LA ECONOMÍA COMO INSTRUMENTO DEL CAMBIO SOCIAL
Fecha de Ingreso: 07-marzo-2013
Ubicación: .
Mensajes: 2.580
Gracias: 197
4.608 Agradecimientos de 1.467 mensajes
1ª PARTE
LA RUTA ECONÓMICA DE LO SOCIAL
ROUSSEAU Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA SOCIEDAD ACTUAL
Muy útil resulta indagar qué tanta influencia tuvo el Contrato Social de Rousseau, en su expresión jurídica, en la construcción y desarrollo de la presente arquitectura social, partiendo del principio de que su ordenamiento es artificial y deliberado antes que fruto de conveniencias instintivas y espontáneas de sus asociados.
Para Rousseau, antes que para Marx, el que un hombre tuviera mucho significaba la indigencia de otro, luego bastaba con establecer un contrato que garantizase mejores condiciones para todos, sin tener en cuenta que el tamaño de la producción está íntimamente ligado con el sistema de producción escogido.
Si su libro inspiró no sólo las declaraciones de la Revolución Francesa sino la organización misma de las propias democracias americanas, bien cabría incorporarlo al origen de los movimientos igualitarios de una Europa cansada de las restricciones impuestas por los convencionalismos, las buenas maneras, y aun las leyes tradicionales.
Desde el advenimiento de ese libro el sentimiento se impuso al pensamiento.
Con el transcurso del tiempo, el rótulo de “social” se le fue adhiriendo a todo:
desde al “Estado social de derecho” hasta
la “economía social de mercado”, pasando por
la “política social”,
la “filosofía social”,
el “bien social” y a otros sustantivos así calificados.
Como los pobres no tenían nada sino su libertad para perder, al decir de Rousseau, estas nuevas construcciones debían proteger al hombre de la infamia y del abuso originados en unas leyes que también habían destruido la libertad natural y habían perpetuado el usufructo de la propiedad y auspiciado la desigualdad social y la usurpación, consecuencias de los derechos inalienables de que algunos hombres gozaban y excluían a otros.
Desde entonces Rousseau ha sido un ídolo para todo revolucionario que juzga que el Estado de Derecho debe abrirle paso al Estado de Bienestar, o en la situación más moderna, al Estado Social de Derecho, en el cual el gobierno queda facultado para llevar a cabo todo aquello que considere benéfico para sus gobernados.
Por ello lo social se ha venido a convertir en una exhortación pública de la moral nacionalista, que en su significado normativo, ha dejado de ser una descripción para convertirse en una obligación. Todo aquel que se le oponga cae bajo la guillotina de la clasificación de insensible ante la pobreza y aun antisocial por su hostilidad a las llamadas reivindicaciones de las clases trabajadoras, cuando no fascista por colocar la Nación por encima de la parrquia.
La “ley natural”, o las normas de conducta del hombre reflejadas en el ordenamiento jurídico, se convirtieron así en pedazos de papel que podían ser desechados para incorporar nuevos contratos que “garantizaran” tal bienestar, o que auparan el nacionalismo, que es una nueva forma de despotismo ilustrado ejercido a nombre del progreso social.
El ideal de Rousseau no era el regreso a una existencia presocial, sino a una en la que el hombre conformara estructuras tribales sin la institución de la propiedad privada, de la cual provenían todos los males políticos, sociales y económicos, entre los que descollaba la desigualdad.
El Estado, omnipotente y sabio, debía imponer un severo impuesto progresivo y debía atender un sistema de educación nacional. Quién había regalado al nacer a sus cuatro hijos a un hospicio, no debía tener conceptos claros de pertenencia ni de familia.
Más adelante, más conservador y maduro, Rousseau rectificaba:
“Es cierto que el derecho a la propiedad es el más sagrado de todos los derechos ciudadanos, y aun más importante en algunos aspectos que la libertad misma”.
En el fondo, admitía que el derecho a la propiedad era requisito del ejercicio de la libertad.
No obstante, sus primeros escritos produjeron los movimientos sociales que impulsaron todo lo social en detrimento de lo individual.
Se había perdido el debido equilibrio que garantiza un régimen de libertades, como examinaremos a continuación.
EL SUPUESTO CONTENIDO SOCIAL DE TODO LO HUMANO
Para darle más entidad al término “social” y paliar las amenazas, se reputa todo aquello que parece útil o de primera necesidad como anfitrión de un vago contenido social. Por ello algunos artículos han sido etiquetados de “hondo contenido social”, según el contemporáneo argot.
De esta clasificación se ha pasado repetidas veces, como es lógico, a controlar estatalmente su precio y estratificar tarifas como las de la energía, el agua y otros servicios, cuando no a gravar abusivamente con un impuesto demasiado alto la comercialización de bienes de lujo.
Tales artículos pertenecen a lo que se ha venido a llamar “bienes suntuarios”. Pero nada de esto obedece a lógica alguna distinta de, como en el caso de los servicios públicos, que unas pocas personas paguen el consumo de muchas otras y, en el caso de las joyas, castigar al consumidor.
Por eso, si de “contenido social” realmente se tratara, con igual lógica habría que estratificar el precio de la carne, la leche y el pan, de mucho más hondo “contenido social”, de tal manera que esto costara más a los ricos que a los pobres.
Tales esquemas y justificación meritorias, empero, no han añadido riqueza ni justicia, y sí en cambio, han destruido mucho de ambas.
Lo evidente es que bajo el pretexto del “contenido social” de ciertos bienes no sólo se ha corrompido el lenguaje cotidiano sino las costumbres productivas. (como lo ha anotado Hayek en su libro The Fatal Conceit), Hayek ha identificado más de ciento sesenta sustantivos calificados por el adjetivo social, como «acción social», «ética social», «justicia social», «oportunidad social», «orientación social», «privilegio social», «filosofía social», «salud social», «progreso social», «responsabilidad social», et., etc., ad nauseam, pasando por lo que se ha llamado el «Estado social de derecho», lo cual ha tenido tres efectos prácticos:
“En primer lugar, implica una concepción de la sociedad evidentemente falaz [en que] aquello que sólo es fruto de los impersonales y espontáneos procesos del orden extenso es en realidad fruto de una creación deliberada.
En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, se nos induce a reelaborar algo que en realidad nunca fue intencionadamente elaborado.
Finalmente, el indicado adjetivo ha conseguido vaciar de contenido a todos y cada uno de los sustantivos a los que se aplica”.
Este «Estado social de derecho», eufemismo para designar un Estado altamente burocratizado y providencial, esconde tras el vocablo su ineficacia y la falta de progreso que los países occidentales avanzados habrían alcanzado en otras condiciones.
El efecto ha sido aun más devastador en los países de África, Asia y América. No se diga de los que estaban detrás de la cortina de hierro donde el espectro de la hambruna general hizo su aparición bajo el férreo control del comunismo.
El mundo sufrió una desaceleración del progreso desde el año 1848 hasta 1989, año de la caída del muro de Berlín. Son ciento cuarenta y un años de retraso civilizador. Ciento cuarenta y un años de influjo opresor, de sangre, guerras y conflictos por un inexistente contenido social que en sana lógica habría que asignársele a casi todos los objetos y no sólo a algunos.
Porque mucho más contenido social tiene un mendrugo de pan que un impulso eléctrico o un medicamento, si de establecer prioridades se tratara; sobre todo, si se piensa en las tres urgencias diarias que acaecen sin tregua sobre la humanidad entera.
Este concepto del “contenido” social de los productos pertenece al comunismo y al socialismo tanto como parece pertenecerle el hambre generalizada y las promesas fallidas, porque no se ha observado que en el avance y profundización de las medidas económicas que lo concreten en la práctica mercantil hayan significado un cambio de menos a más en el bienestar social.
Esto no significa que algunos países avanzados que han enarbolado la bandera del Estado-providencia no hayan progresado, sino que su progreso ha permitido, precisamente, implantar con mayor o menor éxito tales excesos.
Dicho lo anterior, pasaremos a examinar algunos de los costos que este tipo de sociedad, construida sobre falsas bases, ha tenido.
LOS COSTOS DEL MODELO PATERNALISTA
Resulta que el modelo económico del Estado-providencia tiene mayores costos sociales. Y Podría afirmarse que este modelo es sólo posible en una sociedad próspera y avanzada capaz de sufragar sus altísimos costos económicos.
Por lo general, ya ha sido ensayado en países de alta productividad, aunque existe la dificultad de evidenciar el hecho de que su nivel de progreso habría sido más alto si este esquema no hubiera obrado como un pesado lastre sobre las fuerzas económicas responsables del desarrollo.
A Suecia frecuentemente se le reputa como poseedora del modelo perfecto que debe ser imitado por doquier; su Estado ha garantizado el pleno empleo y el cuidado del hombre desde la cuna hasta la tumba. Para pagar este Estado, no obstante, la tasa tributaria sueca ha sido la más alta del mundo: el 57% de su producto interno bruto se
canalizaba hacia el fisco cuando la media de la Comunidad Europea estaba en el ya muy alto 41% hacia 1993, al tiempo que Suecia mantenía un ingreso per capita por debajo de la Comunidad Europea en el año de referencia.
Pero las anteriores son simples estadísticas que no muestran el panorama completo y que en el actual estado de las ciencias económicas también podrían usarse para ilustrar el caso contrario, i.e., la justificación estadística del Estado-providencia.
El problema es mucho más hondo y subyace en la propia sicología del hombre hacia los negocios y su particular ética del trabajo.
El progreso consiste en acumulación de riqueza y ésta tiene que ver con el trabajo y la voluntad para tomar riesgos en espera de flujos futuros de ingresos. La diferencia entre la pobreza y el bienestar material no es, pues, la diferencia de los recursos naturales, o aun de las plantas industriales, sino de las ideas y actitudes hacia la creación de riqueza.
Visto de esta manera, la riqueza es más un producto de la mente que de los recursos. Y nada hay más destructor de esta actitud vital que entregarle al Estado lo que no le corresponde para desempeñar actividades que no le competen.
El papa Juan Pablo II lo ha dicho así:
“En los últimos años ha tenido lugar una vasta ampliación de ese tipo de intervención... no han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años más recientes, han provocado duras críticas a ese Estado del bienestar, calificado como «Estado asistencial»... en ese ámbito también debe ser respetado el principio de subsidiaridad... Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios...” (Centesimus Annus, p. 48.106).
Mencionada la naturaleza de la riqueza de las naciones, bien vale la pena mencionar la naturaleza de su pobreza. Es cierto que la desigualdad puede aumentar a medida que la pobreza declina o, alternativamente, los pobres pueden aumentar sus ingresos en mayor porcentaje que los ricos, aunque éstos pueden aumentarlos en cantidades absolutas más grandes.
Pero tales estadísticas poco significan, entre otras cosas, porque aunque la torta de los ingresos pueda aparecer como peor distribuida, su crecimiento hará que a cada cual le corresponda un trozo mayor.
Lo cierto es que los pobres se benefician más de una economía dinámica de impredecibles ganancias de capital que una regida por la disminución de las inversiones por cuenta de la redistribución de los ingresos.
Pocas cosas hay más destructivas del logro humano que la certidumbre de que el esfuerzo no será recompensado, y es aquí, precisamente, donde se puede circunscribir el origen de la pobreza.
Es posible que en los países desarrollados los pobres escojan el ocio simplemente porque se les paga por no trabajar; pero en los países pobres existen otras complejas variables distintas a la simple falta de oportunidades que no permiten el desarrollo.
La falta de una ética del trabajo es algo que no admite el reconocimiento de que para poder ascender la escala de los ingresos se debe trabajar más que las clases que están por encima; esa carencia de la ética apropiada conlleva a una sobre dimensionada dependencia de las acciones que el Estado pueda emprender para remediar la penuria.
En general, tanto en países pobres como en ricos, también se observa una tendencia a la vida desordenada y no sujeta a los principios que rigen las familias bien constituidas y por ello es factible que la estructura familiar produzca más explicaciones sobre la pobreza que la distribución del ingreso, la desigualdad o la educación.
Por último, podríamos coincidir en que la fe es un importante ingrediente tanto en la cohesión familiar como en la actitud hacia el trabajo.
La fe en que las cosas serán mejores en el mañana;
la fe en la seguridad jurídica, en que las reglas del juego no habrán de ser cambiadas de la noche a la mañana; la fe en los hijos y
en la providencia divina, que no en la esperanza de que Dios, o el dios-Estado, habrá de resolverlo todo por el hombre.
La inexistencia de tales ingredientes, o mejor, la existencia de los ingredientes adversos, produce unos costos económicos y sociales que son más evidentes en los países pobres que en los ricos por cuanto aquellos no pueden encubrir los errores con la abundancia de medios.
La gran paradoja de la redistribución ocurre cuando el aumento de los impuestos sobre los ingresos más altos conduce a un modus vivendi más lujoso y derrochador y a menores oportunidades para los pobres.
La cuestión crucial en un país capitalista es la calidad y cantidad de la inversión que están dispuestos a hacer los dueños del capital. Un aumento de los impuestos marginales aumenta el cálculo que se hace sobre la porción del ingreso que se decide ahorrar o invertir; por ello, el efecto de una desmesurada progresión impositiva es disminuir el precio de los bienes lujosos (incluido el ocio) en relación con los bienes de capital.
