LAS CONSTANTES POLITICAS DEL CARLISMO
Por el Dr. Ricardo Fraga *
Debo referirme en esta exposición a las constantes políticas del Carlismo, vale decir, a sus puntos doctrinales más destacados y permanentes, aquéllos que lo configuran en su más específica identidad.
Pero esta tarea resultaría imposible si no situáramos histórica y políticamente al Carlismo como movimiento tradicionalista que reivindica la rica y pujante herencia del pasado hispánico, a la cual proyecta —desde el presente— hacia un futuro oscuro e incierto, pero preñado de esperanza. De una esperanza que no se funda en la razón humana y que sólo tiene por fuente al Dios de las victorias.

LA LEGITIMIDAD POLITICA
El eje del tradicionalismo carlista está constituido por "legitimidad política", entendida como piedra fundamental del orden justo en la sociedad política.
La legitimidad en tanto manifestación política de la virtud de la justicia se expresará, ordinariamente por medio del instrumento de la ley (orden de la legalidad) pero, precisamente, esa función instrumental que ésta reviste hará que, cuando se oponga o contradiga al orden justo (divino-natural, divino-positivo o histórico-positivo) éste deba prevalecer, con total subordinación de la ley injusta que no es otra cosa, en la gráfica definición de Santo Tomás de Aquino, que "un cadáver de ley".
Contra el orden justo no puede argüirse la existencia de la ley. La ley está al servicio de la justicia y una legalidad que no tradujera más la legitimidad basal del sistema daría lugar a la oprobiosa tiranía de la ley (e incluso de las leyes aberrantes), tal como hoy lo podemos comprobar. El monopolio de una legalidad ó, más bien, el "legalismo" emergente de un puro voluntarismo irracional (negados los contenidos intelectualistas y objetivos de la misma ley) ha llevado a la clandestinidad de la legitimidad y, en general, de toda la Tradición, habiéndose producido a lo largo de los siglos XIX y XX la "bonapartización" (parecería que definitiva) de los postulados antinaturales y antidivinos de la Revolución.
El tradicionalismo rescata la esencia misma de la legitimidad. El Carlismo legitimista ha sido en estas dos centurias el baluarte de la legitimidad, el adalid de la Tradición.

AMERICA, HIJA DE LA TRADICION
Y no es éste un tema exclusivamente "español" en el sentido "particularista" que el gentilicio adquirió a partir de la decadencia de la España liberal de fines del siglo XIX. Es también, y primariamente, un asunto americano.
América es hija de la Tradición, de una Tradición secular que hunde sus raíces en el mundo greco-latino y que se lanza, a través de la Castilla misional del siglo XVI a la Conquista y Evangelización de las Américas, a las cuales da vida y naturaleza por medio de la virtud fundante de la Fe católica, único punto de unión común (comunión) entre todos los pueblos iberoamericanos.
Será suficiente recordar (para entrever este sentido tradicional americano), el desarrollo vigoroso de los cabildos indianos, ámbito de libertades genuinas y concretas y cuna de nuestras provincias federales. O bastará, quizás, tener presente la gesta católica-monárquica de resistencia al invasor inglés en 1806 y 1807, oportunidad en que los pueblos de la América toda vibraron al unísono con las ciudades del Plata (Buenos Ayres, Montevideo y Córdoba) y cuyo símbolo más elocuente es la bandera de los Antiguos Voluntarios de Buenos Ayres (convertidos después en el Regimiento de Patricios): la bandera blanca con las aspas purpúreas de San Andrés; esa unidad concorde de toda la América que sólo se repetirá, andando el tiempo, un glorioso 2 de abril de 1982.
O también, aún más, evocar el legitimismo fernandista de las Juntas sudamericanas de 1810 (Caracas, Cartagena, Bogotá, Santiago, Quito), entre las cuales la nuestra del 25 de mayo de 1810, constituídas para conservar la integridad de la monarquía y salvaguardar los derechos dinásticos del Monarca cautivo.
Después vendrán los enfrentamientos ideológicos, las banderías, la desunión y la fractura. Con todo, jamás olvidemos que tales disidencias son las mismas que se ventilan en la España metropolitana: las Españas tradicionales, con todo su significación histórica y realista, y la España ideologizada y decadente de la Ilustración.
La mejor historiografía coloca hoy a las guerras americanas del siglo XIX en el plexo de las guerras civiles españolas, como expresión del choque frontal entre "tradicionalistas" y "liberales", cualesquiera hayan sido los ocasionales nombres de batalla que ambos contendientes se dieran en el fragor de las luchas políticas.
El siglo XIX es el espacio temporal de la declinación de las Españas clásicas y plurales que se forjaron, en un proceso de siglos, desde el comienzo mismo de la Reconquista, alcanzando su apogeo con los reinados del emperador Carlos V y de su primogénito Felipe II, tiempos en que al decir de Menéndez y Pelayo "España (era) evangelizadora de la mitad del orbe, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma…"
Época también en que su proyección atlántica daba nacimiento a las Españas americanas. La Real Cédula de 1519 (incluída como Ley VIII, Libro III, Tit. V de la Novísima Recopilación de 1805), firmada por Carlos I de Castilla (Carlos V) constituyó al "Reyno de Indias" en el marco de la riquísima pluralidad hispánica, esa pluralidad que —supuesta la esencialidad trascendente de la Fe— no se agota en una región, en una lengua, en un estilo, en una institución.
El tradicionalismo carlista jamás se ha desposado con un "hispanismo castellanizante", no obstante los méritos sobresalientes de Castilla (principalmente en América), y en su concepción de las Españas plurales ha incluído a Portugal y a Cataluña, a Vizcaya y a Nápoles, a Brasil y a Cerdeña, etc, sin exclusiones "nacionalistas" o "particularizantes" y sin perjuicio del reposado análisis que todas estas cuestiones puedan de hecho ofrecer como dificultades en el actual "statu quo" de las políticas continentales.

