PARA ACABAR CON EL CONSENSO: ABSTENCIÓN
Dalmacio Negro Pavón *

I
¿A quién votar en el Estado de Partidos? Es decir, en el Estado de los Partidos. Pues el Estado de Partidos es un eufemismo con el que la ciencia política contemporánea designa un Estado de naturaleza oligárquica. Este Estado descansa en el consenso entre los partidos. Es un Estado sin control político democrático. Éste se reduce al que puedan ejercer los mass media si les deja el consenso. El Estado de Partidos excluye por definición, y a veces proscribe, la libertad política.
El Estado de Partidos ha llevado a las naciones europeas a un callejón sin salida. El caso de España puede ser de momento el más grave. El partido socialista, aliado con los nacionalismos, que fomenta allí donde no los hay, ha monopolizado definitivamente el consenso y, al parecer, se dispone a establecer una dictadura oligárquica totalitaria.
La «transición» configuró desde el primer momento el Estado como un Estado de Partidos, forma oligárquica del Estado contemporáneo, que en aquel momento era ya corriente en Europa. Pero la situación actual de España no es normal sino desconcertante: es una típica situación política, en la que los hechos se suceden rápidamente deteriorándola cada vez más. Es natural que no sólo las especulaciones más o menos acertadas o racionales, sino los sentimientos y, lo que es más importante, las pasiones empiecen a desbordarse, aunque como de costumbre en España, la masa, convencida de que no cuenta para nada, permanece pasiva y se desentiende de lo que está pasando. La Nación debiera reaccionar oponiéndose frontalmente al consenso. Esto hay que decirlo aunque se moleste el consenso, antes que sea demasiado tarde para que la reacción no sea más dura.
En primer lugar, después de treinta años, se ha suscitado inesperadamente, pues no parecía necesario, lo que parece ser el final de una larguísima etapa de la transición. Ésta última ha sido una especie de revolución permanente en la que se ha erosionado gravísimamente el êthos de la nación. Y ese movimiento continuo se ha intensificado cobrando la apariencia de un importante cambio político, no radical en sí mismo al ser sólo un paso más a la izquierda, pues en la izquierda ya estaba instalada España desde el primer momento, pero sí decisivo.
En segundo lugar, las elecciones locales, son las más próximas. Desgraciadamente son muy relativamente locales, pues la auténtica descentralización –self-government– sería la de los ayuntamientos, como comprendió Maura, y esto no se ha hecho, porque sería a costa de las artificiosas Autonomías. Puestos a descentralizar, no se ha hecho seguramente por dos razones: una, que el autogobierno local destrozaría el consenso; otra, porque esa forma de autogobierno es de tendencia republicana. Así pues, salvo algunas opciones menores o muy concretas y localizadas, en los ayuntamientos, provincias, cabildos o comunidades, siempre se repite prácticamente el esquema de ofertas de los partidos nacionales, cuyos tentáculos se extienden por toda la nación. Y, a la postre, quien decide en los asuntos importantes es la dirección nacional del partido respectivo. Esto se reproduce mutatis mutandis en casos como el País Vasco o Cataluña. Es de suponer que, tal como están las cosas, será la situación general de la nación la que determinará el clima electoral y condicionará las actitudes a la hora de emitir el voto. En 1931, unas elecciones locales determinaron el cambio de régimen.
¿Por qué el cambio es sólo decisivo y no radical?
Es decisivo y no radical en la medida que, como se ha indicado, se realiza dentro del mismo contexto político. Siendo obvio esto último, sin embargo hay que aclararlo. Se trata de que la izquierda, de hecho en el poder desde el comienzo de la transición, está afirmando sus posiciones dentro del mismo contexto ideológico, dentro del consenso establecido, exhibiendo un gran radicalismo. El gobierno socialista está ocupando sin escrúpulos, nunca ha tenido muchos, todas las instituciones públicas y privadas. Da la impresión de que quiere transformar el Estado de los Partidos en un Estado definitivamente totalitario a lo Chaves regido por él. La táctica populista que sigue recuerda bastante lo sucedido en Venezuela. A juzgar por los hechos, perseguiría algo así como un PRI a la mexicana, pero antinacional y más a redropelo de la historia y más radical, inscribiéndose en el radicalismo laicista que esclerotiza a Europa.
El proyecto del consenso en lo que concierne a España, a su naturaleza como Nación, la más antigua de Europa, sería verdaderamente radical si se consumase. Se acercaría a ser una revolución política y, por sus consecuencias, social. Y esto es lo que parece. Encaja con ello el que se haya venido haciendo desde el principio de la transición una revolución moral preparatoria alterando las costumbres.
Ahora bien, en el caso de consumarse, no sería sólo un cambio político sino también histórico, es decir, político, social y moral al mismo tiempo, si bien le resta apariencia revolucionaria el hecho de producirse dentro del propio contexto ideológico. Cambio al que la Nación asiste como convidada de piedra.
¿Por qué dentro del mismo contexto ideológico? Esto requiere otra somera explicación, sin entrar en matices. El contexto ideológico en que se mueven los electores es el de la izquierda. ¿Por qué? ¿No hay un gran partido nacional representativo de la derecha, aunque trate de disimularlo presentándose como «centrista»?

