Fuente: Memorias (Volumen II). Años decisivos, Laureano López Rodó, Actualidad y Libros S. A. – PLAZA & JANES/Cambio 16, 1991, Barcelona, páginas 648 – 655.
MEMORIAL DE CARRERO AL JEFE DEL ESTADO (21 DE OCTUBRE DE 1968)
Consideraciones sobre la aplicación del artículo 6 de la Ley de Sucesión
Meditando sobre la conversación sostenida con S. E. el pasado día 17, en relación con la conveniencia de proceder a la designación de la persona que en su día haya de sucederle en la Jefatura del Estado, considero que no serviría a S. E. con la fidelidad con que es mi más firme voluntad servirle, si no le expusiera con toda calma, exhaustivamente y por escrito, lo que honradamente pienso sobre tan importante materia.
La Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado establece en su artículo 6.º que: «en cualquier momento el Jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que estime debe ser llamada en su día a sucederle a título de Rey o de Regente…». Esto, que fue promulgado hace ya más de 21 años (el 26 de Julio de 1947), tras hacer sido sometido a Referéndum de la Nación y aceptado por el 83 % del cuerpo electoral, que representó el 93 % de los votantes, ha sido ratificado recientemente en el Referéndum de 14 de Diciembre de 1966 que, con ocasión de la Ley Orgánica del Estado, puso de manifiesto la clamorosa adhesión popular (85,5 % del cuerpo electoral, que representó el 95,66 % de los votantes) al conjunto de las siete Leyes Fundamentales que integran nuestro ordenamiento institucional.
Con un intervalo de veinte años, prácticamente dos generaciones sucesivas de españoles han sido consultadas y han dado, casi unánimemente, la misma respuesta. No cabe, pues, manifestación más terminante de la voluntad popular de que sea S. E. quien designe su sucesor en la Jefatura del Estado, porque la idea de que este hecho ha de producirse es lo único que da a los españoles, que al pensar en el futuro de España piensan en sus hijos y en sus nietos, confianza y garantías de continuidad. La fórmula sucesoria que contempla el artículo 8.º de la Ley de Sucesión, no puede ser considerada sino como una fórmula supletoria, para un caso de emergencia, que, pese a todas sus cautelas, entraña. Evidentemente, unos momentos de grave crisis que sólo pueden desear los pocos que pretenden aprovecharlos para dar al traste con la ingente obra desarrollada por Su Excelencia, porque indudablemente esta obra no queda definitivamente consolidada hasta que S. E. no haga aplicación del artículo 6.º de la Ley de Sucesión.
Si a la tremenda conmoción que fatalmente España ha de sufrir el día que le falte su Caudillo se hubiera de agregar la peripecia de tener que poner en práctica el artículo 8.º de la Ley de Sucesión, la crisis que en tal momento se produciría sería evidentemente muy grave y prolongada. En el plazo de tres días, el Consejo del Reino y el Gobierno (35 personas en total) tendrían que, en sesión ininterrumpida y secreta, ponerse de acuerdo sobre la persona que debían proponer a las Cortes para asumir la Jefatura del Estado a título de Rey, propuesta en la que, indudablemente, podría pesar más el número que la razón y la conveniencia. Habría que convocar a continuación al Pleno de las Cortes, en las que, lo mismo para la aceptación que para rechazar la propuesta, podrían pesar más, aún con mayor motivo, el número, los enredos y las intrigas, que la realidad de la conveniencia nacional, y en lo que se tardaría un plazo del orden, como mínimo, de diez días. Si la propuesta no fuese aceptada, sería necesario repetir el proceso de elección para la propuesta de una segunda persona a título de Rey. Si esta segunda propuesta no fuese tampoco aceptada, a los veinte días España se encontraría con que habría que repetir la propuesta para una tercera persona a título de