EL TRADICIONALISMO
El tradicionalismo es una continuidad, es la continuidad histórica de las Españas tradicionales y éstas han sido (y son) la encarnación posible de una Cristiandad temporal, también posible. Por ello el tradicionalismo político español no es una reacción ante los acontecimientos de 1789. Tiene raíces prerrevolucionarias. Es, antes que nada, el fruto de la contemplación fecunda y gozosa de la "veritas rerum" y , por lo mismo, es más bien el "intellectus" (el conocimiento cordial e intuitivo) y no la desencarnada y fría "razón discursiva" ("ratio") la fuente cognoscitiva de sus doctrinas.
El tradicionalismo encarna lo "temporal" porque también lo político-temporal ha sido asumido por la Encarnación del Hijo de Dios.
Si bien en el siglo pasado fue posible (al menos en el plano de lo político) distinguir "tradicionalismo" y "carlismo", hoy en éste confluyen todos los canales políticos de la Tradición, cualquiera sea su futuro propiamente dinástico y dejando a salvo que éste es un tema esencial para el Carlismo ya que la dinastía legítima encarnará el porvenir de las Españas.
El Carlismo ha tenido siempre un "estilo" y una "mística", pero ha sistematizado también (y es el asunto más destacado) un "corpus doctrinal", ajeno por completo a las ideologías dialécticas de la Revolución que conducen al espejismo de todas las utopías. La síntesis carlista no es utópica porque, ni parte del siniestro (y viejísimo) error de que el hombre es naturalmente perfecto ni, por consiguiente, sueña y delira con una sociedad perfecta, sino que plantea como solución posible a la crisis intelectual y al relativismo metafísico de nuestro siglo, el retorno dinámico a los principios históricos de la Tradición.
Hoy se habla mucho de "relativismo ético" olvidando que éste es sólo una consecuencia del desorden de las inteligencias.
La tradición es —en boca de Vázquez de Mella— el "progreso hereditario" o, mejor aún, "el sufragio universal de los siglos".
Autores tradicionalistas han sido el filósofo catalán Jaime Balmes, el extraordinario polígrafo de Santander Marcelino Menéndez y Pelayo y el destacado hispanista Ramiro de Maeztu. Con todo, el principal de ellos es don Juan Donoso Cortés a quien expresamente dejo de lado en esta exposición, ya sea por la amplitud de su pensamiento (ha sido ya objeto de una Jornada anterior), ya porque, limitándome a los autores carlistas, queda afuera de dicho campo.
Como pensadores y políticos propiamente carlistas señalaré, en el siglo anterior, al valenciano Antonio Aparisi y Guijarro, a Navarro Villoslada, Gabino Tejada, Valentín Gómez, Vicente Manterola, los Nocedal (padre e hijo), el ilustre tratadista don Enrique Gil Robles y al "verbo de la tradición" (+1928) Juan Vázquez de Mella.
En nuestro siglo XX destacan Víctor Pradera (que dio su vida por Dios y por España en 1936), el estudioso Francisco Elías de Tejada y el distinguido filósofo don Rafael Gambra.

EL CARLISMO DINASTICO
El Carlismo dinástico nace como consecuencia de la promulgación de la "Pragmática Sanción" del 29 de marzo de 1833 por medio de la cual Fernando VII restablecía la sucesión de las mujeres al trono de España, en franca oposición al "Auto Acordado" del 10 de mayo de 1713, que, con acuerdo de Cortes y con el advenimiento de la nueva dinastía de los Borbones, introdujo en Castilla el orden sucesorio semisálico; al cual la colección de Autos Acordados lo llamó LEY FUNDAMENTAL DE LA SUCESION DEL REINO (nota al Auto nº 145). Las Cortes de 1789, sin poderes suficientes para ello, solicitaron la revocación de dicha Ley Fundamental. Carlos IV no sancionó tal petición.
El "Auto Acordado" de 1713 fue incorporado a la "Novísima Recopilación de 1805" en calidad de Ley V, Titulo I, Libro III.
Con la muerte de Fernando VII se generó el problema sucesorio entre su hija, que reinará con el nombre de Isabel II, y el hermano de Fernando VII, don Carlos María Isidro de Borbón, a quien conocemos en la dinámica carlista con el título de Carlos V.
Ahora bien a sus títulos jurídicos o legales Carlos V añadió los títulos políticos, al encarnar en su Real Persona a las Españas tradicionales, tanto por herencia, cuanto por decidida vocación.
A lo largo del siglo XIX se desarrollaron tres grandes guerras carlistas. La primera (1833-1840) intentó coronar en Madrid al ya nombrado Carlos María Isidro de Borbón (Carlos V). La segunda (1847-1849) tuvo el mismo objetivo respecto del hijo de éste, el Conde de Montemolín (Carlos VI), y la última (1872-1876), quizás la que alcanzó mayor extensión desde el punto de vista militar y político, sostuvo los derechos del Duque de Madrid (Carlos VII), en momentos de dolorosa anarquía para España (Iª República y efímero reinado de Amadeo de Saboya), fracasando como consecuencia del golpe de Estado de Sagunto, que provocó la restauración de la rama usurpadora, pero ya no en Isabel II sino en el hijo de ésta, Alfonso XII.