II
La famosa transición fue prevista por el régimen anterior, incluso hasta en detalles como el de preparar un partido socialista que aceptase la Monarquía, a la que fió todo. Se pueden derribar las estatuas de Franco, denigrar su figura, decir de él muchas cosas, sobre todo grandes mentiras y un sin fin de tonterías, todo lo cual está revalorizando por cierto su figura. Pero lo que emprendía lo hacía a conciencia, aunque sin duda, la oportuna muerte de Carrero Blanco desvió en este caso la trayectoria prevista. Quienes debieran dirigir el cambio político no lo hicieron. Todo quedó en manos del rey. Eso no empece el que no fuese un cambio histórico como a veces se sugiere. Se planteó como un cambio político –«de la ley a la ley»– y a ello debe su apariencia suave; esto le dio cierto prestigio, incluso internacional. Por cierto, que el Parlamento Europeo, al condenar el alzamiento de 18 de julio de 1936 y al franquismo a petición del partido socialista español, con el asentimiento de los demás grupos representados en ese lugar (incluido por tanto el partido popular español), ha deslegitimado, al menos desde su punto de vista, la Monarquía instaurada por Franco y todo el régimen de la transición. Quizá sea una maniobra de aquel partido en su nueva singladura para legitimar retrospectivamente la segunda República y preparar la tercera con la anuencia de ese pintoresco Parlamento. Pues si hay que recuperar los valores de la II República, lo primero a recuperar debiera ser la República misma.
De hecho, en la transición hubo mucho espejismo: no fue una mera transición de la Dictadura a la Monarquía como forma del Estado. Fue una transición ideológica a una Monarquía Socialdemócrata, lo que ha condicionado todo lo posterior. La Monarquía entregó el poder a los partidos, incluidos los nacionalistas, y en torno suyo se articuló un nuevo régimen político de tendencia izquierdista vestido con el ropaje de la socialdemocracia entonces dominante en Europa –igual que ahora, aunque esté en decadencia– y, no hay que olvidarlo, en el contexto de la guerra fría.
Tratándose de un cambio político, lo urgente era abrir la vida política al juego de los partidos, completando en cierto modo la evolución del régimen anterior, que requería libertades políticas. Se hizo así, pero desde el primer momento se impulsó la tendencia socialdemócrata. No hace falta decir que la propaganda, mediante el control de los medios de comunicación, ha sido y sigue siendo, decisiva. Incluso ha sido pilotada expresamente por el gran grupo mediático privado que trasmite las consignas del consenso a la población.
Desde el punto de vista de la ciencia política, el gran problema es que en la transición no ha existido la derecha. Según la prudencia política, lo natural hubiera sido un cambio político más o menos según lo había planeado el régimen anterior, cuya clase política, aparte de mucho más reducida, hay que reconocer que era por lo general bastante más culta, más desinteresada y menos demagógica. Lógicamente, habría predominado al principio una suerte de derecha, sin duda franquista, hasta que poco a poco se formasen otros partidos. La legítima lucha política decidiría después. Algo así ocurrió por ejemplo en Chile, donde la salida de la Dictadura se hizo teniendo en cuenta la transición española, pero descontando lo negativo.
Sin embargo, se suscitó inmediatamente, como si fuese de derechas, un primer espejismo, la Unión de Centro Democrático, un revoltijo de tendencias, improvisadas muchas de ellas en torno al atractivo del poder, con suficientes elementos de la derecha para cubrir las apariencias y anular al partido de la derecha, entendiendo por derecha la continuadora del régimen en circunstancias distintas. Por supuesto, se cuidó mucho que no hubiese estridencias republicanas ni por parte de la derecha ni por la parte de la izquierda. Es difícil etiquetar a la Unión. Se podría decir que era vagamente demócrata cristiana. O sea, conservadora en ciertos aspectos, socializante en bastantes; y como la democracia cristiana europea de tendencia izquierdista, pues en Europa dominaba ya el consenso socialdemócrata, del que era aquella el ala derecha. Piénsese por ejemplo, como un indicador, en el rápido aumento de la participación del Estado en la renta nacional.
No es ningún secreto que una idea directriz, casi dogmática, de la transición, consistía en la suposición de que para legitimar a la Monarquía era necesario que gobernase el partido socialista. Y así ocurrió. La derecha era entonces Alianza Popular aparte de algunos grupos menores incapaces de adaptarse a las circunstancias. Y en un momento dado, quedó prácticamente barrida del mapa por la UCD. La mezcolanza que era este partido, cuyo amplio espectro, en el que había ingenuos de buena fe junto a los normales arribistas y muchos «submarinos», gozaba de la bendición y el apoyo de la Monarquía socialdemócrata, que había heredado intactos los poderes de Franco y con la garantía del Ejército y los poderes occidentales. Hecha la Constitución, que es en realidad una especie de Carta otorgada socialdemócrata, tan socialdemócrata que la ha amortiguado la integración en la Unión Europea, los partidos se congregaron en torno a ella en lo que se llama el consenso. El consenso sucedió cronológicamente al Movimiento Nacional. Pero también formalmente, no sólo en el tiempo. El Movimiento se organizaba en torno a Franco y las leyes fundamentales; el consenso se organizó en torno a la Monarquía y la Constitución.
Formalizado el consenso, la UCD fue orientándose, efectivamente, cada vez más a la socialdemocracia, quizá preparando las cosas. Y, en cierto momento oportuno, coincidiendo con el suceso no bien aclarado del 23 F –pues, para entenderlo e insertarlo en las continuidades de la transición, hay que atenerse, al quid prodest?–, se descompuso, o autodescompuso, la UCD. Aunque no era de derechas, la propaganda a favor del partido socialista fue intensísima y con ella desapareció del poder la posibilidad de la derecha, pues Alianza Popular había quedado bajo mínimos, y de que la derecha dirigiese la singladura de la transición. Como es sabido, en las elecciones inmediatas al «golpe» subió por fin al poder el Partido Socialista, con sus siglas de «obrero» y «español» desmentidas por la realidad, y socialdemócrata bajo la garantía de la socialdemocracia europea.
