(ABC, 6 de enero de 2017)
Allá en “oscura Edad Media” –que diría un analfabeto--, se ocultaban las circunstancias del crimen, por respeto reverencial a los muertos, y se hacía público el castigo, para escarmiento de criminales y enseñanza del pueblo. En nuestra época tan civilizada se oculta el castigo y se publicitan las circunstancias del crimen desde los púlpitos mediáticos. Y así, los crímenes más sórdidos y horrendos, más atroces y ensañados, se convierten en espectáculo grosero, en ruidosa farsa macabra, con sus puntillitas de intriga chabacana, con sus faralaes de especulaciones rocambolescas, con su cenefita de detalles aberrantes o meramente chuscos. Un enjambre de sofistas y cantamañanas –psiquiatras a la violeta, juristas diletantes, criminólogos licenciados por Osuna y otras faunas limítrofes-- destripa las circunstancias del crimen, expone los menudillos más sangrientos, lanza doctrinas absurdas sobre su autoría y evacua declaraciones contra el buen sentido (de buen gusto ni hablamos), hasta crear un batiburrillo de indecencia y curiosidad malsana.
Lo acabamos de comprobar, por enésima vez, con el caso de la desgraciada Diana Quer, cuya desaparición se quiso explicar de las maneras más inverosímiles y malévolas. Así su cuerpo y su alma fueron ultrajados y la paz de su familia desbaratada, mientras el decoro nacional era arrastrado por el fango. Pero todo este sensacionalismo no sería ni siquiera concebible si el pueblo español no hubiese perdido el sentido religioso, o si no se lo hubiesen hecho perder; y, allá donde se pierde el sentido religioso, los muertos (o premuertos, como Diana lo fue durante año y medio) dejan de infundir ese respeto reverencial que acalla las comidillas. Pues, como nos recordaba Dostoievski, si Dios no existe, todo está permitido; y los muertos (o premuertos) se convierten, inevitablemente, en carne fiambre de la que conviene sacar tajada e higadillo, antes de que se la coman los gusanos. Que es lo que hicieron los periódicos convertidos en pasquines, las televisiones convertidas en mentideros, las redes sociales convertidas en vomitorio donde se difundían y exhibían las carnazas más putrefactas.
Pero estas carnazas no sólo ultrajan los cuerpos y las almas de muchachas como Diana Quer, no sólo desbaratan la paz de sus familias y arrastran por el fango el decoro nacional. También crean una atmósfera criminal. Pues, alimentándose con esas inmundicias, quienes tienen alguna inclinación hacia lo aberrante o anormal acaban sintiendo fascinación hacia el crimen. A cambio, quienes más tajada sacan son los politiquillos, que pueden encauzar y manipular la “emotividad” de las masas ahítas de carnazas, lo mismo para suscitar vilmente debates “en caliente” (que luego, según convenga, se vuelven a meter en la nevera, como periódicamente hacen con la “prisión permanente revisable”) que para tapar la flagrante incompetencia policial, incluso para presentarla por todo el morro como un rutilante éxito, como acaban de hacer en el caso de Diana Quer. Y es que el crimen, en alas de una publicidad macabra, se convierte en una imagen obsesivamente atractiva para el pueblo, o bien provoca en él un revoltijo de indignación; pasiones ciegas que no hacen sino convertir la sociedad en un manicomio, para provecho del desorden y el engaño en todas sus formas. En cambio, cuando se ocultan las circunstancias del crimen y se publicita el castigo, el pueblo recibe una lección de humanidad y justicia. Pero, puestos a castigar a los criminales, habría que empezar por los sofistas que ocupan púlpitos mediáticos y tribunas politiquillas; así, sofocada la atmósfera que le brinda aliento, el crimen decaería.
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