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Tema: Teoría y acción políticas verdaderas de Balmes frente a tergiversaciones

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    Teoría y acción políticas verdaderas de Balmes frente a tergiversaciones

    Visto en: DIPÒSIT DIGITAL DE DOCUMENTS DE LA UAB


    Fuente: Tiempos Críticos. Número 10. Septiembre 1948. Páginas 2 – 4.

    Tiempos Críticos. Número 10.pdf



    EL ERROR DE LOS TRADICIONALISTAS

    Observaciones a un discurso del Sr. Larraz sobre Balmes



    Desdichada en extremo ha resultado la apertura oficial del centenario de Balmes. Ocurrió lo que sin ser propiamente profeta podía haber anticipado cualquier español que todavía conserve un adarme de buen sentido. Y conste que va siendo esto último un tanto difícil, cuando el confusionismo es norma en el campo de la ideología política.

    El señor Rocamora y el “camarada” Baeza Alegría, Director General de Propaganda aquél y Gobernador Civil y Jefe de F. E. T. de Barcelona éste, sirvieron a los atónitos y estupefactos vicenses un Balmes que no sabía al antiguo más que en el nombre.

    A la postre, y mientras la pluma autorizadísima de un Príncipe de la Iglesia que conoce a fondo los escritos y la personalidad del inmortal filósofo de Vich escribe en un rotativo barcelonés: “PLUGUIERE al cielo que al estructurar el nuevo Estado nacido de una Cruzada que costó un millón de muertos se TUVIERAN EN CUENTA las directrices políticas de Balmes”, los representantes del Gobierno con un descoco inigualable no se recatan de afirmar que la situación política actual viene a ser la plasmación viviente de los ideales soñados por el autor de “El Criterio”.

    Los discursos de los citados señores, con todo, no han podido en modo alguno sorprendernos. Creemos conocer bastante al pormenor las artes prestidigitadoras de los que manejan los resortes de la propaganda oficial –esa propaganda que al decir de su Director, el señor Rocamora, tiene por misión única el servir a la verdad pura y objetiva– y por lo mismo no puede causarnos la menor extrañeza al ver transformados en personajes del momento a cuantos hombres ilustres tienen la suerte o la desdicha –vaya usted a saber– de celebrar su centenario en los días que corremos. Y a fe que no son pocos.

    No parece sino que el Gobierno tenga subvencionados a unos cuantos de los llamados “ratas de biblioteca” para que de entre el polvo de los archivos extraigan la buena nueva del centésimo, bicentésimo o milésimo –¿qué más da?– aniversario de un varón preclaro o de unos hechos famosos en los anales de nuestra Historia.

    En medio de la “centenariomanía” reinante no nos resistimos a la evocación de un dicho celebérrimo: En casa no comemos, o, a lo sumo, poco, malo y caro; pero, en cambio, ¿sabe usted?, no se nos pasa un centenario. Pero, en fin, eso dicho sea de paso; y también esto otro: aguardamos con cierta impaciencia la llegada de nuevos aniversarios, verbigracia, los de Espartero y Mendizábal, con objeto de saber bajo qué aspecto serán encasillados en el nutrido y heterogéneo grupo de los progenitores del actual estado de cosas. Bien que no falta quien diga que si algún precedente ha tenido este último, es en los tiempos de la Regencia de Espartero. Pero, repitámoslo, todo esto queda dicho de paso.

    Lo que sí hubo de sorprendernos fue el discurso del señor Larraz. Porque el señor Larraz no es un indocumentado. Si no nos constara su calidad de catedrático y economista, nos convencería de ello su discurso, al cual hacemos justicia estimándole el único de los tres oficiales pronunciados en los actos de apertura que, en realidad, mereció nombre de tal.

    Pero los hados le fueron adversos al señor Larraz. Todos sabemos que el ejemplo arrastra y para hacer verdadera esta sentencia y en el fondo, y aunque él no lo pretendiera, para su mal, el señor Larraz oyó la víspera de hacer uso de la palabra, los discursos de los antedichos personajes. Y en vista del éxito, del éxito oficial, se supone, el señor Larraz decidió imitar a los repetidos señores, si no en la vaciedad de las ideas, que eso hubiera sido fatal a su prestigio, sí en el giro intencionado de aquéllas y que consistía en, a propósito de Balmes, echar cada uno el agua a su molino.

