Fuente: Siempre, Número 2, Marzo 1958, página 6.
EL VILUMISMO
Por Melchor Ferrer
No es frecuente leer, bajo la responsabilidad de firmas acreditadas, que existió un tradicionalismo isabelino, queriendo arrebatar al Carlismo la gloria de haber sido el paladín de la Tradición Española. A este fin se barajan algunos nombres, entre los cuales se suele citar al marqués de Viluma y al conde de Cheste. Dejemos a este último, ya que no vale la pena ocuparse de él, después de que el marqués de Rozalejo, inventor de la especie, no pudo probar el subtítulo de su libro en 300 páginas. Será mejor conservar de Cheste lo que dijo Valbuena: «podía ser un mediano general, pero desde luego era muy mal poeta».
Pero no ocurre lo mismo con el Marqués de Viluma. De éste y del Vilumismo merece la pena hablar, aunque sólo para colocarlo en el lugar que le corresponda. Que no es, precisamente, en la historia de la evolución de la doctrina tradicionalista.
Viluma, no fue tradicionalista. Liberal exaltado en su juventud, fue como tantos otros de los que se asustaron de los sucesos de la Granja de 1836, cuando en realidad debieran haberse asustado con más razón de los de la Granja en 1832. Viluma no fue excepción, ya que hombres de mucho mayor fuste que él, –Larra, por ejemplo–, sintieron la misma inquietud y temor. Vio que el camino seguido había desembocado por la Constitución de 1837 al periodo de Espartero, y trató de reaccionar ante las perspectivas del mañana sombrío que se anunciaba.
Para ello Viluma presentó a Narváez un plan político, el único plan político de Viluma: Constituir dos Cámaras o Cuerpos, una compuesta de personas elevadas en dignidad y prelados, elegidas por la Corona, y otra de diputados representantes de la propiedad territorial, industrial y comercial elegida por quienes pagaran determinado tipo de contribución; Cortes o Cámaras, que tendrían su reglamento y su presidencia dados por la Corona, y cuya única misión sería votar los impuestos. Si alguien cree que esto tendía a las tradicionales Cortes de las Españas, se equivoca y no sabe lo que eran. No, esto era unas Cortes del Estatuto atenuado, cuando ni siquiera Martínez de la Rosa trataba de recordarlo. Las Cortes del Estatuto con algo de despotismo ilustrado. En fin, lo que también había ya olvidado el propio Zea Bermúdez. De la limitación de funciones reales, de la denuncia del contrafuero, de la necesidad imperiosa de intervenir en los asuntos arduos, de la concurrencia en las leyes fundamentales, del derecho de petición, del mandato imperativo, del juicio de residencia, de la libertad de los poderdantes de retirar en todo momento el mandato a sus procuradores, de cuanto todo es el espíritu de las Cortes de las Coronas de las Españas, ni huella ni mención: sólo el votar las contribuciones…
Pero el Vilumismo tenía una segunda parte: Iniciativa de las leyes en la Corona, y facultad del Gobierno para mantener el orden y sostener el imperio de la Ley. Lo primero tiende al despotismo ilustrado, porque la Corona no tiene delimitadas sus funciones, y lo segundo es lo más elemental que se puede pedir a un Gobierno.
Y éste es el tradicionalismo de Viluma. Podríamos decir que intentaba una Monarquía autoritaria. Bien. Pero esto no es tradicionalismo. Así sería tradicionalista el Segundo Imperio Francés, lo que justificaría el alborozo con que lo acogió Donoso Cortés. Ni es tradicionalismo tampoco el despotismo ilustrado, por mucho que se intente buscar su ascendencia, no ya en Carlos III, sino en la Corte del Rey Sol. Se huía del constitucionalismo tipo 1837 sin recaer en el enterrado doceañismo, y se huía del absolutismo fernandino. Pero no era entrar en la vereda del tradicionalismo.