Regente, y el Gobierno y el Consejo del Reino tendrían que enfrentarse con el problema nada fácil de encontrar una «personalidad que por su prestigio, capacidad y posibles asistencias de la Nación» pudiera ocupar la Jefatura del Estado. Las Cortes podrían aceptarla o no. De no aceptarla, habría que seguir repitiendo indefinidamente la propuesta hasta encontrar una aceptación, en lo que se podría tardar sabe Dios cuánto tiempo. La crisis sería evidentemente gravísima y la solución de un Regente no haría más que aplazar su repetición, pues, con arreglo a lo dispuesto en el apartado V del artículo 8.º, España tendría que volver a pasar por una crisis semejante al término del mandato concedido al Regente, lo que no haría más que exacerbar las intrigas y las apetencias de futuros Regentes y de nuevos pretendientes a la Corona. Piénsese, por último, en lo que agravaría la crisis de la elección la incidencia del artículo 16 de la Ley Orgánica del Estado que establece que, en caso de fallecimiento del Presidente del Gobierno [Franco ostentaba entonces la Presidencia del Gobierno], se procederá a la designación de este cargo con arreglo a lo dispuesto en el artículo 14 de la misma Ley en el plazo de diez días, es decir, que en pleno proceso de designación del Jefe del Estado, el Gobierno, participante en la primera propuesta, cesaría para dar paso a otro propuesto por el nuevo Presidente del Gobierno, que tendría que designar el Consejo de Regencia a propuesta en terna del Consejo del Reino. Estremece pensar que todo esto pudiera llegar a producirse.
Las gentes, aunque seguramente no se dan clara cuenta de la tremenda complicación que entraña la aplicación del artículo 8.º, ven en ello, por instinto, un serio peligro y sólo confían en la decisión de S. E. Lo que el pueblo español desea, mi General, es que S. E., en la plenitud de sus facultades, designe quién ha de sucederle en su día, y que Dios haga que ese día esté lo más lejano posible. Lo que S. E. decida en este aspecto, como en todos, será aceptado con entusiasmo por los españoles, pues en el ánimo de todos está que sólo S. E. está capacitado para tan trascendental decisión.
¿Cuál es el momento en que S. E. debe designar su sucesor haciendo uso del artículo 6.º de la Ley de Sucesión? Ésta es la primera cuestión a examinar.
Desde 1947, en que se promulgó la Ley de Sucesión, S. E. ha podido hacerlo, pero entonces no se había dado cima aún al proceso institucional: no se habían establecido los deberes y facultades de los futuros Jefes del Estado, ni materia tan importante como la forma de designación del Presidente del Gobierno y el señalamiento de sus atribuciones, y S. E., con sabia prudencia política, ha dejado transcurrir los años para completar, con la Ley de Principios del Movimiento Nacional y la Ley Orgánica del Estado, el proceso constitucional, y para poder formar juicio sobre las personas de la dinastía, a la vez que decidía sobre la formación del Príncipe Don Juan Carlos. A lo largo de estos 21 años, éste se ha formado en España en muchas mejores condiciones para su futuro papel de Rey que si hubiera sido Príncipe de Asturias desde su nacimiento, ha constituido una familia, tiene más de 30 años y descendencia masculina, y ha demostrado «tener las cualidades necesarias para el desempeño de su alta misión» a que se refiere el artículo 9.º de la Ley de Sucesión, sobre todo teniendo en cuenta las garantías que entrañan las cautelas establecidas en la Ley Orgánica del Estado, mientras que, por el contrario, durante estos años su padre, el Infante Don Juan, ha puesto de manifiesto, harto claramente, no reunir esas cualidades necesarias para poder ser un día Rey de España. Por consiguiente, la elección de S. E. está evidentemente hecha, y hasta manifestada con toda claridad aunque informalmente.
