«La puritana Celaá» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 6/X/2018.
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Siempre hicieron bromas nuestros clásicos de «la mala lengua castellana y peor vizcaína» (por utilizar la expresión cervantina) de las gentes de Vizcaya; y también de su tosquedad y propensión a la cólera. Pero ni Cervantes ni Quevedo, a quienes tanto gustaba retratar jocosamente a los vizcaínos, habrían hecho carrera con la ministra Celaá, que es mujer finísima en su expresión, con delicadezas lingüísticas que nos hacen temer que cualquier día suelte «Bilbado» o «bacalado». De momento ya ha atribuido a Aristóteles una sentencia que Aristóteles nunca escribió; y también ha soltado un símil extrañísimo que admite todo tipo de lecturas jocosas, al definir el gabinete del doctor Sánchez, más molido que cibera, como «un equipo de granito, perfectamente engrasado». Pero la expresión de la ministra Celaá destaca sobre todo por su cualidad sibilina y su afectación de virtud, envuelta siempre en los terciopelos de la hipocresía.

Y así, muy exquisita y elegantemente, se ha despachado contra la prensa, acusándola de «utilizar informaciones que vienen del chantaje y de lugares oscuros». Entre esos lugares oscuros debemos contar, a partir de hoy, el Registro de la Propiedad, donde a Celaá le han encontrado una nueva Villa Meona que no había incluido en su declaración de bienes. Afirmaba La Rouchefoucauld, con su habitual pesimismo, que «nuestras virtudes son, con mucha frecuencia, vicios disfrazados»; pues, en efecto, el vicio gusta mucho de adornarse con las plumas de pavo real de la virtud. Este ocultamiento que la ministra Celaá ha hecho de su Villa Meona nos sirve para explicar el mecanismo psicológico del puritanismo hipócrita, que en su afán por parecer intachable proyecta una sombra de pecado sobre lo que nada tiene de pecaminoso; llegando a cometer los más terrible pecados por ocultar aquello en lo que ningún pecado había. Nada malo hay en ser dueña de una casa con media docena de baños, aunque revele un prurito de higiene tal vez excesivo. Pero la ministra Celaá, con exceso moralista típicamente puritano, se avergüenza de ser rica y piensa que declarar sus riquezas la retrata como una persona viciosa; por lo que las oculta ladinamente, como nuestros primeros padres ocultaron su inocente desnudez, revelando así su pecado.

El puritano ve la sombra del vicio allá donde no hay vicio alguno; y acaba incurriendo en todos los vicios, en su afán por adornarse con las plumas de pavo real de la virtud. Pero este episodio bochornoso, además de delatar a la puritana Celaá, revela el fondo de monstruoso puritanismo en el se asienta la moderna actividad política. Pues, ¿por qué se obligan nuestros políticos a mostrar su patrimonio? Porque necesitan farolear de su honestidad. Y el hombre virtuoso nunca farolea de sus virtudes, al contrario de quien se sabe íntimamente vicioso. Resulta, en verdad, hilarante que una clase política que ha hecho de la corrupción (material, pero sobre todo moral) su hábitat natural recurra a tales aspavientos y afectaciones de virtud.

La ministra Celáa ha actuado, en fin, como Eva, la primera puritana de la Historia, a quien Dios le había pedido que no comiese el fruto del árbol prohibido. Pero cuando la serpiente la incita a comerlo ella se inventa que Dios le ha prohibido también tocarlo, añadiendo a la prohibición originaria una delirante prohibición de cosecha propia. Y la serpiente entiende que esa prohibición supletoria revela que, en el fondo, Eva está dispuesta a infringir la prohibición originaria, como efectivamente hizo. Siempre los puritanos acaban siendo los peores libertinos, aunque lo disfracen muy sibilinamente.

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