    Pero el suceso no correspondió al intento. Porque en su conferencia “Balmes conciliador de las fuerzas antirrevolucionarias”, el ilustre ex Ministro de Hacienda tuvo la rara virtud de no contentar a nadie de los verdaderos interesados, por diversos motivos, desde luego, en el centenario de Balmes, es decir, ni al Gobierno, que hubiera deseado fuese el inevitable “Franco o Comunismo” el término resultante de despejar la incógnita, ni a los que desde la primera hora y sin necesidad de estar con el Gobierno, han formado arma al hombro en frente del alud revolucionario.

    Claro está que no falta un sector –siempre dentro de la zona que llaman de derechas, se entiende– al que sin duda pretendía agradar el ex Ministro de Hacienda; nosotros, modestia a un lado, creemos conocer tan bien como el señor Larraz los nombres y apellidos con que figura aquél en el mundo político. Sin embargo, no vamos a revelar lo que coló el orador, tan cuidadosamente por cierto, que hasta dudamos se enteraran los propios interesados, máxime cuando para nuestros fines, nada se pierde aunque se guarde el secreto. Otra cosa sería si fuéramos Gobierno…

    Comenzó el señor Larraz –dicen los periódicos– refiriéndose a la acumulación histórica de graves errores en la vida pública española. El error de haberse enrolado la Monarquía española en el absolutismo continental; el error de los legisladores de Cádiz de erigirse en Asamblea Constituyente; el error de Fernando VII, incumpliendo la promesa de convocar Cortes para resolver el problema constitucional, hecha al declarar nula la obra de Cádiz; el error de los liberales instaurando en nuestra vida pública el método de los “pronunciamientos”…

    Hasta aquí –permítasenos un alto– nos parece todo muy bien, salvo que descartando el primer error, de una malignidad “sui generis”, pueden los restantes reducirse a uno solo: la abolición de un régimen genuina y típicamente autóctono y la consiguiente implantación de otro, importado de tierras extrañas y cimentado en los principios deletéreos y corrosivos de la revolución francesa y del liberalismo.

    Pero el señor Larraz, en vena de analista crítico, no se detiene y piensa rematar el párrafo con trueno gordo: “ El error de los tradicionalistas de abandonar la Monarquía constituida siguiendo a don Carlos y dejando a aquélla desamparada de una considerable fuerza nacional y entregada a los sectores centro-izquierdistas”.

    Es cosa notable, en verdad, que haya tenido que aguardar la Historia a que transcurriese un siglo, para que un hombre de la talla del señor Larraz le regalase con tan peregrino e inaudito descubrimiento. Ahora ya no queda lugar a duda de que fueron los tradicionalistas con su error, tan culpables, si no más, como los liberales, del mal de España.

    ¡El error de los tradicionalistas! Siquiera por ley de gratitud debiera usted bendecir, señor Larraz, este error –dado que usted en realidad lo crea tal– de los tradicionalistas. Gracias a este error pudo usted ocupar la tribuna pública en Vich; gracias a este error le es permitido a usted el pacífico y –nosotros queremos estimar– fecundo desarrollo de su labor docente, y gracias a este error llegó usted a figurar un año en el número de los Ministros de la Nación. Porque principalmente, por no decir únicamente, se debió a este error la posibilidad de verificarse el Alzamiento.

    ¿Qué hubiera sido de España, señor Larraz, si a los cinco años de haber desembocado aquella “Monarquía constituida”, por mal de sus propios pecados, en una República nefasta, no hubiera quedado un núcleo de gentes sanas, cuyo único pecado, a juicio de usted, estribaba en persistir irreductibles en el error en que incurrieron sus antepasados? ¿Por qué? ¿Ignora acaso el señor Larraz las palabras de Pemán a este respecto: “España os debe gratitud eterna a vosotros, los hombres de la Comunión Tradicionalista…”?

    No, señor Larraz, ni los tradicionalistas ni la crítica histórica están conformes con que se califique de error a una postura que ha sido fuente de los más heroicos sacrificios en bien de España y merced a la cual se conservó pura e incontaminada la semilla de un gigantesco resurgir del espíritu nacional y, además de este argumento apodíctico, hay otros que fuerzan a las personas sensatas a sostener un criterio opuesto al que defiende el señor Larraz.