Esta atribución se debe a un error muy importante. Se considera la existencia de un tradicionalismo cultural, se considera un tradicionalismo político, pero se olvida el tradicionalismo institucional, ya que son las instituciones las que señalan una norma y dirección del pueblo. Instituciones que, como ya señaló el Conde de Montemolín, no podían todas renacer. Porque su finalidad histórica se había conseguido, pero las fundamentales debían adaptarse, como decía más tarde Carlos VII. Tradicionalismo no de sentimientos, ni de un par de principios fundamentales, Religión y Monarquía, sino de las Instituciones, cuerpos del Estado y Cuerpos de la sociedad, en su lógica y normal adaptación a las exigencias del desarrollo económico de los pueblos y el progreso de las ciencias… Es decir, que el Tradicionalismo, no es una elucubración literaria ni histórica, sino una evolución constante y un desarrollo continuado, porque conserva, como base inquebrantable, los postulados propios de nuestro pasado. Y esto, como han podido todos comprender, no tiene nada que ver con el Vilumismo.
Luego debió recibir un poco de influencia tradicionalista, pero ligera y superficial; cuando se encontró con la actividad de Balmes. Los dos llegaban al mismo fin y sin embargo tenían objetivos distintos: en Viluma, consolidar el Trono de su Reina, atraer a los carlistas para que fueran sus mejores defensores. Y para ello el matrimonio con el Conde de Montemolín. Balmes va a colocar en el trono a la dinastía desterrada. Él restaura la legitimidad, pero no quiere que sea por la ruta de las contiendas; para ello el matrimonio de la Reina con el Rey legítimo. Y como es necesario hacer concesiones, ambos reinarán como los Reyes Católicos reinaron después de la Concordia de Segovia. Pero en Viluma no hay reconocimiento de la Legitimidad de la dinastía carlista, y, ni siquiera esto, recoge del tradicionalismo carlista: para él la Reina era Isabel, la Pragmática de 1830 era legítima y la dinastía carlista, unos rebeldes a la Soberana. Sólo la necesidad de consolidar el trono, libertarlo de la revolución, le hacía aceptar a los carlistas.
Nada digamos ya de la devolución a la Iglesia de los bienes desamortizados. Esto era una simple reparación que no nos llevaba más allá de 1835 y aún era con miras políticas: el reconocimiento de Isabel por el Papa Gregorio XVI.
En verdad, por mucho que se esfuercen, hay incompatibilidades fatales. Un Orleans será siempre un Orleans. Un miembro de la Dinastía isabelina será siempre de la misma, por mucho que quiera apartarse de ella. Es la Tradición de la dinastía liberal. Ya lo dijo Balmes, la Dinastía había nacido bajo el signo de la Revolución, y era, por lo tanto, la Revolución. Y este sello es indeleble: «la especie de maldición que pesa sobre su raza», como dijo Donoso Cortés.
Última edición por Martin Ant; 12/12/2017 a las 22:55
Dejo a continuación el texto del Proyecto político de Viluma al que hace referencia y comenta Melchor Ferrer en su artículo, acompañado de unas pocas notas a pie de página.
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Fuente: Políticos, gobernantes y otras figuras españolas. Páginas de mi Archivo y apuntes para mis Memorias, Vol. 1, Natalio Rivas Santiago, Ed. Francisco Beltrán, 1933, Madrid, páginas 205 – 212.
Muy reservado.
Llamado por orden de Su Majestad al cargo de su Ministro de Estado por Real Decreto de 3 de Mayo próximo pasado, es mi primera obligación exponer a los pies del Trono la necesidad de formar un plan de Gobierno en que se exprese la conducta política que se debe seguir en las circunstancias en que se halla la Nación. Esta resolución se hace en el día indispensable; en el estado que las cosas públicas han llegado, no se puede ya seguir la senda antigua y funesta en España de mandar según las circunstancias del momento, sin dirección determinada, viviendo al día hasta que llegan los momentos de apuro: se acude entonces a la fuerza, y se cae en un nuevo abismo. El que suscribe no cree que se pueda servir bien a Su Majestad y al Estado sin que empiece así la carrera política del nuevo Gobierno, y sólo de esta manera podrá servir al cargo que la real confianza le impone, y al cual se cree muy inferior; esta resolución es hoy más que nunca necesaria. El Trono y el Gobierno han caído en una situación completamente ilegal, insostenible por ningún principio, sostenida ostensiblemente por la fuerza. Este escándalo compromete al Trono y al Reino, y es preciso evitarle lo antes posible.
