«Autodetermínate» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 11/II/2019.
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Siempre me ha admirado la desfachatez olímpica de esos liberales de pata negra que se refieren al «derecho de autodeterminación» que reclaman los independentistas catalanes como un resabio de una «sociedad tribal» y «anclada en la Edad Media». Cuando lo cierto es que el concepto de autodeterminación es plenamente moderno e inequívocamente liberal. Sólo la contaminación ideológica que tupe las meninges de nuestros contemporáneos explica que no perciban una evidencia tan gigantesca.
Fue Hegel quien acuñó el concepto de autodeterminación, que es la última estación de la voluntad humana, convertida ya en praxis en estado puro que no reconoce límite exterior alguno. Esta autodeterminación, erigida en «libertad absoluta» para la que «el mundo es simplemente su voluntad», es piedra angular del pensamiento político liberal. Frente a la libertad aristotélica, que es obrar como se debe (apoyando nuestro discernimiento sobre el orden del ser), la libertad liberal permite a los hombres abandonar el orden del ser para desenvolverse en el orden del devenir, donde el hombre tiene libertad absoluta para autoafirmarse, para autodefinirse, para construir su biografía sin otras reglas o límites que su propia voluntad. Así el hombre (¡y la mujer!) podrá, por ejemplo, romper su familia cuando le pete, dejando al otro cónyuge en la estacada y a sus hijos en soledad y llanto, si su «libertad del querer» lo exige (o sea, si su bragueta esta inquieta). Así, la mujer podrá liberarse del hijo que crece en sus entrañas y arrojarlo a una trituradora, para que hagan con él albóndigas. Así, incluso, el hombre o la mujer podrán cambiarse de sexo como quien se cambia de camisa.
Esta autodeterminación típicamente liberal que no acepta el orden del ser y se proyecta sobre el devenir también ha amparado procesos políticos lastimosos, como por ejemplo las independencias de las naciones de la América hispánica (nutridas con la ideología liberal de las logias). Pues la autodeterminación siempre ha sido irrestricta y no le ha importado causar infinitos quebrantos y desgracias: no le importan las familias rotas ni los niños hechos albóndigas ni el jaleo penevulvar ni, en fin, la destrucción de la comunidad política, como ha probado cada vez que ha favorecido procesos políticos «emancipatorios» o favorecido el desmembramiento de naciones históricas.
La autodeterminación no es, pues, el resabio nostálgico de una «sociedad tribal» ni «anclada en la Edad Media», sino la apoteosis de una sociedad envenenada de liberalismo. Cuando Cataluña no estaba infectada por esta ideología no era una «sociedad tribal», sino muy refinadamente organizada, que amaba y defendía sus tradiciones, a la vez que acataba y se cobijaba bajo la autoridad consentida (y, por lo mismo, limitada) de un rey. Esta Cataluña todavía no corrompida por nefastas ideas liberales regía su vida política por el pactisme, que vertebraba la sociedad con una red de pactos que hundían su fundamento en la naturaleza familiar y social del hombre, a la vez que reconocían un orden del ser (su integración en Aragón, después en España) que garantizaba el bien común. Por eso, mientras Cataluña rigió su vida por el pactisme, fue leal a sus reyes. Así, Tirso de Molina pudo escribir que Cataluña, «si en conservar sus privilegios es tenacísima, en servir a sus reyes es sin ejemplo extremada».
Luego, el liberalismo corrompería el ser de Cataluña. Resulta, en verdad, hilarante que los causantes de esta catástrofe tengan el morrazo de erigirse en sus sanadores. Pero ellos saben bien que con las masas cretinizadas (¡autodeterminadas!), que ya no saben obrar como se debe, se puede hacer lo que se quiere.
https://www.abc.es/opinion/abci-auto...3_noticia.html.
El escritor Juan Manuel de Prada escribió un artículo para el periódico ABC de corte asimilar allá por finales de septiembre del 2017 titulado «Autodeterminación» que a continuación reproduzco.
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Nuestra época vincula el término «autodeterminación» con un anhelo de independencia política como el que ahora enardece a los separatistas catalanes. Y la gente incauta se piensa entonces que quienes invocan la «autodeterminación» son seres pérfidos que pretenden aberraciones insostenibles. Cuando lo cierto es que el separatista que reclama «autodeterminación» nada en el mismo error filosófico en el que nadan sus contemporáneos; sólo que, a diferencia de sus contemporáneos más timoratos, tiene arrestos para aplicar hasta sus últimas consecuencias la lógica del error. Y es que los errores tienen una lógica implacable; circunstancia que no siempre consideran quienes alegremente los propagan.
«Autodeterminación» es un término filosófico acuñado –¡cómo no!– por Hegel. La libertad había sido definida por Aristóteles como la capacidad humana para obrar con discernimiento moral, para decidir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto. Pero Hegel, el antiaristóteles por excelencia, proclama en su Fenomenología del Espíritu una «libertad absoluta» para la cual «el mundo es simplemente su voluntad». Esta libertad hegeliana ya no actúa conforme a una capacidad para discernir categorías morales externas, sino que se convierte en un poder para realizar su voluntad. Tal poder exige un itinerario que Hegel describe en sus Fundamentos de la filosofía del Derecho; y su última estación es la «autodeterminación». La voluntad humana se convierte así en práxis en estado puro: ella es su propio objeto y no reconoce límite exterior alguno. La voluntad que ha alcanzado la autodeterminación sólo obedece una ley, que es la suya propia, la ley que funda su propio vivir, la ley que es ella misma. Y esa ley no es otra que la «libertad del querer», que es «verdaderamente infinita» (wahrhaft unendlich), porque su objeto no es para ella un otro ni un límite, sino que es ella misma.
Esta autodeterminación de la voluntad es un error asimilado por todas (¡toditas!) las ideologías modernas sin excepción. Para todas las ideologías, el hombre tiene libertad absoluta para autoafirmarse, para autodefinirse, para construir su biografía sin otras reglas o límites que su propia voluntad, que no acepta los límites que le impone la naturaleza (por eso puede, por ejemplo, cambiarse de sexo) y mucho menos la Historia (que configura según su «libertad del querer»). El hombre concebido como voluntad autodeterminada es un dogma incuestionable de todas las ideologías modernas. Y los separatistas no hacen sino llevar ese dogma hasta sus últimas consecuencias.
El problema es que una voluntad autodeterminada no puede aceptar categorías ajenas a sí misma (como el bien y el mal, por ejemplo), no puede aceptar límites externos (como el de una soberanía nacional indivisible, que es el dique que pretenden alzar los que alegremente consagraron el error), no puede aceptar que la libertad sea un obrar como se debe, y no un hacer lo que se quiere. Así se llega a la paradójica situación actual, en la que el mismo poder político que jalea las voluntades autodeterminadas tiene que intervenir para evitar el caos. Y, al intervenir, las voluntades autodeterminadas perciben la ley como expresión de un poder brutal y represor que pretende que el individuo piense y quiera lo que quiere y piensa el Estado.
Las dificultades crecientes con las que se topa el constitucionalismo derivan de esta errónea concepción de la libertad humana. Y pretender atajar la implacable lógica de un error que previamente ha sido proclamado como dogma indiscutible es poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.
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