Revista ¿QUÉ PASA? núm 158, 7-Ene-1967
CON PERMISO DE «EL PENSAMIENTO NAVARRO» Y DEL «I.M.»
TRADICIONALISMO SOCIAL
Por P. CATALAN
En la Ley Orgánica del Estado, en la Declaración XIII se establecen las bases de la nueva Ley de Sindicatos, que deberá presentarse a las Cortes. Creo que no está por demás dar a conocer cuál es la doctrina social del Carlismo para ver si se tiene en cuenta por los que han de formular la nueva ley sindical.
El Tradicionalismo Social es aquella doctrina que nos enseña a conservar aquellas organizaciones y obras sociales de los siglos de oro de nuestra Patria, que tanto contribuyeron a su grandeza, destruidas por el liberalismo económico; mejorarlas con los progresos de la sociología moderna y adaptarlas a la economía y necesidades de nuestro pueblo, conformándolas con las enseñanzas de la Iglesia católica.
El Carlismo siempre ha sostenido la necesidad de restaurar las asociaciones profesionales de la Edad Media, llamadas GREMIOS, con su triple carácter de religiosidad, justicia y caridad.
Aquellas asociaciones de que formaban parte OBLIGATORIAMENTE todos los que se dedicaban a su arte u oficio, fueron inicialmente cofradías en honra de un santo que hubiese ejercido un determinado oficio que tuviese relación con el de los miembros de la cofradía. Más tarde, sin dejar su carácter religioso, se convirtieron en gremios para defender los intereses de su respectiva profesión y de los miembros de ella. Al efecto promovieron obras de carácter mutualista para proteger a sus asociados y sus bienes contra circunstancias adversas, previsibles mediante aportaciones directas de sus asociados, donaciones, legados, etc.
Además de mutualistas eran cooperativistas, porque compraban cooperativamente las primeras materias y se repartían equitativamente los encargos entre los asociados.
Tenían cajas de socorro para viudas, huérfanos, accidentados, etc.
Eran autónomos en cuanto a su constitución y gobierno y eran libres en cuanto eran independientes del Estado, pero no en cuanto ciudadanos, pues nadie podía ejercer arte u oficio alguno sin estar inscrito en su respectiva asociación profesional o gremio.
Por ser celosísimos de la perfección de los productos vigilaban la producción por medio de veedores (inspectores), que tenían facultad de quemar, inutilizar y destruir los géneros defectuosos, falsificados, etc.
Amantes de la justicia, evitaban la concurrencia desleal, para lo cual fijaban el precio de los productos y verificaban de cuando en cuando las pesas y medidas y controlaban las horas de trabajo y los jornales fijados. Y por medio de sus inspectores vigilaban la conducta de los asociados y la de los miembros de la Junta en cuanto
tales.
Tuvieron gran importancia en los siglos de la Edad Media hasta el siglo XVI. Decayeron en el siglo XVII y desaparecieron en el XIX en todas las naciones de Europa por obra de los Gobiernos liberales.
En esos gremios está el origen del Tradicionalismo social español, en cuanto de ellos toma los fundamentos de su organización y los caracteres que han de tener las asociaciones profesionales modernas.
La doctrina del Tradicionalismo social español se identifica con la doctrina social de la Iglesia en el terreno especulativo; pero en la práctica de la misma, y sobre todo en la organización social, se ha servido de las experiencias patrias y extranjeras, sin olvidar la organización gremial de los siglos anteriores al liberalismo.
Hecha esta introducción necesaria, comienzo por preguntar: ¿Cuál es la doctrina carlista sobre el derecho de propiedad?
El Carlismo reconoce a todos los ciudadanos el derecho de propiedad privada y al Estado el derecho de propiedad pública, y ambos derechos con ciertas limitaciones. Lo reconoce en cualquiera de los sentidos admitidos por la Iglesia católica, a saber: o como lo define el Derecho Canónico, “derecho de disponer perfectamente de una cosa como propia, si no lo prohíbe la Ley”, o como lo define el Derecho Civil: “derecho de usar y disponer de una cosa de la manera más absoluta, mientras dicho uso no esté prohibido por la Ley”.
Este derecho lo reconoce a los particulares por las razones siguientes:
Primera. Por ser de derecho natural.
Segunda. Porque lo exige la persona humana, que ha de sustentarse y vivir con dignidad y no como un ser irracional.
Tercera. Porque lo exige el perfeccionamiento del hombre.
Cuarta. Porque lo pide el derecho que tiene el hombre a formar familia.
Quinta. Porque es necesario para el cumplimiento del deber de sustentar y educar a los hijos y dejarles medios de sustentación para el futuro, y para la educación e instrucción de los mismos.