    La política no cae dentro de la órbita de las ciencias ideales, sino que pertenece al grupo de las ciencias prácticas. Hay quien dice que si se mantiene incólume el prestigio de sabio de que goza Aristóteles, ello se debe en no pequeña parte a que si bien escribió su política, por lo que hace referencia a esta materia, se limitó puramente a esto: a escribir; porque de haber tenido ocasión de aplicar sus teorías, otro gallo le cantara a la fama de hombre discreto y prudente que desde los griegos hasta nosotros ha venido acompañando al filósofo de Estagira.

    Con lo cual únicamente quiere decirse –nosotros no tomamos cartas en favor ni en contra de la opinión aquí citada– que la política es ciencia práctica, que en ella cada caso es un mundo de circunstancias, cuya adecuada conjugación no puede llevarse a efecto por el simple recurso a un teorema matemático o a una fórmula química. De acuerdo en que hay políticos malos, ¿cómo no?, pero convengamos en que existen individuos que ni a eso llegan; son los ingenuos, los matemáticos de la política.

    El señor Larraz se ha asomado al mirador de la Historia y ha contemplado el panorama de la España ochocentista. El sistema político debía responder a la realidad social: agro y núcleos urbanos. ¿Los representantes de aquél se hacen a un lado? Luego, son culpables. ¡Oh la ingenuidad de las matemáticas de la política!

    ¿Ha pensado el señor Larraz en si era humanamente –no matemáticamente– posible llegar a la colaboración entre los dos grupos opuestos? Balmes, que no tenía un concepto tan simplista, como parece tenerlo el señor Larraz, de la política, no concebía la unión de uno y otro bando sino mediante el enlace de sus respectivas cabezas y la aceptación de unos principios que al tiempo que dejaran a salvo venerandas instituciones de indiscutible eficacia, no desdeñaran la aportación, dentro de la más plena ortodoxia española y religiosa, de nuevas corrientes a tono con el progreso de los tiempos.

    Bajo estas condiciones era posible una unión fructífera de las dos ramas, o por lo menos, así lo creía Balmes. Fuera de ellas, el acceso de los carlistas al poder únicamente cabía se realizara de dos maneras: o por la fuerza de las armas o en virtud de una adhesión a las doctrinas moderadas. Lo primero no se dio. Lo segundo, no sabemos, señor Larraz, que lo propugnara Balmes. ¿Por qué? Sencillamente: porque hubiera sido funesto para España.

    La reserva que para ésta significaban los carlistas se hubiera desvanecido al quedar integrados aquéllos en las filas moderadas, las cuales, por marchar como marchaban, más o menos abiertamente, tras la enseña del liberalismo, llevaban en sí mismas el germen de su propia descomposición.

    Quede, pues, sentado, que no hubo error en la actitud de los tradicionalistas. Y, precisamente, porque no quieren incurrir ahora en un pecado del que, por el favor de Dios, se vieron libres sus antepasados, los tradicionalistas de hoy en día muestran sus reservas frente a esa vaga unión de las fuerzas contrarrevolucionarias, que el señor Larraz patrocina. La contrarrevolución es de por sí algo negativo y sólo con lo negativo no se va en este mundo a ninguna parte.

    El filósofo catalán, señor Larraz, no habló de la necesidad de la contrarrevolución prescindiendo de las ideas que debieran presidirla, como tal vez de su discurso de usted pudiera colegirse, sino que al ateísmo opuso la verdad de la Fe, en frente del liberalismo escéptico y neutral sentó a rajatabla la sujeción ineludible de la humana inteligencia al Dogma y, con relación a España, sostuvo además la exigencia de remedios adecuados a nuestra particular idiosincrasia, en contra de soluciones ridículas y extranjerizantes.