¿Hay alguna razón para pensar que más tiempo proporcionaría quizás a S. E. algún nuevo elemento de juicio que le hiciera cambiar de idea? Evidentemente no. Don Juan está desahuciado por S. E. y por la inmensa mayoría de los españoles, que estamos convencidos de que, con independencia de sus ideas liberales y de su desconocimiento de la realidad española, es alérgico al Movimiento Nacional, espina dorsal de nuestro ordenamiento jurídico. El Príncipe Don Alfonso, en quien pudo pensarse inicialmente por ser hijo del Infante Don Jaime, no ha recibido la formación que se ha dado a su primo, tiene otras características personales menos favorables, está aún soltero, y, en todo caso, sólo puede ser una conveniente reserva. En cuanto al último pretendiente, Don Hugo de Borbón, candidato de una exigua minoría carlista mal informada, en primer término no es español, primera cualidad exigida por el artículo 9.º de la Ley de Sucesión, y además es, de todos los descendientes de Felipe V, el que menos derechos tiene a la Corona de España, pues se trata, como puede verse en el gráfico adjunto, del último descendiente de la rama de Don Felipe de Parma, último hijo de Felipe V. Más derechos que él tendrían, evidentemente, los descendientes de Don Fernando de las Dos Sicilias y del Infante Don Gabriel, hijos de Carlos III, y, desde luego, los descendientes de Don Carlos María Isidro y Don Francisco de Paula, hijos de Carlos IV.
Desde el punto de vista de la legalidad de la sucesión de Fernando VII, los derechos de Don Carlos María Isidro, basados en que en España no podía reinar una mujer porque no aceptó la derogación de la Ley Sálica, al no tener sucesor por línea de varón pasaron a su hermano Don Francisco de Paula; de éste a su hijo Don Francisco de Asís, y de éste a su hijo Alfonso XII, de su matrimonio con Isabel II. Es decir, que, con independencia de la pugna entre liberalismo y tradicionalismo, el problema de la Ley Sálica planteado a la muerte de Fernando VII, quedó resuelto con el matrimonio de Isabel II con Don Francisco de Asís. Sin Ley Sálica, la Reina era Doña Isabel; con Ley Sálica, el Rey era Don Francisco de Asís, y, en cualquier caso, el hijo de ambos Don Alfonso XII.
Otro problema de orden legal es el de la renuncia del Infante Don Jaime y la abdicación de Don Alfonso XIII en el Infante Don Juan. La Constitución que juró Don Alfonso XIII establecía que las renuncias y las abdicaciones, para tener valor legal ante la Nación, requerían la aprobación de las Cortes, en forma similar a como lo establece el artículo 12 de nuestra Ley de Sucesión. Por consiguiente, ¿qué valor oficial tiene, ante la Nación, la abdicación de Don Alfonso XIII? Don Jaime podría renunciar a sus derechos a la Corona por su condición de incapaz, pero, legalmente, ¿podría renunciar a los derechos de su descendencia? Por consiguiente, desde el punto de vista exclusivamente legal, los derechos del Príncipe Don Alfonso frente a los de su tío Don Juan son bastante defendibles y podrían dar lugar a no pocas controversias, con evidente daño para la Nación.
Felizmente para España, la prudencia de S. E. zanjó definitivamente toda cuestión de derechos. El artículo 1.º de la Ley de Sucesión establece que: «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino», y, a continuación, el artículo 6.º establece que en cualquier momento S. E. puede proponer a las Cortes la persona que estime pueda ser llamada a sucederle a título de Rey, sin más condicionamiento que el ser de estirpe regia, «varón y español, haber cumplido la edad de 30 años, profesar la religión católica, poseer las cualidades necesarias para el desempeño de su alta misión y jurar las Leyes Fundamentales, así como lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional» (artículo 9.º de la Ley de Sucesión). Se trata, pues, de una instauración y no de una restauración. Sólo después de instaurada la Corona en la persona de un Rey, comienza el orden regular de sucesión establecido en el artículo 11 de la Ley de Sucesión. Si el Príncipe Don Juan Carlos, que reúne las condiciones básicas del artículo 9.