Hay que tener muy en cuenta la situación internacional para entender la transición. Basta con ver un mapa de entonces. Los poderes occidentales, seguramente no se hubiesen opuesto a una transición conducida por la derecha, con tal que se diese juego a los partidos; no por cierto, necesariamente al comunista, que, tal como se hicieron evolucionar las cosas desde dentro, se convirtió en un factor principal a pesar de su exigüidad. Era necesario estar bien visto por este partido para poder pasar por demócrata. En fin, se entendía que el régimen tenía que ser socialdemócrata para asegurar la Monarquía, que era al parecer lo más importante (antes, al comienzo, había tenido lugar el vergonzoso episodio del Sahara, condicionado por esa preocupación).
El nuevo Partido Popular sucedió a los restos de la Unión del Centro Democrático que no se pasaron a la izquierda y a Alianza Popular. Era un partido aceptable ya para el consenso socialdemócrata formado por todos los partidos, incluidos los nacionalistas, tan mimados como el socialista: se les había entregado prácticamente Cataluña y el País Vasco, y en la Constitución, se incluyó el título VIII que preveía la afirmación y desarrollo de las llamadas comunidades autónomas junto a la palabra «nacionalidades». En términos objetivos, lo de las autonomías parecía formalmente una política descentralizadora; materialmente se trataba de crear nuevos intereses –de ampliar la clase política y la burocracia– vinculados al nuevo régimen, de aplicar la máxima divide y vencerás y de facilitar el acceso al poder de socialistas y nacionalistas, que era previsible que triunfasen en algunas Comunidades.
Hay que insistir en lo del consenso, que es fundamental para entender la transición y la situación actual. En parte, es, ciertamente, un mimetismo de lo que ocurría en Europa a consecuencia de la guerra fría. Bajo la presión de un enemigo común, la Unión Soviética, en Europa se fueron aproximando la izquierda no comunista y la derecha hasta formar el conglomerado del consenso socialdemócrata. En España, el consenso se organizó directamente en torno a la Monarquía y la Constitución, incluidos el partido comunista y los partidos nacionalistas. En el consenso, el partido preponderante, su «vanguardia» en el sentido leninista, ha sido siempre el Partido Socialista. En su papel de primus inter pares, recientemente ha declarado «insumiso» y casi fuera de la ley al Sr. Rajoy por oponerse a la política pro nacionalista del consenso. Con toda razón. Quizá por su profesión de registrador de la propiedad, el Sr. Rajoy no comprende que con su oposición al desguazamiento de la Nación, doctrinalmente propietaria titular del Estado, en los casos del Estatuto catalán y ahora las negociaciones con los terroristas vascos, rompe la nueva operación que necesita el consenso oligárquico para consolidarse definitivamente. Pues, a estas alturas, ante la actitud y el silencio del rey, en modo alguno se puede entender lo que ocurre como una aventura desquiciada del Sr. Rodríguez Zapatero, sino del consenso. Las acusaciones contra el partido popular son, pues, completamente fundadas. Lo único que no se dice, quizá por cortesía, es que no se ajusta a las pautas del consenso oligárquico. En suma, que no es bastante «demócrata». Si no, no se entiende nada.
Lo grave es que, quien menos lo entiende es el partido popular. O tiene miedo o no se da cuenta de nada. Puede ser esto último, pues, a la verdad, nunca ha demostrado mucha inteligencia política. Cree estar luchando por conservar sus votos y adquirir quizá algunos más. Pero, salvo imponderables, al inepto partido popular no le queda más alternativa que la de someterse al consenso o ser derrotado contundentemente, quizá para siempre. Defender la interpretación anterior de la Constitución, objetivamente una fuente principal de tantos dislates, frente a la que quiere darle ahora el consenso representado por el partido socialista no le lleva a ninguna parte. O se somete o quedará barrido.
Su única opción política, aprovechando su potencial electoral, sería la de romper con la Constitución, en la que se apoya el gobierno, con el consenso y con todo lo que implica. Pero es un partido más burocrático que político. A la hora de la verdad, siempre ha sido muy dócil al consenso y volverá al redil, salvo que el Sr. Rajoy, imponiéndose a la acomodaticia burocracia del partido, opere por su cuenta negándose a registrar la nueva operación del consenso. Defender la «lectura» anterior de la Constitución, la Monarquía, la unidad nacional, etc. y no salirse del consenso es suicida. Por lo menos podría aumentar sus filas con los descontentos de otros partidos. Quizá llegue a pasar en España como en Venezuela, pues la Unión Europea, controlada por democratacristianos y socialistas no se inmutará. Al contrario. El partido popular ni siquiera sabe explicar a sus correligionarios europeos lo que está pasando en España; si es que lo sabe, naturalmente [1].
En efecto, el envite del partido socialista, cuya vuelta al poder coincide con otro suceso, tampoco bien aclarado, el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004, equivalente a un golpe de Estado como el del 23-F, no se entiende fácilmente sino como un giro en la política del consenso, que no hay que olvidar que incluye a los nacionalistas. Estos han debido considerar que ya han sido suficientemente dañadas las defensas de la Nación, y vislumbran la posibilidad de colmar sus aspiraciones. Y, desde ese momento, el partido socialista empezó a acorralar sistemáticamente en nombre del consenso al popular por oponerse a las pretensiones nacionalistas. Es una querella dentro del consenso de los que la masa es mera espectadora. Desde luego, se merecía además un castigo por su osada alianza, aunque casual por lo de Perejil, con Estados Unidos. Esta alianza, cuyo antecedente es la establecida por el régimen franquista, por una parte es susceptible de alterar toda la trayectoria de la política española desde el advenimiento de los Borbones; por otra, pone en peligro el consenso, pues el consenso socialdemócrata europeo es antinorteamericano. Lo dirige sobre todo Francia. Y la política internacional siempre acaba repercutiendo en la política interna. Quizá por eso era preciso derribarlo y ahora, si es posible, castigarlo muy duramente. No ciertamente destruirlo, pues la masa de votos que mueve podría ser muy peligrosa si quedase sin control. También es posible que si volviese al poder, considerándose rector del consenso tuviese la tentación de recomponer la alianza; no es un partido demasiado fiable para el consenso. Los «complejos» que se le achacan se deben a la oscura intuición de ser un convidado de piedra en el consenso, debido a su potencial derechista: la de sus votos cautivos nacionales o de derechas, que carecen de otra alternativa, y los que podría conseguir a costa de socialistas y nacionalistas con una mínima inteligencia y decisión políticas. Desde luego, no sólo no se enteró de lo que significaba la agitación con ocasión del accidente del «Prestige» y la guerra de Iraq, sino que durante los ocho años que gobernó, incluso con mayoría absoluta, no ejerció como derecha aunque fuese más duro con Eta, el nogal del partido nacionalista vasco que recoge las nueces, y en la oposición tampoco lo hace. Su vocación es «centrista». Es decir, impedir que se forme una auténtica derecha nacional contraria al consenso, que defienda los intereses de la Nación y no los de los partidos e instituciones obsoletas.
Además, tal vez ya no se le considera necesario dado el dominio casi absoluto de la cultura y los medios de comunicación que ha conseguido la izquierda con la ayuda del propio partido popular. Predominio que está intensificando todavía más con su laicismo radical al que solamente se opone tibiamente la Iglesia, incapaz de superar su desconcierto, muy dividida por la cuestión nacionalista y por el «catolicismo social» que pregona entre sus fieles y que venera al Estado. Piensa en términos estatales más que eclesiásticos.
El partido popular tendría que retirarse del Parlamento si quiere resucitar mientras dispone todavía de suficientes medios. Haría además un gran favor a España y sería la mejor manera de impedir la clausura del régimen de la transición. No le faltarán ocasiones formales para hacerlo. Pero seguirá el juego como ha hecho tantas veces. Carece de valor, virtud esencial en política: si rompiese de verdad con el consenso, el consenso seguiría siendo el consenso, pues al fin y al cabo lo garantiza la Monarquía. Es decir, el problema es que romper decididamente con el consenso sería romper con la Monarquía socialdemócrata, que es el escudo del consenso. Y esto no lo hará. Antepondrá sus intereses. Fiat consensum pereat mundum. Los adversarios del partido popular dicen sabiamente, sin tapujos, que este partido acabará aceptando al final lo que resulte del experimento emprendido por el socialista en representación del consenso. Ni mucho menos sería la primera vez. Aunque en el mejor de los casos, quedará arrinconado en el papel de comparsa testimonial de las «libertades» del régimen. A la verdad, no es la primera vez que el partido socialista español intenta liquidar a la derecha y la posibilidad de la derecha, sólo que ahora por la vía incruenta. Pues nunca ha aceptado que pueda gobernar otro aunque no le recorte las prebendas.
En efecto, la II República es reivindicada por el partido socialista como si quisiera ganar la guerra civil a Franco por mortem para legitimar sus actos. Este partido aprendió del ejemplo de la II Restauración canovista. Ésta apoyó al nacionalismo incipiente frente al carlismo –entonces la «derecha»–, y se alió con los separatistas. Como sus votos son a la postre «conservadores» por muy separatistas y laicistas que sean, podría así restarle poder a sus rivales. Esto no aparenta entenderlo tampoco el partido popular, quizá por su obsesión –¿o cálculo político en función del consenso?– en no parecer derecha sino «centrista». Sin embargo, esa alianza fue una causa importantísima de la guerra civil, seguramente la principal.

III
Objetivando los hechos para establecer continuidades y simplificando, los factores principales de la situación serían los siguientes
1. Con el gran suceso del atentado terrorista del 11 de marzo, acerca del cual hay que contentarse una vez más con el acomodaticio quid prodest?, ha comenzado una nueva fase de la transición en la que España se descompondría en una serie de naciones menores siguiendo las directrices de los nacionalistas. La propaganda nacionalista, muchas veces subliminal, coreada por la izquierda –y por la «derecha»–, la política seguida por el partido popular en Cataluña y la que parece que va emprender en Galicia son un ejemplo», ha sido y es enorme en toda España. Se combina con el ataque permanente de la III Restauración a la idea de una Nación española, sustituida pintorescamente (¿?) por lo del «patriotismo constitucional», una idea socialdemócrata alemana importada precisamente por el partido popular.
2. La nueva transición, en cierto modo una etapa de la transición al socialismo en tanto éste es estatista, se hará dentro del contexto ideológico socialdemócrata radicalizado. Pues es notorio el desprecio formal y material del Derecho y que ya sólo impera la voluntad de poder. Dos ejemplos máximos, indiscutibles, son: el gobierno socialista ha infringido gravemente el Derecho, en este caso el derecho internacional, al reconocer de facto como iustus hostis al terrorismo internacional retirando las tropas españolas de Iraq –un contingente simbólico, pues, ridículamente, el partido popular en el gobierno no se atrevió a más– y al romper unilateralmente la alianza con Estados Unidos. Esto último demuestra por cierto, que, desde el comienzo de la transición, en España no hay «política de Estado», sino política del consenso: que el consenso está suplantando al Estado. Luego, ha reconocido también como iustus hostis al terrorismo nacional, a Eta, con la que no tiene escrúpulos en negociar jurídicamente de igual a igual; si no con ella directamente, para no escandalizar demasiado, con sus representantes. Por otro lado, el gobierno socialista está vaciando de contenido las instituciones legales –y no sólo el matrimonio–, y apoderándose de ellas sin el menor escrúpulo y sin que nadie pueda contenerlo. La verdad es que están ya muy deterioradas, al utilizarlas o intentar ponerlas a su servicio los partidos, especialmente el socialista y los nacionalistas, para sus fines de poder.