    Y eso mismo piensan los tradicionalistas. Y por eso no pudo usted contentarles, cuando su famoso discurso. Porque saben que la contrarrevolución no es cosa de procedimiento, sino de principios. Porque no creen en la fecundidad de unas colaboraciones, cuyo único móvil reside en el afán de salvar los bienes materiales ante la inminente invasión del comunismo destructor. Porque son católicos y prefieren por encima de todo la supremacía de los valores del espíritu. Porque son españoles y tienen fe en los destinos supremos y trascendentes de España. Y lo supremo y lo trascendente, señor Larraz, no se alcanza por los caminos de las medias tintas, sino por las rutas arduas y espinosas de momento, pero coronadas de gloria, de las decisiones tajantes y rotundas.
    Última edición por Martin Ant; 14/11/2016 a las 13:26

  2. #2
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    Re: Teoría y acción políticas verdaderas de Balmes frente a tergiversaciones

    CARTA ABIERTA A D. PEDRO ROCAMORA

    DIRECTOR GENERAL DE PROPAGANDA



    Muy señor nuestro:

    Con profunda consternación hemos leído en la prensa el discurso que pronunció usted el día 9 de julio en Vich a raíz de los actos conmemorativos del centenario de la muerte de Balmes.

    Esta consternación nuestra nace de la admiración que sentimos hacia la figura gigante de nuestro gran patriota y pensador cuyos escritos y cuya doctrina (fuera de algunas notables aportaciones de eminentes publicistas) se manosea estos días por manos profanas que en su vida se preocuparon de lo que pensaba Balmes sobre España y los males que la aquejaban y que ahora, para seguir la corriente y la moda, van adulterando su pensamiento sin contemplación alguna, sin respetar siquiera la memoria de aquel genio al que más que homenajear, se ultraja gravemente.

    Nosotros no tenemos pelos en la lengua, señor Rocamora; dondequiera que vemos un entuerto allí acudimos presto a remediarlo si ello es posible. No cobramos ningún sueldo, ni percibimos ningún pingüe honorario para propagar la verdad. No debemos nada a nadie. Y tampoco tememos nada de nadie, porque, al servicio incondicional de España, entendemos que para hacer propaganda, la buena se entiende, no hace falta ser Director General ni hacer discursos pomposos, ni menos, señor Rocamora –y esto va para usted–, necesitamos adular servilmente a quien con hechos (y esto es lo que cuenta) está haciendo lo contrario de lo que propugnaba Balmes.

    Usted pronunció un discurso el día 9 de julio. Perdónenos, señor Rocamora, que le digamos que aquello fue lo que vulgarmente se llama “una metedura de pata”. Y de tal magnitud, que no resistimos a la tentación de demostrarlo a los ojos de todo el mundo, para que se enteren cómo las gasta la Dirección de Propaganda y para que los mismos que le aplaudieron puedan comprobar cómo no exageramos al afirmar que lo que se está haciendo –al menos hasta ahora– es un verdadero ultraje a la doctrina balmesiana.

    Si hemos de fiarnos de la prensa, usted entre otros disparates dijo lo siguiente (la intención con que lo dijo bien la sabrá usted): “Ante el espectáculo de una patria dolorida, el filósofo se preguntaba con angustia: ¿Quién reorganizará nuestra sociedad, los hombres o las instituciones? Y él mismo se responde sin titubeos: No ciertamente las instituciones sino los hombres.” Y más tarde, pasando usted al terreno de las realidades, añade este otro disparate: “Ha sido preciso llegar a la evocación de este centenario para que hoy podamos señalar la existencia de un arquetipo histórico de gobernante con conciencia del futuro de España, dispuesto a despertar los valores dormidos de nuestra tradición. El caudillaje de Francisco Franco nos dice que si las instituciones son incapaces de salvar a los pueblos de su decadencia, los hombres como él consiguen devolver a la comunidad política la legitimidad de su grandeza.”

    No sería proceder con honradez, si a sus afirmaciones completamente gratuitas, añadiéramos nosotros otras sin el menor fundamento, por el sólo gusto de discrepar de usted y poner de manifiesto su ignorancia en lo que afecta a la doctrina de Balmes. Antes de escribir esta carta nos preocupamos mucho para saber dónde diablos había visto usted estampadas tales afirmaciones en boca de Balmes. Y la lectura detenida, muy detenida, de TODA su obra (y conste que no es esto un vulgar “farol” sino algo que hemos hecho con plena conciencia) ha confirmado nuestra convicción, la de que anduvo usted muy equivocado, la de que como buen Director de Propaganda, entendida ésta como arte de mentir y engañar, se inventó usted a su antojo unas barbaridades que jamás soltó nuestro ilustre compatriota. Ahí va, señor Rocamora, lo que hemos encontrado escrito en la obra balmesiana, para que se entere por si se ve otra vez en el aprieto de pronunciar un discurso ante personas cultas sin conocer la materia.