La Constitución de 1837 que juran los Ministros, no existe de hecho ni de derecho; no es posible restablecerla, y, en la opinión del que suscribe, no admite reforma, porque su origen y su principio es revolucionario y anárquico. La Revolución destruyó el sistema antiguo, y la Revolución ha destruido después su propia obra. De hecho hemos vuelto, y de derecho debemos volver, al principio monárquico, que es el derecho común, antiguo, nacional, legítimo, conveniente y oportuno de la Monarquía. El que suscribe opina que deben proscribirse, para sentar la bases del Gobierno en España, los medios de reforma de Constitución, de intervención de las Cortes, y de someter a la sanción de éstas la Ley política que el Monarca otorgue; más aún que por sostener en su pureza los sanos principios, por el convencimiento que tiene de que por tales medios nada es asequible y se volvería en el estado actual de los partidos políticos a una más profunda confusión y anarquía. La Corona es la que debe, en las difíciles circunstancias presentes, tomar la iniciativa para llevar a efecto el tránsito del estado ilegal y arbitrario en que nos hallamos a un orden estable y legítimo. La Reina, rodeada de Consejeros de acreditada inteligencia, y cuyos nombres lleven tras sí la confianza pública, es la que debe dirigir su voz a los españoles, presentándoles los resultados de la Revolución, la imposibilidad de sostener ningún Gobierno con las leyes y máximas que han dominado desde el Motín de La Granja [1], y la necesidad imperiosa y urgente de constituir un Gobierno que sea verdaderamente nacional y verdaderamente representativo de nuestro estado social. En esta iniciativa de la Corona para constituir el Gobierno del Reino, debe partirse de los actos de la Regencia de la Reina Madre, la promulgación del Estatuto [2], y la oferta, no cumplida por causa del asqueroso Motín de La Granja, de modificarlo según las necesidades del Reino [3]. Estos dos actos fueron legítimos, y con ellos debe enlazarse el nuevo estado político. Así se anuda y continúa el orden legal, dejando en el olvido el período revolucionario, y así se sienta la primera base del Gobierno. No se entienda por esto que la Ley política que el Gobierno otorgue, es una segunda edición corregida del Estatuto. Debe tomarse como ejemplo para dar la nueva Constitución, por el cual se pusieron en acción las leyes de nuestra antigua Monarquía sobre participación de las clases en la formación de las leyes, contribuciones, etc., etc. [4].
Otros dos caminos pudieran seguirse, pero, según la opinión del que suscribe, ofrecen mayores inconvenientes. El uno sería volver al Estatuto por iniciativa de la Corona, como en Portugal se ha vuelto por una revolución ministerial y por el Ejército a la Carta de D. Pedro [5]. Pero aquí no hay revolución ni debe procurarse, por ser de funestos ejemplos, y, por desgracia, la Ley monárquica del Estatuto, por haberse aplicado en un sentido revolucionario propio de la Constitución del año de 1812 en negocios y en personas, ha caído en un general descrédito. Además, restableciéndola, sería mayor la reacción, y la Corona se pondría en oposición con el acto de reforma de la Regencia legítima. El segundo medio sería formar la nueva Constitución sin relación a ningún antecedente político, y otorgarla el Trono lisa y llanamente. Pero este medio, por la situación de nuestra Reina, por su menor edad, por la influencia natural de su augusta madre, por las dificultades de abrir una nueva senda y de desconocer actos legítimos de la Regencia, no parece al que suscribe tan conveniente. Adoptando como base de principios constitucionales los sentados en el Estatuto, Ley conocida, legítima, bien admitida dentro y fuera del Reino, y la promesa de reforma como medio de acomodar más la nueva Ley a las circunstancias actuales del Reino y a la costosa experiencia reciente, opina el que suscribe que se consolidarían mejor los objetos que debe proponerse el nuevo Gobierno. Al que suscribe no se le oculta el inconveniente de que, habiendo, por desgracia, hecho jurar a nuestra Reina la Constitución de 1837 [6], cae sobre el Trono la odiosidad que a los ojos de la Revolución llevaría el tránsito a otro sistema. Pero peor será la suerte de un Gobierno que nace de una revolución desacreditada que la del que deriva de una iniciativa de la Corona. No hay que perder de vista que, para todas las fracciones del partido liberal de España, el 10 del próximo Octubre cesa toda duda y disputa sobre la mayoría de nuestra Reina [7]. Los revolucionarios tachan de ilegales todos los actos desde la caída de Espartero, y no podrían recusar también como tal el juramento de Su Majestad a la Constitución de 1837. En medio de un laberinto de dificultades, el que suscribe cree que nuestro cambio político, siguiendo la dirección del de Portugal, mejoraba en el origen y en los medios de establecerlo. ¿Y seremos los españoles menos monárquicos que los portugueses? Fijado el modo de la transición, el tiempo no debe echarse en olvido. Según la opinión del que suscribe, la transición urge, y es necesario arrostrarla, y con firmeza. Cada día que se demore, serán menores las fuerzas. La Revolución está hoy, sin medios materiales de resistencia, en un profundo descrédito moral. El estado del país es muy favorable; ansía recibir del Trono prendas de orden y de estabilidad, y preservativos contra la Revolución y sus secuaces.