LAS CONSTANTES POLITICAS
Las constantes políticas hacen referencia a las líneas doctrinales permanentes, que dieron sustento a la conformación de las Españas tradicionales y fueron progresivamente sintetizadas desde el "Manifiesto de Los Persas" (1814) hasta nuestros días; algunos temas muy particularmente por Vázquez de Mella. En diversa medida entroncan con la Escolástica de los siglos XVI y XVII. Sólo me detendré en algunas de ellas, que juzgo fundamentales:
1ª) NATURALEZA SOCIAL DEL HOMBRE
La primera constante carlista es la connaturalidad de la sociedad política, es decir, la afirmación primaria de la naturaleza social del hombre, en cuya negación radica la fuente de todas las tendencias políticas revolucionarias.
Se hace aquí mención de la interrelación entre la naturaleza política del hombre y su organización social, núcleo esencial de todo pensamiento político clásico, cuya formulación fundamental arranca con Platón (a quien sus teorías utópicas no le llevan nunca a negar la connaturalidad de la sociedad humana) y Aristóteles, continuándose en Séneca, Tito Livio, Cicerón y Polibio, alcanzando (de manera particular) a San Agustín y Santo Tomás de Aquino, para proyectarse en una vertiente discontinua, en autores tales como Dante Alighieri, Francisco de Vitoria, Pascal y Giambattista Vico.
La condición a-social del hombre argüída por la Ilustración (siglo XVIII) desemboca en la concepción del "hombre racionalista" y "abstracto" propia de la Revolución, a la cual se opone la contemplación del "hombre concreto" y de la "sociedad orgánica" de la Tradición.
2ª) ORGANISMOS INTERMEDIOS
La sociedad como cuerpo orgánico está situada en las antípodas del individualismo liberal y de los diversos colectivismos. El hombre (animal político) vive necesariamente en sociedad y éste es el marco natural donde desarrolla o actualiza sus propias potencialidades. No vive en sociedad por una decisión (más o menos arbitraria o consentida) sino por una vocación natural que lo lleva a alcanzar en la dimensión social sus propias perfecciones.
El Iluminismo racionalista ha reducido (todo racionalismo es reduccionista) la proyección social a una condición adventicia (accidental) fundando la estabilidad del orden político en un cimiento de suyo inestable, como lo es la ficción de un pacto o contrato original, no sólo de imposible verificación histórica, sino metafísicamente abstracto y carente de todo contenido existencial y, por ende, de todo correlato con la genuina realidad.
Pero el hombre ingresa a la sociedad, en sociedad, es decir, integrando necesariamente organismos inferiores o intermedios, algunos de los cuales (como es el ejemplo capital de la familia) constituyen entidades inmediatamente naturales (ya que, cualesquiera sean sus características históricas específicas, jamás la familia ha faltado en ninguno de los pueblos concretos que conforman la humanidad).
Muchos otros organismos intermedios se nos presentan como sociedades mediatamente naturales, nacidas al conjuro de una necesidad (y no de una elección caprichosa).
Cada época histórica ha presentado sus variantes, pero nunca han faltado aquellas entidades que perfeccionan al hombre en lo intelectual, lo habilitan en su condición de vecino, lo protegen en sus relaciones laborales, lo conforman en un estado social, lo sostienen y auxilian en sus penurias y debilidades, etc. Es decir, todo ese riquísimo entramado social que impide que el hombre se encuentre aislado y desnudo frente a la prepotencia del Estado y que configura un límite exterior, eficaz y concreto ante los desbordes, siempre posibles, del poder político.
En este sentido, Vázquez de Mella formula la distinción fundamental entre los conceptos (y las respectivas realidades) de "soberanía política" y "soberanía social": "jerarquía de personas que se organiza en clases y que amuralla la soberanía del Estado central para que no se desborde"; y también "serie de poderes autárquicos que cada uno se rige libremente en su esfera y forman una jerarquía de personas colectivas".
El liberalismo buscó el límite de la soberanía en el propio seno de ésta. Vázquez de Mella, y el tradicionalismo en general, lo colocan en límites exteriores no difusos, vitales, eficaces y dotados, por su misma naturaleza, de acción contenedora.
La soberanía social mediaba así entre entre el individuo y el Estado, dando a la sociedad del Antiguo Régimen —como lo destaca Rafael Gambra— "una fisonomía profundamente estable y asentada en la naturaleza real de las cosas". Vale decir que la estructura social no era fruto de las fantasías utópicas de las ideologías, sino reflejo dinámico de una actividad histórica verdaderamente vital.
Es dificilísimo (por no decir casi imposible) para nosotros, ciudadanos de un siglo uniformizado y mecanicista, imaginar una época en la cual la creatividad social estaba marcada desde el seno mismo del orden social y no afluía, imperativa y monocordemente, desde la cima lejana, fría y burocrática del Estado centralizado.
3ª) LA POTESTAD
Ahora bien, la vida social de los hombres se tornaría imposible sin la presencia de la autoridad, por lo cual, brotando la tendencia social de la misma naturaleza, y teniendo ésta por autor a Dios, se sigue que la potestad temporal proviene de Dios, Creador del orden natural. Por cuya razón sostiene ya Vitoria (siglo XVI) que todo poder, en cuanto tal, es legítimo y justo y tiene su fundamento ontológico en la misma naturaleza, por lo cual no puede suprimirse, ni siquiera con el hipotético acuerdo de todos los hombres.
Vitoria, y con él el Carlismo, adscribe a la tesis llamada "directa" o de la inmediación: la potestad es dada directamente por su autor al sujeto idóneo que de hecho habrá de ejercerla. Esta tesis de ninguna manera significa que Dios otorgue la potestad directamente a algún individuo o individuos por Él elegidos sino, sencillamente que —dejada a salvo la posible elección o confirmación (aún tácita) por parte del cuerpo social— la autoridad se recibe directamente de su Autor y no del cuerpo social.
En la misma posición, Enrique Gil Robles observa que la soberanía es de "derecho divino natural" (no divino positivo) y Dios no puede comunicársela "a quienes naturalmente no pueden ser sujetos de ella, ni quien no tiene ese derecho puede cederlo a otro", señalando que "la intervención de los súbditos se refiere a su consentimiento, que ha de ser debido y necesario y no libre, igual que es debido y necesario el sometimiento del hijo a la autoridad paternal".
El texto clásico de Vitoria señala: "nosotros, mejor y más sabiamente, establecemos con todos los sabios que… la regia potestad no sólo es legítima y justa sino que… (quienes la ejercen) por derecho divino natural tienen el poder y no lo reciben de la misma república, ni absolutamente de los hombres… Parece terminante, pues, que la potestad regia no viene de la república sino del mismo Dios… porque aunque el rey sea constituído por la misma república… no transfiere al rey la potestad…" (De potestad civil, punto 8º).
También el Cardenal Zigliara destaca uno de los argumentos capitales en favor de la tesis de la inmediación: la ley natural no concede derechos a sujetos que de suyo no los pueden ejercer, refutando la opinión de Francisco Suárez favorable a una presunta democracia "natural".
Pero en esta delicada cuestión deviene capital conocer la posición del magisterio pontificio expresada en la encíclica Diuturnum illud de León XIII y en Notre charge apostolique de San Pío X. Esta carta de San Pío X, que condena los intentos de conciliación entre la tendencia revolucionaria y la Tradición llevados a cabo a principios de este siglo por el movimiento francés demócrata-cristiano Le Sillon (El surco), expresa: "Le Sillon coloca primordialmente la autoridad pública en el pueblo, del cual deriva inmediatamente a los gobernantes, de tal manera, sin embargo, que continúa residiendo en el pueblo. Ahora bien, León XIII ha condenado formalmente esta doctrina en su encíclica Diuturnum illud sobre el poder político, donde dice: «muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas de aquéllos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que la autoridad viene del pueblo, por lo cual los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia sino como mandato o delegación del pueblo, y de tal manera tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad que entregó el poder puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como en principio natural y necesario, el origen de la autoridad pública». Sin duda el Sillon hace derivar de Dios esta autoridad que coloca primeramente en el pueblo, pero «de tal manera que la autoridad sube de abajo hacia arriba…», pero además de que es anormal que la delegación ascienda, puesto que por su misma naturaleza desciende, León XIII ha refutado de antemano esta tentativa de conciliación de la doctrina católica con el error del filosofismo. Porque prosigue: «es importante advertir en este punto que los que han de gobernar el Estado puedan ser elegidos en determinados casos por la voluntad y el juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa al gobernante, pero no se le confieren los derechos del poder, ni se entrega el poder como mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer»".
Hasta aquí el texto suficientemente luminoso de San Pío X, prácticamente desconocido en los ambientes políticos católicos.
4ª) LEGITIMIDAD Y BIEN COMUN
Colocada la fuente de la autoridad en Dios (conforme al texto evangélico: "No tendrías autoridad alguna sobre Mí si no te hubiese sido dada desde lo Alto", San Juan, XIX, 11), la soberanía es necesariamente un reflejo de su infinita perfección y, por lo tanto, una e indivisible. En el Ideario carlista la soberanía se encarna y simboliza en el Rey que debe conjugar en una interacción permanente y dinámica su legitimidad original con la que emerge del ejercicio cotidiano del poder en orden al bien común. El bien común es, por ello, el criterio principal de legitimación, tal como lo sostiene León XIII en su encíclica Au milieu des sollicitudes.
Nos encontramos en el campo de la sutil diferenciación entre "legitimidad de origen" y "legitimidad de ejercicio" (distinción mal empleada actualmente por quienes ignoran su cuna tradicional) y que Vázquez de Mella (como lo anota el Padre Osvaldo Lira) recoge de los grandes escolásticos, correspondiéndose exactamente a lo que Santo Tomás llama "legitimidades de adquisición y de administración".
De su discurso parlamentario del 23 de abril de 1894 se infieren los requísitos para que exista la legitimidad del poder: su conformidad, a) con el orden natural; b) con el orden divino positivo y c) con la tradición.
Todo poder histórico, cualquiera sea su origen, que no reúna tales condiciones deviene ilegitimo y, viceversa, los vicios originales se remedian con la concreta promoción del bien común. Es la tesis contenida en las encíclicas de León XIII a cuya relectura se nos invita en la Centesimus Annus de Juan Pablo II.
Asimismo, y con ocasión de este asunto, Vázquez de Mella caracteriza el concepto de tiranía al señalar que ésta existe cuando la ilegitimidad es "pertinaz y constante", tal como me parece que ocurre con la Revolución bonapartizada, tanto en el seno político cuanto en el eclesiástico.
Al resultar el bien común (en boca de los Papas) el criterio supremo de legitimidad importa que nos detengamos brevemente en su análisis: con la misma evidencia con que se impone la idea del bien, como fin y término de todo obrar voluntario del hombre singular, se presenta la idea de bien común en el obrar solidario y comunial de las personas.
Así, pues, el bien común corresponde, en la vida y actividad de los grupos sociales, al bien privado en la vida y actividad de la persona singular, con funciones enteramente equivalentes.
Bien común y fin común se identifican y por ello: el bien común es: 1º) el bien de todos y de cada uno; 2º) la finalidad de la sociedad en cuanto tal.
Asimismo debe resaltarse la noción análogica del término "bien común", ya que éste no significa ni una especie ni un género, sino un ANALOGO, con dos significaciones diversas y escalonadas:
Bien común inmanente, que es el que está dentro de la sociedad política y depende de ella;
y el Bien común trascendente, que es aquél que se encuentra fuera de la sociedad política e independiente de ella, es decir, Dios.
Ahora bien, corresponde puntualizar que llamamos Bien común trascendente a Dios, causa Primera y fin último objetivo de todas las cosas, esencialmente distinto de las criaturas e independiente de ellas. Santo Tomás en expresión osadisima llama a Dios "Bien comunisímo de todas las criaturas".