    Se lo vamos a poner bien colocadito, uno tras otro. Dice Balmes: “Si una nación no halla en sus INSTITUCIONES la sólida garantía de su tranquilidad, si tiene librada su suerte en la vida de alguna persona, si por no haber acertado a ponerlo todo a plomo se la mantiene en una posición violenta, nunca falta una circunstancia para causar un sacudimiento, y entonces se manifiesta de golpe la debilidad del edificio.”

    En otra ocasión, hablando del General Narváez, dice lo siguiente: “El día que el trono adquiera en España la robustez que necesita para su propio bien y el de la nación, aquel día serán imposibles las posiciones como la que ahora disfruta el General Narváez. Aquel día no habrá ningún hombre necesario, sean cuales fueren sus cualidades personales; aquel día saldremos de la influencia exclusiva de las personas y comenzarán a valer las cosas; AQUEL DÍA TENDREMOS ALGO MÁS QUE HOMBRES, tendremos INSTITUCIONES (¿Lo oye usted, Sr. Rocamora?); aquel día habrá servidores del trono, no protectores” (1).

    Y luego en otra ocasión, dirigiéndose a los redactores del diario conservador “El Heraldo”, les dice: “¿Ignoran ustedes que JAMÁS he profesado yo la doctrina de los hombres necesarios?” (2).

    ¿Qué contesta usted a esto, señor Rocamora?

    Después de sabido lo que dice Balmes y comprobado que es exactamente lo contrario de lo que afirmó usted con todo aplomo, se nos ocurren una multitud de consideraciones y comentarios. El primero, el más importante. ¿Qué diría Balmes, si tales cosas oyera en boca de uno de los personajes representativos de un Estado que dice ser fiel intérprete de su doctrina? La intervención oficial en los actos de este centenario no ha servido más que para amputar de cruel manera los escritos balmesianos dando a conocer sólo aquellos que indirectamente pueden beneficiar la posición difícil en que se encuentra nuestro gobierno. Ha servido para desviar completamente la atención de problemas mucho más vitales tratados con singular maestría por el ilustre escritor catalán y que afectan muy mucho a problemas gravísimos hoy subsistentes y todavía sin resolver.

    El problema, señor Rocamora, como dice Balmes y en contra de lo que gratuitamente afirma usted poniendo en boca de él lo que nunca dijo, es el de crear sólidas instituciones y no confiar excesivamente en las personas. España no puede tener encadenado su porvenir a la efímera existencia de un hombre. Decir lo que usted dijo a estas alturas es verdaderamente suicida. Instituciones que no hombres es lo que España necesitó en tiempos de Balmes y lo que necesita urgentemente ahora. Dar continuidad a la gesta gloriosa y ya olvidada de nuestra Cruzada, recoger su espíritu, dar cauce a las legítimas aspiraciones y justísimas exigencias de un pueblo que empieza a estar cansado de tanta monserga, de tanta farsa y de tanta y tan vil adulación.

    Nosotros no pretendíamos habernos adentrado tanto, pero el tema nos lleva hasta aquí. Si los españoles honrados se sinceraran, si usted mismo no recibiera constantes prebendas de la actual situación, si hubiera menos enchufismo y más dignidad, no se cometerían tales dislates, endiosando a un hombre que fue dirigente de una Cruzada y dejando malparados a los dirigidos, como si hubiésemos llegado a la paz merced a la obra exclusiva de un solo hombre y no valiera para nada el callado esfuerzo de todos los demás españoles que no tenemos la desgracia (no nos atrevemos a decir suerte) de medrar a costa del botín de que gozan sólo unos pocos.

    Si Balmes resucitara. Si el monumento de piedra ante el que usted y otros dijeron tantos dislates se convirtiera en el mismo cuerpo viviente de Balmes, ¡cómo iba a salir usted malparado! Balmes, que hizo de la verdad un culto, no hubiera podido soportar a buen seguro la villana adulación de usted a un hombre que en la práctica (no en sus discursos) nos lleva por derroteros de perdición, cegado por sus aduladores, que nunca le dicen la verdad de lo que ocurre en España y que él por sí mismo no ve o no quiere ver. Balmes, a pesar de su moderación y de su caridad a los adversarios políticos, le hubiera llamado a usted “embustero”.

