Fuente: Tiempos Críticos. Monarquía Popular, Número 12, Diciembre de 1948, página 8.
BALMES NO ERA CARLISTA, PERO…
En uno de los últimos números nos ocupábamos de la gran figura española, el Dr. Jaime Balmes, y poníamos al descubierto la maniobra torpe de la situación política actual encaminada a “crear” un Balmes a su gusto, conforme al molde fabricado por el Sr. Rocamora en los talleres de la Dirección General de Propaganda.
El Sr. Rocamora presentó a los aturdidos españoles que le escuchaban un Balmes franquista, un Balmes completamente fantástico al que hacía pronunciar sentencias que no están en ninguno de sus libros, y que debieron germinar en la mente del “veraz” Director General de Propaganda la noche anterior a su discurso.
No vaya a creer nadie que nosotros imitamos al Sr. Rocamora en esto de inventar frasecitas. No tenemos talento como para eso, ni a tanto llega nuestra imaginación. Ni tampoco –hay que decirlo todo– somos lacayos a sueldo de ningún magnate político que nos haga perder el sentido de la equidad y de la honradez a cambio de una cucharadita de miel.
El epígrafe con que encabezamos estas líneas pregona nuestra sinceridad y nuestra veracidad. Somos carlistas y no tenemos reparo en afirmar decididamente que Balmes no era carlista o, al menos, no hizo profesión de tal. Tampoco tenemos reparo en afirmar rotundamente que, si Balmes viviera, hubiese sido el más tenaz debelador del actual régimen que sufren los españoles, como lo fue del régimen instaurado por el General Narváez. Y aún creemos más. Y es que, si Balmes hubiese sido contemporáneo de las asquerosidades que a diario contemplamos los españoles, instauradas y fomentadas desde el alcázar del poder, o estaría él en la cárcel o lo estarían nuestros gobernantes.
No es intención nuestra, como lo ha sido de tantos políticos de segunda mano, entresacar de la extensa obra balmesiana aquellos textos y fragmentos que favorecen la postura del carlismo ante la historia de España. Un buen coleccionista de frases balmesianas, a poco que tuviera una miga de talento, las encontraría para todos los gustos y matices, con sólo quitar o poner alguna coma y mezclarlas en la salsa variadísima de las interpretaciones. Así es como se explica que todas las banderías y facciones políticas han querido atraer hacia su esfera al insigne pensador político, y se lo hayan apropiado con exclusividad.
Balmes era un pensador de grandes vuelos y, como tal, estuvo muy por encima de [posiciones] ideológicas fragmentarias, y por encima también de todas las opiniones, aunque fueran justas y acertadas. No se adscribió a ningún sector; no vinculó jamás su nombre a ninguno de los bandos contendientes que se disputaban la legitimidad y los derechos al trono.
Esto es cierto. Y el que lo sea no autoriza a creer que Balmes mirara con indiferencia el espectáculo que estas encontradas aspiraciones ofrecía a la vista de todo observador sagaz e imparcial.
El que Balmes no fuera carlista da más fuerza a sus afirmaciones sobre el carlismo, más objetividad a sus juicios y apreciaciones sobre lo que el carlismo representa para España. El ilustre filósofo catalán fue juez de la política española. Y un juez, sin ser parte, puede fallar en favor de una parte. He aquí la base de nuestro estudio.
¿Y qué decía Balmes del carlismo?
Un solo texto, de los muchísimos, y en gran manera elocuentes, en que abundan sus escritos, vamos a exprimir, porque estimamos que sintetiza más que ningún otro el pensamiento político balmesiano, y nos servirá de arranque para sabrosos y oportunos comentarios. Está en el Tomo IV de sus Escritos Políticos, pág. 235, y dice: «lo hemos dicho varias veces y lo repetiremos aquí: en no haciendo entrar como elemento de gobierno a ese partido a quien se desdeña, el carlista, es imposible, ABSOLUTAMENTE IMPOSIBLE (el subrayado es nuestro) establecer en España nada sólido y duradero».
