Fuente: El Pensamiento Navarro, 15 Febrero 1973, página 4.
Tomado de: FUNDACIÓN IGNACIO LARRAMENDI
CRÓNICAS APOLÍTICAS DE QUINCE DÍAS
Por Francisco Elías de Tejada
Los dos José María según Plutarco
Entre los libros que con mayor frecuencia suelen pasar por mis manos figuran los tres apretados volúmenes de “La Estafeta de Palacio” que don Ildefonso Antonio Bermejo, hace ahora un siglo, compiló con intenciones de recoger la historia indecible, la invisible historia explicadora de los fastos solemnes de la historia oficial de nuestro siglo XIX. Sin lo que se aprende en “La Estafeta de Palacio” para mí resultarían indescifrables numerosísimos enigmas entreverados apenas en la narrativa oficial de los sucesos. Por lo cual son infinitas las ocasiones en que me he asustado en la sospecha de los yerros en los que incurrirá el historiador venidero que se atenga únicamente a los rasgos exteriores, a los documentos publicados, a los lugares que cada personaje haya ocupado oficialmente en el tejemaneje de las contiendas políticas. De donde mi afán de contribuir con mis menguadas fuerzas a puntualizar determinados aspectos, bastante para alumbrar de claridades la intelección en las mentes investigadoras del mañana. Asunto tanto más grave cuando que la postura asumida ubica muchas veces tragedia personal, que tal vez ni los mismos interesados conocen; pese a que engendra en ellos el desasosiego del contrasentido de sus vidas, por torcido emplazamiento dolorosamente martirizadas.
Mis dos José María son dos víctimas de estas tragedias personales, en las que el temple propio pugna rabiosamente con las voluntades respectivas de ambos. Por circunstancias diversas, uno y otro están empeñados en representar en el escenario del grande teatro de la política papeles incompatibles con sus peculiares condiciones. Se han pasado setenta años de existencia empeñados en ser lo que no pueden ser, tozudamente encabezonados en combatir consigo mismos. El historiador que los estudie en el futuro –y por fuerza habrán de ser estudiados, pues son dos figuras señeras sin las cuales queda coja la perspectiva del siglo que corremos– apenas empiece sus trabajos destapará dos cajas de sorpresas.
Para el historiador presunto del mañana José María Gil Robles es la cabeza visible e indiscutible de la democracia cristiana. Ministro de la República, “jefe” por excelencia de la Confederación de Derechas que intentó consolidar a la segunda república aportándole el apoyo de muchedumbres católicas, hasta en su gloriosa senectud empecinado por lidiar las batallas de la democracia de signo vaticanista, peleón incluso cuando es vetado al presentar su candidatura al Decanato del Colegio de Abogados de Madrid, es quien combate sin renuncias, sin desmayos, sin arriar la bandera que alzó hace más de cuarenta años.
Para el narrador del futuro, mi otro y muy querido José María, José María Valiente, es el carlista representativo por excelencia, el integérrimo inquebrantable servidor de la Casa de Parma, el Delegado regio de Don Javier de Borbón-Parma, el monolítico abanderado de los ideales, la roca granítica de la Tradición viva, magníficamente encanecido en el gobierno del Carlismo.
Y, sin embargo, trátase de dos estampas a mi manera de ver equivocadas. Porque José María Gil Robles, pese a sus posiciones políticas, constituye el caso típico del carlista que se empeña duramente, retorciéndose el corazón en la famosa frase suya, por no serlo, por ser el jefe de la democracia cristiana entre nosotros. Mientras José María Valiente es el demócrata cristiano que ha consagrado su existencia, tras variadas mudanzas, a empeñarse en el imposible de ser carlista, siendo así que el Carlismo constituye la antítesis de sus por lo demás espléndidas, brillantísimas, portentosas, talentudas cualidades.
Cuando José María Gil Robles actúa en política, obra rotunda, apasionada, tesoneramente. Fue el demócrata que impuso entre sus demócratas la fórmula carismática de que “el jefe nunca se equivoca”, según el famoso “slogan” que dicen inventó José Ibáñez Martín. Era el varón de las concentraciones de masas, el caudillo a la moda hitleriana en Mestalla y en El Escorial. El hombre que no se rompe, ni se dobla, ni muda, ni se quiebra. ¡Hay tanto de carlista desmochado en el hijo de nuestro don Enrique, el hijo del ejemplar servidor de Carlos VII! Sus ideas oficiales son las de un demócrata vaticanista, pero siempre proyectadas en el culto a la personalidad que, más allá del Carlismo, sabe a jugosos ingredientes totalitarios. Porque José María Gil Robles tiene que mandar en donde esté.
Aunque –y es lo que quiero subrayar– su corazón marcha por otro lado. La semblanza que en “No fue posible la paz” traza de su padre, de nuestro magno e inolvidable don Enrique, sube más arriba del sentimental lazo filial del parentesco, para adentrarse llanamente en la devoción ideológica. A sus ojos, su padre, espejo de carlistas, es el hombre “puro”, dotado de “oratoria densa, viril, nutrida de doctrina” (Madrid, Ariel, 1968, página 19); de doctrina carlista, por supuesto, pues don Enrique no fue más que carlista hasta la entraña. Cuando José María busca condensar su pensamiento auténtico, limítase a reeditar el carlista “Tratado de Derecho Político según los principios de la Filosofía y del Derecho cristianos” (Madrid, Afrodisio Aguado, 1961); esto es, el libro donde consiguió la doctrina carlista su carlista progenitor; y ello sin el menor cambio, sin otra alteración que, lo dice en la página 2, la de “la actualización de la ortografía”. Y lo hace porque siente igual que su padre, ya que el Carlismo pétreo de don Enrique fue, en sus palabras en la misma página, la “doctrina” que “presidió mi formación intelectual”. En 1972, cuando defienda sus derechos a presentar su candidatura al decanato del Colegio de Abogados de Madrid, obra para defender una norma de libertad social decretada por Felipe II, frente al veto totalitario de un ministro que pretende la intervención del Estado en un cuerpo social que, a tenor de la doctrina carlista, ha de ser tan independiente del Estado como Felipe II quiso que así fuera.
Yo con este José María puedo abrazarme siempre puesto que, a fuer del carlista que soy, venero tanto cuanto él mismo pueda venerar a la memoria de su padre, ejemplo de carlistas. Porque este José María es hijo de don Enrique según la carne, pero yo soy el verdadero hijo del espíritu de don Enrique Gil Robles. En tan honrado parentesco, hermanos somos. Lo que pasa es que en el reparto de la herencia de don Enrique Gil Robles, a José María le ha tocado la parcela del apellido insigne, a mí la parcela de la verdad política. A él le ha correspondido la forma de la fama egregia, a mí el contenido de los ideales por los que peleó y vivió su padre.
La circunstancia de mi querido y admirado José María Valiente es diferente. Mucho más que el otro José María, éste ha conservado devota y fidelísima la memoria de Ángel Herrera, su maestro, su amigo, su mentor. Incontables veces le he oído referir emocionado sus visitas de discípulo al maestro, en cierto piso de la Gran Vía, en un despacho con mesa limpia, ordenada, pulquérrima. Víctima de una proverbial mala fortuna, que por un voto le impidió ocupar la cátedra de Derecho Mercantil de la Universidad de Madrid siendo aún casi imberbe, que por otro inoportuno resquemor familiar le quitó contarse entre las máximas potencias económicas de nuestra sociedad y que por otra no menos inoportuna visita le evitó en octubre de 1934 ser ministro de Justicia bajo la presidencia de don Niceto Alcalá-Zamora, vino al Carlismo con todos sus dilatados talentos, náufrago agarrado a la tabla del ancho corazón de don Manuel Fal Conde. Para luego sucederle en la Jefatura-Delegada, por un motivo que yo he vivido: porque la mentalidad democristiana de Don Javier de Borbón-Parma estaba mucho más cerca de Ángel Herrera que de la memoria de don Enrique Gil Robles.
Cierto recuerdo mío lo corrobora. Cuando hace casi veinte años fue imposible seguir publicando la revista “Reconquista”, revista carlista fundada por mí en unión de mi fraternal amigo el profesor brasileño José Pedro Galvao de Sousa, don Javier procuró sustituirla por otra revista doctrinal que se vendería en España, aunque editada en París por sus amigos ideológicos franceses. Munido de una carta suya de presentación, allá por el año 1954 visité en París, en la avenue de Bosquet, número 16, al grupo de tales amigos del Carlismo, capitaneados por la ilustre personalidad de un tal profesor Paúl Lesourd. La entrevista fue sobremanera breve. Apenas hablé del Carlismo, Monsieur Paúl Lesourd me preguntó si éramos católicos profundos. Una vez contestada afirmativamente esta pregunta, vino la segunda: la de si ya estaba yo en contacto para editar la revista con don Ángel Herrera, a quien calificaron de “representante único del catolicismo español”.
Ya podrá suponer el lector, si acaso sabe de mi férreo carlismo intransigente, la manera en que terminó la entrevista con los amigos ideológicos de don Javier en Francia. Por mi parte, al recordar el episodio, caigo siempre en idéntica lamentación. La de intuir cómo los dos José María han trocado sus papeles políticos. La de pensar que el hijo de don Enrique Gil Robles, de no haber sufrido el maléfico influjo de Ángel Herrera y por reacción sus inclinaciones de demócrata totalitario, hubiera sido un magnífico Jefe-Delegado regio del Rey de la Tradición de las Españas. La de considerar que José María Valiente, si no hubiera sido por la inoportuna visita de 1934 a Fontainebleau, hubiera subido a ministro de Justicia de la Segunda República y hoy a cabeza insigne del vaticanismo político entre nosotros.
Y es que José María Gil Robles es político de suerte, mas ayuno de diplomacias. Mientras José María Valiente es desafortunado político, aunque admirable diplomático. Aquél duro, éste dialogante. Pese a sus posturas liberales, José María Gil Robles practica el arte de la política tal cual lo practicara Carlos VII, enseñanza nunca olvidada de su padre: pensando que gobernar es resistir. Al paso que José María Valiente posee del arte político la concepción canovista que le enseñó Ángel Herrera: la de que gobernar es transigir.
Creo que para el historiador futuro no será enteramente inútil esta aclaración de las vidas paralelas de los dos José María.
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