reorganizará nuestra sociedad, los hombres o las instituciones? Y él mismo se responde sin titubeos: No ciertamente las instituciones sino los hombres.” Y más tarde, pasando usted al terreno de las realidades, añade este otro disparate: “Ha sido preciso llegar a la evocación de este centenario para que hoy podamos señalar la existencia de un arquetipo histórico de gobernante con conciencia del futuro de España, dispuesto a despertar los valores dormidos de nuestra tradición. El caudillaje de Francisco Franco nos dice que si las instituciones son incapaces de salvar a los pueblos de su decadencia, los hombres como él consiguen devolver a la comunidad política la legitimidad de su grandeza.”
No sería proceder con honradez, si a sus afirmaciones completamente gratuitas, añadiéramos nosotros otras sin el menor fundamento, por el sólo gusto de discrepar de usted y poner de manifiesto su ignorancia en lo que afecta a la doctrina de Balmes. Antes de escribir esta carta nos preocupamos mucho para saber dónde diablos había visto usted estampadas tales afirmaciones en boca de Balmes. Y la lectura detenida, muy detenida, de TODA su obra (y conste que no es esto un vulgar “farol” sino algo que hemos hecho con plena conciencia) ha confirmado nuestra convicción, la de que anduvo usted muy equivocado, la de que como buen Director de Propaganda, entendida ésta como arte de mentir y engañar, se inventó usted a su antojo unas barbaridades que jamás soltó nuestro ilustre compatriota. Ahí va, señor Rocamora, lo que hemos encontrado escrito en la obra balmesiana, para que se entere por si se ve otra vez en el aprieto de pronunciar un discurso ante personas cultas sin conocer la materia.
Se lo vamos a poner bien colocadito, uno tras otro. Dice Balmes: “Si una nación no halla en sus INSTITUCIONES la sólida garantía de su tranquilidad, si tiene librada su suerte en la vida de alguna persona, si por no haber acertado a ponerlo todo a plomo se la mantiene en una posición violenta, nunca falta una circunstancia para causar un sacudimiento, y entonces se manifiesta de golpe la debilidad del edificio.”
En otra ocasión, hablando del General Narváez, dice lo siguiente: “El día que el trono adquiera en España la robustez que necesita para su propio bien y el de la nación, aquel día serán imposibles las posiciones como la que ahora disfruta el General Narváez. Aquel día no habrá ningún hombre necesario, sean cuales fueren sus cualidades personales; aquel día saldremos de la influencia exclusiva de las personas y comenzarán a valer las cosas; AQUEL DÍA TENDREMOS ALGO MÁS QUE HOMBRES, tendremos INSTITUCIONES (¿Lo oye usted, Sr. Rocamora?); aquel día habrá servidores del trono, no protectores” (1).
Y luego en otra ocasión, dirigiéndose a los redactores del diario conservador “El Heraldo”, les dice: “¿Ignoran ustedes que JAMÁS he profesado yo la doctrina de los hombres necesarios?” (2).
¿Qué contesta usted a esto, señor Rocamora?
Después de sabido lo que dice Balmes y comprobado que es exactamente lo contrario de lo que afirmó usted con todo aplomo, se nos ocurren una multitud de consideraciones y comentarios. El primero, el más importante. ¿Qué diría Balmes, si tales cosas oyera en boca de uno de los personajes representativos de un Estado que dice ser fiel intérprete de su doctrina? La intervención oficial en los actos de este centenario no ha servido más que para amputar de cruel manera los escritos balmesianos dando a conocer sólo aquellos que indirectamente pueden beneficiar la posición difícil en que se encuentra nuestro gobierno. Ha servido para desviar completamente la atención de problemas mucho más vitales tratados con singular maestría por el ilustre escritor catalán y que afectan muy mucho a problemas gravísimos hoy subsistentes y todavía sin resolver.
El problema, señor Rocamora, como dice Balmes y en contra de lo que gratuitamente afirma usted poniendo en boca de él lo que nunca dijo, es el de crear sólidas instituciones y no confiar excesivamente en las personas. España no puede tener encadenado su porvenir a la efímera existencia de un hombre. Decir lo que usted dijo a estas alturas es verdaderamente suicida. Instituciones que no hombres es lo que España necesitó en tiempos de Balmes y lo que necesita urgentemente ahora. Dar continuidad a la gesta gloriosa y ya olvidada de nuestra Cruzada, recoger su espíritu, dar cauce a las legítimas aspiraciones y justísimas exigencias de un pueblo que empieza a estar cansado de tanta monserga, de tanta farsa y de tanta y tan vil adulación.
Nosotros no pretendíamos habernos adentrado tanto, pero el tema nos lleva hasta aquí. Si los españoles honrados se sinceraran, si usted mismo no recibiera constantes prebendas de la actual situación, si hubiera menos enchufismo y más dignidad, no se cometerían tales dislates, endiosando a un hombre que fue dirigente de una Cruzada y dejando malparados a los dirigidos, como si hubiésemos llegado a la paz merced a la obra exclusiva de un solo hombre y no valiera para nada el callado esfuerzo de todos los demás españoles que no tenemos la desgracia (no nos atrevemos a decir suerte) de medrar a costa del botín de que gozan sólo unos pocos.
Si Balmes resucitara. Si el monumento de piedra ante el que usted y otros dijeron tantos dislates se convirtiera en el mismo cuerpo viviente de Balmes, ¡cómo iba a salir usted malparado! Balmes, que hizo de la verdad un culto, no hubiera podido soportar a buen seguro la villana adulación de usted a un hombre que en la práctica (no en sus discursos) nos lleva por derroteros de perdición, cegado por sus aduladores, que nunca le dicen la verdad de lo que ocurre en España y que él por sí mismo no ve o no quiere ver. Balmes, a pesar de su moderación y de su caridad a los adversarios políticos, le hubiera llamado a usted “embustero”.
Quédese con este título, que es el que mejor le cuadra. Somos no suyos afectísimos,
NOSOTROS
(1) Obras completas. Tomo VII de los Escritos Políticos, pág. 104.
(2) Escritos Políticos. Tomo VIII, pág. 346.
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