º de dicha Ley y cuyas «cualidades necesarias para el desempeño de su alta misión» sólo S. E. puede juzgar, porque es el único que posee las prerrogativas legales para hacerlo y porque, además, es el único que personalmente las puede apreciar, está dispuesto a jurar ante las Cortes fidelidad a los Principios del Movimiento y Leyes Fundamentales del Reino, el Príncipe Don Juan Carlos puede ser designado sucesor y pasar a ser en su día, no la cabeza de una nueva dinastía, sino la continuación de la misma dinastía, puesto que es nieto de Don Alfonso XIII, sin que pueda hacerse ninguna objeción legal a la solución de continuidad que puede representar la eliminación de su padre o de su primo, porque nuestra legalidad, la legalidad vigente aprobada clamorosamente por el pueblo español en nuestras Leyes Fundamentales, no condiciona la designación de Su Excelencia establecida en el artículo 6.º de la Ley de Sucesión a ninguna continuación sucesoria. Se trata de una monarquía que se instaura, y no de una restauración. Por otra parte, y esto es importante, al ser propuesto el Príncipe por S. E. en virtud de una Ley que tiene la aprobación de un clamoroso Referéndum y al ser aprobada esta propuesta por las Cortes, representación orgánica de la Nación, la dinastía, a partir de Juan Carlos, tendría un respaldo popular infinitamente mayor que el que tuvo en su origen, pues, a fin de cuentas, Felipe V, nieto de María Teresa, hermana de Carlos II, que había renunciado a sus derechos a la Corona de España al casarse con Luis XIV de Francia, subió al Trono de España como consecuencia de un entendimiento entre Francia e Inglaterra, en el que para nada se contó con el pueblo español, y que incluso se realizó contra la voluntad de un gran sector del mismo.
Si S. E. tiene hecha su elección, creo que retrasar la propuesta a las Cortes no puede ya proporcionar ningún beneficio. Por el contrario, la designación de su sucesor en el Príncipe Don Juan Carlos, única persona de la dinastía que tiene las cualidades y la formación necesaria para su futura misión, ofrece las siguientes importantes ventajas:
a) Dar a los españoles una tranquilidad que no tienen, al ver desaparecer el fantasma de que un día España se viera en el trance de la crisis que representaría el tener que hacer aplicación de la fórmula supletoria del artículo 8.º, seriamente agravada por la incidencia del artículo 16 de la Ley Orgánica del Estado.
b) Las Fuerzas Armadas tendrían perfectamente clara la misión de «defensa del orden institucional» que les confiere el artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado, ya que esta misión podría verse enervada por confusiones e intrigas durante la crisis a que fatalmente daría lugar la aplicación del artículo 8.º de la Ley de Sucesión.
c) Dar también a los países extranjeros interesados en la permanencia del Régimen actual español, una garantía de continuidad del mismo, lo que puede redundar favorablemente en los acuerdos que podamos concertar con ellos.
d) El crédito exterior de nuestra economía, en el que tanto influye el factor psicológico de la confianza en la estabilidad política, se vería indudablemente robustecido.
e) Acabar definitivamente con las especulaciones internas y externas sobre nuestro futuro, y terminar de una vez para siempre con los enredos de Estoril y del pequeño sector hugonote.
f) Mejorar la formación del Príncipe, porque, al tener éste un status definido como Príncipe Heredero, tendría mucho mayor contacto con S. E., quien, como nadie, podría consolidar su formación y ponerle al tanto de todos los problemas nacionales.
g) Consolidar también la popularidad del Príncipe al verle frecuentemente la gente al lado de S. E., e incluso ostentando su representación en inauguraciones y determinados actos públicos.
¿Debe llevarse a cabo la propuesta mediante una «acción por sorpresa», o previa determinada preparación?
Yo aconsejaría decididamente la «acción por sorpresa». Cualquier preparación puede tener más inconvenientes que ventajas. Cualquier preparación de la índole que fuese (conversaciones con determinados sectores, algunas declaraciones del Príncipe en la prensa, etc.) no habrían de proporcionar mayores asistencias de los que no le quieren, y, en cambio, les alertaría para orquestar oposiciones en España y fuera de España, y, por otra parte, ninguna preparación es necesaria porque, sin el menor género de duda, las Cortes han de aprobar clamorosamente cualquier propuesta de S. E., como hicieron cuando la Ley Orgánica del Estado, y como han hecho siempre, porque éste es el sentir general de todos los españoles, y, si hay pequeñas minorías contrarias, que sí las hay, éstas podrán manifestarlo tanto menos cuanto más les coja por sorpresa.
