Fuente: Iglesia-Mundo, Nº 180, 2ª quincena Mayo 1979. Página 18.
Hijas rebotadas del Gobierno constitucional
NACIÓN QUIERE DECIR UNIDAD
RAFAEL GAMBRA
Los malos planteamientos, sea por ignorancia, por error, por malicia o por debilidad, dan lugar a menudo a problemas y consecuencias sin solución, absurdas.
Tal es el caso cuando se acepta, como punto de partida en política, el concepto de nación, tal como lo acuñó la Revolución Francesa; es decir, el racionalismo político. De él deriva el nacionalismo, que se emplea en sentidos diferentes y confusos, pero relacionados todos con aquel concepto de nación. Cuando en lenguaje moderno se habla de la nación se hace referencia a una como «primera realidad», una e indivisible, origen del poder, con una sola autoridad y estructura (el Estado), con unas solas leyes, incluso con una sola lengua. Para el nacionalismo moderno, toda diferencia de legislación o costumbres o de lengua es, a lo sumo, «tolerada» o aceptada como un «artículo transitorio» dentro de un reglamento uniforme. Esta mentalidad ha alcanzado hoy incluso a aquellos que poseen el concepto de «patria» (tierra «de los padres»), y que con esta mezcolanza se organizan unos enredos mentales inextricables.
Hoy vivimos dos de las consecuencias absurdas de ese planteamiento racionalista y totalitario en su base.
Una se pone de manifiesto cuando se quiere «ceder» de algún modo a eso que se llama, sin precisar demasiado, «regionalismo». Para la mentalidad nacionalista las regiones o «provincias» no son más que partes de un todo, con poderes puramente delegados, uniformes y, deseablemente, de configuración cuadrada y nominación numérica. Cuando se reivindican con fuerza las peculiaridades históricas y jurídicas de las llamadas regiones, el gobernante actual cede a regañadientes ciertas competencias a la administración regional, y se arma un barullo sin solución sobre lo que sean esas «regiones», confundiendo en un mismo saco a países históricos, con regiones naturales y con países de reconquista.
La cuestión se enerva cuando un «honorable» Tarradellas exige que Cataluña sea «una nación». (Es preciso no disgustarle, puesto que suficiente honor nos ha hecho con volver del exilio a codearse con nosotros). Entonces resulta que en la Constitución única de una única Nación –que es España– aparecen otras «naciones» que contradicen el principio de identidad, el de contradicción y el de tercio excluido.
¿QUÉ ES…?
Ningún nacionalista, sea liberal o totalitario, ha sabido nunca responder a esta sencilla pregunta: ¿Qué es Cataluña? Si es una región (como región o zona del cuerpo humano) será meramente una parte de un todo, y sus poderes y estructura habrán de ser delegados y orgánicos. Si es una nación, deberá entonces ser independiente, soberana y autónoma, por definición, y reconocérsele tales atributos.
Cualquier español pre-revolucionario o cualquier tradicionalista responde a esas o a análogas preguntas con toda naturalidad: Cataluña es un principado, como Navarra es un reino, y un reino es Castilla. Por encima de ellos existe, como lazo de unión, alcanzado en un largo proceso, Su Majestad Católica, que es Rey de Castilla y de León, de Aragón y de Navarra, y príncipe de Cataluña, etcétera. Y, por supuesto, un ancestral sentimiento de comunidad en saberse españoles todos (en la unidad y diversidad «de las Españas»), con la misma naturalidad con que se es ampurdanés y catalán al mismo tiempo.
¿Y qué es «Euskadi»? La respuesta «nacionalista vasca» sería la misma de cualquier nacionalismo: una unidad primigenia, soberana, independiente e indivisible. La verdadera respuesta es que «Euskadi es una noche de insomnio de Sabino Arana, y un delirio de sus seguidores.» Estrictamente eso. Vizcaya –esto sí– es un señorío, cuyo señor es el mismo Rey de Castilla y de las demás Españas, al igual que Guipúzcoa y Álava son provincias forales del mismo reino de Castilla. Y Navarra es de por sí un reino, cuyo rey es el Rey de las Españas.
¿Y Andalucía? Andalucía no tuvo jamás unidad política, si no es bajo los moros con califato y reinos diversos y fluctuantes. Andalucía es una parte de Castilla, por más que posea características culturales muy acusadas.
ESPAÑOL Y CASTELLANO
Otro problema sin solución bajo una óptica nacionalista es el que se ha levantado con el nombre del idioma que hablamos. ¿Español o castellano? Si decimos que castellano parece como si lo empequeñeciéramos, sobre todo, considerando su proyección ultramarina. Si decimos que español, resultará que no son españoles quienes posean otra lengua como idioma materno (catalanes, gallegos, vascos, etcétera).
Este problema tampoco existió jamás para los españoles anteriores a la revolución, por más que las diferencias políticas e idiomáticas fueran hace un siglo más acusadas que hoy. La solución es muy sencilla: si hablamos con un extranjero (no-español) decimos naturalmente el idioma español (o español por antonomasia). Así, al contraponerlo al francés, inglés, alemán, etcétera. Y un diccionario bilingüe será en estos casos francés-español, o inglés-español. Si hablamos, en cambio, con un español de otra lengua (catalán, gallego, incluso portugués, por razón de la historia) diremos siempre castellano. Y un diccionario de la Lengua debe decirse «de la Lengua castellana». ¿Qué efecto haría a alguien que visitase a una persona conocida en Cataluña el que ésta iniciase la conversación preguntándole si era él de lengua catalana o «española»? Se estaría en presencia de un separatista. Los catalanes han tenido siempre la práctica espontánea de establecer la disyuntiva entre catalán y castellano, como es correcto.
Todos estos embrollos surgen –obsérvese bien– de partir de un planteamiento nacionalista, es decir, de la nación como «protorrealidad» una y absoluta.
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