3. Una de las instituciones afectadas, la más importante políticamente, la clave del sistema establecido, la Monarquía, está siendo utilizada en este sentido. Lo único sorprendente, dada la gravedad de lo que está ocurriendo, es la aparente aquiescencia del monarca (quien calla otorga), tanto a las manipulaciones como al proyecto político antinacional del gobierno socialista. Pues se trata del gobierno socialista y no del Sr. Rodríguez Zapatero: el partido socialista le apoya en bloque. Algunos de sus miembros exhiben públicamente y en privado ciertas reservas. Es una manera de tranquilizar a sus votantes y el público en general haciendo creer en la posibilidad de que se pare desde dentro el proceso revolucionario. Es falso. Uno de ellos es el Sr. Guerra, cuya famosa consigna «que no conozca España la madre que la parió», tiene un ejecutor cualificado en el gobierno socialista del Sr. Rodríguez Zapatero. En la práctica, cinismo e hipocresía, el poder es el poder y da sustanciosas prebendas. A ningún miembro del partido socialista le repugnaría un régimen totalitario más o menos encubierto si quien lo dirige es el propio partido. Se sentirían muy a gusto.
4. En éste mismo orden de cosas, el gobierno socialista reivindica la legitimidad de la II República. Considerándose heredero de sus «valores», propaga la idea republicana con diversos pretextos y sin pretexto alguno. Un acompañamiento propagandístico al respecto es lo de la memoria histórica, entendida ad usum delphinis. Que, por mucho que domine la cultura y los media, tiene el riesgo de que puede resultar un boomerang. Ya hay indicios. El franquismo, más preocupado por el comunismo, al que se oponían también la mayoría de los socialismos europeos, y por lo social, no hizo propaganda contra el socialismo. Personajes como Indalecio Prieto pudieron ser considerados como el ala moderada o «buena» del partido socialista español, que nunca ha sido como los otros socialismos europeos. Ahora se está poniendo en claro la historia de este partido, nada obrero y menos aún español. Son falsas hasta sus señas de identidad.
Lo notable es que la Monarquía también lo consiente y hasta parezca hacerle gracia, quizá por parecerle increíble el hecho de su propia existencia. Pues, a la verdad era bastante absurdo instaurar una Monarquía en Occidente en la segunda mitad del siglo XX. Retrospectivamente, fue uno de los dos grandes errores políticos imputables a Franco; además, como reconocía el propio dictador, en un país sin monárquicos. También retrospectivamente, vistas como han ido las cosas, es plausible pensar que si hubiese restablecido la República el resultado no habría sido peor. Es una ironía de la historia que bajo su heredero predominen por ejemplo en el Estado los elementos más anticristianos. El gobierno actual es el más militantemente anticristiano de la historia de España aparte de la II República, que en su conjunto, salvo al final, fue más bien anticlerical. Los mismos musulmanes fueron menos anticristianos, contentándose por lo general con imponer su dominación.
La idea republicana se está extendiendo rápidamente, aunque la prensa y los medios, mediatizados por el consenso, lo ocultan o disimulan; pues no le interesa al consenso –de modo particular a los nacionalismos– deshacerse de ella. De momento, le interesa mantener para sus propósitos la protección «ambiental» por decirlo así que da la Monarquía. Por lo menos hasta que consoliden sus posiciones de poder. Abundan los misterios, en los que parece especializado el régimen que, según el tópico absolutamente falso, «nos hemos dado a nosotros mismos», entendiendo por nosotros el pueblo. El pueblo se ha limitado a aceptar la farsa y a seguirla. Y como además no marcha mal económicamente se desinteresa de lo que hacen los oligarcas.
Las cosas, especialmente lo de la unidad de España y lo de la III República, han ido ya muy lejos. Demasiado lejos. La ruptura de la unidad nacional seguramente es reversible; a fin de cuentas es un negocio de oligarquías consentidas y alentadas por el poder central, sin más arraigo que intereses particulares muy concretos, la propaganda del régimen y las emociones pasajeras. Las pasiones nacionalistas separatistas son minoritarias. El riesgo y la urgencia de salir al paso de la deriva nacionalista se debe a que podría llegar a ser decisivo que los partidos nacionalistas llegasen a consolidarse como posiciones de poder. Entonces sería gravísimo. Algo así se ha estado preparando en el País Vasco y en Cataluña, objetivamente con la complacencia del poder central; no obstante, si despareciese el clientelismo el nacionalismo disminuiría rápidamente. Pero no existe ningún partido nacional capaz de hacerles frente.
En contraste, lo de la Monarquía parece ya irreversible. Por una parte los tiempos no son monárquicos si no democráticos. Por otra, está muy deteriorada, igual que todas las instituciones. Sobre todo, ha demostrado reiteradamente su inoperancia o inutilidad ante situaciones límites –por ejemplo, determinada legislación–, y cuando una institución revela su inutilidad está sentenciada. Por lo demás, esta institución afecta a los sentimientos y a las pasiones, y es evidente que la inmensa mayoría de los españoles no son monárquicos aunque tampoco sean antimonárquicos. Se aceptó la Monarquía porque daba seguridad ante el cambio político y porque así lo había dispuesto Franco. Su única legitimidad era la seguridad que parecía garantizar y la herencia franquista, pues la legitimidad dinástica es una cuestión particular, privada, un asunto de familia. Pero el consenso ha echado por la borda esa legitimidad de ejercicio con sus actos y la de origen con su permanente crítica desmesurada o absurda al franquismo.
