“Discurso a la catolicidad española” (1934)
por Eugenio Montes
Esto podrá durar más o menos, pero ya está en el fondo de todas las conciencias la previsión segura e infalible de su fin. Los años del hombre, decía José de Maistre, son minutos en la vida de los Imperios. En estos años próximos –a lo mejor, sin plural- se irá para siempre, sin que emplastos agrarios (*) puedan impedirlo, cuanto está degradando la elegante estirpe de la civilización española. Sufrimos estos días los últimos ataques convulsos de la democracia, y asistimos –yo al menos- con asco a los primeros enjuagues para salvar, con agua populista, con agua de centro católico (**), que ni es agua bendita ni agua ardiente, la República. Lo que con titubeos y habilidades, idas y venidas, recados y disculpas, quieren, quienes todos sabemos, si en verdad quieren algo, si en verdad son capaces de querer entrañablemente alguna cosa, es salvar las apariencias…
[…]
… El Señor la quiere a Italia, como quiere a todas las naciones. Pero sólo una, sólo una en el mundo le ha querido a Él, viviendo sin vivir en sí misma. No es que Él la haya distinguido entre las demás –¡qué herejía pensarlo!-; es que ella lo ha distinguido entre todos los dioses, distinguiendo, entre lo falso, lo verdadero. España, novia de Cristo.
Ningún otro pueblo ha sentido nunca con igual plenitud la llamada de lo alto, ni dio tampoco con tan graciosa entrega el fervor de su sangre por la sangre de quien bajó a redimir las más varias gentes. Campeones de Dios y de la Santa Madre Iglesia fuimos los españoles desde que la palabra divina llegó por la voz apostólica a nuestras tierras últimas. Con alegre sacrificio compraron para la posteridad los mártires de Tarragona sus derechos de primogenitura en la participación de la fe cristiana. Desde los primeros concilios defienden los teólogos hispanos la pureza del dogma contra todo desvarío herético. Prudencio canta la gesta española de los mártires, en Nicea, y el cordobés Ossio vence, a mente armada, la falsa y seductora doctrina de los “eones”.
Toda Historia española es, en el más ambicioso sentido del vocablo, historia eclesiástica. Los triunfos de que nos ufanamos son esplendor de la cristiandad y luz celeste de los fastos católicos. El pobre Pérez Galdós, con su miope liberalismo de casa de huéspedes, murió sin saberlo, pero nosotros, sí. El idioma castellano, dijo Carlos V, ha sido hecho para hablar con Dios.
En verdad, la Historia de España es la Historia de ese coloquio infinito. Con orgullo podemos proclamar que el esfuerzo de los claros varones de Castilla, en la ancha, oceánica, acepción de esta comarca, salvó la unidad del mundo, afirmando el destino metafísico de la especie. Gracias a España existe, históricamente, Roma, como gracias a Roma, existe, teológicamente, España […]
***
[…] El trance republicano carece de magnitud trágica. Nos ha hecho sufrir mucho, nos hará sufrir no poco, pero, insisto, carece de dimensiones trágicas, porque la alternativa que el régimen plantea no es, en realidad, una alternativa. Por razón misma de su antiespañolidad esencial, la República no puede durar. Le faltan las dos condiciones que exige un hecho para adquirir duración histórica. Un hecho puede durar cuando coincide con el ser, con la naturaleza, predeterminada por el pasado, del sujeto que ha de vivirlo, o cuando coincide con la circunstancia de tiempo, determinada por ese complejo de factores a los cuales llamamos época. En el primer caso un hecho es viable por su antigüedad; en el segundo, por su actualidad. Pero la República española no es, ni española, porque España es, en su esencia, monárquica; ni contemporánea actual, porque los ideales e impulsos que implica fatalmente la forma republicana se contraponen a las necesidades espirituales, políticas y económicas del siglo.