Un solo ejemplo bastará para ilustrar cómo los altos tributos pueden estimular el consumo de los lujos, en vez de disminuirlos. Supóngase el caso de un inversionista que desee hacer una inversión que le produzca el 10% equivalentes a un flujo anual de 10 € millones; si el impuesto sobre la renta de capital es del 70% en dicho nivel de ingresos, este inversionista habrá de pagarle al Estado 7 € millones. Pero esta persona puede escoger comprar un lujoso yate por 100 € millones y “pagar” por él con ingresos netos perdidos la suma de 3 € millones por año (que es lo que le sobra después de pagar al Estado, es decir, 10 - 7 € millones) como costo del disfrute antes que entregarle 7 € millones al fisco. Esta decisión permite el disfrute de un gran lujo por una suma irrisoria, comparada con la que ha de entregarse (7 € millones) si decidiera invertir los 100 € millones al 10%.
Es evidente que la opción del “consumo” del yate, tomada sobre una base tributaria como agente decisorio, constituye un gran costo social desde el punto de vista del empleo permanente generado y aumentadas oportunidades para el resto de la sociedad si el agente decidiera invertir el dinero en vez de consumirlo. (Sabemos por las ciencias económicas que la decisión de consumo tomada sobre bases diferentes al esquema tributario no es necesariamente lesiva para la sociedad).
Los altos impuestos estimulan la cultura del hedonismo y la sensualidad, deterioran los valores y fomentan la indiferencia.
El realismo humano, el positivismo lógico, la sicología conductivista, el freudianismo y la ingeniería social siempre han querido reducir al hombre a los límites de su estructura física y a la experiencia demostrable de manera objetiva y aun matemática, excluyéndolo de toda posibilidad subjetiva, adaptativa, trascendente, intuitiva e inexplicable por los métodos de la razón.
Todos estos movimientos han rechazado la idea de que el cambio y la creatividad son en gran medida producto del azar, de lo desconocido, de la lucha por la supervivencia en la superación; que son producto de la fe y del espíritu. Por eso los costos son simples datos en los libros de estadística que no reflejan el otro gran e incuantificable costo del desestímulo y la apatía que a través de un Estado en exceso paternalista hace presa innecesaria a la sociedad contemporánea.
LO SOCIAL EN EL CRISTIANISMO CATÓLICO
Un fecundo inicio de la marcha hacia “lo social”, es decir, lo humanista, ha sido promovido desde el Magisterio de la Iglesia en tiempos más recientes, habida cuenta de su enorme influencia sobre la sociedad y el derecho. Menciono la influencia de la Iglesia por ser ésta una institución que ha influido de manera definitiva en la formación institucional de lo que conocemos como “Sociedad Occidental”.
Aunque el desarrollo de la civilización se ha fundamentado en tradiciones judeocristianas de formidable arraigue, la liberación del bagaje tradicional a partir del Concilio Vaticano II dio paso a excesos como la “teología de la liberación” hacia donde comenzó a gravitar una sustancial porción de la Iglesia Católica; su “compromiso con los pobres” fue una especie de motor que movió durante largo y conflictivo tiempo los engranajes religiosos, particularmente en los países iberoamericanos.
Pasada esta oleada ideológica, la doctrina de la Iglesia viró hacia la justificación de ciertas tendencias legislativas tradicionalmente repudiadas por aquellos que desde siempre entendieron lo que aquello significaba para el futuro de la civilización.
Esta última tendencia ha sido, quizás, una parodia de las utopías socialistas plasmadas también en la doctrina fascista del socialismo gremial o Estado corporativista.
Ya en 1931 la encíclica Quadragésimo Anno de Pío XI incluía algunos párrafos que podrían interpretarse como afines a este pensamiento que se presentaba a sí mismo como la panacea social —quizás la alternativa al comunismo soviético— y que era rabiosamente anticapitalista.
Es en esta encíclica donde aparece por primera vez esa especie de “tercera vía”, equidistante de ambos sistemas, el capitalista y el socialista, que a partir de la propuesta corporativa incorpora la moderación cristiana; moderación que la aleja de la tesis fascista, pero que aunque hace un intento de armonizar el capital y el trabajo y aborda el tema del “salario justo”, el economista profesional queda un tanto en el aire en cuanto al significado estrictamente económico de esos términos.
Lo social en el catolicismo no significa, necesariamente, una aproximación al socialismo económico o a la intervención del Estado para favorecer esquemas redistributivos; no obstante, el tema de la “justicia” en el salario, según la actual concepción social católica, se contrapone a lo previamente anunciado por San Pío X:
“No se hable, pues, de reivindicación y de justicia cuando se trata de simple caridad... Recuerden que Jesucristo quiso reunir a todos los hombres por los lazos de amor mutuo, que es la perfección de la justicia e incluye la obligación de trabajar para el bien recíproco”. (“Motu Proprio”, sobre Acción Popular Católica, 18 de diciembre de 1903—A.A.S., Vol. XXXVI, p. 344 (Ex Typographia Polyglota S.C. de Propaganda Fide—1903, 1904).
En realidad, la Iglesia siempre ha mantenido el principio de subsidiaridad en lo que compete al Estado, aunque haya querido incursionar en la formulación de principios alejados tanto del socialismo como del libre mercado en busca de una tercera vía cuyos enunciados teóricos o prácticos no han sido realmente formulados ni se ven por ninguna parte.
Antes de que se llegara a esto, sin embargo, las encíclicas Mirari Vos del Papa Gregorio XVI en 1836 y Nostis et Nobiscum, de Pío IX, en 1849, hablan, precisamente, de la lucha del comunismo y del socialismo contra la Iglesia.
Por aquellos días se designaban como “obras de misericordia” lo que posteriormente pasó a llamarse la “cuestión social”, encarada, desde cierto ángulo, por la encíclica Rerum Novarum de León XIII, donde se sientan las bases de un catolicismo social decididamente antisocialista.
Rerum Novarum deja bien sentado el derecho a la propiedad privada como elemento fundamental del orden social, rechaza la lucha de clases como expresión válida de los estamentos sociales y como motor del progreso y, por el contrario, hace énfasis en la armonía de todos los grupos humanos.
Por ello sentencia:
“... el conjunto de las enseñanzas de la Religión, de que es intérprete y depositaria la Iglesia, puede mucho para componer entre sí y unir a los ricos y a los proletarios, porque a ambos enseña sus mutuos deberes, y en especial los que dimanan de la justicia”. (Rerum Novarum, 15 de mayo de 1891—A.A.S., Vol. XXIII, p. 649 (Ex Typographia Polyglota S.C. de Propaganda Fide—1890, 1891).
Y añade:
“así como en el cuerpo humano los diversos miembros se ajustan entre sí y determinan esas relaciones armoniosas a las que llamamos simetría, de la misma manera la naturaleza exige que las clases se integren a la sociedad unas en las otras y por su colaboración mutua realicen un justo equilibrio. Cada una de ellas tiene necesidad de la otra; el capital no existe sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. Su armonía produce la belleza y el orden”
Pero la propiedad privada —aparte de todas las justificaciones que pudiera tener en los distintos ordenes, como en el moral, social y económico— parte en Rerum Novarum de una base de causa y efecto verdaderamente incontrovertible.
Dice León XIII:
“Porque si el obrero presta a otros sus fuerzas y su industria, las presta con el fin de alcanzar lo necesario para vivir y sustentarse; y por esto con el trabajo que de su parte pone, adquiere un derecho verdadero y perfecto, no sólo para exigir su salario, sino para hacer de éste el uso que quisiere. Luego, si gastando poco de ese salario ahorra algo, y para tener más seguro este ahorro, fruto de su parsimonia, lo emplea en una finca, síguese que tal finca no es más que aquel salario bajo otra forma; y, por lo tanto, la finca que el obrero así compró debe ser tan suya propia como lo era el salario que con su trabajo ganó. Ahora bien, en esto, precisamente, consiste como fácilmente se deja entender, el dominio de bienes muebles o inmuebles”.
El capital se origina, de acuerdo con esta encíclica, en el trabajo humano; éste es su causa eficiente y, por ello, la causa justificatoria de su existencia y de su título de pertenencia.
En el Magisterio de la Iglesia difícilmente puede haber un párrafo que supere en lucidez y trascendencia el anterior, si se ve desde un punto de vista puramente científico.
Tampoco en la literatura económica se encuentra algo más sucinto y mejor dicho. Porque de este párrafo se puede derivar todo el principio en el cual se fundamenta la formación de capital, la propiedad privada y la libertad económica.
Para una interpretación evolutiva de los escritos de la Iglesia católica es preciso, pues, remontarse a las primeras encíclicas y escritos que tocaron el tema de lo social e ir avanzando hacia los posteriores que lo fueron replanteando. Es cierto que la crisis en que se vio envuelto el capitalismo a partir de la catástrofe de 1929, motivó a la Iglesia a volver sobre el asunto de la cuestión social, pero no es menos cierto que la encíclica Quadragesimo Anno (1931) de Pío XI rompe con una extraordinaria tradición intelectual y da inicio a un distanciamiento progresivo del magnífico razonamiento que, a nuestro juicio, se hace en Rerum Novarum, para desembocar en Laborem Exercens de Juan Pablo II (1981).
Es aquí donde se culmina esta amalgama pro socializadora, keynesiana y estructuralista, que pasa por Mater et Magistra de Juan XXIII (1961) y Populorum Progressio de Pablo VI (1967).
Digo culmina, porque la Laborem Exercens se centra en el trabajo como clave de toda la cuestión social, hasta el punto en que abandona íntegramente el tema de la propiedad; es más, en ella se explicita la primacía del trabajo sobre el capital, pese a que Rerum Novarum decía, como ya vimos, que el capital no era sino otra forma de trabajo.
Es decir, si capital no es más que otro nombre para trabajo— de la misma manera que media docena no es más que otro nombre para seis— se sigue que Laborem Exercens, al presentar el capital como “sólo un instrumento o causa instrumental” que sienta el principio de la total autonomía del hombre, desequilibra el magnífico edificio conceptual alcanzado anteriormente.
Keynes ya lo había hecho en la teoría económica (que ha resultado bastante falsa), porque ante la «identidad»—ni siquiera la igualdad—del ahorro y la inversión, él había sugerido que estas magnitudes no eran iguales porque permanecían en un estado de desequilibrio.
La encíclica hace suyo este desequilibrio que se deduce al establecerse la primacía del trabajo sobre el capital.
Es evidente que entre el hombre y la máquina hay una gran distancia; que en el punto límite en que hay que escoger entre salvar lo uno o lo otro, si de esto se trata — como cuando un automóvil va a atropellar a un peatón, o cuando en guerra se deba escoger entre el avión y el piloto— la ley Natural indica que el hombre tiene prelación sobre la máquina. Es sólo en este sentido el hombre tiene primacía, porque en las relaciones económicas normales de unas personas con otras donde las situaciones límite no entran ni salen, el derecho es el que debe gobernar porque, de lo contrario, prevalecería la relación que existe entre los salvajes.
Así, cuando la encíclica asigna al hombre una “participación eficiente en todo el proceso de producción... independientemente de la naturaleza de las prestaciones realizadas por el trabajador”, (Laborem Exercens, (Nuevo) Denzinger, 4695), se subvierte la conducta que debe gobernar la relación entre los hombres.
Esto es, justamente, lo que no hace Rerum Novarum cuando en el sentido económico equipara en importancia los dos factores al indicar que el trabajo, a través del ahorro, sufre una eventual transmutación en forma de capital, que es salario no gastado.
Como no se puede olvidar que el capital genera más ahorro a través del salario y, por ende, mayor bienestar social, la primacía establecida por Laborem Exercens es falsa si de lo que se trata es de alcanzar un mayor bienestar laboral.
Más apropiado resultaría hablar de un “equilibrio de prioridades” entre los dos factores en donde no se privilegie artificialmente lo uno sobre lo otro.
Como quien dice, que entre la causa eficiente, el trabajo, y la causa instrumental, el capital, debe existir un equilibrio fundamental que en la economía está regulado, normalmente, por el libre sistema de retribuciones, que no es más que otro precio del mercado; en la vida civil está regulado por el derecho que asigna la propiedad y uso del capital a su legítimo propietario.
Vano resulta, entonces, por una parte, insistir en la “participación en el proceso de producción” con independencia de la “naturaleza de las prestaciones realizadas” y, por la otra, afirmar que no se puede “contraponer el trabajo al capital ni el capital al trabajo”, cuando lo que se hace es, precisamente, anteponerlos con tal aseveración.
Toda participación en un proceso de producción proviene de la naturaleza de la contribución efectuada y viceversa, pues solicitar, por ejemplo, una mayor participación laboral con una menor contribución realizada, es poner al trabajo en contra del capital.
Ninguna apología de la dignidad humana puede justificar semejante primacía, que no conduce más que al conflicto y a la extinción del capital mismo y a la propia miseria del trabajador que se quiere dignificar.
Si Rerum Novarum consideraba que capital y trabajo eran la misma cosa, abstracto tempore, con distinto nombre, es decir, una transmutación, de lo uno hacia lo otro, Laborem Excercens habría podido, similarmente, considerar la transmutación a la inversa: que todo capital va convirtiéndose en trabajo, en la medida en que su propietario se va recompensando a sí mismo de su producto; valga aclarar, en que obtiene rendimientos del mismo.
Por ello resulta inadecuado hacer más énfasis sobre un factor en relación con el otro. Al fin y al cabo, el desequilibrio en su compensación (retribución marginal) termina afectando adversamente al hombre que se quiere proteger. Por eso, frente a la civilización y al derecho tienen que ser igualmente prioritarios el capital y el trabajo, aunque esto no responde concretamente al problema de fondo implícitamente planteado por la encíclica que es la llamada explotación humana. Es decir, el aprovechamiento indebido del capitalista sobre el trabajador y el estado de miseria que muchas veces éste se ve forzado a padecer.