Sexta. Porque es el único medio eficaz para la estabilidad y cohesión de la familia.
Séptima. Porque se extinguen las diferencias de clase con sus funestas consecuencias de odios, discordias y disensiones sociales.
Octava. Porque es la más eficaz garantía de la libertad del hombre, pues, como se ha visto en la época moderna, el ciudadano desprovisto de propiedad es un ser despersonalizado, prácticamente verdadero esclavo que depende del capitalista.
Novena. Porque es un estímulo necesario para el trabajo y para el ingenio personales, sin los cuales se secarían las fuentes de la riqueza y del progreso.
Décima. Porque con la propiedad y explotación pacífica y ordenada de los bienes se consigue y conserva la paz social.
Undécima. Porque se consigue mayor abundancia de productos.
Duodécima. Porque no se opone a los destinos de los bienes dados por Dios a los hombres.
Decimotercera. Porque es un derecho admitido y aprobado por Cristo en su Evangelio.
Decimocuarta. Tratándose de la propiedad rústica porque es un estímulo para explotar debidamente las riquezas del suelo.
Decimoquinta. Porque esta propiedad rústica engendra una mayor afición a la tierra de origen, fomenta el amor a la patria y evita la emigración con sus grandes inconvenientes.
Esta doctrina carlista es completamente ortodoxa, pues es la doctrina enseñada por la Iglesia.
«La propiedad privada es un derecho natural del hombre... Porque el hombre es animal dotado de razón es necesario concederle el uso de los bienes presentes, que es común a todos los demás animales, mas también usarlos estable y perpetuamente, ya se trate de cosas que se consumen, ya de las que permanecen aunque se usen» (León XIII: «Rerum Novarum», núm. 5).
«Antes bien, todos (los teólogos que enseñaron guiados por el magisterio y autoridad de la Iglesia) afirmaron que el derecho de propiedad privada fue otorgado por la Naturaleza, o sea por el Creador, ya para que cada uno pueda atender a las necesidades propias y de la familia, ya para que por medio de esta institución los bienes que el Creador destinó a todo el género humano sirvan en realidad para tal fin; todo lo cual no es posible lograr en modo alguno sin el mantenimiento de un orden cierto y determinado» (Pío XI: «Quadragessimo Anno», núm. 16).
«Todo hombre viviente dotado de razón tiene, de hecho, por naturaleza el derecho fundamental de usar de todos los bienes naturales de la tierra, aunque se haya dejado a la voluntad humana y a las formas jurídicas de los pueblos más particularmente su realización práctica» (Ibid).
«Con razón, pues, todo el linaje humano, sin cuidarse de unos pocos contradictores, atento sólo a la ley de la naturaleza, en esta misma ley encuentra el fundamento de esa división de bienes y solamente por la práctica de todos los tiempos consagró la propiedad privada como muy conforme a la naturaleza humana, así como la pacífica y tranquila convivencia social» (León XIII: «Rerum Novarum», núm. 8).
«Ley plenamente inviolable de la Naturaleza es que todo padre de familia defienda, por la alimentación y todos los medios, a los hijos que engendraron, y asimismo la Naturaleza misma le exige el que quiera adquirir y preparar para sus hijos, pues son imagen del padre y como continuación de su personalidad, los medios con que puede defenderse honradamente de todas las miserias en el difícil curso de la vida. Pero no lo puede hacer de ningún otro modo que transmitiendo en herencia a los hijos la posesión de bienes fructíferos» (León XIII: «Rerum Novarum», núm. 10)
Además, el Carlismo sostiene que este derecho a la propiedad privada no le viene al ciudadano como emanación o concesión del Estado civil, porque el individuo y la familia son anteriores a él y porque el hombre no es para la sociedad, sino la sociedad para el hombre. Por lo tanto, el Estado civil debe respetar este derecho y no puede privar a los ciudadanos del mismo, ni a las familias. Esta es también doctrina de la Iglesia.
«Siendo el hombre anterior al Estado, recibió aquél de la Naturaleza el derecho de proveer a sí mismo, aun antes de que se constituyese la sociedad» (León XIII: «Rerum Novarum», núm. 6»).
«Si los ciudadanos, si las familias, al formar parte de la comunidad o sociedad humana hallasen en vez de auxilio estorbo y en vez de defensa disminución de su derecho, sería más bien de aborrecer que de desear la sociedad» (León XIII: «Rerum Novarum»
Este derecho de propiedad que defiende el Carlismo abarca los siguientes derechos derivados: Primero, derecho a los bienes de consumo; segundo, derecho de propiedad de una vivienda confortable; tercero, derecho de propiedad de los instrumentos de producción; cuarto, derecho de participación a los beneficios de las grandes y medianas empresas de producción, y quinto, tratándose de agricultores, derecho a la propiedad agraria conveniente, o sea al patrimonio familiar.