Con respecto a decir algo previamente a Don Juan, yo aconsejaría que no se hiciese, porque inmediatamente entrarían en acción los que le rodean y es seguro que, a la desesperada, organizarían algún manifiesto, o algo parecido, en el exterior, que, aunque no produjera ningún daño sensible, tampoco resultaría beneficioso. Es preferible que la cosa se realice por sorpresa, y, en último caso, siempre podría S. E. escribir a Don Juan una carta, con los argumentos o consejos que S. E. estimara convenientes, para que el Embajador de España se la entregara a la hora precisamente en que S. E. se estuviera dirigiendo a las Cortes. Es decir, algo que en modo alguno pudiera interpretarse como una consulta, ni menos como un convenio. En esta cuestión hay dos problemas: el de España, y el de la familia. El primero está perfectamente regulado con la aplicación de las Leyes; en cuanto al segundo, si Don Juan quiere no aparecer como excluido y salvar la cara de la legalidad de la abdicación de Don Alfonso XIII en él y de la continuidad de la dinastía, siempre puede hacer una renuncia de sus derechos en favor de su hijo Don Juan Carlos con una fecha anterior al día de la propuesta de S. E., que, naturalmente, se haría pública en España después de que la propuesta del Príncipe hubiese sido aceptada por las Cortes.
Por consiguiente, el modus operandi de la aplicación del artículo 6.º de la Ley de Sucesión, podría ser:
1.º Contar con la aquiescencia del Príncipe sobre todos los detalles de la ejecución, y con su compromiso de guardar absoluto secreto.
2.º Convocar un pleno extraordinario de las Cortes con el menor plazo posible, que podría ser de cuatro a o cinco días, en cuya convocatoria el Presidente de las Cortes podría decir simplemente lo siguiente: «Su Excelencia el Jefe del Estado ha tenido a bien convocar un pleno extraordinario de las Cortes Españolas el día tal a tal hora, para dar cumplimiento al artículo 6.º de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado». Si se puede encontrar una fórmula más sibilina, mejor.
3.º Si Su Excelencia lo estima conveniente, podría, el mismo día por la mañana, reunir, conjunta o sucesivamente, al Gobierno y al Consejo del Reino, para darles cuenta de su decisión.
4.º Mensaje del Jefe del Estado a las Cortes proponiendo, en virtud del artículo 6.º de la Ley de Sucesión, la persona que estime deba ser llamada en su día a sucederle y pidiendo el acuerdo de las Cortes preceptuado en el artículo 15 de dicha Ley.
5.º Lectura por el Presidente de las Cortes de la propuesta de acuerdo del Pleno, que habrá de revestir forma de Ley.
6.º Votación de las Cortes. El Presidente indicará que se levanten los Procuradores que no aprueben la propuesta.
El texto de la Ley es sencillo. La Exposición de Motivos podría limitarse a subrayar la conveniencia de dar cumplimiento al artículo 6.º de la Ley de Sucesión e indicar que la persona propuesta, además de reunir las condiciones señaladas en el artículo 9.º de dicha Ley, es de estirpe regia, y, «habida cuenta de los supremos intereses de la Patria», se juzga que posee las cualidades necesarias para, instaurada en su día la Corona, iniciar el orden regular de sucesión establecido en el artículo 11 de la citada Ley. La Exposición de Motivos podría terminar con un párrafo del siguiente tenor: «En su virtud, en el ejercicio de la facultad que me confiere el artículo 6.º de la Ley de Sucesión, y de conformidad con el acuerdo de las Cortes Españolas, adoptado en su sesión plenaria del día… DISPONGO:
»Artículo 1. Al producirse la vacante en la Jefatura del Estado, se instaurará la Corona en la persona del Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, que la transmitirá según el orden regular de sucesión establecido en el artículo 11 de la Ley Fundamental de 26 de Julio de 1947, modificada por la Ley Orgánica del Estado de 10 de Enero de 1967.