La referida encíclica de Juan Pablo II hace la asombrosa afirmación de que “tampoco conviene excluir la socialización, en las condiciones oportunas, de ciertos medios de producción...”, aunque descalifica que el paso de los medios de producción a la propiedad del Estado colectivista pueda llamarse «socialización»; matiza que lo es sólo cuando “quede asegurada la subjetividad de la sociedad, es decir, cuando toda persona basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo «copropietario» de esta especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos.
Extrañas y rebuscadas definiciones éstas que no dan luz sobre cual es el “pleno título” que alguien pueda tener para considerarse copropietario de los medios de producción, ni si ese título, basado en el trabajo, es ahorro convertido en acciones empresariales que otorgan derechos a la propiedad, ni cual es la naturaleza del compromiso que adquiere con todos.
Hay un cierto tufillo marxista que resulta de unas novedosas teorías económicas promulgadas bajo la influencia de un incomprensible subjetivismo en el que el magisterio eclesiástico parece sumergirse.
La encíclica Laborem Exercens se dirige, entonces, a plantear las viejas preguntas tales como
¿puede el capital explotar el trabajo humano?
¿Existe la explotación como tal?
¿Qué es lo que hay verdaderamente detrás de los bajos salarios y las condiciones de trabajo infrahumanas?
Para empezar, la explotación en el sentido marxista de la palabra no es un asunto que pueda «técnicamente» demostrarse en la economía moderna.
Y no se puede porque, para que ésta sea posible, se tiene que dar la condición de que el factor trabajo no es retribuido de acuerdo con su producto marginal.
El análisis económico demuestra, por el contrario, que la retribución de los factores de producción (capital y trabajo) se hace en concordancia con sus productos marginales y que el productor en cualquier giro de negocios tiene siempre que resolver cuál es la combinación de factores (en clase, cantidad y calidad) que mejor se ajusta a su producción, en particular.
Ahora bien, dentro de ciertos límites, tales factores son sustituibles, i.e., el trabajo puede ser reemplazado por el capital (o una clase de trabajo por otra, o más tierra puede ser sustituida por menos tierra, si se le aumenta la cantidad de fertilizante, etc.)
Por ello, las unidades de cada factor se toman como homogéneas, es decir, que son relativamente equivalentes en cuanto a sus propiedades fundamentales. Ese problema es el mismo que tiene el consumidor cuando tiene que escoger distintas cantidades de diferentes tipos de bienes para poder alcanzar la más alta satisfacción posible.
Hay algunas consideraciones adicionales. Por ejemplo,
una primera consideración para los consumidores son los niveles de preferencia entre distintos bienes y servicios; para los productores, los índices de productividad que se derivan de las funciones de producción.
En segundo lugar, la relación de precios de los diferentes bienes y servicios para los consumidores y la relación de precios de los diferentes factores de producción para los productores. O sea, la demanda de factores de producción no es más que un aspecto del problema general de maximización al que se enfrenta todo productor y consumidor. (Los economistas explican este fenómeno diciendo que el productor alcanza el punto de máxima ventaja cuando el costo marginal de lo que produce es igual al ingreso marginal de lo que vende. Este principio básico gobierna su demanda de los factores de producción, en cuanto que cualquier decisión de emplear más o menos factores (capital o trabajo) tiene que ver con cuanto costo y con cuanto ingreso contribuye una unidad adicional de cada factor.
Es decir, el productor tiene que sopesar el costo marginal de una unidad de trabajo contra el ingreso marginal de esa misma unidad, al igual que los costos e ingresos marginales de los demás factores).
En un momento dado, si la remuneración al trabajo rebasa los límites de su productividad, éste comienza a ser reemplazado por el capital y viceversa. De otra parte, la existencia de un trabajo mal remunerado es muchas veces consecuencia de una escasez de capital (maquinaria y equipo) que hace improductivo al trabajador. Claro, también existen ciertas situaciones que se presentan en mercados no competitivos, o francamente ilegales, en los que circunstancias ajenas a la economía determinan condiciones humanas aberrantes, que trataremos más adelante como casos singulares alejados de los esquemas normales de mercado. Es sólo en estos casos en los que se puede aplicar el magisterio social actual de la Iglesia; son situaciones límite que poco o nada tienen que ver una doctrina social general que en sus generalizaciones gravemente perturbe el delicado equilibrio entre la remuneración de los factores de producción.
El problema está en que todo el anterior razonamiento se fundamenta en el análisis de los mercados bajo el esquema de la competencia perfecta, que es el modelo ideal del cual parte el estudio de los demás modelos microeconómicos.
Para una firma en particular, bajo este esquema, el precio de los factores y el precio de los productos están fijados por el mercado y es muy poco o nada lo que la empresa puede hacer para alterarlos. Pero ello no ocurre así en mercados oligopólicos o monopólicos donde las condiciones están regidas por unos pocos. Para mayor ilustración, tomemos, por ejemplo, el esquema monopolista y, en general, el de los mercados imperfectos.
Es bien conocido en la literatura económica que los ingresos en una ocupación dada son más altos en industrias con índices elevados de concentración que en aquellas que presentan índices más bajos; es decir, son más altos en industrias de pocas y grandes compañías (como las de automóviles) que en industrias de pequeñas y numerosas compañías (como las de artesanías).
También es sabido que las diferencias salariales son explicadas por ciertas características personales como el nivel de educación, la raza (en el caso de los Estados Unidos, por ejemplo), edad, residencia urbana o rural, norte versus sur, y similares. Por ello se arguye que las industrias monopolísticas o concentradas obtienen una superior calidad por los más altos ingresos que ofrecen. No obstante, existe una variación sustancial en el monto salarial que no puede ser explicada por diferencias en la calidad del trabajo. Esto es importante, porque se ha comprobado que significativas diferencias salariales persisten durante muchos años para el mismo oficio dentro de la misma ciudad, algo que tampoco puede ser explicado por la presunción de movilidad en el análisis competitivo; sería de esperar que los trabajadores de las zonas de bajos ingresos e industrias desconcentradas se movieran hacia zonas de más altos ingresos e industrias más concentradas.
Parte de la explicación se encuentra en que la búsqueda de mejoras salariales no es lo único que motiva al trabajador a migrar de un sitio a otro o a quedarse en el mismo lugar. Razones como la afinidad con sus patronos, la fortaleza sindical, los derechos pensionales, los amigos, el colegio, el clima y la resistencia familiar a moverse de su medio ambiente, influyen en la decisión final. Pero aun si el trabajador decidiera irse a otra parte, éste usualmente poseería una información imperfecta acerca de las mejores oportunidades que se presentan en el conjunto del mercado.
Por ello, es posible que sólo exista una tendencia débil a cambiarse de un trabajo de menor paga a uno de mayor compensación. De otro lado, un trabajador que ha estado desempleado durante largo tiempo tiene una marcada tendencia a tomar el trabajo que le ofrezcan. Aun así, se debe reconocer que existe una fuerza importante que impulsa al trabajador a moverse dentro del mercado laboral, lo cual provoca una especie de contrabalanceo que impide que las diferencias salariales para el mismo puesto sean demasiado y permanentemente diferentes. Por esta razón, se puede afirmar que las diferencias en una profesión dada puedan oscilar grandemente pero no azarosamente. Más concretamente, se puede emplear a un trabajador por el salario mínimo imperante, pero ningún empleador le ofrecerá a ese mismo trabajador un salario equivalente al del más alto ejecutivo.
Por tanto, las deficiencias de los mercados imperfectos que en la práctica existen son fricciones normales que podrían interpretarse como costos de mantener un sistema que, como el de libre mercado, es relativamente más eficiente que otros conocidos. En realidad, en ningún sistema, sea éste económico o físico, se puede prescindir de la fricción; los metales podrán hacerse más resistentes o los lubricantes más específicos y de mayor calidad, pero el desgaste es inevitable y en la sociedad humana ningún esquema podrá tampoco evitar que esto ocurra del todo.
Más útil resultaría a la Iglesia volver a recomendar la práctica de la caridad cristiana para hechos concretos que plantear una tesis o esquema que no sólo no tiene aplicación práctica sino que, si se llegara a practicar con todos sus enunciados, subvertiría el orden social y produciría un mayor conflicto entre los hombres. Al hacerlo, no obstante, la Iglesia se convierte en instrumento del Nuevo Orden mundial buscado.
Si en el plano individual la ética es la ciencia que permite identificar el fin del hombre, en ese mismo plano la economía es la ciencia que se ocupa de seleccionar los medios para tales fines. Ahora bien, si uno de los fines del hombre es la satisfacción de sus necesidades materiales, la economía se presenta como la ciencia idónea para lograrlo; luego mal puede la doctrina social de la Iglesia reprobar el “producir por producir” y condenar éticamente “los demás objetivos no encaminados a satisfacer esas necesidades”.
Tan exóticos conceptos quedan descartados por dos circunstancias, como que toda producción busca la satisfacción de las necesidades humanas y que, en ausencia de tales necesidades, ningún empresario produciría para no venderle a nadie.
Enunciados semejantes nos lucen un tanto huecos de contenido.
El anterior análisis nos indica, entre otras cosas, que debido al esfuerzo por construir un modelo verbalmente paralelo a los de exactitud matemática, se pierde de vista la variedad de circunstancias prácticas que inciden en los resultados de las estructuras sociales existentes. También nos indica que existen zonas económicas vacías de conocimiento y que hay todavía mucho por aprender, no necesariamente desde la normatividad jurídica positivista. Esto es lo que hace viable la introducción de la compasión y la caridad humana como elemento morigerador de los mercados y no la simple condena por dejar las finalidades económicas a “la lógica del sistema” o a los “mecanismos ciegos del mercado”.
Porque, nos preguntamos, si la lógica del sistema es la producción eficiente que permite la acumulación de riquezas,
¿a cuál otra consideración dejaríamos la producción?
“¡Al bien común!”, respondería un moralista o teólogo.
Sí, ¿pero no es acaso para el bien común lo que normalmente producen los mercados libres?
¿O cuáles, por la gracia de Dios, son esos mecanismos ciegos del mercado?
¿Acaso las decisiones de millares de compradores satisfechos que no actúan por ceguera sino conscientes de lo que adquieren?
Es preciso recordar que la acumulación de riqueza es no solamente el motivo principal de la producción sino el requisito sine qua non para materializar la caridad en el plano económico. De lo que se sigue que sin la lógica del sistema todo afán caritativo colapsaría. (Lo único éticamente condenable sería la “sed de poder a cualquier precio” (Ibid.,p. 287) que no tiene por qué ser equivalente a la acumulación de riquezas).
Bastaría recordar que tanto Aristóteles como Santo Tomás creían que el fin último de la economía era el vivir bien; más explícitamente, que “la verdad es que el arte de adquirir riquezas no constituye una misma y única cosa con el de gobernar la familia... sin embargo, ha de ponerse a su servicio; porque son necesarias las riquezas para que pueda ser gobernada la casa”.
Las anteriores consideraciones nos sitúan en posición de juzgar que la evolución doctrinal de la Iglesia en el ámbito del magisterio económico ha producido adaptaciones que muchas veces resultan perjudiciales en cuanto incorporan modas y tendencias filosóficas variables que oscurecen las verdades de fondo y, lo que resulta peor, parecen contradecir no sólo previos enunciados y posiciones sino a la ciencia misma.
A menos que se ejerza una cuidadosa labor reconciliadora entre la ciencia y la religión, se corre el riesgo de reducir a Dios en garante de la justicia social y en obstáculo eficaz del desarrollo de los otros factores que también contribuyen a ella.
Julián Marías, lo dice mejor:
“Hay una primera falacia que consiste en esta ecuación: males = injusticia. Y los males sociales se interpretan como injusticia social. Cuando sería absurdo considerar como injusticias los males procedentes del clima, los terremotos, los accidentes, la enfermedad, la vejez; todo el mundo lo ve así; pero cuando los males «tienen que ver» con la condición social del hombre, se los entiende como casos de injusticia social.
La pobreza, las incomodidades, la penalidad de la vida, su inseguridad, han dependido durante milenios de las condiciones reales, primariamente cósmicas, y poco o nada de la organización social o de la voluntad humana.
La pobreza, cuando es inevitable, puede coexistir con un estado satisfactorio de justicia, y su eliminación puede dejar intactas muchas injusticias o provocar otras”. (Julián Marías, Sobre el Cristianismo (Editorial Planeta: Barcelona, 1997), p. 22).
Lo anterior no quiere decir que no existan males provenientes de una manifiesta injusticia, como cuando los patronos emplean niños pudiendo emplear adultos; o como cuando a unos y otros se les paga por debajo de su contribución real a sabiendas de que les es muy difícil emigrar a otros sitios o buscar alternativas de empleo. No obstante, es posible que el origen de esta doctrina social provenga de antecedentes históricos que, a continuación, exploraremos.
EL SOCIALISMO SEGÚN LOS ESCRITOS CRISTIANOS
El hecho de que el propio Pío XI hubiera dicho que
“socialismo religioso, socialismo cristiano son términos contradictorios: nadie puede al mismo tiempo ser buen católico y socialista verdadero”, (Pío XI, Encíclica “Divini Redemptoris”, 19 de marzo de 1937, A.A.S., Vol. XXIX, pp. 95-96), no ha sido óbice en incorporar la influencia socialista de algunos escritos cristianos en el núcleo del magisterio contemporáneo.
La interpretación restringida y exegética del capítulo 4, versículo 32 al 35 de los Hechos de los Apóstoles:
“...y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común... Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad” habría podido ser adoptada por Marx con suma facilidad.