El comentario y la consideración consiguiente es obligado: la Historia de España, desde hace más de un siglo, se escribe a espaldas del carlismo; la obra de todos nuestros gobernantes se situó siempre frente al carlismo. Que nadie se extrañe, pues, de que en España no se hagan más que planes, ni se lamente de la clásica inestabilidad de todos los regímenes que hemos padecido. Quien siembra vientos recoge tempestades. Quien alimenta odios y fomenta disensiones, recoge luego cismas.
Esta consideración podría profundizarse recorriendo una a una las diversas etapas de nuestra historia contemporánea, en la que, cual castillo de naipes, hemos visto derrumbarse con estrépito instituciones y gobiernos que se prometían la indefectibilidad y se hacían a sí mismos invulnerables. Pero preferimos actualizar esta consideración a la vista de los últimos acontecimientos, aunque ello nos obligue a repetir lo que ya saben todos los españoles que no se avienen a ser comparsas de un figurín levantado sobre los escombros de nuestra gloriosa cruzada.
Empezó ésta con el concurso decisivo de las masas carlistas, encuadradas luego en los heroicos tercios de requetés. Fuera del ejército, ninguna fuerza pudo equipararse en número y cantidad a la aportada por el carlismo.
Después de la cruzada…
Lo que ocurrió después de la cruzada patentiza la mala fe de los que se aprovecharon de ella, adulterando su sentido, y desviándose de los objetivos que la hicieron necesaria.
Nombres extraños. Fórmulas vacías de contenido; elementos sin historia ni méritos, sustituyeron a las fuerzas vivas que el Tradicionalismo encarnaba.
Los carlistas, tan necesarios para el combate, tan imprescindibles para el triunfo, tan decisivos en la victoria, no contaron luego para nada. Construyóse, a la sombra de su gloria, el edificio de un Estado nuevo que cerró todos los horizontes, y mató todas las esperanzas. Un Estado que parece no haberse impuesto más cometido que aislarse del pueblo y rodearse de un abismo, a fin de que la nación no llegara nunca a poder manifestarse y hacer sentir sus deseos y expresar sus justas exigencias. Un Estado elevado sobre las puntas de las bayonetas, en expresión balmesiana, y en la cúspide de una fortaleza desde la que se defiende a sí mismo y no a la nación, a cuyo servicio debiera estar siempre.
Cárceles, destierros y mazmorras. Esto fue el galardón ofrecido a los dirigentes más señalados del carlismo. Persecución sañuda y tenaz aguardó a muchos carlistas al final de su carrera victoriosa y abnegada, por el solo hecho de no avenirse a una unificación artificial que quiso mezclar ideologías de signo contrario.
Muy oportuno comentar ahora la frase de Balmes que antes subrayamos, que resume maravillosamente lo que, acerca del carlismo, pensaba el profundo filósofo y apologético español. «Sin el carlismo es absolutamente imposible establecer en España nada sólido y duradero». Sí, señores gobernantes. Tomen ustedes nota, y aténganse a las consecuencias funestas [que de] su conducta puedan algún día derivarse. Ayer, hoy y siempre, mientras el carlismo no abdique, y no abdicará jamás, será absolutamente necesario contar con él para toda obra de gobierno que quiera significar algo más que los caprichos de una pandilla de incontrolados, encaramados furtivamente en los palacios y cancillerías para explotar miserablemente las energías de la heroica nación que les sufre.
¿Qué clase de homenaje es ése que ha querido tributar a Balmes un gobierno que desprecia su doctrina? Bien claramente lo definimos en otra ocasión. Fue un ultraje a Balmes; un ultraje como tantos otros que se han hecho a personas e instituciones, con tal de que, por encima de estos ultrajes, y aprovechándose de ellos, se levante más y más, hasta el endiosamiento pagano, el hombre que, conducido ciegamente por sus aduladores, lleva a España por caminos de ruina y perdición.
Balmes no era carlista, pero hizo justicia al carlismo.
Balmes no era carlista, pero supo darse cuenta de la importancia vital del carlismo y de su intervención necesaria en todas las empresas grandes.
Balmes no era carlista, pero supo reconocer, y quiso valientemente afirmar, que fuera del carlismo no encontraba España su verdadero destino y las rutas de su definitiva salvación.
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