»Artículo 2. En el plazo de 8 días, las Cortes Españolas, en sesión solemne presidida por el Jefe del Estado, recibirán del heredero de la Corona designado en el artículo anterior, el juramento preceptuado en el artículo 50 de la Ley Orgánica del Estado.
»Artículo 3. Una vez prestado el referido juramento, el Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón ostentará el título de Príncipe de Asturias que tradicionalmente corresponde al heredero de la Corona, y asumirá los deberes y derechos inherentes a tal condición.
»Artículo 4. Al producirse la vacante en la Jefatura del Estado, el Príncipe de Asturias será proclamado Rey ante las Cortes Españolas, de conformidad con lo establecido en el artículo 7.º de la Ley de Sucesión, dentro del plazo de ocho días».
Esto del título de Príncipe de Asturias parece natural, porque si «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino» (artículo 1.º de la Ley de Sucesión), una de las más viejas tradiciones de la Monarquía española es el Principado de Asturias, creado por Juan I de Castilla en 1388 con ocasión del casamiento de su hijo Don Enrique con Doña Catalina de Lancaster; desde esa época, llevan el título de Príncipe de Asturias los herederos de la Corona de España.
En cuanto al juramento a prestar, en su caso, por el Príncipe Don Juan Carlos, debe tener una fórmula especial, porque especial es su caso. El artículo 50 de la Ley Orgánica del Estado dice en su apartado a) que corresponde a las Cortes: «Recibir al Jefe del Estado, y al heredero de la Corona al cumplir éste la edad de 30 años, juramento de fidelidad a los Principios del Movimiento y demás Leyes Fundamentales del Reino», pero en el caso del Príncipe debiera ser juramento de «fidelidad al Jefe del Estado, a los Principios del Movimiento y demás Leyes Fundamentales del Reino». Ésta es una de las cuestiones a las que previamente debe avenirse.
En el acto del juramento, el Príncipe, después de prestarlo, debería pronunciar un discurso, que naturalmente se le prepararía y nadie podría hacerlo mejor que Su Excelencia, en el que desarrollara ampliamente su voluntad de servicio a la Nación y su total identificación con todo lo que entraña el juramento prestado.
Una vez que el Príncipe haya jurado, asumirá, en cumplimiento de la Ley antes citada, «las funciones y deberes inherentes a su condición». ¿Cuáles son éstos? La Ley Orgánica del Estado establece en su artículo 11, que: «Durante las ausencias del Jefe del Estado del territorio nacional, o en caso de enfermedad, asumirá sus funciones el heredero de la Corona si lo hubiere y fuese mayor de 30 años, o, en su defecto, el Consejo de Regencia. En todo caso, el Presidente del Gobierno dará cuenta a las Cortes». Aparte de esta función eventual que la Ley Orgánica del Estado establece, el Príncipe no debe tener otras funciones que aquéllas que, en cada caso, le encomiende el Jefe del Estado, del cual ha de depender directamente a todos los efectos. Sus deberes no pueden ser otros que hacer lo que S. E. le encomiende, y nadie mejor que S. E. puede saber cuál haya de ser la más conveniente orientación que haya de darse a su actividad.
En cuanto a lo que a honores se refiere, el reciente «Reglamento de precedencias y ordenación de autoridades y corporaciones», de 12 de Julio de 1968, redactado sobre la base de la Ley Orgánica del Estado, da al Heredero de la Corona el segundo lugar, a continuación del Jefe del Estado. El Reglamento de honores y saludos militares, redactado mucho antes, en 25 de Abril de 1963, no prevé la existencia de Príncipe Heredero y sólo en su artículo 12 se refiere a «Príncipes de Sangre pertenecientes a casas reinantes». Habría, posiblemente, que hacer una adición a dicho Reglamento fijando los honores que corresponden al Príncipe Heredero.
Madrid, 21 de Octubre de 1968.
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores