«Monarquía, república, anarquía» por Juan Manuel de Prada para la revista «XLSEMANAL» publicado el 30/VII/2018.

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Resultan un poco peregrinas esas acaloradas discusiones en las que se enzarzan muchos compatriotas, reclamando el advenimiento de una república. Pues, en puridad, la monarquía vigente es república coronada que acata todos los principios republicanos y repudia el fundamento sobre el que se asienta toda monarquía comme il faut, que es el origen divino del poder. Por lo demás, si olvidamos los principios (como gusta hacer nuestra época amnésica), concluiremos que lo importante no es tanto quién ejerce el gobierno como el propósito con que lo ejerce. Aristóteles distinguía, a la postre, dos tipos de gobiernos: los que atienden al bien común y los que atienden intereses particulares. Parafraseando a Aristóteles, podríamos afirmar que sólo existen dos tipos de gobernantes: los que defienden al pueblo del Dinero y los que defienden al Dinero del pueblo.

La monarquía se creó, precisamente, para defender al pueblo del Dinero, encumbrando a un hombre tan alto que pudiera mirar a los dueños del Dinero por encima del hombro, como si fuesen alfeñiques. Hoy, ciertamente, las monarquías han dejado de proteger a los pueblos del Dinero, precisamente porque se han convertido en repúblicas coronadas; y los reyes se amanceban con el Dinero, en perjuicio de los pueblos, con el mismo ímpetu y desparpajo con que lo hace cualquier presidente republicano. Causa, en verdad, alipori que la gente se rasgue las vestiduras después de escuchar las grabaciones de una señora casquivana que acusa a un rey dimitido de actuar como comisionista. ¿Y qué han sido, sino comisionistas, todos los presidentes de la República francesa? ¿Acaso se les conoce otro oficio a Mitterrand, a Chirac, a Sarkozy? ¿Es que alguien piensa ingenuamente que el chisgarabís Macron, perro caniche de la plutocracia desde que se destetó, se dedica a otra cosa? Y, si desviamos la mirada a otra república famosa, ¿es que el protervo matrimonio Clinton, o la sórdida saga de los Bush, o el inane y mefítico Obama, se dedican a otra cosa que no sea forrarse? ¿Y a qué se dedica el histriónico Trump? Son, todos ellos, gobernantes al servicio del Dinero, paladines del Dinero y enemigos de los pueblos que gobiernan, de los pueblos que ingenuamente los votaron.

Es un chiste, pues, pretender que la república vaya a acabar con los males que nos han traído estas monarquías desvaídas –auténticas repúblicas coronadas– que hoy se sostienen a trancas y barrancas, en medio de una creciente desafección. En esta fase democrática de la Historia, la gente cultiva la ilusión (risum teneatis) de que pone y quita gobernantes con su voto; en cambio, nunca se pregunta por qué todos los gobernantes que pone y quita son igualmente lacayos del Dinero. Pues el voto se ha convertido en la baratísima y obnubilante gallofa que el Dinero tiende a las masas para hacerles creer que rigen sus destinos, mientras él se dedica tan pichi a despojar la riqueza de las naciones y concentrarla en unas pocas manos. Sólo gobernantes tan encumbrados que puedan mirar a los señores del Dinero por encima del hombro podrían librarnos de esta plaga.

Pero en la aversión a la monarquía (incluso a las formas desvaídas de monarquía que hoy subsisten) hay otra razón misteriosa, que tiene una raíz religiosa. Donoso Cortés, en su célebre Discurso sobre la situación general de Europa, lo explica maravillosamente. A medida que su fe religiosa palidece, los pueblos se deslizan por el resbaladizo tobogán que conduce desde la monarquía hasta la anarquía, con estación en la monarquía constitucional y en la república. Primero se pasa desde la fe religiosa al deísmo: se acepta que Dios existe, pero se niega que ese Dios sea providente y se preocupe de las cuestiones humanas; y a este deslizamiento religioso se corresponde un deslizamiento político, que es la monarquía constitucional: el rey reina, pero no gobierna. En un segundo deslizamiento, el deísmo se convierte en panteísmo: Dios carece de existencia personal, Dios es todo lo que vemos, todo lo que vive, todo lo que se mueve… Y ese deslizamiento del deísmo al panteísmo se corresponde con el deslizamiento de la monarquía constitucional a la república: el poder no puede encarnarse en una persona concreta, sino que debe repartirse entre la muchedumbre. Por último, el panteísmo se convierte en ateísmo y proclama: «Dejémonos de chorradas. Dios ni reina, ni gobierna, ni es persona, ni es muchedumbre. ¡Dios no existe!». Y a esta afirmación religiosa se corresponde una afirmación política, que es la exaltación de la anarquía.

Que es la estación última de este tobogán deslizante, el abismo final que se oculta al fondo. En este sentido, la monarquía (aún una monarquía tan lacaya del Dinero como cualquier república) es el último obstáculo o katejon que impide el advenimiento del caos.

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