Las categorías que condicionan la República –toda República- no son hoy menos falsas que ayer, porque ni el más ni el menos tienen ningún sentido con referencia a la verdad pura. Los principios republicanos han sido siempre malos, pero en nuestra época son catastróficos por el hecho decisivo de que operan sobre un cuerpo social ya corrompido y desgastado por esos principios mismos. Las resistencias de la civilización se hallan quebrantadas a su último extremo, y por eso, con la confusión propia de todo lo instintivo, pero con su presencia irrecusable, las comunidades piden regimiento, mando, autoridad y certidumbres en la obra gubernamental. Ya se ha vivido todo el proceso revolucionario, ya el dolor de la libertad caprichosa y el tumulto de la democracia llega a los huesos del pueblo.
Las multitudes doloridas exigen del Estado algo más que una indiferencia estoica. El Estado estoico, ignorante del dolor, pudo existir mientras el demos tuvo la ilusión de que podía ser epicúreo, dedicarse al goce sensual e instantáneo de la vida. Hoy un Estado que asiste como testigo a la pena multitudinaria no puede satisfacer al pueblo en infortunio. La revolución, al llegar al postrer punto de la curva, se quiebra por su misma naturaleza. Quiebra de la democracia, que ya no es ni popular. Quiebra del liberalismo, ante la exigencia clamorosa de mandamientos y dogmas. El propio estado llano pide aristocracias y monarquías. Pide reyes, porque Rex a regendo, Rey viene de regir, dijo San Isidoro; pide Santos, porque pide héroes y credo. Pero eso que los tiempos piden más que nunca, la República no puede darlo, no puede darlo de un modo estable y permanente porque, por su esencia, ese régimen postula el principio electivo, o sea se funda en la creencia de que el bien y el mal, la verdad y la falsedad, la justicia y la injusticia son puras relatividades, valores inexistentes, meros reflejos de la democrática gana.
En verdad, cabe, pues afirmar, con la evidencia de un teorema matemático, que si en cualquier época la República está condenada fatalmente al fracaso, en nuestra época este fracaso es más rápido, escandaloso y urgente que hace cien años, porque ya no sólo las inteligencia lúcidas, sino incluso las berreadoras multitudes saben de dónde les viene el mal y no se resigna a morir reclamando venenos por medicinas.
Decir, en consecuencia, que la República española va a fracasar, sería decir una inexactitud. No va a fracasar, porque ya ha fracasado. Va a caer, caer materialmente y formalmente, a caer muy pronto. Todos sabemos que, si no ha caído ya, ha sido porque algunos jefes, o mejor, representantes de la contrarrevolución, no lo han querido, pero aunque no lo quieran están contados los años de la antiespañolidad superpuesta al verdadero ser de la patria perenne. Lo que importa es que, luego, tras estos años de los hombres, España recomience a vivir los minutos, con duración de siglos de su Imperio […]
[…] Si un día se acentuasen las tendencias relativistas que se insinúan en ciertos medios semejantes al centro católico alemán, se acentuarían también contrapuestas tendencias patrióticas, quejosas de cualquier infidelidad a la tradición común y unitaria de España. Entonces, la desgarradura que nos ahorraron nuestros Reyes Católicos, nuestro Cardenal Cisneros y nuestra Inquisición, sería inevitable. El joven español se encontraría sin saber hacia dónde tirar, tirado y desgarrado por dos amores. En ese caso, ni el cielo podría ser azul ni la tierra de España podría ser alegre. Para que pueda serlo, para ahuyentar tristezas del futuro, acabo de contaros mi noche triste. Cuanto vi y sufrí en una noche de angustias españolas, sufridas, a la luz de una lámpara, en la soledad de un cuarto poblado de fantasmas protestantes.
Yo quiero –y en este yo humilde va un orgulloso y juvenil nosotros- una catolicidad materna que amamante, otra vez la sangre de España. Y una patria capaz de desangrarse, otra vez, contra el moro, contra el luterano, contra el profano francés, en las batallas de Cristo. Cómo aquélla de Ravenna, junto a la tumba de Dante, profeta De Monarchia, en que nuestras tropas, antes de entrar en combate, lloraron al ver al legado pontificio, que les traía bendiciones. Y era conmovedor, dice el cronista, ver a soldados tan duros y curtidos llorar con lágrimas alegres.
Berlín, marzo de 1934.
(*) Partido Agrario Español (1934-1936)
(**) La CEDA de José María Gil Robles
Última edición por ALACRAN; 16/02/2021 a las 22:08
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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