    Quédese con este título, que es el que mejor le cuadra. Somos no suyos afectísimos,

    NOSOTROS




    (1) Obras completas. Tomo VII de los Escritos Políticos, pág. 104.

    (2) Escritos Políticos. Tomo VIII, pág. 346.

  3. #3
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    Re: Teoría y acción políticas verdaderas de Balmes frente a tergiversaciones

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: Tiempos Críticos. Monarquía Popular, Número 12, Diciembre de 1948, página 8.




    BALMES NO ERA CARLISTA, PERO…


    En uno de los últimos números nos ocupábamos de la gran figura española, el Dr. Jaime Balmes, y poníamos al descubierto la maniobra torpe de la situación política actual encaminada a “crear” un Balmes a su gusto, conforme al molde fabricado por el Sr. Rocamora en los talleres de la Dirección General de Propaganda.

    El Sr. Rocamora presentó a los aturdidos españoles que le escuchaban un Balmes franquista, un Balmes completamente fantástico al que hacía pronunciar sentencias que no están en ninguno de sus libros, y que debieron germinar en la mente del “veraz” Director General de Propaganda la noche anterior a su discurso.

    No vaya a creer nadie que nosotros imitamos al Sr. Rocamora en esto de inventar frasecitas. No tenemos talento como para eso, ni a tanto llega nuestra imaginación. Ni tampoco –hay que decirlo todo– somos lacayos a sueldo de ningún magnate político que nos haga perder el sentido de la equidad y de la honradez a cambio de una cucharadita de miel.

    El epígrafe con que encabezamos estas líneas pregona nuestra sinceridad y nuestra veracidad. Somos carlistas y no tenemos reparo en afirmar decididamente que Balmes no era carlista o, al menos, no hizo profesión de tal. Tampoco tenemos reparo en afirmar rotundamente que, si Balmes viviera, hubiese sido el más tenaz debelador del actual régimen que sufren los españoles, como lo fue del régimen instaurado por el General Narváez. Y aún creemos más. Y es que, si Balmes hubiese sido contemporáneo de las asquerosidades que a diario contemplamos los españoles, instauradas y fomentadas desde el alcázar del poder, o estaría él en la cárcel o lo estarían nuestros gobernantes.

    No es intención nuestra, como lo ha sido de tantos políticos de segunda mano, entresacar de la extensa obra balmesiana aquellos textos y fragmentos que favorecen la postura del carlismo ante la historia de España. Un buen coleccionista de frases balmesianas, a poco que tuviera una miga de talento, las encontraría para todos los gustos y matices, con sólo quitar o poner alguna coma y mezclarlas en la salsa variadísima de las interpretaciones. Así es como se explica que todas las banderías y facciones políticas han querido atraer hacia su esfera al insigne pensador político, y se lo hayan apropiado con exclusividad.

    Balmes era un pensador de grandes vuelos y, como tal, estuvo muy por encima de [posiciones] ideológicas fragmentarias, y por encima también de todas las opiniones, aunque fueran justas y acertadas. No se adscribió a ningún sector; no vinculó jamás su nombre a ninguno de los bandos contendientes que se disputaban la legitimidad y los derechos al trono.

    Esto es cierto. Y el que lo sea no autoriza a creer que Balmes mirara con indiferencia el espectáculo que estas encontradas aspiraciones ofrecía a la vista de todo observador sagaz e imparcial.

    El que Balmes no fuera carlista da más fuerza a sus afirmaciones sobre el carlismo, más objetividad a sus juicios y apreciaciones sobre lo que el carlismo representa para España. El ilustre filósofo catalán fue juez de la política española. Y un juez, sin ser parte, puede fallar en favor de una parte. He aquí la base de nuestro estudio.

    ¿Y qué decía Balmes del carlismo?

    Un solo texto, de los muchísimos, y en gran manera elocuentes, en que abundan sus escritos, vamos a exprimir, porque estimamos que sintetiza más que ningún otro el pensamiento político balmesiano, y nos servirá de arranque para sabrosos y oportunos comentarios. Está en el Tomo IV de sus Escritos Políticos, pág. 235, y dice: «lo hemos dicho varias veces y lo repetiremos aquí: en no haciendo entrar como elemento de gobierno a ese partido a quien se desdeña, el carlista, es imposible, ABSOLUTAMENTE IMPOSIBLE (el subrayado es nuestro) establecer en España nada sólido y duradero».

    El comentario y la consideración consiguiente es obligado: la Historia de España, desde hace más de un siglo, se escribe a espaldas del carlismo; la obra de todos nuestros gobernantes se situó siempre frente al carlismo. Que nadie se extrañe, pues, de que en España no se hagan más que planes, ni se lamente de la clásica inestabilidad de todos los regímenes que hemos padecido. Quien siembra vientos recoge tempestades. Quien alimenta odios y fomenta disensiones, recoge luego cismas.

    Esta consideración podría profundizarse recorriendo una a una las diversas etapas de nuestra historia contemporánea, en la que, cual castillo de naipes, hemos visto derrumbarse con estrépito instituciones y gobiernos que se prometían la indefectibilidad y se hacían a sí mismos invulnerables. Pero preferimos actualizar esta consideración a la vista de los últimos acontecimientos, aunque ello nos obligue a repetir lo que ya saben todos los españoles que no se avienen a ser comparsas de un figurín levantado sobre los escombros de nuestra gloriosa cruzada.

    Empezó ésta con el concurso decisivo de las masas carlistas, encuadradas luego en los heroicos tercios de requetés. Fuera del ejército, ninguna fuerza pudo equipararse en número y cantidad a la aportada por el carlismo.

    Después de la cruzada…

    Lo que ocurrió después de la cruzada patentiza la mala fe de los que se aprovecharon de ella, adulterando su sentido, y desviándose de los objetivos que la hicieron necesaria.

    Nombres extraños. Fórmulas vacías de contenido; elementos sin historia ni méritos, sustituyeron a las fuerzas vivas que el Tradicionalismo encarnaba.

    Los carlistas, tan necesarios para el combate, tan imprescindibles para el triunfo, tan decisivos en la victoria, no contaron luego para nada. Construyóse, a la sombra de su gloria, el edificio de un Estado nuevo que cerró todos los horizontes, y mató todas las esperanzas. Un Estado que parece no haberse impuesto más cometido que aislarse del pueblo y rodearse de un abismo, a fin de que la nación no llegara nunca a poder manifestarse y hacer sentir sus deseos y expresar sus justas exigencias. Un Estado elevado sobre las puntas de las bayonetas, en expresión balmesiana, y en la cúspide de una fortaleza desde la que se defiende a sí mismo y no a la nación, a cuyo servicio debiera estar siempre.

    Cárceles, destierros y mazmorras. Esto fue el galardón ofrecido a los dirigentes más señalados del carlismo. Persecución sañuda y tenaz aguardó a muchos carlistas al final de su carrera victoriosa y abnegada, por el solo hecho de no avenirse a una unificación artificial que quiso mezclar ideologías de signo contrario.

    Muy oportuno comentar ahora la frase de Balmes que antes subrayamos, que resume maravillosamente lo que, acerca del carlismo, pensaba el profundo filósofo y apologético español. «Sin el carlismo es absolutamente imposible establecer en España nada sólido y duradero». Sí, señores gobernantes. Tomen ustedes nota, y aténganse a las consecuencias funestas [que de] su conducta puedan algún día derivarse. Ayer, hoy y siempre, mientras el carlismo no abdique, y no abdicará jamás, será absolutamente necesario contar con él para toda obra de gobierno que quiera significar algo más que los caprichos de una pandilla de incontrolados, encaramados furtivamente en los palacios y cancillerías para explotar miserablemente las energías de la heroica nación que les sufre.

    ¿Qué clase de homenaje es ése que ha querido tributar a Balmes un gobierno que desprecia su doctrina? Bien claramente lo definimos en otra ocasión. Fue un ultraje a Balmes; un ultraje como tantos otros que se han hecho a personas e instituciones, con tal de que, por encima de estos ultrajes, y aprovechándose de ellos, se levante más y más, hasta el endiosamiento pagano, el hombre que, conducido ciegamente por sus aduladores, lleva a España por caminos de ruina y perdición.

    Balmes no era carlista, pero hizo justicia al carlismo.

    Balmes no era carlista, pero supo darse cuenta de la importancia vital del carlismo y de su intervención necesaria en todas las empresas grandes.

    Balmes no era carlista, pero supo reconocer, y quiso valientemente afirmar, que fuera del carlismo no encontraba España su verdadero destino y las rutas de su definitiva salvación.

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