Tres observaciones, no obstante, podrían hacerse de tal esquema socialista:
en primer lugar, que era voluntario y no forzoso, y al ser así, podrían sus partícipes convivir en armonía;
en segundo lugar, que tal sistema no podría ser duradero si se extendiese a toda la sociedad, así fuera que voluntariamente se accediese a él; el que los seguidores de Cristo no padecieran necesidad, de ninguna manera podía significar que dicho sistema habría de propiciar la satisfacción de todos los que lo adoptaran.
En tercer lugar, que tal comunismo era para el consumo y no para la producción, lo que cobra el significado adicional de que una parte de la sociedad podría mantener una producción privada y competitiva para sostener a otra parte que se dedicara a la vida espiritual y contemplativa.
Es esto último lo que nos da pie para justificar la propiedad comunitaria de los monjes y sacerdotes y descalificar la extensión de este sistema a toda la sociedad por métodos estatistas.
Por lo demás, no existe en ninguna de las palabras de Cristo una evidente preocupación por solucionar la condición material del hombre y mejorar su nivel de vida.
Lo contrario podría predicarse: que más bien quiere liberar a sus discípulos de las ataduras a los bienes terrenales e incursionarlos con exclusividad en la esperanza de un reino que Dios tiene diseñado para ellos.
Sólo así se entiende el pasaje de Lucas 12:33 que dice,
“Vended lo que poseéis, y dad limosna”,
o el de Mateo 6:25 que aconseja a los apóstoles:
“No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir... Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta... Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan”.
Puesto que el reino de Dios habría de solucionar las penurias económicas de sus discípulos, mal podría ser ésta una prescripción para toda la humanidad en un mundo material donde se impone el trabajo productivo para satisfacer las necesidades del hombre.
Así lo dijo Pablo en su Segunda Epístola a los Tesalonicenses, 3:10:
“Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma”.
Debe, por tanto, interpretarse tal pasaje como que Cristo sólo proscribe “afanarse” por las riquezas y que de ninguna manera prohíbe trabajar para suplir las necesidades futuras. Por ello concluye que “...vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mat 6:32-33).
Aún así, de aquí se derivó una interpretación ascética de la vida que grave perjuicio le causó a las comunidades cristianas primitivas y que finalmente hubo de modificarse en la Roma imperial de la decadencia. Contrarias interpretaciones todavía persisten en las ideas y prescripciones sociales de obispos y sacerdotes con mayor o menor intensidad y han influido grandemente en las encíclicas que han tratado sobre tales asuntos.
Si la anterior interpretación de este pasaje no se acepta, la única otra que cabría sería la de que Jesús prescribía una vida contemplativa dentro de un ocio complaciente o predicaba un extraño comunismo en el que las necesidades de cada cual serían satisfechas por la venta de propiedades de los ricos, que también dejarían de producir. Es obvio que tampoco ningún comunismo podría construirse de esta manera, con lo cual tendríamos que rechazar por absurdo tal planteamiento o interpretación.
Forzoso resulta concluir que los cristianos no podrían tolerar tal estado de cosas para la humanidad, en general, puesto que la propia religión se haría inviable. De allí que creer que Cristo predicaba el comunismo como una fórmula salvadora para todos sería tanto como colocarlo al nivel de los orates.
Dicho ésto, más difícil resulta la interpretación de versículos que aparentan hostilidad contra los ricos de este mundo. La parábola del rico y Lázaro, el mendigo, en Lucas 16:19-31, no ofrece tanta dificultad porque en ella se representa el egoísmo extremo y la indiferencia por el dolor de otros seres humanos que pueden ser socorridos; pero en otros versículos aparece (sólo en apariencia) un extraño resentimiento como en el 6:20 que dice,
“Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios”. Pero esta bienaventuranza bien puede contrastarse con la que se informa en Mateo 5:3,
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” y juzgarse que se refiere a que nadie debe ser espiritualmente “autosuficiente”, sino reconocerse necesitado de gracia.
No obstante, también podría interpretarse que el versículo de Lucas nos enseña la superioridad del estado de pobreza para ganar el reino de Dios. Esto, porque encaja con el 6:24, que dice,
“Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo”
y en él queda expresada la hostilidad sin otros antecedentes que presenten una particular enseñanza. Si en este reino los pobres hubiesen de ser ricos y los ricos fuesen desgraciados, cabría deducir que el evangelio de Cristo es un evangelio de los pobres (...“y a los pobres es anunciado el evangelio”, Mat 11:5) en desmedro y desprecio de los ricos por el simple hecho de serlo, sin más conjeturas o suposiciones.
Resultaría insuficiente adosar a tales palabras la justificación incontextual de que el Maestro se estaba refiriendo con exclusividad a sus discípulos o a aquellas personas que se dedicasen a su causa o aún a la menor estima en que debían tenerse las riquezas, porque los textos no dan para ello. Podrían dar para suponer que la pobreza es en sí misma virtuosa y que el desprendimiento de los bienes materiales supone un sacrificio que resulta esencialmente moral. Pero como San Mateo es claro al referirse a los “pobres en espíritu”, bien cabe la interpretación de que el exagerado apego a los bienes terrenales es lo que hace perder el reino de Dios, como lo dice San Lucas al expresar que tales personas “ya tienen su consuelo”.
Es en este contexto que cabe decir que los pobres, ricos en espíritu, al vivir esperanzados en esa liberación celestial, actúan de acuerdo con el evangelio.
Como en estos pasajes no se hace distinción de la finalidad del sacrificio y pareciera elevarse la pobreza a un valor moral absoluto, se hace necesaria la ayuda interpretativa por fuera de la letra y su particular entorno, puesto que toda acción moral implica el sacrificio de un bien menor para obtener un bien más importante, i.e., aquel que busque el bienestar espiritual y material del hombre.
No es imposible que muchos malos fermentos de luchas sociales, odios y contiendas puedan provenir de la interpretación de estas palabras bastante esquivas a nuestra comprensión, a menos que se busque su finalidad más allá de su inmediato entorno contextual.
Pero torcida interpretación sí ha ocurrido con los préstamos a interés; en ninguna parte de las Escrituras se condena abiertamente dichos préstamos.
Es a partir de una carta del Papa Urbano III, en el siglo XII, (Carta Consului nos a un presbítero de Brescia, de fecha incierta. Denz. (nuevo) 764), que se proscribe cobrar intereses y se le hace un ataque frontal a la usura, fundamentándose en Lucas 6:35 que dice: “Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada”.
En su interesante libro El Nuevo Testamento Original, de Hugh J. Schonfield, se traduce este versículo como “Al contrario, amad a vuestros enemigos y tratadlos bien, y prestadles sin esperanza de devolución”, con lo cual se aclara aún más que el pasaje no se refiere al interés como tal y contrasta con otros pasajes de Lucas en los que las prohibiciones son muy precisas y que, sin embargo, en muchos casos no se adelantó una severa reprensión contra su quebrantamiento.
Más realistamente responde Pío IX, en 1873, en la Instrucción de la Sagrada Congregación para la Difusión de la Fe:
“En fin, no es posible determinar de manera universal cuál cantidad de la usura debe ser considerada inmoderada y excesiva y cuál justa y moderada, puesto que esto debe ser determinado en cada caso, habida cuenta de todas y cada una de las circunstancias de los lugares, de las personas y de los tiempos”.
Sea como fuere, la enseñanza aludida de Lucas no hace referencia a todo préstamo que se haga, a los amigos y a los enemigos, o a aquellas gentes que no son ni lo uno ni lo otro, sino que se enfoca a no retribuir mal por mal sino que, llegado el caso, pagar con bien sin esperanza de retribución por parte del enemigo. Lo cual resulta bastante lógico porque ninguna esperanza puede estar bien fundamentada si se cifra en la eventual retribución del enemigo. Esto es así, porque tampoco nunca la Iglesia prohibió a las gentes reclamar sus propiedades del robo, o a acudir a las autoridades a reclamar lo propio, incluyendo las deudas impagadas, ni predicó nada que se le pareciera.
Evidentemente, el decreto del Papa Urbano III parece desenfocado y hasta excesivo. Esto ocurre cuando la religión se desentiende de los temas que le son propios y medra en aquellos más mundanos, como la economía. Dicho esto, sólo recientemente se ha venido a patentar una especie de justificación formal del robo, bajo ciertas circunstancias, en el propio Magisterio y que no es sino fruto de un gran desconcierto doctrinario y afán de incorporar una comprensión y sensibilidad que resulta perjudicial en lo que hace a la conducta de las gentes.
Olvidado Astete, el gran catequista, se introduce una nueva versión “social” en las enseñanzas que también reducen la religión al plano de lo meramente económico.
La Teología de la Liberación fue una consecuencia lógica de este desproporcionado intento, pero también del hecho de que el Concilio Vaticano II se abstuvo de condenar el comunismo como ya lo había hecho la Iglesia con anterioridad (Ver, por ejemplo, el Decreto del Santo Oficio del 1 de julio de 1949, promulgado por S.S. Pío XII y la respuesta del Santo Oficio del 4 de abril de 1959 de S.S. Juan XXIII) .
La gran alianza liberal conformada en ese Concilio lo impidió.
En su libro El Rin desemboca en el Tiber, que es un pormenorizado análisis de todo cuanto allí ocurrió, el P. Ralph M. Wiltgen nos cuenta que en la tercera sesión se debatió el tema y en el esquema presentado se evitaba cuidadosamente usar la palabra “comunismo”.
Algunos obispos fueron insistentes en que el tema no podía dejar de abordarse; hasta el punto en que circuló una carta firmada por 25 Padres conciliares en la que se aportaban diez razones para deber hacerlo y que su omisión “equivaldría a desautorizar todo lo que se ha dicho y hecho hasta ahora”. (Ralph M. Wiltgen, El Rin desemboca en el Tiber (Madrid: Criterio Libros, 1999), p. 313. Wiltgen fue el director de la agencia de noticias Divine Word News y, por tanto, un testigo calificado de los hechos).
Finalmente, se presentó una enmienda a la omisión firmada por 450 Padres con sus respectivas intervenciones; esta enmienda misteriosamente desapareció y el propio según Ralph Wiltgen lo informó a la prensa del mundo el 15 de noviembre de 1964.
Pese a las continuadas protestas e investigaciones sobre su desaparición, la condena al comunismo no se produjo y Wiltgen nos afirma que él supo por cuatro fuentes distintas que la persona que la había retenido fue Mons. Achille Glorieux, de Lille (Francia), quién, como Secretario General de la comisión, también había traspapelado otras intervenciones. Esto había sido un gran triunfo para el comunismo.
La Teología de la Liberación tiene la pretensión de que Dios habla sólo a través de los pobres, aun si es la palabra que sale de la boca de sus teólogos o de la propia Biblia; (El nacimiento de la Teología de la Liberación frecuentemente se relaciona con la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana, reunida en Medellín, Colombia, en 1968, de la cual salió posteriormente un trabajo del mismo nombre escrito por el Padre Gustavo Gutiérrez, de Perú, en 1971. Entre otros adherentes del movimiento, se incluyen, el Arzobispo Oscar Arnulfo Romero de El Salvador, el teólogo brasileño Leonardo Boff, el jesuita Jon Sobrino y el Arzobispo Helder Camara de Brasil). dicha palabra es únicamente entendida bajo esta perspectiva y en ella se presume encontrar la inspiración de la lucha política de los pobres contra los ricos, como si Él se parcializara en su infinita Justicia y Misericordia.
Por supuesto, tal esquema desvirtúa el concepto de la libertad humana y el hecho cierto de que muchos pobres lo son porque carecen de un sentido básico de la responsabilidad; porque muchos son incapaces de elegir entre diferentes posibilidades o, simplemente, porque aun habiendo elegido, son incapaces de materializarlas. Es decir, no todo pobre lo es por causas insuperables. No es, pues, una teología de ninguna liberación, sino un sistema determinista que cosifica al hombre, restándole trascendencia, al intentar persuadirlo de que es víctima inescapable de los agentes externos sociales, políticos y económicos que conspiran contra él.
Julián Marías lo dice de manera elocuente:
“Y todo ello [se hace] en nombre de la «justicia», cuando, si así fuera, si el hombre careciese de libertad, la palabra justicia carecería de toda significación. Un nuevo escalofriante despojo... porque la economía se refiere a los recursos, y los recursos son para los proyectos. Si el hombre no tiene libertad, ¿de qué sirven los recursos?... Como se ve, estamos en el curso de una gigantesca operación que consiste en invertir el orden de las cosas tal como lo impone una perspectiva cristiana. Ahora bien, esa inversión es intelectualmente una falsificación, moralmente una perversión”.
Podríamos añadir que si la economía se refiere a los recursos, y los recursos son para los proyectos, al hombre sin libertad para nada le sirven los proyectos.
Si el hombre es, por el contrario, esencialmente libre, el «determinismo» de su pobreza no es totalmente invencible y la falsificación consiste en hacer creer que lo sea.
La perversión, en la violencia que suscita. Con el púlpito puesto al servicio de los intereses de este humanismo socializante la Iglesia puede estar convirtiéndose en caja de resonancia para la implantación de unas teorías aparentemente sugestivas que se sirven de la economía para realizar, también en este campo, el anhelado cambio social.
LA ECONOMÍA DE LA DESIGUALDAD Y LA JUSTICIA SOCIAL
LA IDEA DE LA JUSTICIA SOCIAL
En su famoso libro La Sociedad Abierta y sus Enemigos, Karl Popper nos instruye que “la gran revolución espiritual que condujo al derrumbe del tribalismo y al advenimiento de la democracia no fue sino la emancipación del individuo”, lo cual no rechaza que es función del Estado proteger a los más débiles, no necesariamente mediante el suministro directo de servicios, sino permitiendo que tales servicios lleguen a las masas a través de la acción privada.
Es esta reconciliación de intereses contrapuestos la que dirime el eterno problema de la libertad y la justicia y propicia la emancipación de la sociedad de una tutela que en la edad contemporánea ha invadido todas las esferas de la actividad humana.
Particularmente en Europa, donde su presencia es cada vez más conspicua en la medida en que el gobierno comunitario va suplantando los viejos conceptos de soberanía nacional en que se apoyaban las expresiones culturales de cada pueblo.
El concepto de “justicia social” es una de sus víctimas en la medida en que se normalicen y extiendan las pretensiones de la burocracia comunitaria cada vez más proclive al laicismo como forma de religión estatal y al socialismo moral como forma de religión laica.
La profundización de los mecanismos redistributivos de la riqueza es también otra forma de expresar una “justicia social” que se extiende de los tributos a la eutanasia.
En cuanto a los primeros, la justicia más elemental se asocia con la idea de que el Estado debe proveer algún tipo de ayuda para los casos de extrema necesidad y proporcionar una seguridad social básica que impida que los grupos más indefensos de la sociedad sufran los rigores del desamparo.
Sin embargo, la llamada justicia social es un intento por dar a cada cual lo que piensa que merece, para lo que es necesario imponer sobre todos un sistema de desproporcionadas contribuciones y específicos resultados sociales por mandato de la autoridad.
Usualmente, esta concepción autoritaria de la democracia y la sociedad permite que las mayorías impongan sobre los demás cargas o tributaciones que no se imponen a sí mismas.
Concretamente, el sistema tributario “progresivo” es el más connotado producto de tales ideas, pues su fin último es permitir que el hombre alcance algún grado de igualdad económica y social. La meta socialista ha sido esa durante siglos, algo que está perfectamente bien recogido en la Constitución Española, que en su artículo 31-1 dice:
“Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos... mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad...”
Esta es la tesis liberal contemporánea. En el conservatismo capitalista, en cambio, cabe, aunque no necesariamente prima, la concepción de que el poder no puede ser abusado por la mayoría para imponer sobre la minoría unas condiciones que ella misma no acata; y no acata porque la mayoría, que en principio tiene ingresos más bajos, tributa con una menor progresividad que la minoría de ingresos más altos, lo cual también viola el principio de igualdad que dice observar.
Por lo menos este no ha sido el origen del constitucionalismo democrático que en sus pretéritos comienzos impuso límites a los poderes públicos. (En 1767 el parlamento británico adoptó el principio de la soberanía limitada e ilimitable según el cual la mayoría legislativa podía adoptar cualquier ley que le viniera en gana. No poca incidencia tuvo esta doctrina, como ya lo dijimos, en la posterior independencia de los Estados Unidos cuyos colonos consideraron de la mayor importancia el establecimiento del gobierno limitado).
Ya Marx y Engels en 1848 habían recomendado los impuestos progresivos para que “por medios despóticos se apropiase el derecho a la propiedad”. Ellos sabían que este impuesto destruía el concepto de la igualdad ante la ley por lo anteriormente expuesto.
Sin embargo, la moderna aplicación y filosofía de este principio nada tiene que ver con la apropiación de los derechos a la propiedad; más bien busca la redistribución del ingreso basado en que, a mayor renta, mayor capacidad de pago y, por lo consiguiente, más justa la contribución.
Pero la redistribución de los ingresos, si eso es lo que se pretende, también se puede lograr con un sistema proporcional de impuestos. En este caso, los que más ganan habrían de tributar absolutamente (y no relativamente) más, y los que menos, lo harían absolutamente (y no relativamente) menos.
El sistema se puede ajustar a que los tributos proporcionales se causen a partir de cierto límite que favorezca a las personas de menores ingresos. Este sistema tiene la doble ventaja de que,
en primer lugar, al igual que el impuesto progresivo, redistribuye la renta y,
en segundo lugar, que no se castiga más al último euro ganado en relación con el primero. Es decir, no se desestimula el esfuerzo adicional que supone ganarse un euro adicional.
La progresión impositiva adolece de otros graves defectos.
Bajo este sistema ideado por los igualitaristas y solidaristas es perfectamente posible que una persona que gane más dinero termine con menos —después de pagar sus tributos progresivos— que una que, en efecto, gane menos. Este es un evidente castigo al esfuerzo, lo cual contrasta con el sistema proporcional que no castiga el esfuerzo adicional.
No en vano la gente tiende a refugiarse en los subterráneos económicos para protegerse de la voracidad (confiscación) fiscal de los gobiernos contemporáneos.
Pero tiene otros defectos.
Alienta el privilegio, porque, al tributarse sobre los ingresos corrientes, significa que los que están en la base de la pirámide de los ingresos se les hace cada vez más difícil ascender en la escala socio-económica en virtud de una progresión que les quita más que proporcionalmente y no les permite el más fácil ascenso hacia la acumulación de riqueza. Es decir, protege y mantiene en un exclusivo ‹‹club›› a los que ya la han acumulado.
El hecho que salta a la vista es que el sistema tributario progresivo, creación de la mente igualitarista, no tiene justificación filosófica ni económica porque, queriendo destruir el privilegio, más lo han afianzado, en tanto que al querer favorecer a las mayorías, se ha logrado mantenerlas sin posibilidades de ascender los peldaños de la escala social que se hacen progresivamente más altos.
Es así como se ha afectado no sólo la formación de capital sino la creación de empleo, poniendo la economía europea en un escalón inferior a la de la potencia norteamericana o la de las nacientes economías del sudeste asiático.
La igualdad ante la ley es la única guía que permite conocer la bondad de las reglas de la conducta social y el devenir económico. Conviene, por tanto, indagar si la aspiración del hombre debe ser la de alcanzar la igualdad de los resultados dentro de la contemporánea concepción de la justicia en materias económicas.
Pero no basta su simple enunciado, porque es evidente que esa igualdad no significa que, dependiendo de su origen, por ejemplo, la renta deba ser gravada de manera diferente, algo ya firmemente establecido en las democracias jurídicamente antiigualitarias contemporáneas.
Baste decir que lo que se presenta es una justicia distributiva en lo económico y una justicia distributiva en lo judicial, algo que en mayor o menor grado afecta a todas las democracias occidentales. Violado el principio de la justicia conmutativa que retribuye de acuerdo con el producto, sea éste del orden económico o de cualquiera otro —el judicial incluido— va quedando un residuo igualitarista que parece nocivo y destructivo de la moral pública; porque si la moral presupone la excelencia y su búsqueda, es evidente que su vigencia también presupone la diferenciación.
El sentirse diferente a los demás es lo que hace que la conducta moral tenga valor social y que ese valor motive al hombre a sobresalir en lo económico, lo artístico, lo científico y en el propio comportamiento correspondiente a normas comúnmente aceptadas en el curso de la evolución cultural y el perfeccionamiento espiritual.
En una economía libre sólo es dable alcanzar el ideal de la justicia conmutativa, la cual hace referencia a la compensación de acuerdo con el valor que los demás tengan de los servicios que cada persona rinde y que encuentra cabal expresión en el precio que se paga por ellos. Se hace, por tanto, necesario aclarar que tal valor no tiene forzosa conexión con el mérito moral que en unos se consigue con grandes sacrificios mientras que en otros se logra con gran facilidad. De lo contrario, tendríamos que en los maratones humanos los que lleguen más rezagados a la meta obtendrían el premio sobre los primeros en alcanzarla.
Por tanto, la justicia distributiva, que esencialmente se compone de valores subjetivamente determinados, no pertenece a los parámetros conocidos de una economía libre de coerciones políticas. Porque harto difícil resulta a los demás evaluar lo que constituye un mérito subjetivo más grande, o más pequeño, correspondiente a una acción propia, en contraste con la evaluación del valor objetivo proveniente de la compensación conmutativa.
En este caso, cada cual juzga según su parecer y sólo corresponde a su actor conocer las circunstancias y particularidades meritorias de tal acción, manteniéndose totalmente desconocidas para los demás.
Si esta evaluación es tan subjetiva, no existe ninguna posibilidad de demostrar que nuestra propia opinión debe prevalecer sobre la del resto que nos juzga.
Intentar remunerar a los hombres de acuerdo con sus propias evaluaciones meritorias resulta tan descabellado que, para poderlo lograr, se requeriría de un Estado totalitario que impusiera la opinión de unos pocos sobre la opinión de muchos.
Por eso, la prevalencia de la justicia distributiva de los regímenes modernos, socialistas o no, sobre la conmutativa que es connatural al sistema de libre mercado resulta una connotada aberración de tal sistema.
Si la igualdad ante la ley produce desigualdad (es decir, resultados morales y excelencia) en todos los campos del saber y del hacer, resulta obvio que lo contrario, la desigualdad ante la ley habrá de producir resultados inmorales y mediocres en similares campos.
En el campo económico producirá pobreza;
en el judicial, conductas antisociales generalizadas. No es moralmente válido, por ejemplo, establecer diferencias legales entre un crimen político y un crimen común con el propósito de conceder privilegios o consideraciones especiales a su autor. Y no existe tampoco justificación que ampare ese tratamiento discriminatorio en materias económicas por más que nos esforcemos en buscarle paliativos.
Cabe, por tanto, examinar el resultado práctico de la solidaridad, como sistema redistributivo, financiada con gasto público.
EL SOLIDARISMO DEFICITARIO
Cuando hacia 1993 Francia había derrotado el derroche de la economía social de mercado, el Estado intervensionista y el Estado social con la elección de Edouard Balladur como nuevo primer ministro, estaba en realidad afirmando su fe a favor de lo social a través de la acción privada y del ahorro; afirmaba su fe en favor del trabajo y el progreso individual y en contra del gasto excesivo a nombre del contribuyente.
La crisis económica impulsada por la política de Miterrand, traducida en altos índices de desempleo, dejaba al descubierto que la solución no estaba en el socialismo ni en la intervención de los mercados y mucho menos en el proteccionismo de la producción nacional; similares conclusiones se desprenden del bajo desempeño económico del Japón de aquellos (y estos) años (escrito en 2002), un país con una economía altamente protegida, a juzgar por los estándares de los países desarrollados.
Ya como ministro de finanzas en el año 1987, Balladur había declarado en Washington que las intenciones francesas en materias económicas era ponerse a tono con los países más avanzados en los asuntos de la teoría de la oferta.
Desde que Keynes introdujo el concepto deficitario del gasto público como creador de riqueza social, no se ha conocido ningún otro concepto económico que le haya hecho mayor daño al mundo. Porque los socialistas larvados y los tercerviistas visibles tuvieron, finalmente, un instrumento para justificar la intervención del mercado para, supuestamente, hacer aumentar los ingresos de las gentes; es decir, cualquier gasto originado en el gobierno se convertía, como por arte de magia, en un mayor ingreso que el gasto ocasionado merced a ese fantástico multiplicador.
Allí estaba la fórmula perfecta desde entonces enseñada en las universidades y llevada al máximo refinamiento en todos los textos, desde Samuelson a Branson, Gordon y Dornbusch. Desde entonces se hizo matemáticamente fácil pasar de pobres a ricos, de indigentes a prósperos. Bastaba con incitar al gobierno a recoger de los ciudadanos deuda pública, o impuestos, y devolvérselos a la economía en forma de gasto para que la riqueza material de todos se incrementara.
El truco matemático del «multiplicador» del ingreso que se derivaba de las tesis de este famoso economista comenzó a verse como lo que era, un truco, con las crisis económicas y el desempleo experimentados en los años 70, particularmente en los Estados Unidos. Roto el hechizo, éste país y Europa lentamente regresaron a una más sana ortodoxia macroeconómica cuyo momento culminante se alcanza en los años 90 y se consolida como política adoptada por Europa a propósito de la unión monetaria y la consolidación del euro como moneda común a partir del año 2002.
Por supuesto, la norma europea era disminuir los déficit fiscales al 3%, o menos, del producto interno de cada uno de sus miembros y mantener una disciplina que aun los eliminara completamente y, en el caso de los Estados Unidos de finales de la década de los 90, producir un superávit que amortizara la deuda pública. No poco crecimiento norteamericano y europeo continuado con estabilidad macroeconómica se debe a esta sana fórmula de responsabilidad fiscal que hoy se puede contrastar con lo que ayer parecía ser el culmen del pensamiento científico, y que era exactamente lo opuesto.
Era el sofisma elevado a categoría axiomática para que los conversos del despilfarro y populistas de toda pelambre pudieran justificar, desde la construcción de puentes donde no había ríos, hasta las más extravagantes aventuras financieras del Estado, so capa de suplir un mercado que, agobiado de normas, cargas, deudas e intervención, no respondía a las necesidades de la demanda.
Ignorado este hecho, el gasto inútil, a sus ojos, producía el tan esperado empleo.
El Brasil, la Argentina, Bolivia y el Perú fueron de las más conspicuas víctimas del keynesianismo económico.
Keynes también presentó otra simpleza que distorsionaba la teoría cuantitativa inicialmente presentada por Irving Fisher: que la velocidad de circulación del dinero era tan adaptable que sólo bastaba aumentar la cantidad de dinero en la economía para que la velocidad disminuyera. La conclusión era obvia: la cantidad de dinero en circulación no influiría en el nivel de precios y, con los resultantes tipos bajos de interés se podría estimular la inversión.
Esta era la otra patente de corso para que los gobiernos, mediante el rodar de la imprenta monetaria, pudieran aumentar la riqueza de las naciones.