Se puede sintetizar la situación mencionando algo que puede parecer muy sutil, pero es decisivo: todo régimen y cualquier forma de Estado y de gobierno tienen su estética, que con más o menos intensidad se proyecta en la sociedad; lo evidencian las formas o maneras de la sociedad. Mas la sociedad de la III Restauración carece de estética: es grosera hasta la saciedad.
En fin, la objetivación de los hechos da un resultado tan descabellado políticamente y tan increíble moralmente, que cabe preguntar: ¿alguien sabe qué está pasando? ¿Es todo pura estupidez o una excesiva embriaguez de poder? ¿Obedece a algún plan preconcebido?
Una de las especulaciones más plausibles, porque no cabe otra si se descuentan el ansia del partido socialista por lucrarse del poder y la posible estupidez o embriaguez de poder, expuesta de una manera muy simple es la siguiente: se busca retrotraer España a la Edad Media, o, en un rasgo de modernidad, a la vieja Monarquía Hispánica, mal entendida. Es decir, a una suerte de Monarquía republicana. Se supone que esto consolidaría la institución al hacerla indispensable como intermediaria o relaciones públicas entre las diecisiete nacioncillas, aunque seguramente surgirán otras una vez despertada el ansia de poder y de riqueza de las oligarquías locales. Se afirma que en estas condiciones, si se prescindiese de la Monarquía la Nación se volatilizaría; o sea, una fórmula de chantage. La hipótesis es fantástica. No sería una estupidez ni fruto de la voluntad de poder, sino cosa de orates. Pero está circulando, y a ello dan pábulo ciertas actitudes y frases más menos sibilinas de personajes de la oligarquía. Tampoco es sorprendente. Alguien dijo no hace mucho, que en España no cabía un tonto más. Y si se han juntado –hay indicios vehementes– los más tontos y algunos locos, arbitristas, arribistas y resentidos, de todo lo cual también hay bastante y son muy influyentes, con gentes poseídas por la erótica del poder, es posible que se pueda producir eso.
Probablemente, la verdad es más simple. Objetivamente, a juzgar por los hechos, por lo que está pasando en la anacrónica III Restauración, una aventura mal iniciada y peor conducida –no ha habido un Cánovas o por lo menos un Sagasta y ensalzar a Suárez es simplemente ridículo–, ha agotado sus posibilidades y se está decomponiendo. Está saliendo a flote la irracionalidad del consenso, de la que da fe la Constitución. La Monarquía no puede resistir las contradicciones del régimen, a las que ha contribuido. Y esto ya es bastante.

IV
Es de suponer que el ambiente se hará cada vez más denso. No hay quien pare las ideas, una vez que han empezado a calar. Por tanto, son las actitudes ante lo que ocurra hasta entonces, lo que debiera determinar la orientación de los votos en las próximas elecciones.
Las actitudes son, por supuesto, en primer lugar, ante los diversos partidos políticos. Y, ciertamente, ningún partido merece que se le vote. La abstención debiera ser la respuesta. Sin entrar en detalles como el de las listas electorales cerradas, basta el hecho de que los partidos, igual que los sindicatos, están financiados por el Estado y, por ende, no representan a la sociedad. Únicamente representan los intereses del consenso y dentro de éste los suyos propios. Salvo los nacionalistas en lo que les concierne, ninguno considera prioritarios frente al consenso los intereses de la nación. Apenas se pueden salvar algunos partidos testimoniales en relación con causas concretas como la defensa de la familia, la oposición a la cultura de la muerte, etc.
Se objetará que la abstención masiva daría la victoria absoluta a los partidos nacionalistas y al antiespañol –y antiobrero– partido socialista y que, para evitarlo, lo útil es apoyar al partido popular. Sería una pérdida de tiempo; si ganase, continuaría con el centrismo. Un gobierno del partido popular, que tendría que gobernar con la oposición enragé estilo Prestige y guerra de Iraq, sólo serviría en el mejor de los casos para prolongar más la agonía de la Nación. Pues el partido popular no es más que un administrador de los votos nacionales y de sentido común que tiene cautivos (igual que los demás partidos incluyendo a los nacionalistas). Precisamente, la adscripción al partido popular hace imposible que se unan los votos nacionales de todos los partidos. La Nación, víctima del consenso oligárquico del Estado de Partidos que la explota, está tan maltrecha, que no se pueden curar sus heridas con agua de lavanda.
Hasta aquí, se ha considerado la situación política. Conviene referirse brevísimamente a la situación social y moral, con la precisión de que las palabras social y moral son hoy casi sinónimas. Un ejemplo: la legislación abortista es para los no políticos, es decir la inmensa mayoría, una cuestión moral, bien se esté a favor o bien se esté en contra. Para los políticos es simplemente una cuestión social más. Los políticos la justifican como una «necesidad» social y como es social tranquilizan su conciencia, si es que les preocupan el tema y la conciencia. Por eso, si cambia el partido en el poder, el que le sustituye no anula esa legislación u otra parecida; si acaso la reajusta o la radicaliza. Porque es una cuestión social, y el ambiguo mito de la justicia social está muy arraigado. Los políticos juegan con esa falsa sinonimia y reducen todas las cuestiones morales problemáticas –empiezan a serlo casi todas– a cuestiones sociales, con lo que vencen posibles resistencias y alcanzan más fácilmente sus propósitos. La confusión entre social y moral es una de los más graves y peligrosos equívocos, fuente de toda clase de corrupciones. El abuso político de las cuestiones morales –de las que se aprovechan minorías– suscita la inquietud de quienes todavía son sensibles a ellas. Pero ante el frente unido de los partidos políticos –el consenso– para los que todo es social, nada podrían hacer si los políticos legalizasen el delito y el crimen en tanto problemas sociales. Sin exagerar demasiado, las oligarquías políticas empiezan a parecerse en España, y no sólo en España, a organizaciones criminales, según al antiguo concepto de crimen, que trafican con todo. La diferencia es que no son delictivas porque hacen todo legalmente, aunque las leyes las hagan ellos.
Hay que insistir en el papel de señuelo de la socialdemocracia. La socialdemocracia es una forma edulcorada del socialismo. Persigue los mismos fines pero mediante la legalidad. Su mayor preocupación se centra en torno a lo social, pero desde que se hundió el socialismo llamado real con la Unión Soviética no tiene nada que decir ni que ofrecer. Por eso ha derivado en progresismo y transforma automáticamente cualquier problema moral en social. Todopoderosa en Europa, intenta instaurar unida al izquierdismo de todos los pelajes, un Superestado laicista radical, nihilista, que sería un totalitarismo de rostro sonriente. Un anticipo puede ser lo que intenta hacer el partido socialista en España. Ahora bien, no hay que dejarse engañar. Como en Europa la cultura es hoy preponderantemente socialdemócrata de manera parecida a como se decía antaño que era cristiana, hay un progresismo de derechas y un progresismo de izquierdas que sólo se diferencian cuantitativamente entre sí por la búsqueda de los votos; a ello se reduce la lucha política dentro del consenso.
Debido a la enorme expansión del Estado y de las actividades públicas, los partidos se han profesionalizado, se han burocratizado. La política ha devenido una profesión que busca clientelas y emplea a mucha gente. Tanta que hay que recaudar cada vez más impuestos. Sea buscando la eficacia o la propaganda, si se rebajan por un lado, se aumentan por otro; hasta las sanciones y las multas se utilizan ya como instrumento recaudatorio. De hecho, el Estado de Derecho, que siempre ha sido un mito, puesto que todo Estado es por definición Estado de Derecho, no garantiza nada ni sirve para nada frente a voluntad de poder. Lo muestra paladinamente la política del Sr. Rodríguez Zapatero. Y la profesionalización de la política la hace derivar en demagogia.
Como grupo, los partidos no son más que máquinas burocráticas electorales; hacen sus cálculos según las posibles bolsas de votos. La ética y la moral, no digamos la religión, les tienen sin cuidado. Sólo calculan y actúan en función del voto que les parece que puede suscitar interés «social». Es tan evidente que no hace falta detallarlo. Bastará con dos o tres ejemplos. Si prevén que se puede atraer a cierto número de homosexuales y dar de paso la imagen de liberalidad y tolerancia, de progresismo, se legaliza el matrimonio homosexual; si calculan que pagando las costosas operaciones a transexuales, se consigue ese efecto, se les ofrece pagárselas con fondos públicos; si creen que atacar a la religión o a la Iglesia diciendo que son un asunto privado o retrógradas es rentable electoralmente, se dice lo que sea, se las ataca, se hacen leyes ad hoc; etc. Y los medios de comunicación, pendientes de los políticos cuando no controlados por ellos directa o indirectamente, les siguen. La politización ad nauseam es la plaga de las sociedades de nuestro tiempo.
En lo social, en la política «social», que es casi a lo que se reduce la política, incluyendo en gran parte la política internacional –en la que se hacen grandes negocios con ese pretexto–, coinciden, con meras diferencias de matiz, la derecha y la izquierda socialdemócratas. A fin de cuentas hacen y gastan lo mismo, pues nadie se atreve a modificar lo hecho por el otro si es «social»; la única diferencia es que la «izquierda» suele gastar con más imprudencia y desparpajo y luego tiene que arreglar los estropicios la «derecha».
Cuando la política se ha hecho demagogia nadie puede volverse atrás: hay que ofrecer siempre algo más, y, si es posible, distinto, inventando nuevas intervenciones «caritativas» o «solidarias» en relación con las cuales ningún político quiere parecer retrógrado aunque atenten contra el natural êthos de la sociedad. Desde la distribución de la píldora postcoital o el matrimonio homosexual, aceptado públicamente post factum por el partido popular, a pesar de su oposición formal, al organizar por todo lo alto el «matrimonio» de uno de los suyos, hasta la persecución a los fumadores, el carnet de conducir por puntos, asimismo aceptados casi con entusiasmo por ese partido. También serán aceptadas la totalitaria «educación para la ciudadanía», la nueva asignatura en plan experimental «para ser feliz», la obligatoriedad de explicar a los niños que todas las formas de matrimonio son iguales, etc., etc.
En fin, aparentemente, el criterio de diferenciación entre lo que convencionalmente hay que llamar la derecha y la izquierda porque es la manera de entenderse, son los asuntos morales: cultura de la muerte, feminismo, ecologismo, etc. Sin embargo, la diferencia es accidental. Lo único que importa son los votos. La derecha socialdemócrata tiende a parecer más conservadora, en realidad a guardar las apariencias, porque cree que su clientela lo es; la izquierda más progresista, porque cree que su clientela lo es. Y eso es todo. A lo mejor, la clientela electoral no es como creen; pero como en los programas se juntan muchas cuestiones distintas, incluyen en el hatijo de ofertas aquellas que a su juicio pueden tener interés para atraer a grupos aislados.
