Fuente: El Pensamiento Navarro, 15 de Julio de 1978, página 3.
El juicio de residencia
Por José María Domingo-Arnau y Rovira
Sugiero a los artífices del momento político español que, en ese enésimo proyecto de Constitución que están pergeñando para la felicidad futura de España, tengan el valor y la sinceridad que ello supondrá, de restablecer, adecuado a los tiempos presentes, el llamado «juicio de residencia», institución españolísima que tuvo aplicación eficaz durante más de tres siglos en los dominios de la Monarquía tradicional, y que desapareció cuando el liberalismo corruptor y corrompido se dedicó a postular libertades y principios abstractos, dando de lado a las libertades concretas y principios de moral jurídica como los que contenía dicho «juicio de residencia».
Consistía el «juicio de residencia» en el examen judicial de la conducta de una autoridad al término de su gestión; su nombre se relaciona con el hecho de que el enjuiciado debería permanecer en el lugar en que ejerció su oficio mientras dure el juicio.
Esta institución encuentra su origen en una Constitución expedida por Zenón, emperador de Oriente, el año 475. En España las Partidas se refieren a ella como a uno de los instrumentos para el cumplimiento de justicia como finalidad del Estado. La concepción moral del poder que el profesor Góngora atribuye a la legislación visigoda parece acompañar durante todo su desenvolvimiento a la Monarquía española; los reyes pudieron apreciar que sus ideales de justicia se encarnaban perfectamente en esta institución que, con cambios en el procedimiento judicial, mantuvo inalterable su esencia durante los tres siglos de administración española en América.
El juicio constaba de dos partes, «una secreta con procedimiento y oficio, y otra pública destinada a sustanciar las quejas presentadas por particulares». Hacia el siglo XVIII hubo casos en que a magistrados que tuvieron un desempeño eminente se les distinguió eximiéndoles de la parte secreta, nunca de la pública, porque se suponía que una mala administración dañaba intereses particulares, pudiendo los afectados, durante la residencia, exigir el reparo de quien los había agraviado moral, física o económicamente.
La administración de cada proceso estuvo a cargo de un juez de residencia nombrado por el Consejo de Indias –el más alto organismo de Gobierno– para aquellos oficios designados por la Corona, y, en el caso de funcionarios nombrados por autoridades americanas, la entidad que los había elegido nombraba el juez de residencia.
A pesar de que las Partidas establecían que «la muerte desata y deshace tanto a los yerros como a los que lo hicieron», en Indias, estando el residenciado vivo cuando se hicieron los cargos, no importaba que fuera difunto en el momento de la sentencia, ya que las penas pecuniarias que de ésta resultaren las deberían asumir sus herederos y fiadores por aquellos delitos que le hubieran reportado enriquecimiento ilícito. Para las demás inculpaciones se usaba la fórmula «absuelto por ser difunto».
La garantía que aseguraba la aplicación de la condena era la fianza que corregidores, gobernadores, etc., debían depositar en los cabildos al asumir el mando. La iniciación del juicio podía tener lugar en cualquier momento si se tenía la certidumbre de irregularidades importantes; pero lo habitual es que se abriera al finalizar los empleos de los funcionarios, y de cinco en cinco años para el caso de los oficios perpetuos.
La iniciación del proceso estaba rodeada de gran solemnidad, que tiene evidentemente el valor de un símbolo en cuanto a la finalidad de una institución que comprendía todas las obligaciones de Gobierno y que era el medio más eficaz para el cumplimiento de las leyes. La descripción de este acto, según relata Santiago Lorenzo, director del Instituto de Historia de la Universidad Católica de Valparaíso (Chile), era: «Tratándose de la residencia de algún ex virrey, el juez solicitaba al virrey que en ese momento ejercía el mando, la prestación de la tropa necesaria para «el decoro del acto», y concedida la autorización, se procedía en la siguiente forma: salían las tropas por la puerta principal del fuerte, atravesaban la Plaza Mayor al «son de caja y marcha de bando» y se dirigían a la esquina del Cabildo, en donde el pregonero leía por primera vez el edicto ante el público que allí se había reunido. Igual operación se practicaba luego en la Plaza Chica y en las esquinas del convento de San Francisco y del de Nuestra Señora de la Merced. En cada uno de esos sitios se fijaba una copia del edicto, dando fe del debido cumplimiento de todas esas diligencias el escribano de la residencia. Se preveían multas de cien pesos aplicados a la Cámara Real para castigar al que quitase los edictos».
El edicto era pregonado –publicado a fines del siglo XVIII– en las distintas ciudades, y por él se daba a conocer que se iniciaba tal o cual juicio de residencia, invitando a posibles querellantes a presentar sus demandas durante un determinado plazo, y garantizando amparo real frente a presumibles venganzas del acusado. Hubo especial interés en hacer participar a los indios, traduciendo el pregón y exigiendo la presencia de los protectores de indios.
En el interrogatorio lo habitual era seguir una pauta adecuada a la función desempeñada; las preguntas más usuales fueron: «Si el virrey ejerció sus empleos conforme a las ordenanzas, cédulas, provisiones e instrucciones dadas por S. M.; si efectuó o no las visitas de las provincias según fuera encomendado; si había sido celoso del servicio de Dios y de S. M. castigando sin negligencia los pecados públicos; si vigiló y cuidó la seguridad y recaudación de la Real Hacienda; si trató o contrató por sí o por interpuestas personas; si hizo a alguna persona agravios, injusticias o sinrazones; si en el nombramiento de personas para empleos, oficio y comisiones, procedió con rectitud e imparcialidad; si en los repartimientos de indios para la labor de las minas, guardó justicia sin respetos particulares ni perjuicio de terceros; si permitió negociaciones ilícitas a sus empleados y familiares; si hizo violencias en elecciones eclesiásticas o seculares; etc.».
Los cargos deberían ser precisos y hacer referencia a tiempo, lugar y persona. En 1716 se ordenó al Gobierno de Chile reprender al juez de residencia Juan del Corral Calvo de la Torre «por haber omitido preguntar a un testigo, que había dicho haber visto al residenciado don Diego de Zúñiga y Tovar recibir dinero por dejar libre a un preso, sin indicar qué circunstancias de tiempo, lugar, etc., habían rodeado el hecho».
Al comenzar la residencia, el juez debía contar con una lista de aquellas personas que el residenciado consideraba sus enemigos, los cuales no podían actuar como testigos. Un autor, refiriéndose a la lista que de sus enemigos presentó Ramón García León y Pizarro, apoderado del gobernador de Guayaquil, dice «que más que lista era un censo de la ciudad».
El número de testigos llamados a declarar en la parte secreta varió, a pesar de que se trató de establecer cantidad; en los sumarios a los virreyes del Río de la Plata, fácilmente sobrepasan las 200 personas. Deponen hombres de distinta procedencia social y de variados oficios, exigiéndose, como se dice en el caso de la residencia del Marqués de Avilés en el Río de la Plata, que sean «hombres de buena fama, cristianos, desinteresados e imparciales». El castigo de los testigos falsos garantizaba las declaraciones. En la parte pública de la residencia, cualquiera que se sintiera agraviado por la gestión de la autoridad respectiva, podía interponer demanda, y de esta parte del juicio ninguno podía ser liberado, pues el criterio era que los gobernantes administran, hacen y distribuyen justicia a los súbditos y vecinos de las ciudades.
Con esta institución se pretendió vigilar la honestidad del funcionario público y autoridad en beneficio del bien común, y también cuidar los intereses de la Hacienda; las penas de defraudación eran durísimas: pérdida perpetua de empleo u oficio, destierro de seis años, etc.
Para Tomás Jofré, el juicio de residencia era más eficaz y práctico que el juicio político contemporáneo. En la época de la Monarquía tradicional no podemos dejar de olvidar que una concepción moral del poder obligaba a los reyes a una preocupación por la justicia y el bien común, que exige de las autoridades que sean honradas y promuevan el bienestar de la comunidad, con un sentido de servicio en sus cargos públicos.
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