¿Dónde está el Estado? (I)
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Max Weber, sociólogo y jurista alemán, después de observar los rasgos característicos de las comunidades humanas históricas, vino a considerar que el elemento distintivo del Estado estribaba en que reclamaba (con éxito) para sí “el monopolio de la fuerza física legitima.” El Estado era la única fuente del “derecho” a la violencia. No podía existir dentro del Estado ninguna otra asociación que se apoderara del “monopolio legal de la fuerza”.
Goerg Jellinek, en esta misma línea, subrayó este rasgo característico del Estado, considerándolo como “un poder originario de dominación”. Hans Kelsen, por su parte, fundamentó ese poder de dominio en lo jurídico donde residía la esencia del Estado.
La fuerza legal y el Estado, por tanto, desde su origen van de la mano, siendo así que sin ella no puede hablarse propiamente de Estado.
Cuando se habla de fuerza legal, nos estamos refiriendo al poder de coerción y coacción. A la ejecutividad y ejecutoriedad de la propia Ley. La parte reactiva de la norma ante una voluntad obstativa.
El Estado necesita medios para imponer sus decisiones frente a los posibles frenos y resistencia que pueda encontrar en la consecución de sus fines. Estos medios se los proporciona la propia Ley.
Es por ello, por lo que aquel actúa legitimado por aquella; en ella encuentra su fundamento pero también su límite. Así es como nace el Estado de Derecho.
Esta expresión, tan utilizada por tantos y tan desconocida por otros cuantos, carente de valor jurídico aunque no ideológico, no nació, como se cree, en la Revolución Francesa sino que fue acuñada por Welker en 1813, para separar el “Estado de la Ley” del despotismo y de la teocracias. Posteriormente fue difundida por Von Bar para prestigiar el Derecho Publico de la Monarquía Alemana. Carl Schmitt resaltó sus especificaciones jurídicas y políticas, siendo de nuevo Kelsen quien la consideraría una expresión tautológica.
El Estado, por tanto, goza del privilegio de ser el titular de toda la fuerza legal, en toda su extensión, pero a cambio tiene la carga y el deber de actuar conforme y limitado por ella. Esa es su responsabilidad y ese, también, es su deber: hacer cumplir la Ley dentro de la Ley.
Entre todos los cumplimientos legales que se le imponen a un Estado, hay dos que sobresalen por encima de todos los demás, a saber: defender a su población y su propia integridad territorial.
En relación a este último esencial deber, hay que decir que sin el mismo no podemos hablar de sujeto político, es decir, no podemos hablar de Estado. El territorio es base y elemento conformador del mismo, pero también fundamento de su propio orden constitucional que le legitima y le delimita. Su unidad constitucional es consecuencia de su unidad territorial. Cualquier alteración en ésta supone una alteración en aquella.
Es por ello por lo que los atentados contra la integridad territorial de un Estado son los más graves que puedan cometerse contra el mismo por cuanto que embisten contra la propia supervivencia de éste.
Esta es la razón y no otra, por la que nuestro Código Penal de 1995, tipifica el delito de rebelión, en su modalidad de declarar “la independencia de una parte del territorio nacional” dentro de Título dedicado a los “delitos contra la Constitución”, ya que los bienes jurídicos protegido son el sujeto constituyente y la integridad territorial, elementos esenciales para la subsistencia del orden constitucional.
Como fácilmente puede entenderse no es una cuestión baladí. La subsistencia del Estado depende de ello.
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