«Juana ya tiene casa» por Juan Manuel de Prada para el periódico «ABC de Sevilla» publicado el 28/VII/2018.

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La sentencia que acaba de condenar a Juana Rivas nos sirve para hacer una reflexión sobre los efectos colaterales de cierta demagogia burda que se envuelve en la bandera feminista. Juana Rivas cometió un grave delito de sustracción de menores y se convirtió en prófuga de la Justicia, causándose un grave daño a sí misma y -lo que aún resulta más deplorable- a sus hijos. Seguramente lo hizo enrabietada tras una trifulca con su marido italiano, que diez años atrás había sido condenado por maltrato (y había cumplido su condena); y con quien, sin embargo, seguía conviviendo. Juana Rivas debería haber tratado de arreglar amistosamente sus disputas conyugales, en especial las que atañían a sus hijos; y, en caso de que tal arreglo amistoso hubiese resultado imposible, debería haber acudido a un juzgado, para que el juez competente solventase las diferencias. Pero, en lugar de obrar juiciosamente, Juana Rivas se negó a devolver a sus hijos, aprovechando que se los ha traído a España para pasar las vacaciones.

Antes, Juana Rivas había acudido a un centro de asesoramiento para mujeres, donde acordó interponer una denuncia por malos tratos contra su marido. No sabemos si esa denuncia fue una artimaña para tratar de arrojar sobre el padre de sus hijos sombras de sospecha. Pero aceptemos que tal denuncia no era falsa ni infundada. Si ese centro de asesoramiento de mujeres hubiese estado regentado por personas juiciosas le habrían explicado que, al negarse a entregar a sus hijos, estaba cometiendo un grave delito; también le habrían explicado que la jurisdicción encargada de dirimir su denuncia por malos tratos sería la italiana, lo que retardaría la tramitación de su denuncia. Pero, en lugar de aconsejarla juiciosamente, las asesoras de marras -en volandas de un «odio de género»- vieron en Juana Rivas la posibilidad de poner rostro a una serie de reivindicaciones feministas. Y decidieron convertir su desgracia personal en un suculento espectáculo mediático que conmovería a la «opinión pública».

De inmediato, Juan Rivas empezó a desfilar por los programas de casquería televisiva, donde exponía su versión de los hechos entre llantos desgarradores. Cualquier persona no completamente irracional, descubría de inmediato que Juana Rivas había cometido -cegada por el dolor y el aturdimiento- una lamentable equivocación y tal vez también un grave delito; pero la rodeaba una cohorte fanática que trataba de beneficiarse de un potaje de visceralidades, sensiblerías y censuras impuestas por la corrección política. Y, como Juana Rivas les importaba un comino, le hicieron creer que el abrumador respaldo popular intimidaría a los jueces. Por supuesto, el emotivismo pancartero (y tuitero) convirtió banalmente a Juana Rivas en una heroína a quienes todos afirmaban querer acoger -de mentirijillas- en su casa. Fue un espectáculo de demagogia e hipocresía colectiva completamente vomitivo.

«Juana está en mi casa», repetían los solidarios de sainete. Ahora un juez acaba de determinar que la casa de Juana Rivas será la cárcel. Ni las asesoras inescrupulosas que la enviscaron, ni el feminismo pancartero que aplaudió sus errores con el único propósito de alimentar su relato ficticio sobre una «justicia patriarcal», ni los programas de casquería televisiva que acogieron sus llantos desgarradores, ni los solidarios de postureo y hashtag se irán con ella a la cárcel. Primero la incitaron mancomunadamente al error; y ahora le toca apechugar a ella solita con las consecuencias de ese error.

Me gustaría que algún día concediesen el indulto a la aturdida y doliente Juana Rivas; pero mucho más que mandasen a la cárcel a toda la caterva de pescadores (¡y pescadoras!) en río revuelto que jalearon su aturdimiento y sacaron tajada de su dolor.

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