Del mismo modo denominamos Bien común inmanente al paradigma que comprende toda clase de bienes.
En boca del Padre Santiago Ramírez el bien común "es un todo virtual o potestativo, común, universal, social, público. Es de todos y de cada uno, esencialmente comunicable y comunicativo en proporción a la condición de cada uno en el cuerpo social. Es ley suprema de la sociedad política. De aquí se sigue precisamente la primacía absoluta del bien común. No tiene una superioridad cuantitativa, sino formal y cualitativa".
En nuestros tiempos han negado esta ley de la primacía los individualismos personalistas al estilo de Kant para quien la persona es un fin en sí misma, desvinculada de todo orden superior. La han negado también los colectivismos socializantes que subordinan la persona al Estado. Y ha sido negada también por el autonomismo personal de Jacques Maritain, para quien la primacía sólo se sigue para el individuo en la sociedad política, ya que independiza a la persona como sujeto de valores, desvinculándola del plano temporal. Producto de esta dualidad (individuo-persona) se sigue desde Maritain el proceso de laicización en lo temporal, y en lo espiritual un marcado sobrenaturalismo, sin base en lo natural (con violación del principio teológico que sostiene que "la gracia supone la naturaleza").
5ª) LA MONARQUIA HEREDITARIA
Aparisi y Guijarro advertía que la constitución natural de la sociedad es su mejor constitución política. Esta constitución es llamada "mejor" en un sentido puramente "relativo", es decir, en relación a las particulares circunstancias históricas de cada pueblo, ya que las así llamadas "formas de gobierno" no se pueden imponer desde fuera, sino que brotan, natural y espontáneamente, de las entrañas del mismo cuerpo social.
"Forma", en la pluma aristotélica, designa la naturaleza misma del ser, el "acto del ente en tanto es ente" (en tanto está "siendo" o existe) y por este motivo metafísico.
Si bien en el plano teórico-abstracto es viable el debate acerca de la "mejor" condición de cada una de las formas "posibles", en el plano de la praxis política es indispensable atenerse al criterio fijado por la experiencia de los tiempos históricos. Sabido es que el mismo Tomás de Aquino se inclina por un régimen mixto que incluya los elementos más valiosos de las diversas "formas" descritas por Aristóteles. También Vázquez de Mella observa que en su constitución más íntima las Españas han cristalizado "la democracia en el municipio, la aristocracia en la región, la monarquía en el Estado".
De todas maneras, la "legitimidad" de las formas clásicas (monarquía-aristocracia-politeia) viene fundada en la "actualización" permanente del bien común (causa final del orden social), de manera tal que, afectado éste, cualquiera de ellas degenera, provocando modos "deformes" como lo son (en lenguaje griego) la tiranía (gobierno de uno solo en su propio provecho), la oligarquía (gobierno de sectores sociales o grupos financieros o partidos políticos en función de sus intereses sectoriales que conducen a la plutocracia y la timocracia) y, por último, la democracia (o demagogia) que es el utópico gobierno (desgobierno) de la multitud inorgánica (hoy dominada por los multimedios financieros de dominio internacional) y cuyo resultado final es la anarquía.
Aristóteles enseñaba ya que de todas ellas no sirve la mejor, sino la posible, y la posible es la que emana de la constitución histórica. El criterio histórico determina ineluctablemente la viabilidad de aquellas formas.
En las Españas tradicionales (también por qué no en las Españas atlánticas) la monarquía hereditaria se impone como forma excluyente de elección.
Y nótese que tan reciamente estaba instalada aquella monarquía en el seno de la sociedad americana (el ilustre historiador argentino Vicente Sierra señala, al abordar la Revolución de Mayo, que nunca hubo institución más popular en América como la Corona) que su disolución produjo la fragmentación y, por así decirlo, el estallido de la Corona generó el "caudillismo", por ausencia sentida del único Caudillo, el Rey.
Aparecieron entonces estas "monarquías caudillistas" —vitalicias o sucesivas—, en que radican, desde el siglo pasado, todos los gobiernos iberoamericanos, crónica y fatalmente inestables.
Por el contrario, en el esplendor de las Españas plurales y en la factibilidad de su vigencia futura, la Corona es el símbolo de la unidad política de la sociedad. Encarnada en la persona del Rey, la Corona convoca a todos los sectores sociales que, sin ella, serían focos de disolución; pero que atraídos por la fuerza y el prestigio de aquélla se constituyen en factores de promoción del bien común temporal.
La Corona, no es exactamente el Rey (aunque esta cuestión sea motivo de debate): el Rey encarna a la Corona. El Rey (como persona privada) muere, la Corona (principio institucional) permanece.
La Corona es el principio de la continuidad institucional que no está sujeto al vaivén de las alternativas o de las variables periódicas (por cierto en las monarquías hereditarias), sino que aquella continuidad (que da estabilidad, permanencia y eficacia al poder político) está garantizada por la naturaleza misma de las cosas (fundamento biológico): por el orden sucesorio preestablecido. En la afortunada expresión de Víctor Pradera: "el tradicionalismo tiene «el señor que no se puede morir» en la única forma posible en política: en la forma de institución. Y así lo adoptó, creando la monarquía representativa hereditaria".
Nos impacta casi siempre el intrépido arrojo de los Monarcas guerreros (como un Don Jaime el Conquistador), o la santificación cotidiana de la cosa política (al estilo de un San Fernando, el III), o bien la sabiduría jurídica de un Alfonso el Sabio, o también la meticulosa aplicación a los asuntos del Estado al modo de un Felipe II, pero —con todo— es en la persona de los reyes mediocres donde se advierte con mayor claridad el mérito o valor de las formas hereditarias y el prestigio político de la Corona como continuidad. Vázquez de Mella lo nota con sagacidad: "la persona física (del rey) puede valer muy poco, puede ser inferior a la mayoría de sus súbditos; pero la moral e histórica valen mucho; ésa es de tal naturaleza, que suple lo que a la otra le falta, y lo suple muchas veces con exceso…".
