«Familia y comunidad» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 14/V/2016.
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Han provocado mucho escándalo unas declaraciones de la diputada anarquista y separatista Anna Gabriel en las que abogaba por eliminar “el sentido de pertenencia” que la familia genera en los hijos, mediante su educación “en la tribu”. En las declaraciones de Gabriel conviven el odio visceral a la familia y la nostalgia de una fantasiosa “tribu” ancestral, supuestamente adversaria de la familia. Y todo ello para justificar la abrogación de la patria potestad. Pero esta abrogación que Gabriel postulaba de forma tan burda y cavernícola se lleva haciendo, desde hace años, ante nuestros ojos de una forma mucho más refinada y sibilina, sin que se perciba reacción alguna. Hace unas pocas semanas, por ejemplo, se aprobaba en Madrid una ley autonómica que dota a los colegios de los “recursos educativos y psicológicos” necesarios para “la detección temprana de aquellas personas en educación infantil que puedan estar incursas en un proceso de manifestación de identidad de género”, de tal manera que puedan recibir “los oportunos tratamientos en el momento adecuado en atención a su desarrollo”. O sea, en la comunidad de Madrid los niños podrán ser hormonados para impedir su natural desarrollo sexual, incluso contra la voluntad de sus padres (que si se oponen podrían ser acusados de “transfobia”); pero esta agresión cierta a la familia no ha provocado las reacciones conseguidas por la agresión quimérica de Gabriel. Quizá convendría que los defensores de la familia (si es que alguno sincero queda) se preguntasen si quienes lanzan diatribas contra las agresiones quiméricas de Gabriel y callan ante las agresiones ciertas que se aprueban en los parlamentos merecen su crédito.
Anna Gabriel reivindicaba que los hijos fuesen educados “en la tribu”, que en su imaginario turulato se convierte en una instancia capaz de disolver el “sentido de pertenencia” a la familia; porque imagina una “tribu” de fantasía compuesta por elementos envenenados ideológicamente (o sea, una comuna), cuando lo cierto es que una tribu es “un grupo de origen familiar”. Sin embargo, en esta reivindicación de la tribu subyace, de forma envilecida e inconsciente, la supervivencia de una verdad muy profunda que Aristóteles vislumbró cuando llamó al hombre “animal político”. Aristóteles, en efecto, nos enseña que la comunidad no es el resultado de una convención establecida entre individuos que viven independientemente en un previo estado natural, sino que es anterior al individuo; y destruida esa comunidad, los individuos no pueden subsistir sino como pies o manos desgajados de su cuerpo. Esta destrucción de la comunidad se produce cuando los vínculos naturales entre los hombres son sustituidos por vínculos puramente voluntaristas basados en el consentimiento. Y, allá donde no hay auténtica comunidad política, no existen condiciones para que haya auténtica familia (que sólo podrá sobrevivir, en condiciones cada vez más hostiles, por resistencia heroica); porque, al imponerse el voluntarismo, toda unidad natural termina fatalmente abocada a la disgregación. En la familia, el voluntarismo engendra divorcio, conflictos entre generaciones, aversión a la procreación; en la comunidad política, demogresca y separatismos, o bien coexistencias horrendas por mera agregación. Pretender que la familia florezca en modelos de organización política puramente voluntaristas es como pretender que dé peras el olmo. Esto es algo que también deberían meditar los defensores de la familia (si es que alguno sincero queda), en lugar de entrar a los trapos que les muestran los agresores reales de la familia, agitando el fantoche de sus agresores quiméricos, para despistarlos.
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