La crisis educativa (1)
Javier Barraycoa
Atender a la crisis educativa actual, es dar explicación de sus causas y ciertamente no es tarea fácil, pues posiblemente sean muchas y deban atenderse desde disciplinas diferentes, que abarcan desde la psicología a la teología pasando por la sociología. Cuando los políticos hablan de las causas de la crisis suelen haber dos posturas. La primera es la de los que simplemente niegan que exista una crisis educativa, y no son pocos. Los responsables políticos han articulado muchos mecanismos burocrático-administrativos para que no se evidencie el fracaso escolar, pues demostraría la falacia de la educación moderna: sus leyes, su gestión y los principios filosóficos que la sustentan.
Las formas de negar el trágico fracaso de uno de los sistemas educativos públicos más caros y menos rentables de la historia, son múltiples: por ejemplo, forzar a los directores, a través de los inspectores, para que los porcentajes de suspensos sean mínimos en las asignaturas; o bien promover que las asignaturas difíciles puedan ser aprobadas por una decisión del claustro, a pesar de la nota negativa del profesor, etcétera. Toda esta mentira burocrática y política quedaría en entredicho con una buena selectividad. Pero la propia administración se encarga de que esto no se produce.
Los responsables políticos han articulado muchos mecanismos burocrático-administrativos para que no se evidencie el fracaso escolar
Las pruebas han ido bajando el listado para que el porcentaje de suspensos sea el mínimo posible y nadie se plantee el asunto. Si los institutos ya reciben partidas especiales si “aprueban” unos porcentajes determinado de alumnos, ahora el mismo planteamiento llega a la Universidad. Las universidades públicas recibirán más apoyo económico en la medida que los porcentajes de aprobados sean más altos. Sin lugar a dudas, el proceso viciado de origen, llevará a que se presione a los profesores para que no sean excesivamente estrictos.
Causas falsas y causa verdadera
Respecto a los políticos y funcionarios de educación que reconocen una cierta crisis educativa, suelen responder a la cuestión aportando esencialmente dos causas explicativas. Por un lado afirman que es un problema de recursos económicos, estableciendo la absurda ecuación de que a más recursos, mejor educación. Los datos para contra-argumentar este planteamiento son relativamente fáciles. Si tomamos el caso de Corea, se puede comprobar que es uno de los países de la OCDE que dedica porcentualmente respecto al PIB, menos recursos a la educación. Sin embargo, en el informe Pisa que recoge los niveles educativos en los 47 países más ricos del mundo, Corea en los últimos años es la primera. Una segunda causa que se arguye es que no se aplica suficientemente bien la ley educativa vigente y que, por lo tanto, deben volver a reformarla o bien aplicarla con más intensidad.
Nuevamente la ceguera de tanto experto en educación estremece, pues unas de las causas del desastre educativo han sido precisamente las leyes educativas. Otros que también aceptan la existencia de una crisis educativa, la atribuyen a una abstracta “crisis de valores” generando un discurso fácil a la vez que ineficaz. Si en algo se han convertido las escuelas es en maquinarias de adoctrinamiento de valores. Pero cuanto más se les predica la solidaridad, la paz y la tolerancia, más violentos, asociales e intolerantes se vuelven. Es el adoctrinamiento en valores falsos lo que provoca la propia crisis de los “valores” que predican.
Si en algo se han convertido las escuelas es en maquinarias de adoctrinamiento de valores. Pero cuanto más se les predica la solidaridad, la paz y la tolerancia, más violentos, asociales e intolerantes se vuelven
Podríamos señalar que la crisis de la educación tiene su fundamento en la ausencia del principio de autoridad, ya no sólo en el orden práctico en tantos y tantos casos, sino en el fundamento legislativo de su ordenación. Si tomamos por ejemplo la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación (LODE), de 1985, en el preámbulo se señala una malintencionada inversión del principio de subsidiariedad donde –implícitamente- se niega que el derecho a educar sea de los padres. Es el propio Estado el que se otorga ese derecho, aunque, como señala el preámbulo de la Ley, nunca pudo ejercerlo hasta llegar la modernidad: “Por las insuficiencias de su desarrollo económico y los avatares de su desarrollo político, en diversas épocas, el Estado hizo dejación de sus responsabilidades en este ámbito, abandonándolas en manos de particulares o de instituciones privadas, en aras del llamado principio de subsidiariedad”.
Así, hasta tiempos recientes, la educación fue más privilegio de pocos que derecho de todos”. En base a este “democratismo” sucesivas leyes consagran la educación como un instrumento para consolidar el Estado. Así en el preámbulo de la Ley Orgánica de Educación (LOE) de 2006, se llega a afirmar que: “Esas estructuras dedicadas a la formación de los ciudadanos fueron concebidas como instrumentos fundamentales para la construcción de los Estados nacionales, en una época decisiva para su configuración”. Leyendo entre líneas, bajo un discurso democratista, la sucesión de leyes educativas traslucen que la educación es sólo un derecho del Estado y que para ejercerlo, en el fondo, debe desposeerse de autoridad a cualquier institución o los propios padres.
Por eso, las escuelas son entregadas a los inspectores; los consejos escolares son formas de diluir la poca autoridad que puedan tener los centros, y a los padres se les presenta la educación como un regalo del Estado que deben aceptar, pues ellos son incapaces de educar. Poco a poco la autoridad queda tan desfigurada, interferida, mezclada, que el educando se siente protegido por la anomia reinante. Y en última instancia, siempre tendrá un inspector que le defienda incluso del reglamento y de cualquier intento de que alguien ejerza sobre él la autoridad. El Estado es papá, pero también educador. Por eso, el enemigo del Estado son los propios profesores que por connaturalidad –en cuanto que primeros educadores subsidiarios de los padres- ejercen la autoridad directa sobre el alumno. Por ello, la acción del Estado sobre los educandos ha consistido precisamente en desposeerles del protagonismo en la escuela.
Todo ello sólo es posible en la medida que el Estado sospecha que por definición, los padres son incapaces de educar correctamente.
Se cumple aquello que ya pronosticara Herbert Marcuse en Liberándose de la sociedad opulenta: “Actualmente, toda educación es terapia: terapia en el sentido de liberar al hombre, por todos los medios disponibles, de una sociedad en la cual, tarde o temprano, será transformado en un bruto, aunque no se de cuenta. En este sentido, educación es terapia, y toda terapia hoy, es teoría y práctica política”. Estas palabras escritas hace ya varias décadas, se puede decir que hoy son totalmente reales. El Estado considera que ya no hay un sujeto que educar (aunque sus discursos siempre digan lo contrario), sino individuos potencialmente enfermos que hay que someter a constante terapia. Por tanto el educador en el fondo ha de ser un terapeuta, un evaluador de las carencias del alumno según los estándares e investigador de las malas praxis de los padres. Todo ello sólo es posible en la medida que el Estado sospecha que por definición, los padres son incapaces de educar correctamente. Y esta es una de las dimensiones de la esencia de la crisis. Parece cumplirse aquella profecía sociológica de Alexander Mitscherlich al escribir la Sociedad sin padre, para relatar los efectos en una sociedad de la desaparición de la figura de autoridad que encarna el padre.
https://barraycoa.com/2017/01/25/la-crisis-educativa-1/
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