Pero este derecho de propiedad privada tiene sus límites, de forma que no haya acumulación de bienes, lo que el Estado tradicionalista impedirá como verdadera causante del desequilibrio social moderno, del “pauperismo” y de la lucha de las clases sociales.
«En estos últimos tiempos, el número de proletarios ha crecido enormemente; hoy (1967) son incontables los asalariados rurales o medieros privados de toda esperanza de adquirir alguna propiedad que los vincule a su suelo. Esa enorme masa de asalariados y los fabulosos recursos de unos pocos inmensamente ricos prueban que los bienes no se hallan rectamente distribuidos. Hay que llegar al patrimonio familiar. (Pío XI: «Quadragessimo Anno», núm. 26).
«Con todo imperio y todo esfuerzo se ha de procurar que al menos para el futuro las riquezas adquiridas se acumulen con medida equitativa en manos de los ricos y se distribuyan con bastante profusión entre los obreros, no ciertamente para hacerles remisos al trabajo…, sino para que con el ahorro aumenten su patrimonio» (Ibídem, núm. 27).
Esta acumulación de bienes ya estaba prohibida en la Sagrada Escritura. Isaías (cap. V, 8 a 12) dice: «¡Ay de quienes hacen de manera que sus casas se toquen, de los que juntan campo a campo hasta ocupar todo el lugar y quedar como los únicos establecidos en el país!»
Y Jesucristo en el Evangelio nos enseña: «No queréis allegar tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los enmohecen y donde los ladrones perforan las paredes y los roban. Allegaos más bien tesoros en el cielo…» (Mat. VI-19).
El Carlismo, de conformidad con las doctrinas de la Iglesia, reconoce en la propiedad privada dos funciones: una individual y otra social. Sólo Dios es Amo y Señor de la tierra y de cuantos la habitan (Salmo 23). Por lo mismo, el hombre no puede ser más que usufructuario y administrador de esos bienes de Dios; su dominio, pues, es participado y se limita a su uso, que se convierte en derecho natural y fundamental.
«Téngase por cosa cierta y averiguada que ni León XIII ni los teólogos han negado jamás o puesto en duda el doble carácter de la propiedad, el que llaman “individual” y el que dicen “social”, según que atienda al interés de los particulares o mire el bien común» (Pío XI: «Quadragessimo Anno», núm. 16)
«Así como negando o atenuando el carácter social y público del derecho de propiedad, por necesidad se cae en el llamado “individualismo”, o al menos se acerca a él, rechazando o disminuyendo el carácter privado o individual de ese derecho, se precipita uno hacia el colectivismo» (Pío XI: «Quadragessimo Anno», núm. 16)
Esta doctrina de la Iglesia ya fue defendida por los Santos Padres. San Basilio, en su homilía Destruam horrea, dice: «Has sido hecho ministro de un Dios generosísimo, eres administrador de los bienes de tus hermanos. No pienses que todo ha de servir a tu codicia y a tu gula: dispón de lo que posees como cosa ajena.»
Y San Crisóstomo, en varias partes de sus homilías defiende esta misma doctrina, y, por lo mismo, me limitaré a citar un solo pasaje de su homilía séptima, «In Lazarum»; «Lo que tú posees, en realidad pertenece a otro (Dios). Propiamente hablando, tú no tienes derecho de propiedad. Si alguno te confía una cosa en depósito, ¿podría yo, fundado en esto, llamarte propietario? De ninguna manera. ¿Por qué? Porque lo que posees no te pertenece. Se te ha entregado en depósito, y pluguiera a Dios que fuese solamente depósito y no causa ocasional de tremendos castigos.»
No podía menos de defender esta misma doctrina el gran genio San Agustín en repetidas ocasiones, por ser verdad cristiana. En los comentarios a San Juan (Trat. 7, núm. 25) dice: « ¿De dónde le viene a cada uno poseer la que tiene, sino del derecho humano? Por derecho divino, «del Señor es toda la tierra y todo lo que hay en ella».
Dios hizo los pobres y los ricos del mismo barro, y la misma tierra sustenta a unos y otros. Quitad el derecho establecido por los emperadores y ¿quién se atrevería a decir aquella quinta es mía, aquel esclavo es mío, aquella casa es mía?»
Y en la epístola 158 dice el mismo San Agustín: «Se posee con derecho aquello que se posee justamente, y se posee justamente aquello que se posee bien. Por tanto, todo aquello que se posee mal es ajeno. Y posee mal aquel que USA MAL.»
Volveremos sobre el tema. |
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