«Monarquía de “sitcom” cutre» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 21/V/2018.
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Casi todas las desgracias de la vida política (y utilizamos el término en su sentido aristotélico) tienen su origen en la degeneración o perversión de las instituciones. Rumiaba tan sombrío pensamiento el otro día, mientras contemplaba en un telediario imágenes del bodorrio de un principito inglés con una farandulera con más pasado que las ruinas de Stonehenge. Naturalmente, todo lo que perjudique a la inicua monarquía británica debe regocijarnos; y su conversión en una monarquía, no ya de opereta, sino de "sitcom" cutre (no hay más que repasar la filmografía casposa de la farandulera) debe ser celebrada con alborozo. Pero pecaríamos de ingenuidad si pensásemos que la degeneración de la familia real británica sólo perjudica a los súbditos de la pérfida Albión; pues, a los ojos del mundo, dicha familia se ha convertido en cifra o emblema de la institución monárquica, o de sus despojos, jirones y menudillos.
Afirmaba Gustave Thibon que la identidad de medio social es una de las condiciones centrales de la comunión matrimonial. Por supuesto, el gran maestro francés no excluía que personas de medios diferentes pudieran alcanzar los fines propios del matrimonio; pero consideraba que, para ello, en la persona de un medio inferior debía haber una vocación de ascenso moral y espiritual. «En una unión entre individuos del mismo medio –proseguía Thibon--, los hábitos, los gustos, las necesidades comunes, todo ese complejo de elementos biopsicológicos contribuye a cimentar la armonía. En el caso contrario, todo el peso del pasado de los dos esposos tiende, en cierto modo, a desunirlos; y conductas sociales que pueden ser absolutamente naturales en un medio pueden ser un factor de perturbación o de escándalo en otro».
Pero esta advertencia de Thibon pretendía tan sólo salvar el matrimonio; cuando además hay que salvar la monarquía esta identidad de medio social se convierte en obligación. Al parecer, el principito inglés conoció a la farandulera en una “cita a ciegas”; y ya desde entonces todo lo hizo igualmente a ciegas, en volandas de su capricho y con la pica enristrada, pasando por alto las circunstancias familiares de la farandulera: el hermanito pistolero, el primo cultivador de marihuana, los papás promiscuos y sembradores de linajes a la greña, etcétera. Todo de un plebeyismo chabacano con olor a porro y flujos venéreos. Nos congratula ver a las escurrajas de la casa de Windsor refocilándose en el albañal de las pasiones más sórdidas; pero no se nos escapa que estos casorios de baja estofa, tan celebrados por los botarates gangrenados de sentimentalismo, deleitan sobre todo a los enemigos de la institución monárquica. Pues la monarquía se funda en el encumbramiento de una familia sobre todas las familias –lo mismo ricas que pobres—, para que desde su cumbre pueda defender al pueblo de las asechanzas del Dinero sin servidumbres ni compromisos; y a cambio de este privilegio espléndido esa familia encumbrada se compromete a dar cosas que nadie obliga y a abstenerse de cosas que nadie prohíbe. Una realeza que disfruta de sus privilegios espléndidos pero no asume sus obligaciones ímprobas no es realeza auténtica, sino familia de monigotes hedonistas que ya no pueden cumplir la función para la que fueron encumbrados. O todavía peor, familia de marionetas cegadas por el capricho que el Dinero maneja y mantiene, para que conviertan la ira popular en emotivismo barato, cada vez que celebran bodorrios con faranduleras o gigolós.
Mucho más nociva que la demolición de las instituciones es su degeneración y perversión. Antes republicano que defensor de una monarquía de "sitcom" cutre.
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