Se han desaprovechado ya buenas ocasiones. Las dificultades crecen con sólo dejar tiempo en un orden progresivo y alarmante, y el Poder Real, primera esperanza y base fundamental, se enerva y enflaquece cuando se emplea en sostener situaciones transitorias e ilegales como la presente. La ausencia de Su Majestad de la capital durante los baños, debe aprovecharse para formar todo el plan, incluso los medios de ejecución, incluso la nueva Ley, incluso el Manifiesto de la Reina, que ha de ser el que anuncie el nuevo orden, que deberá llevarse con toda la posible reserva hasta que se publique como Ley vigente. Las Bases de la nueva Ley política deberán ser:
Primera. Dos Cuerpos o Cámaras, uno de Grandes, Prelados y personas elevadas en dignidades, elegidas por la Corona; y el otro electivo, sobre la base de la propiedad territorial, industrial y comercial, por elección directa, y como base del Censo el pago de contribuciones.
Segunda. Iniciativa de todas las leyes en la Corona.
Tercera. Contribuciones votadas por las Cortes.
Cuarta. Reglamentos y presidencias de ambos Cuerpos de la Corona.
Quinta. Libertad de imprenta (sin jurado), dejando este arreglo a la ley especial sobre la materia.
Sexta. Entre las facultades del Gobierno, todos los medios que sean necesarios para sostener el imperio de las leyes y el orden público. No más Milicia Nacional.
El que suscribe omite otras Bases que se podrán añadir, que no son aquí necesarias de indicar, porque, con las expresadas está suficientemente marcado el espíritu que debe dominar en la nueva Ley constitutiva, y partiendo del sano principio político de que la Constitución no debe contener sino los artículos necesarios para señalar los poderes políticos y fijar más sus atribuciones respectivas y las formas de ejercerlas, dejando en la esfera de la legislación todas las instituciones que, según los tiempos, deben regir en el Reino.
Esto es cuanto cree oportuno el que suscribe sobre la gravísima cuestión política, que es la mayor dificultad de la situación presente. Es de gravísima importancia, además, la cuestión religiosa, pues sin la unión y concordia de ambos poderes no hay medios estables de orden y paz en el Reino. Constituido el Gobierno que haya de realizar el tránsito indicado, los primeros actos, por los cuales convendría manifestar al Reino su sistema, deberían ser:
Primero. Suspender, desde luego, la venta de los bienes del Clero secular.
Segundo. Devolverle todos los no subastados como los tenía antes de la ley de expoliación [8].
Tercer. Suspender la venta de los bienes del Clero regular de ambos sexos, como medida económica y provisional.
Cuarto. Declarar de una manera oficial y fundada que el Gobierno reserva todas las cuestiones eclesiásticas para tratarlas y decidirlas con Roma por medio de un Concordato. El Gobierno sentará la base de que estas cosas no son de su exclusiva pertenencia, salvando así la independencia de la Iglesia y abriéndose el camino para tratar con Su Santidad, que está en excelentes disposiciones conciliadoras y beneficiosas para todos.
Hay, además, algunos otros puntos, unos públicos y otros reservados, de política general, que deben servir de base al nuevo Gobierno.