Pero la monarquía del legitimismo tradicionalista es una monarquía cristiana, social, foral y representativa, cuyas raíces se nutren en los principios del derecho público cristiano y no en el pluralismo revolucionario y agnóstico que tiene por pestífera fuente al dogma iluminista de la soberanía popular, negación cabal de la universalidad del pecado original y, consiguientemente, de la universal Redención operada en la Cruz por el Verbo Encarnado.
Esa monarquía revolucionaria quiere (hoy) usufructuar en España las glorias pasadas de la monarquía tradicional, asentando su continuidad (que ha garantizado) en el prestigio moral e histórico de la Corona, señalado por Vázquez de Mella.
6ª) EL ESTADO CATOLICO
He mencionado antes al "derecho público cristiano", sacrificado en estos últimos treinta años en aras del "pluralismo ecuménico" en esta masificada sociedad neoiluminista que adviene desenfadadamente a un tercer milenio que sintetiza ya en sus umbrales la "herejía humanistoide" anunciada por San Pablo en la segunda carta a los Tesalonicenses y que, si así fuera, vería sonar en su transcurso la hora secreta de la Parusía del Divino Salvador.
De todos los ricos y variados elementos que constituyen al "derecho público cristiano" quiero únicamente recordar (toda vez que se lo niega pertinazmente) la viabilidad del Estado católico, no ya tan sólo como ha sido defendido apasionadamente durante un siglo de guerras carlistas antirrevolucionarias, sino principalmente como ha sido propuesto y urgido por el Pontificado Romano desde los albores de la rebelión anticristiana (1789) hasta el heroico reinado de Pío XII.
En Immortale Dei, León XIII recordaba a los cristianos que "han de rechazar sin vacilación todo lo que sea incompatible con su profesión cristiana. Han de utilizar, en la medida que les permita su conciencia, las instituciones públicas para defensa de la verdad y de la justicia. Han de esforzarse para que la libertad en el obrar no traspase los límites señalados por la naturaleza y por la ley de Dios. Han de procurar que todos los Estados reflejen la concepción cristianade la vida pública…"
7ª) ESTABILIDAD DE LAS INSTITUCIONES
La existencia del Estado católico constituye la mejor garantía en la estabilidad de las instituciones, uno de los temas más difíciles de encarar en las sociedades políticas de las dos últimas centurias, sometidas sin interrupción al vendaval de los continuos y sucesivos cambios.
La mentalidad paraláctica que nos domina hace del "cambio por el cambio mismo" la panacea universal para la solución de todos los problemas, sin advertir que el trastocamiento permanente,intencionaly sistemático de los valores esenciales constituye la fuente inagotable de todos los conflictos morales, sociales, políticos y económicos.
La misma finalidad virtuosa del ordenamiento social (tan agudamente caracterizada por Aristóteles) ha sido en nuestro tiempo sustituída por un libertinaje agnóstico y eficientista, de neto cuño iluminista y francmasónico, cuyo objetivo final es la utopía ideológica del hombre perfecto, sin Dios y sin prójimo.
Esta euforia finisecular a la que asistimos tiene parangón: se parece como dos gotas de agua al tránsito del siglo XIX al actual que fenece, siglo que, ciertamente, no comenzó tal como lo indica el calendario, sino que —bien puede decirse— estalló en la hecatombe fratricida de 1914, muestra mínima de toda una centuria signada por "las guerras y rumores de guerras" (San Mateo, XXIV, 6).
El siglo XX contempló en toda su extensión el desarrollo de un Estado "totalizador", es decir, omnicomprensivo de la totalidad de las actividades humanas, desde las propiamente políticas y económicas, hasta las domésticas y privadas, e incluso de aquéllas reservadas a la intimidad más sagrada de las conciencias.
El Estado moderno como tal es un Estado totalizador, cualquiera sea su signo político o ideológico. Al fin y al cabo, el liberalismo doctrinal y práctico no es sino la quintaesencia del Iluminismo filosófico del siglo XVIII, y si las ideologías panteístas del siglo XX (nacionalsocialismo y marxismo socialista) hallan su fuente común en Hegel, Hegel no es otra cosa que el coronamiento dialéctico de aquella Ilustración.
Hegel es un dios Jano bifronte: con un rostro mira hacia el siglo XVIII y lo sintetiza, con el otro contiene y anuncia, de algún modo, las catástrofes del siglo XX.
El Estado "totalizador", impersonal y abstracto por definición, no sólo carece de frenos y límites para su acción devastadora, sino que asume, exclusiva y excluyentemente, todas las funciones orgánicas del cuerpo social, reducido a la anemia.
8ª) PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD
Contra esa acción paralizante, el tradicionalismo hispánico y la doctrina social de la Iglesia de consuno, han proclamado el fecundo enunciado del principio de subsidiariedad (aplicado a todos los órdenes sociales y no solamente al económico), el cual se entronca en la "jerarquía de sociedades entre la persona y la nación, jerarquía que permite armonizar la unidad que debe reinar indiscutida en el terreno político, con la variedad que, no menos indiscutible, debe dominar, en la estructura social" (Vázquez de Mella).
La subsidiariedad determina, por consiguiente, que las funciones que una asociación inferior puede cumplir (por ser naturalmente capaz) no debe ser asumida ni avasallada por la asociación superior, mas ésta en caso de insuficiencia de aquélla, debe ejecutarlas sin perder nunca de vista su actividad supletoria.
Diversos documentos pontificios han recogido el espíritu y la formulación de esta interpretación de Vázquez de Mella, de manera particular la actualmente olvidada encíclica Quadragesimo anno, de Pío XI (1931).
9ª) LOS MUNICIPIOS
Asimismo, el robustecimiento de los municipios, como escuela primaria de buena vecindad y ciudadanía (tal como lo fueron nuestros cabildos indianos) y como única esfera posible de una genuina democracia participativa (y no ideológica y declamatoria), pondrá un coto efectivo al avance arrollador del Estado centralizador.
Un municipio entendido no como "una creación legal" sino, al decir de Vázquez de Mella, como "representación común de la sociedad natural, proyección de la vida doméstica a la vida pública".
10ª) LOS FUEROS