Pero la realidad es otra: la financiación monetaria del gasto público deficitario aumenta la cantidad de efectivo que la gente y las empresas poseen en relación con otras formas de capital, financiación que a la postre deberá hacerse para recoger la deuda pública que inicialmente ha servido para cubrir los déficit. Esto induce a que los tenedores del exceso de efectivo ajusten sus portafolios intentando cambiar liquidez no sólo por activos físicos sino por bienes de consumo, con lo cual se afecta la composición del capital y la estructura de los ingresos.
Eventualmente los precios de todos los bienes aumentan, incluyendo los tipos reales y nominales de interés. La riqueza comienza a transferirse, entonces, de los consumidores hacia los productores; de los pobres, a quienes afecta más la inflación, a los ricos, a quienes afecta menos.
El gobierno se beneficia de la inflación por cuanto el aumento de los ingresos nominales produce un mayor impuesto y recaudo sobre los ingresos de trabajo y capital; es decir, se origina un impuesto sobre las tenencias de efectivo ya que el público se ve obligado a pagarle al gobierno la diferencia entre el saldo nominal que posee y lo que el dinero realmente vale a cambio del dinero adicional que recibe; es una forma perversa de tributación muy poco solidaria y con escasa justicia social de la cual pueden dar cabal cuenta la Argentina, Brasil, Bolivia y el Perú en Iberoamérica hacia los años 60 y 70 y, más recientemente, la Argentina con el pavoroso drama del año 2002 en el que las gentes perdieron casi todos sus ahorros y el país se vio abocado a una crisis cambiaria sin precedentes.
Con la inflación que provenía de semejantes descalabros fiscales aquellos países no sólo no pudieron hacerse más ricos sino que, realmente, se empobrecieron. A la postre, también, sus gobiernos.
La financiación del déficit fiscal por el recurso de la deuda pública transfiere riqueza de los pobres a los ricos ya que se hace preciso gravar tributariamente a todos para darle servicio a unos bonos de deuda comprados por los inversionistas; es decir, mientras los intereses fluyen hacia algunos, que son los inversionistas, los tributos fluyen hacia todos, que son los trabajadores y asalariados.
Pero lo que nunca verdaderamente explicaron los textos de macroeconomía era por qué en el colapso económico del Japón en el trienio 1990-93—con el valor de los activos en el suelo, los créditos descendidos y las deudas hipotecarias reprogramadas —la intervención pública que demandó ingentes gastos, no sirvió para recuperar la economía a través de ese maravilloso multiplicador. Lejos de eso, la recesión, y junto con ella el desempleo y la tragedia humana, continuaron profundizándose.
El solidarismo deficitario quiebra los puentes que se tienden sobre las aguas turbulentas de la solidaridad social. No obstante, continúa siendo pretendida meta de dicho solidarismo alcanzar, así no sea por intermedio del déficit y el derroche, el ideal de la justicia social, sin capitalismo de por medio, a través de la ejecución de una política de precios, ingresos y salarios.
2ª PARTE
LA JUSTICIA SOCIAL : ¿CIENCIA O FICCIÓN?
La caída del comunismo dejó sin argumento a los socialistas pero atizó el fervor de los “solidaristas” quienes se han empeñado desde entonces en promulgar que existe una “tercera vía” en materias económicas. Su formulación no parece diferente a lo propuesto, desde otro ángulo, por la Iglesia: no existen fórmulas mágicas, ni siquiera fórmulas macroeconómicas viables.
No debe ignorarse, sin embargo, que la calle del medio es la ruta del intervencionismo de Estado que pretende morigerar los apetitos del mal llamado “capitalismo salvaje”.
Es un planteamiento un tanto vago en sus alcances porque quienes integran el gobierno son seres humanos de igualmente “salvajes” apetitos, pero con algo terriblemente peligroso en contra: que la sociedad les otorga licencia monopolística sobre la moral y la conducta de los demás. Esto les permite elevar los impuestos para tutelar la burocracia que atiende a lo social mediante el esquema de quitarle a unos para darle a otros e intervenir el empleo y los beneficios, todo ello a nombre de una “razón social” que obra como elemento sustitutivo de la vieja “razón de Estado”, a la luz de lo cual todo acto de gobierno parece justificable.
Muchos de los que abrazan este planteamiento lo creen enteramente cristiano; nada más equivocado que eso. Ningún cristianismo sustituye el imperativo moral personal por las fuerzas coercitivas del Estado. La fuerza nunca ha sido cristiana, porque ésta niega la caridad como manifestación de la voluntad libre, individual y auténtica.
Tales adeptos no resuelven otro problema de fondo: los límites de la coerción ni sus alcances, pues carecen de fórmulas específicas y por eso sustituyen la propuesta concreta con la dialéctica enunciativa. Nadie logra de ellos respuestas objetivas.
Sin embargo, la llamada “cuestión social” sigue ocupando la mente de muchos, aunque nadie logre precisar su
significado que vagamente podría resumirse así: ni capitalismo, ni socialismo; simple “solidarismo” o “doctrina social de la Iglesia”.
Si el solidarismo significara la debida solidaridad en la solución de los problemas del barrio, de la ciudad o la nación, todo estaría bien. Pero sucede que lo opuesto al solidarismo no es el individualismo, que es una expresión de la propia individualidad; su opuesto es la indiferencia. Indiferencia ante el delito y otros bienes sociales apetecidos, como la justicia, la seguridad o la caridad selectiva. Practicar este tipo de solidaridad humana no es “tercera vía” ni nada que se le parezca. Es sentido común; es vida en sociedad; es la política del buen vecino.
Y esto está bien promulgarlo, pero no confundirlo con un sistema económico; menos imponerlo.
Esta tercera vía, o solidarismo, pretende descubrir y juzgar el “exceso de beneficios”, el “salario adecuado”, el “precio justo” y otros similares.
No repara que los beneficios de las empresas, por ejemplo, son exactamente equiparables al ahorro proveniente de los salarios porque éstos son el ahorro del capital.
Por eso quien invoque el “exceso de beneficios” como algo nocivo para la sociedad está, simultáneamente, calificando de manera similar el “exceso de ahorro” de donde proviene toda inversión y crecimiento económico; es más, de donde proviene la liberación de la esclavitud del trabajo manual, la mitigación de la pobreza, la ampliación de las oportunidades y el creciente empleo que la acompaña.
Para dar un solo ejemplo de cómo la Iglesia, paradigma de cristianismo, veía este asunto no ha mucho tiempo, volveremos a citar, en este contexto, la encíclica Rerum Novarum, de León XIII que dice que
“si el obrero recibe un salario bastante elevado, con lo que pueda fácilmente atender al sustento propio, y al de su mujer e hijos, si es prudente, fácilmente atenderá al ahorro y hará lo que la misma naturaleza parece amonestar, a saber, que, atendidos los gastos, sobre algo con lo que pueda formarse un pequeño capital...”
Estas reflexiones son suficientes para darnos a entender que no existe fórmula legal precisa que conduzca a la solidaridad humana y que, por el contrario, cualquier mandato legal que en tal sentido se formulara, podría anularla por completo.
Vano sería intentar a través de un pretendido solidarismo recortar los beneficios de las empresas porque su consecuencia necesaria sería el mayor consumo y, por tanto, la disminuida nueva inversión y reposición de equipos, así como la disminución del ingreso y el aumento del desempleo.
En este sentido, las leyes no producen solidaridad sino, en muchos casos, desempleo; en otros, caos, en vez de justicia social.
En cuanto al “precio justo”, no existe ningún estándar de juzgamiento en tal materia. Lo que a un hombre necesitado de un bien podría parecerle barato, a otro hombre no tan necesitado podría parecerle caro. Las leyes del mercado, entonces, se imponen: frente a una opción de compra habrá de preferirse ofrecer un menor precio que uno mayor; frente a una opción de venta, habrá de preferirse pedir un mayor precio que uno menor.
Por tanto, el precio justo es un punto siempre móvil que deja satisfecho al comprador y vendedor que libre y voluntariamente entren en tratos.
De allí se originan los beneficios, i.e., el ahorro del trabajo (salario no consumido) y del capital (costos libra-
dos). Y nadie en su sano juicio podría estar en contra del ahorro individual que se devuelve a la sociedad en forma de ahorro y capital colectivo de acuerdo con el flujo circular del producto.
El propio San Alberto Magno lo ha dicho:
“El precio justo es lo que vale un bien de acuerdo con la estima que de él tenga el mercado en el momento del
contrato”; (Alberto Magno, Comentaria in IV librum Sententiarum, dis. 16, art. 46, citado por John Fred Bell en A
History of Economic Thought (New York: The Ronald Press Co., 1967), p. 47),
y Santo Tomás de Aquino ratifica:
“Un vendedor que vende al precio prevaleciente no parece actuar contrario a la justicia”. (Tomás de Aquino, Summa Theologica, II, ii, q. 77, 3,4 (citado por John Fred Bell), Ibid., p. 47).
Queda el llamado “salario adecuado”, y habría que preguntarse:
¿adecuado a qué?
¿Acaso a las necesidades del hombre?
No, porque sus necesidades siempre son ilimitadas frente a los limitados recursos disponibles. Al hombre satisfecho le aparecen nuevas y superiores necesidades y su salario nunca puede parecerle suficientemente adecuado. ¿Adecuado salario, por fortuna, a las necesidades básicas?
¿Y cuales son ésas?
Las necesidades básicas de los norteamericanos son diferentes a las de un hindú, colombiano o mejicano, y las de éstos diferentes a las de un africano. Las necesidades básicas son diferentes para el pobre, el acomodado o el rico; es evidente que el hombre las tiene disímiles y que las comunes se circunscriben a las más animales como comer y dormir.
Aún así, parecería que en esto también cada hombre tiene sus preferencias y hay quienes, como Santa Teresa, escogen por almohada un madero.
Es cierto, no obstante, que la visión de la extrema pobreza nos conmueve y nos hace pensar que un mejor salario podría remediar en buena medida esta miseria humana.
Por otro lado, sería conmovedoramente mezquino aspirar a satisfacer con el salario sólo las “necesidades básicas”, aunque éstas pudieran definirse claramente. De allí el miserabilismo que trata de la “igualdad en la satisfacción de las necesidades”. Es el discurso marxista de la trastienda.
En consecuencia, la misión del salario no es satisfacer necesidades del hombre, sino devolverle al hombre el valor de lo que produce.
Supóngase que no fuera así y que sistemáticamente se pagaran salarios por encima del valor producido por los trabajadores. Pronto las empresas quebrarían por falta de beneficios; la inversión desaparecería y con ella el empleo y los ingresos de todos.
Ahora supóngase que un próspero empresario sistemáticamente pagara por debajo de lo que producen sus empleados. Muy pronto éstos se irían a otro lugar donde pagaran mejor. (Supone el capitalismo un mercado abierto donde los monopolios no son la fuerza dominante de la economía). Por tanto, este hombre no sería un empresario sino un tonto. Resulta, entonces, que pretender pagar más, bajo una supuesta solidaridad humana, es ruinoso e inconveniente. Sólo basta el ejemplo de que las empleadas del servicio doméstico, en la mayoría de países avanzados de occidente, han alcanzado considerables salarios, inclusive por encima de los mínimos impuestos por el Estado benefactor sin necesidad de cohesión sindical y mucho menos de legislación especial.
En la práctica, la más alta productividad de la sociedad, su riqueza alcanzada, es lo que ha hecho posible esta redención social y no las leyes positivas ni los preceptos moralistas.
El mismo Vaticano está sujeto a las reglas del juego del mercado, pues también paga salarios acorde con lo que éste reclama: ni mucho más bajos, ni mucho más altos; es comprobable que en los países menos avanzados, las personas empleadas por la Curia ganan menos que los que la misma Curia emplea en los países más desarrollados. Pretender que la Iglesia pague a sus empleados de estos últimos países lo mismo que paga en aquellos en nombre de la justicia social sería un disparate de marca mayor que pronto la llevaría a la ruina. Lo mismo ocurre, y por las mismas razones, en la empresa privada. Luego no es lícito predicar para unos lo que no se practica para otros.
A lo anterior se le suma el extraño concepto de que la función de la empresa es “dar” empleo; o, alternativamente, que las empresas se crean para hacer justicia social.
Jamás se ha oído a nadie decir: “voy a crear una empresa para dar empleo”; o, alternativamente, “voy a crear una empresa para hacer justicia social”.
En la práctica tales exóticas ideas no son ni siquiera aceptadas para sí por los empresarios de la dialéctica que en el mundo capitalista propugnan por un sistema más justo. Ellos son como los demás empresarios de la producción que acometen el riesgo de la inversión porque anticipan un beneficio y por sus mentes no cruza una sola idea de justicia social para invertir, ni para crecer; más bien, el empleo que de estas actividades resulta es un subproducto de ese bien entendido “egoísmo” que hace referencia a primero velar por lo propio.
Me aventuraría a pensar que ni siquiera el encargado del manejo de las finanzas vaticanas está pensando de esa manera cuando decide colocar el dinero en acciones empresariales o en bonos de tesoros estatales.
Por eso, resulta vacuo el imperativo de pretender reordenar la sociedad, cualquiera que ella sea, “partiendo de las necesidades”, porque para la inversión productiva primero se parte de las “posibilidades” de satisfacerlas lucrativamente; si ello no es posible, la producción no habrá de realizarse.
De lo anterior se desprende que en la producción e intercambio de unos bienes por otros, la justicia, así definida, no entra sin que primero hayan entrado las sumas y las restas.