Entre los públicos, es el primero una amnistía general, que, sin restricciones ni vanos juramentos, comprenda a todos los partidos políticos, incluso el carlista.
Segundo. Alzamiento de todos los secuestros por causas políticas, y devolución inmediata de los bienes a sus dueños.
Tercero. Declaración de aptitud legal a todos los españoles, sin distinción ninguna, para obtener los destinos y honores a que sean dignos por sus calidades y servicios.
Cuarto. Suspensión de los efectos de las leyes de desvinculación hasta que se publique la nueva sobre mayorazgos, garantizando, desde luego, todos los actos consumados en virtud de aquellas leyes. Este artículo puede ser objeto de discusión posterior después de adoptado el plan general.
Entre los reservados:
Primero. Que se aplace la cuestión del matrimonio de la Reina para cuando su edad, su salud, y el estado pacífico del Reino, permitan tratar y decidir este gravísimo punto con las ventajas personales y públicas, que tanta influencia pueden tener en la suerte de Su Majestad y en el porvenir del Reino.
Segundo. Por último, es necesario fijar la atención en que lo que más ha de sostener al Gobierno han de ser su moralidad, su purificación, su imparcialidad, su desinterés notorio y su parsimonia en la distribución de las rentas públicas y de todo género de honores y recompensas. Aquí está el cáncer que corroe las entrañas del Reino, y, mientras ese espíritu de profusión, de pandillaje y de injusticia que forma, por desgracia, años ha el carácter inmoral y escandaloso de nuestro Gobierno, no se empiece a neutralizar con actos solemnes y repetidos en notorio desagravio de los escándalos que, así los progresistas como los moderados, han dado al Reino, muy pocos efectos saludables producirán las combinaciones más acertadas en la esfera de la política.
Tiempo es ya de pensar seriamente en los altos y permanentes deberes del Gobierno. Tal es el plan que cree el que suscribe conveniente y justo en las circunstancias en que ha sido llamado a tomar parte en el Gobierno supremo. Si mereciese la aprobación, hará por su parte cuanto le sea posible para llevarlo a cabo con el auxilio y consejo de los dignos señores Presidente y miembros del Gabinete de Su Majestad. Pero si, por las dificultades muy grandes que hay que vencer y no pueden desconocerse, se prefiriese otro rumbo político, el que suscribe acatará, como siempre, las resoluciones de Su Majestad, y no será jamás un obstáculo para que sean cumplidas [9].
Barcelona, 5 de Junio de 1844.
Marqués de Viluma, Ministro de Estado.
[1] Nota mía. El Motín de La Granja tuvo lugar en Agosto de 1836, en virtud del cual la antirregente María Cristina se vio obligada a restablecer la Constitución de 1812, que sería sustituida poco tiempo después por la Constitución creada en Junio de 1837.
[2] Nota mía. El llamado “Estatuto Real” fue creado en Abril de 1834 por el (anti)granadino José Martínez de la Rosa.
[3] Nota mía. Viluma se refiere aquí al llamado “Proyecto de Constitución de la Monarquía Española”, fechado el 20 de Julio de 1836, elaborado por el entonces Presidente del Gobierno Istúriz y sus compañeros del Ministerio, para la reforma del llamado “Estatuto Real”, y que fue la chispa definitiva que provocó, como reacción, el Motín de La Granja.
[4] Nota mía. Viluma se refiere aquí a las famosas Leyes 1.ª y 2.ª, del Título VII, del Libro VI, de la Nueva Recopilación, que no fueron incluidas por el gran jurista legitimista granadino Juan de la Reguera Valdelomar cuando elaboró su magna obra de la Novísima Recopilación (lo cual, por supuesto, no implicaba ni muchísimo menos la abrogación de las mismas). Los revolucionarios de todo pelaje (principalmente los de tendencia más parlamentarista o británica), empezando por Jovellanos en la época de la Junta Central hacia adelante, siempre tenían en la boca estas dos Leyes, dando a entender falazmente que ellas constituían la demostración de que las nuevas ideas revolucionarias que querían implantar gozaban de una supuesta base y fundamento en el derecho y legislación tradicionales de los Reinos de las Españas y de la Monarquía hispánica.
Es en el llamado “Estatuto Real” donde el jovellanismo (o tendencia revolucionaria parlamentarista, en contraposición a la tendencia constitucionalista) alcanza su máximo triunfo, y es el artículo 1º. del mismo al que hace referencia Viluma cuando afirma el estrambote de que aquél puso “en acción las leyes de nuestra antigua Monarquía”. Ese artículo primero decía así:
Artículo 1º. Con arreglo a lo que previenen la Ley 5ª., Título 15º., Partida 2ª., y las Leyes 1ª. y 2ª., Título 7º., Libro 6º., de la Nueva Recopilación, S. M. la Reina Gobernadora, en nombre de su excelsa Hija Doña Isabel II, ha resuelto convocar las Cortes Generales del Reino.
Esas dos Leyes de la Nueva Recopilación, tan traídas y manidas por los importadores del “derecho” nuevo para su abuso torticero, rezan así:
LEY PRIMERA
D. Alonso, en Madrid, era 1367, petición 67; y D. Juan II, en Valladolid, año 1420, Pragmática a 13 de Junio; D. Enrique III, en Madrid, año 1393, en principio de este Ordenamiento en la tercera cosa; y el Emperador D. Carlos, en las Cortes de Madrid del año 1523, capítulo 42.
Los Reyes, nuestros progenitores, establecieron por Leyes y Ordenanzas, hechas en Cortes, que no se echasen, ni repartiesen, ningunos pechos, servicios, pedidos, ni monedas, ni otros tributos nuevos, especial ni generalmente, en todos nuestros Reinos, sin que primeramente sean llamados a Cortes los Procuradores de todas las Ciudades y Villas de nuestros Reinos, y sean otorgados por los dichos Procuradores que a las Cortes vinieren.
LEY II
D. Juan II, en Madrid, año 1419, petición 16.
Porque en los hechos arduos de nuestros Reinos es necesario consejo de nuestros súbditos y naturales, especialmente de los Procuradores de las nuestras Ciudades, Villas y Lugares de los nuestros Reinos; por ende, ordenamos, y mandamos, que, sobre los tales hechos grandes y arduos, se hayan de ayuntar Cortes, y se haga con consejo de los tres Estados de nuestros Reinos, según que lo hicieron los Reyes nuestros progenitores.
[5] Nota mía. El antirrey Pedro dio su Carta Constitucional en Abril de 1826. En Enero de 1842, Costa Cabral (Gran Maestre de la Masonería “portuguesa”) lideró un Golpe de Estado con el que puso fin al régimen de la llamada Revolución Septembrista de 1836, restableciendo la susodicha Carta Constitucional de Pedro, la cual vendría a perdurar hasta la proclamación de la República en 1910.
[6] Nota mía. Efectivamente, tras el triunfo del pronunciamiento del 27 de Junio de 1843 liderado por el General Narváez contra el “Regente” General Espartero, se forma el 23 de Julio un Gobierno Provisional presidido por Joaquín María López, que convoca elecciones a “Cortes” en Septiembre, comenzando su “Legislatura” a mediados de Octubre. Isabel juró la Constitución de 1837 ante esas “Cortes” el 10 de Noviembre de 1843, dos días después de que estas mismas la declararan mayor de edad.
[7] Nota mía. En esa fecha, Isabel iba a cumplir los catorce años.
[8] Nota mía. De entre los “Decretos” expoliadores (mal llamados “desamortizadores”) iniciados por la Revolución durante los años 1835 – 1837, el que afectaba a los bienes del Clero secular fue el de Mendizábal de 29 de Julio de 1837, confirmado por la “Ley” de Espartero de 2 de Septiembre de 1841.
[9] Nota mía. Finalmente, el Proyecto político de Viluma fue rechazado por el General Narváez, por lo que aquél dimitió de su cargo de Ministro de Estado el 1 de Julio siguiente. El General Narváez optó finalmente por realizar la transición política mediante la simple reforma de la Constitución de 1837 (dando origen a la “ley” constitucional de 1845), en un proceso similar al de la reforma de la Constitución franquista llevada a cabo por Adolfo Suárez y Juan Carlos (dando origen a la “ley” constitucional de 1978).
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