Pero el Carlismo se ha proclamado siempre adalid en la defensa y promoción de los fueros, incluyéndolos en su cuatrilema clásico de "Dios, Patria, Fueros y Rey".
Es dificílisimo para hombres de una sociedad nivelada y niveladora (máxime para oídos americanos) comprender la significación cabal de los fueros históricos. Empero, adaptados o adecuados al mundo políticamente desolado, generado por la Revolución, los Fueros se erigen en marco referencial de toda posible futura restauración de una sociedad verdaderamente plural y fecundamente creadora.
Brevemente será menester recordar los postulados filosóficos del fuero:
a) el hombre contemplado como ser concreto y existente y no concebido como un ser abstracto;
b) las tradiciones particulares que fijan sistemas de libertades concretas;
c) la mayor eficacia de las normas foradas concretas y no de las leyes generales abstractísimas;
d) los fueros son la única real garantía de las libertades políticas concretas y no las abstractas declaraciones de derecho de las constituciones de papel.
En este sentido volvamos a decir que: la Revolución concibe ó imagina los derechos abstractos del hombre abstracto y esa concepción conduce inevitablemente a los sistemas igualitarios e inorgánicos y al totalitarismo del Estado.
En la visión revolucionaria se encuadran J.J. Rousseau: el "buen salvaje" carente de tradiciones, que es la negación de la naturaleza social del hombre; y E. Kant: con su concepto del "hombre en sí", capaz de entender todo el cosmos por su "razón pura" y de realizar lo justo por su "voluntad autónoma".
La Tradición, en cambio, conoce al hombre como ser concreto, enmarcado en tradiciones. Los Fueros (sistema de libertades concretas), no son: a) libertades apriorísticas y abstractas; b) garantías mecánicas. Los Fueros son: a) expresión profunda de la vitalidad del cuerpo social; b) antítesis al individualismo liberal y al estatismo totalitario.
Por ello, el Fuero es: a) ley consuetudinaria y antigua (frente a la ley abstracta e innovadora); b) norma popular (ya que tiene su origen en el pueblo orgánico); c) los jurisperitos recopilan y fijan las costumbres, pero no las crean arbitrariamente; d) hállase sancionado (es verdadera ley) por la Autoridad (reconocimiento expreso ó tácito). (cfr. "¿Qué es el Carlismo?", Escelicer, Madrid, 1971).
11ª) EL MANDATO IMPERATIVO
Asimismo, y como expresión condicionante de un Estado y de una monarquía auténticamente representativa, haré referencia a la reformulación de la representación política a través de la noción clásica del "mandato imperativo", como vínculo entre elector y elegido, que fija (bajo pena de no acatamiento e incluso de nulidad) la actividad legislativa y administrativa del elegido. Para Vázquez de Mella el sistema tradicional de representación y el liberal son antitéticos.
En la concepción liberal la representación es "ejercicio del derecho individual ajeno y por suma colectivo, con independencia del que lo posee"; en tanto que para el tradicionalismo es "ejercicio del derecho social ajeno, bajo la dependencia y vigilancia del que es sujeto de derecho".
12ª) LA COMUNIDAD HISPANOAMERICA
También ha sido una constante del pensamiento político carlista la integración de todos los pueblos hispánicos: la Comunidad de pueblos hispánicos.
Así como el trilema revolucionario de "libertad, igualdad, fraternidad" no es sino una verdad dislocada de la sagrada Revelación, enunciados a los cuales se los ha vaciado de su contenido sobrenatural para convertirlos en "slogan" de la religión humanitaria, así también la integración que ahora se promueve con un discurso horizontalista de cuño economicista, constituye uno de los grandes patrimonios del Ideario tradicionalista. No debemos, por tanto, abandonarlo.
Seremos lo que fuimos. La vocación de las Españas tradicionales no ha desaparecido, no ha sucumbido, no ha declinado. Atraviesa un sendero de densas sombras, pero la llama que ilumina y acoge se guarda en nuestros corazones vigilantes. No se apagará mientras aliente en uno solo de nosotros. Somos los eslabones de una tradición milenaria y haciendo eco de lo que sostenía San Pío X diremos que "los mejores amigos del pueblo no son ni revolucionarios, ni innovadores, sino tradicionalistas".
No se nos pide la victoria. Bastará, como decía Carlos VII, con que sepamos, y aún con que podamos, RESISTIR.
CONCLUSION:
LA REALEZA SOCIAL DE JESUCRISTO
Deliberadamente he dejado para el final la constante política más sobresaliente y caracterizada del Carlismo: la defensa y la restauración de la "Cristiandad temporal", la proyección del Evangelio a las estructuras políticas, sociales, económicas, culturales. Un Evangelio que no sólo llega al corazón del hombre sino que, desde el corazón humano, transforma todas las cosas que el hombre integra. La Hispanidad supuso la cristianización también del ámbito temporal; no sólo una dimensión puramente subjetiva de la vida evangélica, sino también la conversión —en su grado y medida— del orden político en su totalidad.
La Realeza Social de Jesucristo es el gran tema de nuestro tiempo. Así nos lo propone Pío XI en su extraordinaria encíclica Quas primas (1925).
Jesucristo Rey es el punto de contemplación más acuciante ante la vecindad del tercer milenio. Él es el único "Señor de los milenios". Debe reinar en nuestras familias, en nuestras escuelas, en nuestros universidades, en nuestras instituciones, en nuestras artes.
El "mundo", en su acepción evangélica, es enemigo irreconciliable de Cristo: "Vosotros no sois del mundo, si fuérais del mundo, el mundo os amaría, pero como no lo sois, el mundo os aborrece" (San Juan, XV, 19); este mundo filantrópico, naturalista y agnóstico que se alza hoy embravecido contra su Redentor. "El Señor conoce los designios de las naciones y sabe qué vanos son" (salmo XCIII).
El Himno de vísperas de la Fiesta anual de Cristo Rey sintetiza, con ese exclusivo sabor poético que sólo la Liturgia Romana no mutilada ha podido conservar, el odio mundano al "Signo de Contradicción"; pero también el enloquecido amor de quienes sólo queremos amar al "Amor de los Amores", al "único Nombre mediante el cual los hombres podemos ser salvos" (Hechos, IV, 12).
La delicada versión castellana que pone fin a esta exposición pertenece al exquisito poeta argentino Francisco Luis Bernárdez:

¡Oh príncipe absoluto de los siglos!
Oh Jesucristo, Rey de las Naciones:
Te confesamos árbitro supremo
De las mentes y de los corazones

La turbamulta impía vocífera:
"No queremos que reine Jesucristo";
Pero en cambio nosotros te aclamamos
Y Rey del universo te decimos.

¡Oh Jesucristo, Príncipe pacífico!:
Somete a los espíritus rebeldes.
Y haz que encuentren el rumbo los perdidos,
Y que en solo aprisco se congreguen.

Para eso pendes de una cruz sangrienta
Y abres en ella tus divinos brazos;
Para eso muestras en tu pecho herido
Tu ardiente corazón atravesado.

Para eso estás oculto en los altares
Tras las imágenes del pan y vino;
Para eso viertes de tu pecho abierto
Sangre de salvación para tus hijos.

Que con honores públicos te ensalcen
Los que tienen poder sobre la tierra;
Que el maestro y el juez te rindan culto
Y que el arte y la ley no te desmientan.

Que las insignias de los reyes todos
Te sean para siempre dedicadas,
Y que estén sometidos a tu cetro
Los ciudadanos todos de la patria.

Glorificado seas, Jesucristo,
Que repartes los cetros de la tierra;
Y que contigo y con tu eterno Padre
Glorificado el Paracleto sea.

* Versión magnetofónica de la disertación pronunciada por el Dr. Ricardo Fraga en las VIII Jornadas de Filosofía de la Historia llevadas a cabo en julio de 1997 en la Universidad de Morón (Provincia de Buenos Aires, República Argentina).


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