Es apenas natural que la gente asocie la justicia social más allá de la simple política del buen vecino o buen ciudadano. “Solidaridad, me decía alguien es comprar una camisa nacional más cara en preferencia a una extranjera más barata”. Pero este argumento, como muchos otros de corte proteccionista, no implica necesaria solidaridad.
Desde el punto de vista económico, el primer acto de solidaridad es con la propia familia, ya que al malbaratarse los fondos disponibles pagando más de lo que se debe se disminuye lo que habrá de corresponder al conjunto.
En segundo lugar, el acto en sí implica falta de solidaridad con los trabajadores y empresarios que se esfuerzan en producir más barato (aumentando la riqueza y bienestar comunes), puesto que al distraerse fondos para producir lo más caro, éstos se disminuyen para otros usos y bienes cuya producción es más eficiente y barata.
La llamada “justicia social” es un término atávico, costumbrista, sin mayor contenido práctico o didáctico.
Si la “justicia” hace referencia a
- la mejor distribución, el argumento es superfluo en un sistema donde los mecanismos impersonales del mercado son los que distribuyen;
- si por el contrario, hace referencia a que “alguien” distribuya, el argumento es estéril, porque nadie está comúnmente de acuerdo en la fórmula distributiva y mucho menos que un tirano lo haga.
La justicia tiene sentido en tanto que regla general de la conducta humana y lo pierde cuando pretende aplicarse a la conducta individual de unas personas que intercambian unos bienes por otros, acciones que no podrían reputarse ni justas ni injustas.
Algunos de los más activos y entusiastas partícipes de estas ideas apoyan, como los que más, las obligaciones y compromisos que nacen del espíritu, pero al mismo tiempo parecen ignorar que aquellos son más eficaces que los que surgen por mandato de la ley y los burócratas. Nada hay más eficaz que la bondad que toca la fibra moral del hombre, su conciencia filantrópica, o caritativa, puesto que lo motiva a fundar y establecer organizaciones dedicadas al servicio de la humanidad.
Cualquiera otra iniciativa que se ordene por mandato legal no podría establecer un sistema económico que dinamizara el progreso social.
Un sólo acto de reflexión, empero, podría seriamente cuestionar las posturas de aquellos que consideran al Estado como el insustituible proveedor de todo lo bueno, muy por encima del imperativo moral del hombre; jamás se preguntan, por ejemplo,
¿cómo ellos, que son los defensores a ultranza de la libertad política, no lo son de la libertad económica?
¿Por qué creen que los productos de los mercados son diferentes a los productos de las ideas, que también tienen mercado, y unos y otros, eventualmente, se cotizan y materializan?
¿Acaso entre la votación de un ganador y un perdedor político no hay un “beneficio” neto?
¿Es acaso éste susceptible de ser repartido por los redistribuidores de la voluntad popular, similares en sus actos a los redistribucionistas del ingreso?
¿Acaso cuando el consumidor compra un producto, no está “votando” por ese artículo y votando a favor de unos beneficios para el productor, que sólo él asigna?
¿No constituye torcer su voluntad de la misma manera que sería torcerla el que a un elector le quitaran votos para pasárselos a otro candidato?
¿No es esto robo y fraude en ambos casos, así sea el Estado quien lo efectúe?
La anterior reflexión nos insta a pensar que la libertad es, por tanto, una sola y no puede fragmentarse o separarse en conceptos políticos y económicos.
EL HOMBRE Y SU DIGNIDAD SON TAMBIÉN UNO.
El inexistente contenido de la frase “justicia social” puede dimensionarse cuando no existe acuerdo sobre lo que ella requiere para casos particulares, ni prueba alguna que determine quién tiene la razón cuando existen diferentes opiniones, ni cuál regla general debe aplicarse a casos específicos, o cuál regla específica a casos generales dentro del marco de una sociedad libre.
Los mismos tratadistas de la doctrina social de la Iglesia reconocen la imposibilidad de “establecer una fórmula única de participación, ya que ha de tenerse en cuenta la distinta situación de cada empresa, sujeta cada una a cambios radicales y rapidísimos”. (Juan Soto Coelho (coord.), Doctrina Social de la Iglesia (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, Segunda Ed.), pp. 291-292).
En realidad, la responsabilidad moral de los actos individuales es incompatible con las reglas generales de una preconcebida mejor distribución. (¿Sería justo que al desconocido que se nos acerca le demos limosna si consideramos que bien podría tratarse de un irresponsable que se bebió el fruto de sus años de trabajo, abandonó a su familia y negó educación a sus hijos que engendró a montón?).
Las reglas generales en este campo esquivan las circunstancias particulares y sólo podrían fomentar la irresponsabilidad y el que los más astutos se aprovechen de la nobleza de los más trabajadores y caritativos.
No obstante, como la encíclica Laborem Exercens (Juan Pablo II, 1981), avanza hacia la participación en los beneficios, propiedad y gestión de las empresas por parte de los trabajadores (en efecto justificando la copropiedad de los medios de producción), algunos tratadistas de la doctrina social de la Iglesia hacen un esfuerzo por presentar un modelo en el cual se fije la limitación de la participación del capital en los beneficios obtenidos (El eufemismo empleado es “que no se trata, pues, de limitar los beneficios de la empresa, sino los beneficios del capital”, Op. Cit., p. 350.).
La propia encíclica no explica cómo el trabajador se ha de hacer copropietario de la empresa y se limita a decir que se puede hablar de socialización “cuando toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo «copropietario» de esta especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos”.
Niegan, unos y otra, por tanto, que si el capital lo arriesga todo, éste tenga derecho a todo el usufructo de lo que produce (Si bien es cierto el trabajador también corre el riesgo de la quiebra de la empresa cuando accede a trabajar en ella, los riesgos no son equivalentes, pues en el caso del inversionista, el riesgo es de dejar de ser empresario y, en el caso del trabajador, el riesgo es de quedarse sin empleo; en el primer caso, la recuperación es más difícil y el posible destino es convertirse en trabajador; en el segundo, la recuperación es conseguir otro empleo y, difícilmente, la de convertirse en empresario, aunque, si esto fuera así, sería un evidente progreso material); no han entendido ni la naturaleza del capital ni la del riesgo que involucra al hombre mismo, pues es el hombre quien arriesga el suyo, y así haciéndolo, arriesga su propio sustento, a menos que el concepto de «hombre» se circunscriba sólo al trabajador.
La prioridad que se le asigna al hombre sobre los medios de producción es, pues, una falsa prioridad, una inexistente dicotomía, pues son tales medios los que hacen viable su existencia y contribuyen a su dignidad. Es más, el capitalista no es sino otro trabajador con medios de producción que pagan su salario como paga el de los demás, incluyendo el del propio capital (beneficios) para su conservación y reproducción.
Ahora bien,
¿cómo será que alguien, basándose “en su propio trabajo” pueda llegar a tener “pleno título” sobre la empresa? ¿Cómo se logrará aquello?
¿No será, más bien, que esta encíclica supone que es el Estado el gran poder moral que, mediante leyes sapientísimas, ejerciera la limitación buscada, diera la participación deseada, y otorgara el “pleno título” anhelado? ¿Cómo se habrían de articular tales leyes?
¿Cuál sería el baremo para medir los diferentes títulos a que se hacen acreedores los trabajadores, basándolo en “el propio trabajo”?
¿Y cómo se descontaría de este “pleno título” lo que el trabajador ya ha recibido como recompensa a su trabajo en la forma de salarios?
¿Acaso se sugiere que el pago sea doble, uno por salario, y el otro en participaciones sociales por el hecho de trabajar en la empresa?
¿Y si sus dueños también trabajan, cómo se les compensaría a ellos?
¿Cómo habrán de acrecentar su participación en la empresa también “basándose en el propio trabajo”?
¿Acaso los empresarios no trabajan?
¿Habrían éstos de perder gradualmente la propiedad, es decir, sus títulos, en relación con el acrecentamiento de la misma propiedad para los trabajadores?
¿Y cómo se justificaría tamaña injusticia?
¿Acaso la doctrina social de la Iglesia no considera “trabajadores” también a sus dueños, que reciben “salarios” en forma de distribuciones provenientes del capital?
¿Qué significa, “esta especie de gran taller de trabajo” a que se hace referencia?
¿Significa acaso la propiedad colectiva de los medios de producción?
Romano Amerio nos dice con acertada probidad: “Querer que el pobre Lázaro goce como el rico significaría igualar esos bienes mundanos a la consolación celeste y hacer de la fruición de los bienes del mundo un valor conectado con la fruición de Dios e incluido en ella” (Romano Amerio, Iota Unum (Ed. Ricardo Ricciardi, 1995), p. 493).
Con esta afirmación y estas preguntas sin respuesta, se hace evidente que la encíclica ha alterado el primitivo significado de la doctrina social de la Iglesia en cuanto hace a las relaciones armónicas entre trabajo y capital e introduce por la trastienda una doctrina de evidentes tintes marxistas.
Porque también salta a la vista que el esquema propuesto no conduce a tales relaciones armónicas, sino que contrapone el trabajo al capital, algo que la encíclica misma dice que no es moralmente legítimo hacer.
Cosa muy distinta sería proponer que los empresarios incentivaran al factor trabajo mediante una serie de bonificaciones en la medida de una mayor productividad alcanzada por el mismo, bonificaciones que podrían darse en dinero o en títulos accionarios. Tal esquema voluntario propiciaría una mayor cooperación e interés de los trabajadores en la marcha de la empresa, amén de fomentar una mayor difusión de la propiedad productiva; es decir, un capitalismo más democrático. Dicho programa de compartir beneficios ya está en vigor en muchas empresas modernas, que de manera voluntaria, y habida cuenta de su particular circunstancia, lo han establecido como parte de su sistema competitivo. No se parte, entonces, de la base de que primero se distribuye para que eso incentive un mayor desempeño, sino que el mayor desempeño se recompensa distribuyendo. Y este orden tiene muchísima importancia. Por eso, tal y como está la propuesta de la doctrina social, se destruye la formación de capital y se conculca el derecho a la propiedad, lo cual contradice plenamente lo ya expresado por León XIII:
“Así pues, el derecho de propiedad que hemos demostrado haber sido dado a los individuos por la naturaleza, es menester trasladarlo al hombre en cuanto es cabeza de familia... Ley santísima de la naturaleza es que el padre de familia defienda, con medios de vida y con todo cuidado, a quienes él engendró, y la naturaleza misma le lleve a querer adquirir y procurar para sus hijos...los medios por los que puedan honestamente defenderse de la miseria en el curso dudoso de la presente vida” (Rerum Novarum, Denz. (nuevo) 3266).
El libre juego de los mercados conduce a la prosperidad porque mejora las posibilidades de todos. Esto se deriva de que la remuneración por los servicios de los individuos depende de factores objetivos cuya diversidad y complejidad no pertenece al dominio del conocimiento de una sola persona; si esto es así, la justicia distributiva tiene que ver más con la contribución que cada cual, escogido al azar, hace al producto total.
La justicia económica queda, entonces, determinada por un mercado libre y no por una regla general de conducta humana, o de conducta empresarial, determinada por una persona o institución.
El resultado de esta cataláctica (Término empleado por la escuela económica Mises-Hayek que hace referencia a la teoría general del intercambio en el mercado libre) del mercado es que algunos tengan más de lo que otros piensan que merecen y que muchos más tengan menos de lo que muchos otros piensan que necesitan. Por ello las gentes de buen corazón sinceramente creen que debe existir algún esquema autoritario que provea de acuerdo con las necesidades o los méritos.
El problema que escapa a los sociólogos, poetas, románticos, abogados, clérigos o simples neoestructuralistas, es que aquel producto agregado, que se supone podría ser objeto de redistribución para alcanzar la justicia social, surge de las diferentes remuneraciones que el mercado asigna libremente sin consideración alguna a méritos o necesidades. Es decir, el producto agregado a distribuir existe porque existe la aparente inequidad del mercado; desaparecida ésta por un esquema redistributivo de justicia autoritaria, desaparece también el producto agregado que se quiere distribuir porque las gentes no se esfuerzan tanto si se les suprime parte de su producto; la sociedad, entonces, se empobrece irremediablemente y la justicia social se reduce a la indigencia general.
En conclusión, la llamada cataláctica del mercado, que no le presta atención a la justicia social, en tanto que esquema, sino al aumento del producto, en tanto que actividad, ha hecho que la población del mundo, bajo el método capitalista de producción, no sólo haya aumentado sino que esté mejor que en otros sistemas.
Gracias a esta desigual distribución los pobres no son tan pobres como pudieran serlo bajo la planeación central o el esquema autoritario de la individualidad recortada. Por ello creo que la moral cristiana, en materias económicas, sigue siendo una opción individual de conciencia y no puede convertirse en regla indiscriminada y general.
De allí que podríamos afirmar que la mayor justicia es la que se dispensa individual y discriminadamente; la llamada justicia social no pertenece a la índole de las ciencias económicas; pertenece más a la predistigitación de las artes dialécticas y al surrealismo mágico de la economía fabiana.
La caridad como insustituible categoría moral tampoco pertenece a las ciencias económicas y, en cambio, sí que forma parte de un imperativo cristiano supraeconómico que desobedece todas sus leyes en tanto no sea norma general de indiscriminada y obligatoria conducta. Porque si lo fuera, obedecería todas las leyes económicas incluyendo la de la ruina total por incontinencia en el gasto. Su principal virtud consiste, pues, en su selectividad.