Un problema es que hoy se gobierna con encuestas y estadísticas. Las encuestas y las estadísticas, aunque no se falsifiquen, lo que sucede cuando se utilizan como arma de lucha, como está ocurriendo en España, falsean la realidad, los políticos se las creen y publicitándolas o haciendo propaganda con ellas se las creen también los votantes. Por ejemplo, al que vota a la izquierda se le hace creer que tiene que ser abortista, y si no lo es, como hay otras cosas por las que le parece mejor votar, no obstante, a la izquierda, vota salvando su conciencia con las encuestas y las estadísticas. Y pasa lo mismo la derecha. Etc.
El sociólogo Peter Berger suele decir que nuestra época es muy escéptica y al mismo tiempo una de las más crédulas de las que se tiene noticia. Habría que añadir que es también una época en la que la conciencia está manipulada. Es una herencia del espíritu totalitario, que está muy vivo y ha penetrado en amplísimas capas sociales.

V
Conclusión: puesto que el sistema ni la clase política lo merecen, lo ideal es no votar. Aunque de moralidad anda bastante mal y es muy cínica, una abstención masiva equivaldría a una revolución que deslegitimaría el consenso. Pues no hay la obligatoriedad de votar, lo que sería el colmo del despotismo oligárquico, como sucede en bastantes países de Hispanoamérica, por ejemplo, Argentina, Perú, Ecuador…, donde el voto es obligatorio para evitar la deslegitimación del sistema, es decir de las oligarquías, sancionándose al que no participa. Los eclesiásticos, haciéndole sin querer el juego a la oligarquía, suelen decir que votar es un deber. Pero es porque piensan estatalmente.
El voto en blanco (o el nulo) es peligroso: por una parte se interpreta como aceptación o legitimación del sistema y simple disconformidad ocasional con los candidatos o los programas ofrecidos; por otra, el consenso puede repartirse equitativamente los votos blancos y nulos guardando la proporción con los resultados reales, y no pasa nada. En Estados Unidos, donde sí hay democracia, es normal la abstención numérica. Quien quiere votar ha de inscribirse previamente en un censo electoral ad hoc. Esto significa que tiene un interés concreto que desea hacer valer en ese momento. En Europa, donde la idea de que para ser ciudadano –el perfecto hombre democrático– hay que votar, la abstención, si es masiva, deslegitima al sistema. En todo caso, no hay que ser demasiado optimistas.
Si se eligiese no obstante la opción de votar, las listas cerradas impiden seleccionar al menos a aquellos candidatos propuestos por los partidos que se juzguen moralmente idóneos. Así pues, salvo en el caso de que su personalidad sea bastante conocida, ofrezca las mínimas garantías morales y se considere que es la manera de que alguien no corrompido por el sistema penetre en él, la actitud más coherente sería la que tuviera en cuenta el anterior análisis de la situación, suponiendo que se esté de acuerdo con él, claro está.
A decir verdad, en este caso, la opción idónea, en vista de la situación, sería a favor de un partido –o partidos–, verdaderamente nacional con un programa racional aceptable, coherente con el êthos español, y republicano; en este caso presidencialista, pues anularía los nacionalismos. Hay que anticiparse. Si trajesen la III República el partido socialista y sus amigos, entre ellos los nacionalistas, sería un desastre. En realidad, tendría que ser un movimiento social sin adscripción a la derecha o la izquierda, nacido de las inquietudes en torno al futuro de la Nación con la que están jugando las oligarquías del consenso y de la preocupación por la sistemática destrucción del êthos por parte de los políticos utilizando al poder del Estado. El principio que lo aglutinase sería el de impedir que se asiente definitivamente un consenso totalitario antinacional, y anticristiano, que amparase y consolidase la destrucción de la nación. Las naciones son realidades objetivas, producto de la historia, hechos. Existen como un hecho. Pero muchas de ellas han sido creadas políticamente. Precisamente hay un ejemplo muy próximo en la propia Península Ibérica: Portugal es políticamente una nación debido al asentamiento de un poder oligárquico desintegrador de la antigua nación española. Su duración ha consolidado su separación del conjunto de España. Pero sería absurdo que ese movimiento reivindicase a estas alturas la reintegración o integración de Portugal. Las cosas son como son y los portugueses están mejor sin implicarse en los disparates del resto de la Península. Lo que es preciso evitar es que se consoliden posiciones de poder oligárquico parecidas en las regiones españolas.
Ese movimiento, si no nace como un partido, actuaría como tal hasta conseguir su objetivo de movilizar a la Nación frente al consenso del Estado de los Partidos. Al potencial fijo de votos nacionales cautivo del partido popular, se podrían añadir los votos «morales» preocupados por la destrucción del êthos, y los del sentido común. Ser de izquierdas no equivale a ser antiespañol. Y la inmensa mayoría es todavía nacional aunque vote a la izquierda e incluso a los partidos nacionalistas. La masa electoral está desorientada. ¿Pero dónde está ese movimiento o partido de base social y nacional? ¿Lo toleraría el consenso? Haría lo imposible para impedirlo.
Parece que lo que hay que hacer es despertar la conciencia nacional –que no es lo mismo que el nacionalismo– frente al consenso fraudulentamente establecido, que explota y arruina la Nación, mediante una crítica radical del mismo y de sus supuestos ideológicos.

* Dalmacio Negro Pavón es Catedrático y académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
[1] El partido popular europeo, del que parece que quieren separarse los conservadores ingleses y checos, descontentos con el consenso socialdemócrata europeo.









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