EL SOLIDARISMO INSOLIDARIO
Desde la Revolución Francesa la palabra “igualdad” ha dado pie a las más diversas interpretaciones. Ya antes, en la joven república norteamericana, la misma palabra significaba “igualdad ante Dios” y, en épocas posteriores, “igualdad de oportunidad”—lo cual, simultáneamente, significaba “igualdad ante la ley”-. Era apenas obvio, porque quien disfruta las mismas consideraciones legales, puede usar su capacidad para perseguir sus propios objetivos y obtener resultados diferentes.
Thomas Jefferson fue el inspirador de estos conceptos que quedaron plasmados en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.
Muy diferente significado le asignaron a esa palabra los jacobinos franceses inspirados en una izquierda prometedora: la igualdad significaba no sólo la destrucción de las ataduras históricas y tradicionales, sino el remodelaje social de acuerdo con la razón; los pasos siguientes, i.e., el régimen del terror, la justificación de los medios a través de los fines y la igualdad de resultados, fueron sus más conspicuos avances.
Robespierre su más notable adalid.
La promesa igualitaria de la Revolución se extendió como una mancha de aceite con el sugestivo concepto de las “limitaciones sociales” de la propiedad, que iba desde la tributación progresiva hasta la expropiación sin compensación, algo que tiene cabal expresión en la constitución colombiana, artículo 58.
Si bien el liberalismo francés se inspiró en la constitución conservadora de la pequeña Filadelfia, la verdad es que la mancha ha sido aumentada en los Estados Unidos por el partido demócrata que ha escogido convertirse en el principal instrumento del poder ejecutivo para cimentar lo que se ha dado en llamar la “presidencia imperial”.
No hay extrañas coincidencias con lo que ha ocurrido en Iberoamérica.
En este continente la intervención del Estado se ha centrado en lo económico, dejando de lado la necesaria intervención en la seguridad y en la justicia.
En lo civil y criminal hemos sido todos iguales ante la ley, aunque ésta sólo exista en los libros.
En lo económico, en cambio, pretendemos serlo, pues como lo dijo Dodo en Alicia en el País de las Maravillas, “todos han ganado y todos deben tener su premio”.
A este igualitarismo económico se dirige el marasmo de reglamentos, excepciones, exenciones y castigos de que están compuestos los códigos tributarios y la extendida intervención del Estado; particularmente en aquellas actividades que podrían estar a cargo del sector privado. Ahora bien, de este exceso de intervensionismo se deriva la consecuencia de una mayor desigualdad y pobreza social, dadas las medidas defensivas que contra el Estado toman los productores de riqueza. Y no poca pobreza se debe a que el Estado allí sea el virtual dueño del subsuelo y todas sus riquezas (En efecto, en Colombia la Constitución de 1991 continuó consagrando esta norma (art. 332) y otra más curiosa que consagra la dirección e intervención de la economía referida también a la producción, distribución, utilización y consumo de bienes).
Pero ni en Francia, ni en los países que han deseado imitar su ejemplo revolucionario, tales medidas igualitaristas han propiciado una mayor igualdad económica, ni una sociedad más solidaria y compasiva. Tampoco el Terror igualó los ingresos en Francia, en Camboya, Rusia o la China.
Todo lo ensayado fue, o comunismo, o terceras vías que la razón humana buscaba con afán; todas propiciaron peor desigualdad entre gobernantes y gobernados.
El problema de tales ideologías intervencionistas es que la intervención siempre tiene un comienzo, modesto si se quiere, pero nadie sabe dónde ni con quién termina.
¿Qué significa cuando se proclama, por ejemplo, una “más justa distribución del ingreso?
¿Juzgaríamos tal “equidad” en términos de ingresos per capita?
¿De ingresos por familia?
¿Ingresos por año, por quinquenio o por década?
¿Añadiríamos otros ingresos no monetarios?
Definir estos enunciados de equidad podría no verse como un fracaso, ni siquiera verse como la más ostensible falla el que los “tercerviistas” no quieran aplicar lo que ellos mismos predican. Defínase, por ejemplo, la “equidad” en términos de ingreso per capita por año.
Compare el que propugna por una más justa distribución del ingreso, o la “equidad” remunerativa, sus propios ingresos de capital o trabajo con el ingreso per capita señalado y distribuya su exceso. La forma de distribuirlo no importa, porque bien podría lograrse mediante un letrero en la puerta de la casa del interesado que dijera: “se distribuye el ingreso. Por favor venir a final de cada mes”.
Este método tiene la virtud de que el solidarista, actuando voluntariamente —sin la coerción del Estado— podría entregar su exceso a los realmente más necesitados.
La fórmula anterior podría descargar a muchas sinceras personas de sus cargos de conciencia y adoptar para sí lo que promulgan para otros. Estos “solidaristas” no podrían esgrimir el argumento de que, puesto que los demás no hacen lo propio, sus contribuciones serían exiguas, ya que al fin y al cabo sus personales distribuciones serían las mismas ya fuera haciéndolo solos o con todos los demás. Así, la fórmula planteada constituye la única vía moral para quien quiere reconciliar la intención con la actuación.
Desengañémonos, sin embargo.
Los que abogan por una más justa distribución de la riqueza siempre quieren que la riqueza de los demás, no a la suya propia, sea la distribuida. Por eso tales conceptos no poseen contenido distinto al ruido que producen las palabras.
Sabio, entonces, resulta el viejo apotegma de que la mayor justicia se encuentra en tratar igualitariamente las cosas iguales y desigualmente las desiguales.
Intuido ésto por la mayoría de las personas, la solidaridad redistributiva sólo aguanta la retórica de los populistas ingenuos pero de ninguna manera la praxis de los constructivistas morales del Estado.
Los jacobinos franceses, inspirados en una izquierda prometedora, buscaron en la igualdad no sólo la destrucción de las ataduras históricas tradicionales, sino el remodelaje social de acuerdo con la razón humana; el régimen del Terror fue su consecuencia. En tiempos modernos, la pobreza generalizada, su más conspicua realización.
EL AZAR, LA DESIGUALDAD Y LA JUSTICIA
En realidad, toda la exposición y crítica que hemos venido haciendo hasta el presente se fundamenta en el hecho cierto de que el hombre es una creatura desigual por naturaleza y que cualquier esquema redistributivo le causa injusticia por esa misma razón.
Pero es frecuente crítica que aun en el sistema de libre mercado las oportunidades para todos no sean iguales. Las oportunidades que tiene el hijo del pobre son indudablemente inferiores a las que tiene el hijo del rico; no obstante, es el propio azar el que determina donde nace cada cual, pero esta condición se ve a su vez modificada por el uso que de sus aptitudes naturales cada persona haga. De lo contrario, podría parecer que sólo los ricos, o los eruditos en disciplina alguna, o ciencia, tuvieran éxito en la vida. Muchos de éstos se empobrecen o mueren sin dejar ninguna contribución significativa al mundo de las ideas o las invenciones. Mueren sin pena ni gloria.
Por eso la Providencia, o para algunos la casualidad, también ha dispuesto que la desventaja inicial no sea permanente óbice para el éxito personal, ni la ventaja del arranque sea patente de corso para el éxito consuetudinario.
Tampoco cabría deducir por todo lo expuesto que bajo las mismas circunstancias económicas, sociales, familiares y culturales que permitieran juzgar que dos hombres tienen las mismas oportunidades, los resultados hayan de ser iguales para ambos.
En el presente estado del conocimiento científico, resulta inútil el debate acerca de la superioridad o inferioridad inherente de ciertas razas o personas, o si tal disparidad en los resultados proviene de inmutables diferencias genéticas. Independientemente de ello, sí podemos acercarnos a la comprobación de que la Providencia no sólo proveyó al mundo de dispares recursos naturales establecidos al azar, sino que permitió el azar como uno de los factores determinantes de la condición humana.
Este aserto no excluye que el hombre se sobreponga a la adversidad, o que sea señor de las circunstancias en un momento dado; pero sí previene que los eventos azarosos imprimen una categoría o dimensión al discurrir humano que no puede ni debe ser desconocida.
De allí que el método de tendencia socialista, o el diseño de la igualdad de resultados a través del designio humano, sea algo tan antinatural que atenta contra el sentido mismo de la cooperación armónica del trabajo y el capital.
Es, precisamente, la impredictibilidad del resultado final el que nos hace cooperar armónicamente no sólo entre el mismo factor, sino entre un factor de producción y otro.
No es cierto, por tanto, que sea en el libre mercado donde se produzca el enfrentamiento de los intereses contrapuestos; ésto ocurre cuando el resultado es previsible en virtud de una asignación arbitraria de compensaciones o privilegios.
El conflicto surge cuando la pugna por superar la artificial igualdad preestablecida se torna en desánimo social o en abierta lucha por conquistar o conservar las posiciones apetecidas.
En el libre mercado el azar en torno a los resultados finales y la incertidumbre de todo proceso, donde la selección del mercado se logra por métodos impersonales, hace de la cooperación el elemento indispensable del sistema de producción en el que la división del trabajo se haya adoptado como parte de dicho método. Antiguas enseñanzas de nuestra civilización dan cuenta de ello: en Proverbios 118 leemos que “la suerte pone fin a los litigios, y decide entre los poderosos”.
De allí que el hombre esté más dispuesto a someterse a lo que le toque en suerte que a lo que le llegue a tocar por designio administrativo de algún hábil burócrata. De esto no puede excluirse el ingreso que, como tal, refleje no sólo la sabiduría o astucia de quien lo recibe, sino su suerte relativa.
Una lotería distribuida por un mandato administrativo, según el mérito calificado por alguna autoridad, sería tan repugnante a la valoración humana, que incitaría a permanente rebelión; en cambio, nadie parece insubordinarse porque la misma lotería caiga sobre el más indigno o menos meritorio de los mortales. A lo sumo, invita a la envidia o a la autocompasión, pero siempre con el consuelo que nos da otra antigua enseñanza:
“Regresé para ver, bajo el sol, que los veloces no tienen la carrera, ni los poderosos la batalla, ni tienen los sabios tampoco el alimento, ni tienen los entendidos tampoco las riquezas, ni aun los que tienen conocimiento tienen el favor; porque el tiempo y el suceso imprevisto les acaecen a todos” (Eclesiastés 9:11).
De allí que entre los mismos meritorios individuos algunos irremediablemente se hallen en el fondo de la escala de los ingresos. No cabe, empero, aseverar que por esta circunstancia el fin de una economía de mercado sea seleccionar al más listo, o al que tenga mejor suerte, sino garantizar la satisfacción de los consumidores, en cuyo devenir, tanto la habilidad como la suerte, juegan un papel indispensable; el azar también distribuye a los menos hábiles, y es por la simple matemática de la probabilidad de que sean los más numerosos pobres los mayores beneficiarios del azar.
Este tipo de justicia, que algunos reputan divina, proveyó que también los de abajo pudieran beneficiarse de un golpe de suerte y no solamente del acierto y sabiduría de sus decisiones. De este designio ni siquiera el propio Dios quiere escapar:
“Y Aarón tiene que echar suertes sobre los dos machos cabríos, una suerte para Yahvé y la otra suerte para Azazel” (Levítico 16:8).
Aun las prendas de vestir del propio Jesús fueron echadas a la suerte para eliminar el conflicto del reparto a las puertas mismas del Calvario (Mateo 27:35).
Nada podría ilustrar tan bien nuestro argumento de que la desigualdad humana procede no sólo de las evidentes diferencias mentales, sociales, culturales y aun genéticas de los seres humanos, como el escogimiento del discípulo que debía reemplazar a Judas Iscariote como apóstol. Pedro se inspira en el Salmo 109:8 que dice
“su puesto de superintendencia tómelo otro” y propone a los ciento veinte discípulos reunidos que se seleccione al que ha de ocupar el puesto vacante. José Barsabás y Matías fueron propuestos y después de orar se echaron las suertes. Es evidente que ambos candidatos poseían similares méritos para aspirar a obtener tan alto ministerio. La arbitraria selección de uno sobre el otro habría despertado conflictos que ni siquiera el tiempo hubiera podido borrar; únicamente el azar pudo resolver el dilema y potencial conflicto de una manera satisfactoria para todos. Matías fue el escogido por la suerte.
La misteriosa suerte con la que la Providencia hace que la desigualdad esencial del hombre y su circunstancia no sea carga injusta, ni su igualdad pesado lastre que lo desmotive y someta a mayor infelicidad. Hasta el que la circunstancia de la muerte misma no sea cosa sabida de nadie obra en favor de aliviar la carga del destino común inevitable.
La desigualdad humana es no sólo una condición esencial del hombre, en cuanto hombre, sino que su causa eficiente proviene del azar como elemento que, en igualdad de condiciones, altera el resultado previsto. Es, en últimas, la máxima justificación del libre mercado como sistema económico que, a diferencia de otras doctrinas, no tiene ni “rostro salvaje” ni asigna retribuciones arbitrarias; sistema que garantiza que ninguna persona o familia se perpetúe en la cima del poder económico si no reúne las condiciones necesarias de probidad, eficiencia y competitividad que ha menester en los mercados libres; sistema que no garantiza que el elemento “suerte” siempre recaiga sobre los mismos.
La comprensión de esta fundamental condición humana de la desigualdad invita a no permitir la homologación de la existencia ni la esterilización ideológica que borre toda diferenciación por razones de cultura o credo. Es la única esperanza que se tiene de reaccionar frente a la inculturación a la que estamos siendo sometidos en Occidente so capa de una tal tolerancia que raye en el indiferentismo y en la condescendencia con las formas más destructivas de la cultura.
La moderna globalización que todo lo abarca, desde la economía, la cultura, la política y la religión, es la más formidable amenaza contra la diferenciación de la especie, la preservación de la libertad y la supervivencia del intelecto.
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores