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Tema: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

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  1. #1
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    Re: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

    jueves, 23 de junio de 2011

    Escolios antidemocráticos.

    Una interesante radiografía del sistema que hoy es el dogma del mundo moderno y anticristiano, a modo de selección de sentencias de Nicolás Sánchez Dávila.

    Cambiar un gobierno democrático por otro gobierno democrático se reduce a cambiar los beneficiarios del saqueo.

    Errar es humano, mentir: democrático.

    El político en una democracia se convierte en bufón del pueblo soberano.

    La democracia celebra el culto de la humanidad sobre una pirámide de cadáveres.

    Habiendo promulgado el dogma de la inocencia original, la democracia concluye que el culpable del crimen no es el asesino envidioso, sino la víctima que despertó la envidia.

    El político demócrata no adopta las ideas en que cree, sino las que cree que ganan.

    Tanto capitalismo y comunismo, como sus formas híbridas, vergonzantes o larvadas, tienden, por caminos distintos, hacia una meta semejante. Sus partidarios proponen técnicas disímiles, pero acatan los mismos valores. Las soluciones los dividen, las ambiciones los hermanan. Métodos rivales para la consecución de un fin idéntico. Maquinarias diversas al servicio de igual empeño.

    El tonto no confía en verdad que la opinión pública no avale.

    La compasión con la muchedumbre es cristiana; pero la adulación de la muchedumbre es meramente democrática.

    La popularidad de un gobernante en una democracia es proporcional a su vulgaridad.

    Las democracias tiranizan preferentemente por medio del poder judicial.

    El capitalismo es deformación monstruosa de la propiedad privada por la democracia liberal.

    El historiador democrático enseña que el demócrata no mata sino porque sus víctimas lo obligan a matarlas.

    La democracia es una religión antropoteísta. Su principio es una opción de carácter religioso, un acto por el cual el hombre asume al hombre como Dios.

    La realización práctica del principio democrático re*clama, en fin, una utilización frenética de la técnica y una implacable explotación industrial del planeta.

    La técnica no es producto democrático, pero el culto de la técnica, la veneración de sus obras, la fe en su triunfo escatológico, son consecuencias necesarias de la religión democrática. La técnica es la herramienta de su ambición profunda, el acto posesorio del hombre sobre el universo sometido. El demócrata espera que la técnica lo redima del pecado, del infortunio, del aburrimiento y de la muerte. La técnica es el verbo del hombre-dios.

    La humanidad democrática acumula inventos téc*nicos con manos febriles. Poco le importa que el desarrollo técnico la envilezca o amenace su vida. Un dios que forja sus armas desdeña las mutilaciones del hombre.

    La veneración de la riqueza es fenómeno democrático. El dinero es el único valor universal que el demócrata puro acata.

    La tesis de la soberanía popular entrega la dirección del estado al poder económico.

    La doctrina democrática es una superestructura ideológica, pacientemente adaptada a sus postula*dos religiosos. Su antropología tendenciosa se pro*longa en apologética militante. Si la una define al hombre de manera compatible con su divinidad postulada, la otra, para corroborar el mito, define al universo de manera compatible con esa artificiosa definición del hombre. La doctrina no tiene finali*dad especulativa. Toda tesis democrática es argu*mento de litigante, y no veredicto de juez.

    La democracia no es atea porque haya compro*bado la irrealidad de Dios sino porque necesita ri*gurosamente que Dios no exista. La convicción de nuestra divinidad implica la negación de su existen*cia. Si Dios existiese el hombre sería su criatura. Si Dios existiese el hombre no podría palpar su divi*nidad presunta. El Dios trascendente anula nuestra inútil rebeldía. El ateísmo democrático es teología de un dios inmanente.

    La democracia individualista suprime toda institu*ción que suponga un compromiso irrevocable, una continuidad rebelde a la deleznable trama de los días. El demócrata rechaza el peso del pasado y no acepta el riesgo del futuro. Su voluntad pretende borrar la historia pretérita y labrar sin trabas la his*toria venidera. Incapaz de lealtad a una empresa remitida por los años su presente no se apoya so*bre el espesor del tiempo; sus días aspiran a la dis*continuidad de un reloj siniestro.

    Los mandatarios burgueses del sufragio prohíjan el estado laico para que ninguna intromisión axiológica perturbe sus combinaciones. Quien tolera que un reparo religioso inquiete la prosperidad de un negocio, que un argumento ético suprima un ade*lanto técnico, que un motivo estético modifique un proyecto político, hiere la sensibilidad burguesa y traiciona la empresa democrática.


    Nicolás Sanchez Dávila. Tomado de “Almena Blog”.




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    Fuente:

    https://statveritasblog.blogspot.com...ocraticos.html

  2. #2
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    Re: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

    «En ninguna forma de gobierno es tan importante la instrucción como en la democrática; porque, si el pueblo es corrompido, su soberanía es la omnipotencia del mal, y si es ignorante, su libertad es una quimera peligrosa, es la libertad de un ciego que camina a la ventura al borde del abismo.»


    —Gabriel García Moreno





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    Fuente:


    https://www.facebook.com/francisco.nunezdelarco.9/posts/2624738577776252?
    ReynoDeGranada dio el Víctor.

  3. #3
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    Re: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

    viernes, 16 de octubre de 2020

    En defensa del Voto - Juan Manuel Palacio





    Si el sufragio –sobre todo el sufragio universal- puede terminar con una sociedad, sólo el voto puede redimirla. Que la palabra voto se haya transformado en un sinónimo de sufragio no es una curiosidad, más o menos pintoresca, para esparcimiento académico. Es, más bien, un “voto a Satanás”, el fruto de una tendencia perversa que lleva –lenta y seguramente- a la disolución del lenguaje. Y la disolución del lenguaje que es ¡ay! una de las pocas cosas que nos distinguen de los animales, constituye un preámbulo de la disolución de lo humano. La diferencia específica entre el hombre y los animales es más bien la palabra que la razón: los tontos y los locos son hombres porque pueden hablar, aunque no razonen. Cuando los cristianos profesamos nuestra fe en la salvación, decimos que el Verbo –y no la Razón- se hizo carne.


    La conspiración maligna

    En todo atentado contra la palabra –que es algo sagrado- hay una conspiración maligna, una intención deshumanizante. Sobre todo, cuando no se trata de un mero cambio en la grafía o en la pronunciación –que normalmente quedan intactas- sino en el contenido. No tiene importancia que “blanco” se escriba con “ve corta”, pero que blanco comience a significar negro ya resulta alarmante. El desuso es la muerte natural de las palabras; el equívoco, en cambio, es la muerte violenta, el asesinato por mentira. La palabra entonces se envilece, se degrada, pierde el “sentido común”, se prostituye y se utiliza para mentir. En nuestros días, el lenguaje sufre un proceso universal de degeneración, coincidente con la decadencia de la poesía como arte, de la filología como ciencia y de la “palabra empeñada” –EL VOTO- como norma de vida. Paralelamente se da un auge de las disciplinas bíblicas que es plausible, en principio, pero que en muchos casos se encamina –por influencia del racionalismo naturalista- a relativizar el valor o la vigencia de la palabra de Dios. Toda teología puede ser cuestionada por un hebraísta sutil abandonado al libre examen de las palabras. La cizaña del equívoco ofrece, en este siglo, su cosecha más abundante desde los tiempos en que Adán recibió el mandato de NOMBRAR al mundo.


    Un ataque diabólico

    El asfixiante olor a azufre que despide este proceso de disolución del lenguaje es imperceptible para los narices incrédulas, para los pobres pulmones acostumbrados al “smog” sulfuroso de los tiempos, resignadamente sometidos a la dialéctica y, por lo tanto, a la contradicción –nuevo eufemismo de la mentira- como algo saludable, como condición de progreso. El ataque al lenguaje es diabólico porque sin lenguaje inteligible no puede haber razonamiento inteligible: el acceso racional a la verdad queda bloqueado por la falta de sentido –por la “insignificancia”- de las palabras. Sin lenguaje inteligible no hay entendimiento, ni paz, ni diálogo, ni promesa valederos. La corrupción del lenguaje es el método más directo de corromper a los hombres.

    El respeto por la palabra fue una orden de Jesucristo a sus discípulos. “Que vuestro lenguaje sea ‘sí, sí, no, no’, en contraste con los circunloquios, las ambigüedades y las falacias de los paganos. De allí proviene el voto, que significa CONSAGRACIÓN. El voto es algo así como la consagración de la palabra para un cristiano. Y la DEVOCIÓN es la fidelidad a esa palabra empeñada ante Dios, la Virgen o los Santos. Sobre el voto y no sobre el “contrato” jurídico se basa el matrimonio indisoluble. Sobre el voto y no sobre el “contrato social” se basa la lealtad del ciudadano cristiano a su patria…


    Una entereza inquebrantable

    El voto, la palabra consagrada, supone una idea muy seria de la vida. Supone que la vida es una vocación a la que se debe fidelidad y que es RESPONSABLE DE ESA FIDELIDAD. Supone también, desde luego, una elección, pero una elección definitiva: el voto por excelencia es el VOTO PERPETUO de los religiosos. Ese compromiso vitalicio –que tanto horroriza al espíritu moderno- es tanto más obligatorio cuanto más libremente se formula como, por ejemplo, en el caso del matrimonio o del sacerdocio. Un hombre capaz de cumplir hasta el heroísmo un voto perpetuo es un hombre verdaderamente libre.

    Esa entereza inquebrantable fue el ideal de la Cristiandad en sus buenas épocas. Los votos caballerescos, que obligaban de por vida, consolidaron el prestigio legendario de los antiguos caballeros cristianos. La palabra “caballeros” apenas significa hoy día otra cosa que un conjunto de modales agradables (o no), la pertenencia a determinados clubes sociales y la adhesión a unas pocas opiniones conservadoras y erróneas. Durante mil años significó, en cambio, la integridad más absoluta al servicio del ideal moral.


    El significado del voto

    Opuesto al capricho y a las veleidades del sufragio democrático, el voto significaría, en Política, la devoción por el bien común entendida como un compromiso vitalicio entre el ciudadano y su patria. El político DE-VOTO o “de voto” cumple así con su deber, aunque no tenga éxito, porque la obtención del poder o el mantenimiento en el poder no son –aunque se procure y desee- el objeto último de su lealtad. Si lo son, en cambio, para el maquiavélico.

    Mientras vemos, por todas partes, que la carne se hace verbo y le comunica sus inexorables proclividades a la corrupción y a la muerte, intentemos restaurar el voto, que es la palabra humana hecha carne. El voto es la asunción espiritual de lo efímero, de lo carnal o temporal, para ser ofrecido, consagrado y pronunciado en ofrenda razonable y aceptable como homenaje VOTIVO al orden eterno.


    JUAN MANUEL PALACIO


    Fuente: Revista Verdad




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    Fuente:


    Nacionalismo Católico San Juan Bautista: En defensa del Voto - Juan Manuel Palacio
    ALACRAN y ReynoDeGranada dieron el Víctor.

  4. #4
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    Re: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

    La sacralización de la DEMOCRACIA: del rito al mito. FORJA 090





    https://www.youtube.com/watch?v=-iFIXpKRHeU&t=6s

  5. #5
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    Re: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

    De la democracia, ¿puede salir algo bueno?

    por Flavio Infante

    19/11/2019



    La democracia, sepulturera del «demos»

    Es frecuente que cuando algo es exaltado sobremanera, cuando a algo o alguien se le arroga un puesto en la escala de los seres muy por encima de su real talante, lo que sigue sea la aniquilación implacable del objeto así encumbrado. Porque el absurdo es corrosivo, y el abstraer a nadie de su real puesto en el cosmos atrae la intervención de esa justicia vindicativa implícita en las obras de la Providencia divina, que no se está ociosa ante los desafueros de los mortales. Poner a algo o alguien por las nubes suele seguirse de su conversión en gas, en humo.

    Algo así ocurrió con esa unidad orgánica y jerárquica llamada «pueblo» después de que agitadores e ideólogos de la Revolución levantaran el increíble estandarte de la «soberanía popular», dotando de atributos regios (que, por definición, corresponden a uno solo) a la muchedumbre. Muy pronto desde entonces la unidad del pueblo (que le venía dada por su identidad histórico-cultural) pasó a fundarse en esta prerrogativa que se le birlara al Príncipe, lo que supuso quizás la más crasa cristalización del error voluntarista -y de mayor alcance- que se conozca en la vida de las sociedades históricas.

    Fue un golpe de mano al nivel de las concepciones primordiales, de los conceptos que traducen la aprehensión misma de las cosas, una herida en la inteligencia que determinó la vasta hecatombe de extravíos que se han venido sucediendo hasta la actualidad en progresión siempre creciente. Como consecuencia, el pueblo dejó de existir a instancias de la masa -esa entidad voluble, de pura materialidad sin forma, pasible de ser domeñada, como la masilla, por las manos de aquel que se la apropie. Y susceptible también de ser arreada detrás de una “causa” tan volátil como la honra de sus propugnadores. En nuestros días lo comprueba sin atenuantes el auge incontrastable de la estupidez, cuyo cultivo se revela prioritaria política de Estado, al igual que la coexistencia (la paradoja no es más que aparente) del individualismo y la despersonalización más extremos, en una hipnótica síntesis de liberalismo y colectivismo marxista consumada por esa «fraternidad» postrera llamada a superar la tensión (latente ya desde los días de Desmoulins y de Babeuf) entre la libertad y la igualdad revolucionarias. La democracia –dogma inatacable de nuestro tiempo, y por ello tabla a la que se aferra el hombre limitado a su solo instinto de conservación, como lo comprueba tanto comedido obispo- supo así erigir al buenismo como árbitro de las disociadoras fuerzas del orgullo y de la envidia que bullían en su seno. Por este recurso extremo logra la sociedad pervivir en su símil, tal como el pueblo lo venía haciendo en su simio.


    El convencionalismo axiológico, fruto del trastorno democrático de los principios

    La remota e indeficiente lección de un Pitágoras, que supo a lo múltiple derivado de lo Uno, apenas dice nada a nuestros contemporáneos arrastrados tan habitualmente al caos como periódicamente a las urnas. Ni se sentirán sus ideólogos llamados, como aquellos ilustres filósofos que la historia registra con el mote de «presocráticos», a remontar afanosamente la pluralidad de los seres en busca del Principio unitario. En política, concretamente, aquel talante fructificó en el viejo Platón de la Carta VII y en el mayor de sus discípulos, cuya máxima luego glosada por santo Tomás («sapientis est ordinare») cifraba una cualidad tan netamente personal que mal podía atribuirse a la multitud. Sabio se dice de uno, que no de muchos. Corresponde, en todo caso, a los muchos (y esto es efecto de la sana regulación de la política) beneficiarse del rebalse del gobernante sabio.

    En la vieja noción de la soberanía real como dimanada de Dios, las leyes del buen gobierno temporal no pueden sino reproducir por analogía el gobierno providencial del Creador sobre todas las cosas, al paso que es la propia Providencia la que designa al mandante, la que lo trae al pináculo de la existencia pública para que encarne aquellos principios. Alguno podrá replicar que esto podría igualmente decirse del gobernante consagrado por los votos de miríadas de electores encantados por la propaganda multimedia, toda vez que la Providencia no tuvo a bien impedir su ascenso fulminándolo con un rayo. Será menester entonces notar la profunda disparidad de los principios que animan a una y otra concepción para entender que difícilmente disponga Dios ungir al príncipe que ha sido fruto de la rebelión contra Su ley, haciendo al pueblo la fuente del poder. A lo más, todo lo que caiga de este lado servirá a explicar ese singular aspecto de la Providencia conocido como «permisión del mal».

    La democracia ateniense había sido el régimen político proporcionado a la tesis de Protágoras (el puro metro humano) y a la logomaquia de los sofistas. La democracia moderna, para salvar el abismo de tantos siglos, aprovechó el jalón del absolutismo real -si es que no estaba implícita en él: el rey, poniéndose al margen de todo lo que limitaba el ejercicio de su autoridad (empezando por la tradición política común, de la que se tenía voluntariamente por ab-suelto, como así también de todo ligamen trascendente a la mera razón de Estado), y aunque siguiera invocando el origen divino de su mandato, actuaba persuadido de la autodeterminación del mismo. Bastó sólo con cambiar el sujeto de esta autodeterminación (que ya constituía una doctrina extraña aunque la encarnara un hombre de cetro y corona) para desencadenar la catástrofe democrática en agobiante vigor. No es casual que la Revolución política triunfara primeramente en aquellas naciones (Inglaterra, Francia) que antes habían sucumbido a la deriva absolutista.

    Hay, pues, una doble indebida apropiación, un auténtico pillaje en la raíz misma de este régimen que ha sido universalmente impuesto a sangre y fuego en el arco que va de las guerras napoleónicas hasta las dos Guerras Mundiales. Lo que descarta, para el caso, el profesarle alguna indulgencia por recurso a la manida «indiferencia» respecto del modo de gobierno en tanto éste conspire al bien común. [Urge, por lo demás, descartar la engañosa identificación de «bien común» con desarrollo técnico-económico: si hay un espejismo que no debiera hacer mella entre católicos es éste, estrechamente asimilable al carácter de las tentaciones sufridas por Nuestro Señor en el desierto, reductibles al cabo a la conversio ad creaturam. Ésta es precisamente la adulterada noción de «bien común» que prevalece, cuando aún se la invoca, en la híspida conglutinación democrática]

    Una vez creado y ensanchado el vacío, lo que matemáticamente sigue (si acaso, a modo de paliativo instado por el horror vacui) es la agotadora recurrencia a la constitución escrita, esa especie de compromiso entre el derecho positivo y la ley no escrita en la que anidan aquellos principios «de rango constitucional» que garantizarían alguna solidez en la licuefacción del moderno devenir político. Pero aun estos principios fundantes no pueden sustraerse a su carácter enteramente convencional, indiferentes como lo son a la naturaleza de las cosas invocadas en sus formulísticos notariales parágrafos. La democracia es cínicamente positivista, consagra la pura facticidad contra el «deber ser», y sus leyes suelen ser más la expresión de la procacidad autosuficiente de una Babel orbital que no el reflejo de una armonía incoada en la convivencia de los hombres. Una pura nadería dimanada de consensos artificiales que no alcanza a llenar de alguna sustancia a esos sus «valores» ululados hasta la extenuación.

    A la postre, no hay nada de innoble, de vergonzoso o de protervo que la democracia no se avenga a reivindicar, allí donde la «diversidad» es el supremo paradigma.


    La democracia es una religión

    En un texto escrito hace ya cien años e incluido en su El espectador, Ortega aludía al hecho de que «como la democracia es una pura forma jurídica, incapaz de procurarnos orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son derecho público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias». Entre estas extravagancias el autor deploraba particularmente el plebeyismo que, lejos de suponer la elevación de la plebe a partir de la adquisición de un cierto inventario de derechos que otrora le habrían sido denegados, se reducía al «proceso de conquista de las clases superiores por los modales chulescos». Certera en este último punto la observación, lo que Ortega no advierte es que la democracia, desde su funesta irrupción, se pretende a sí misma precisamente «principio integral de la existencia», y que en el ya remoto origen histórico de este convulso movimiento hacia el establecimiento de la Civitas hominis late un postulado lo suficientemente radical como para reclamar algo más que «puras formas jurídicas» que lo coronen. Esa primacía o imperio (kratoV) concedidos, en insuperable impostura tética, a un «pueblo» que no es sino la hipóstasis larvada del mero arbitrio humano, ese hachazo aplicado a las raíces mismas de unos hábitos sociales fundados en la convicción inmemorial de que hay leyes inherentes a las cosas y al hombre y que éstas son previas a su arbitrio, ese auténtico salto histórico al vacío (y acá volvemos a considerar la correspondencia con una de las tentaciones rechazadas por el Señor en el desierto) no puede no querer constituir sino un «principio integral de la existencia» -o más bien un principio desintegrador de la misma. La democracia pretende ser mucho más, en suma, que una mera ordenación jurídica.

    Lo vio con la acuidad que es suya propia Nicolás Gómez Dávila, quien antes de abordar el tema de la democracia en su desarrollo histórico se sirvió recordar que «todo acto se inscribe en una multitud simultánea de contextos; pero un contexto unívoco, inmoto y último los circunscribe a todos. Una noción de Dios, explícita o tácita, es el contexto final que los ordena». De ahí que «ninguna situación concreta es analizable sin residuos o dilucidable coherentemente mientras no se determine el tipo de fallo teológico que la estructura». Se aplica aquí lo del Evangelio: «antorcha de tu cuerpo son tus ojos: si tu ojo fuere puro, o estuviere limpio, todo tu cuerpo estará iluminado. Mas si tienes malicioso o malo tu ojo, todo tu cuerpo estará oscurecido« (Mt 6,22). La democracia supone una identificación fundamental del hombre con la divinidad: es antropolátrica. «Su doctrina es una teología del hombre-dios; su práctica es la realización del principio en comportamientos, en instituciones y en obras»: esto es, la proyección corpórea de lo que el ojo ha previamente concebido.

    Por esto es que el abordaje de la democracia conviene sea hecho no tanto desde la teoría política cuanto desde la teología de la historia. Surgida para acabar con el régimen de cristiandad y para opugnar y suplantar al cristianismo (cosa inmediatamente advertida por los mártires de La Vendée y por los más esclarecidos testigos de la infestación revolucionaria, entre ellos un acatólico como Edmund Burke), este maldito propósito y la latitud de su éxito obligan a configurarla con las profecías atinentes a las postrimerías, al reinado del Anticristo –o, al menos, a retenerla su más esclarecido precursor. Su carácter sustitutivo y simiesco resulta, por lo demás, explícito al advertir el encomio que la democracia ha hecho a menudo de sus «padres», no que de sus «apóstoles» y «mártires». Como un organismo parásito, tomó la nomenclatura cristiana para re-semantizarla de conformidad con sus fétidos fantasmas.

    En estos tiempos de delirante ecumenismo dados a exagerar la porción de verdad contenida de hecho en las distintas religiones(los semina Verbi que san Justino vio esparcidos desde antiguo en los más diversos cultos), no estará de más precaverse contra la más irredimible de las religiones, aquella que ostenta el cero perfecto en punto a siembra de verdades parciales, la religión que enaltece a la humanidad, que es -otra vez en palabras de Gómez Dávila- «el único dios totalmente falso».


    Efectos deletéreos de la democracia

    Así como en el microscopio se escrutan los agentes patógenos, los efectos devastadores de los rituales democráticos en una nación pueden reconocerse al vivo en los pueblitos de campaña. Quien suscribe estas líneas vive en una localidad de la pampa húmeda que supera en poco los quinientos habitantes, y puede dar cuenta de lo que cualquier vecino podría confirmar: la proximidad de las elecciones pone a los candidatos (que suelen ser dos) en una frenética campaña de “compra de voluntades”, con erogación de dinero contante y sonante a cambio del voto. Tanto es así, que no extraña que el derrotado pueda alegar como razón de su derrota su menor disponibilidad financiera para el ejercicio de la venalidad.

    El carácter religioso invertido, como de superchería inapelable, se destaca al comparar la escasísima asistencia a Misa (o lo que eso parece, picado el nuevo rito dizque católico de toda suerte de guiños democratizantes y antropolátricos), en contraste con la masiva afluencia al cuarto oscuro. Endomingados para la fiesta cívica a la que acuden con la prestancia de las reses al matadero, los vecinos revelan sin saberlo el carácter sustitutivo de la verdadera religión que asume esta otra completamente ajena al esplendor y la belleza de la Verdad. Para no hablar del efecto inmediato de la comparsa comicial: la enemistad facciosa, de grupetes, fundada ni siquiera en la inconciliabilidad de cosmovisiones en pugna, sino –mucho más acá- en una rivalidad inducida, de gallos de riña, con susceptibilidades heridas a golpe de monosílabo y resquemores tan pueriles como durables. Como su nombre lo explicita, la política “de partido” vuelve a exhibir, aun en los escenarios más simples, todo el tenor de su aversión a la unidad.

    Es conocido aquel pasaje del Martín Fierro en que el protagonista es «arreado en montón» para ir a servir en la frontera con el indio, a instancias de un juez de paz que no le perdona su poca afición a los comicios:


    A mí el juez me tomó entre ojos
    En la última votación.
    Me le había hecho el remolón
    Y no me arrimé ese día,
    Y él dijo que yo servía
    A los de la esposición.
    Y ansí sufrí ese castigo,
    Tal vez por culpas ajenas.
    Que sean malas o sean güenas
    Las listas, siempre me escondo:
    Yo soy un gaucho redondo
    Y esas cosas no me enllenan.


    Se observa cómo el delirio polarizador inspira a los facciosos de uno y otro bando el atribuirle al abstencionista su presunta pertenencia al rival, «a los de la oposición». En nuestra campaña de la segunda mitad del siglo XIX, el hombre que llevaba en la latitud de su soledad el eco de una tradición atacada por el cosmopolitismo de los necios, sabía despreciar rotundamente las tretas de los mercaderes de ilusiones y las lisonjas prometeicas. Sabía, sin demasiadas letras, que «esas cosas» no son la plenitud de nadie.

    La plenitud que reivindicaba Fierro, con todo, luce imposible en tiempos de tal vacío existencial que hace que nuestros contemporáneos suenen a hueco si se los golpea un poco. La célebre pregunta de Natanael, aplicada ya no a Nazaret sino a la democracia o a la modernidad (que ambos son términos intercambiables por metonimia, como «feudalismo» y «alta Edad Media») puede responderse con un «ven y verás» que exhiba el mustio cuadro de la pura problematicidad de la existencia, la crisis político-económica crónica, la demolición de la familia, el aborto, la perversión sexual, la corrupción de las conciencias de los niños, el apogeo de la usura, la depresión y el hastío de la vida, la desmembración de las naciones y su repoblación a expensas de inmigraciones sustitutivas, la falsificación sistemática de todo lo visible y lo invisible, etc, …para comprender que el católico que esté dispuesto a cumplir un módico servicio a la verdad aceptando las reglas de la moderna política de partidos tendrá que hacer abstracción de sus principios –los suyos propios y los de la democracia-, y rehuir toda atención a las consecuencias y fines atinentes a unas premisas lo bastante explícitas como para augurar algo mejor que lo que vemos con espanto. Tendrá que admitir la homologación del Evangelio con las doctrinas más aberrantes, del mismo modo que el procedimiento eleccionario empareja al héroe y al desertor, al santo y al rufián, ya que todo voto vale uno.

    Una eficiente acción política católica para nuestros tiempos estribaría –así lo suponemos y así lo ponemos por obra- en un estado de repulsa categórica y de espera vertical, opiniendo a aquellos novissimus diebus [quibus] instabunt tempora periculosa (II Tim 3,1) el testimonio de una prestancia ojival y una solidez inconmutable, como de piedra viviente integrada en el templo espiritual de los redimidos. Dios nos lo conceda. Porque de los laberintos se sale por arriba, y a esta bestia pluricéfala y de aliento venenoso como la hidra sólo puede vencerla aquel Heracles divino que vendrá como el rayo, y no a la cabeza de ninguna lista eleccionaria.





    Flavio Infante

    Católico, argentino y padre de cuatro hijos. Abocado a una existencia rural, ha publicado artículos en diversos medios digitales, en la revista Cabildo y en su propio blog, In Exspectatione




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    https://adelantelafe.com/de-la-democ...ir-algo-bueno/

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    Re: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

    Los pueblos también se equivocan

    31.10.2019





    Es políticamente correcto afirmar que los pueblos nunca se equivocan. Vox Populi, Vox Dei. Aunque en Argentina como en otras naciones, existen pruebas concretas de que esto no es cierto, nadie se anima a decirlo so pena de ser tildado de facho, antidemocrático o golpista. No tendría porqué ser así.

    Mostrar la verdad evidente, no debería ser motivo de condena. Lo que la circunstancial mayoría elija, no implica que sea lo mejor. Del mismo modo, tampoco es necesariamente lo contrario.

    El lugar intocable que se la otorgado a la voluntad popular, es otra expresión del pensamiento impuesto por el establishment que nos ha convencido de la existencia de un falso dios: un pueblo idealizado que es depositario de la verdad.

    El pueblo abstracto solo existe en lo conceptual. La realidad es la de millones de hombres y mujeres con distintas aptitudes y motivaciones, fortalezas y deficiencias.

    Dictadores, gobernantes inescrupulosos y delincuentes fueron elegidos o apoyados por grandes mayorías a lo largo de la historia. Amores y odios se conjugaron con esperanzas desmedidas y miedos.


    Las pruebas

    La historia política argentina, ha sufrido desde la organización nacional varias etapas de inestabilidad que fueron horadando la credibilidad de las instituciones.

    Las tres primeras décadas del siglo XX, seguramente han sido las mejores. Luego se alternaron durante cincuenta y tres años, gobiernos de facto y constitucionales -con uno que dejó de serlo- hasta que finalmente en 1983 se inició una serie ininterrumpida de gobiernos elegidos por el pueblo que se continúa hasta el día de hoy.

    El advenimiento de la nueva democracia generó en el ideario colectivo la creencia de que habíamos logrado una panacea que nos marcaría el camino para sortear cualquier escollo y nos protegería de toda perturbación social.

    Alfonsín pontificaba: "Con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura". Este fue el credo de los primeros años. Pero en menos de cinco, comenzó la hiperinflación y nos empezamos a dar cuenta que la democracia no solucionaba todos los problemas. El gobierno radical sucumbió y la crisis económica provocó la entrega del poder cinco meses antes de la finalización del mandato.

    Si bien, sabemos que los avatares económicos, no son simples cuestiones de esa área, es una realidad que nuestra idiosincrasia hizo que toda crisis moral se asocie siempre con la inestabilidad económica. La economía es nuestro órgano de choque. Allí se manifiesta todo lo que nos pasa, corrupción, presiones, miedos y falta de convicciones firmes.

    Sigamos con la historia. Asume Menem y continúa la hiperinflación hasta que en 1991/92 comienza el plan de convertibilidad y se crea el peso convertible. Se logra frenar la inflación y vinieron diez años de estabilidad cambiaria con baja inflación. En 1994, Menem logra reformar la Constitución, lo que le permitió presentarse en 1995 para un nuevo período presidencial de cuatro años. Se sostuvo que fue reelecto gracias al voto cuota. La gente no quería perder el uno a uno con el dólar.

    En 1999 con De la Rúa y el gobierno de la Alianza, el uno a uno tuvo una sobrevida de apenas dos años y estalló por el aire. Continuó una seguidilla impresentable de recambios presidenciales. Una especie de breve, pero contundente papelón internacional.

    Llegaron las elecciones de 2003. Néstor Kirchner fue electo debido a que Menem, que había salido primero, renunció a ir a una segunda vuelta. Se iniciaron cuatro años y medio de gobierno que terminaron con la entrega del poder a su esposa Cristina Fernández quien gobernó durante dos períodos. En estos doce años se generó una notable división en la ciudadanía, comparable en gran medida con el primer gobierno del régimen peronista.

    Llegaron las elecciones presidenciales de 2015 y con ella una nueva oportunidad. Esta vez no podíamos fallar. Parecía que habíamos encontrado la fórmula para retomar el camino de grandeza perdido hace siete décadas y superar las antinomias. Lamentablemente esto no ocurrió.


    Solo la verdad nos hará libres

    El domingo pasado, las mayorías volvieron a elegir a quienes ya estuvieron en el poder. Las antinomias heredadas persisten, al igual que la inflación, la inseguridad y los elevados índices de pobreza y de desempleo.

    Unos y otros se echan la culpa. Los años pasan y los problemas se profundizan. Hay gente contenta y hay otros con miedo, bronca y desesperanza. Los que eran enemigos ahora festejan como grandes amigos. Los que caminaron juntos se distancian y se enfrentan. Quizás muy pocos resistan un archivo.

    Con el resultado del domingo, quedó de manifiesto un país partido en dos. Han pasado treinta y seis años desde el regreso a la democracia y estamos cada vez peor.

    Dos frases pueden conjugarse para la esperanza que nunca debemos perder. Decía Alfonsín: "Si la política fuera solo el arte de lo posible, sería el arte de la resignación". Decía San Agustín: "Empieza haciendo lo necesario, después lo posible y de repente te encontrarás haciendo lo imposible".

    Quizás aún tengamos salida. Pero alguien lo tiene que decir: el pueblo también se puede equivocar.




    _______________________________________

    Fuente:

    Los pueblos también se equivocan - Opinión | Diario La Prensa

  9. #9
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    Fracaso de la democracia en Magufolandia #UNCRISTIANONOTIENEMIEDO





    https://www.youtube.com/watch?v=V9WD5omKJLI

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    Re: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

    Nada para el pueblo, pero con el pueblo



    EFE


    Publicado Por: LA ESPERANZA

    febrero 14, 2021



    La democracia, en sentido clásico, no es ni mejor ni peor que cualesquiera otras formas de gobierno, si hacemos abstracción de la idiosincrasia propia de cada sociedad. Sin embargo, mucho nos tememos que la actual democracia que hoy padecemos se halla bastante lejos de su concepción clásica. Algunos han considerado más ajustado llamarla partitocracia o partidocracia.

    Llamémosle como le llamemos, el sistema político en el que se enmarcan las elecciones catalanas del 14 de febrero muestra un rasgo muy distintivo: necesita al pueblo, cuenta con él. Hasta nueve candidatos concurren a los próximos comicios catalanes y todos ellos coinciden en una misma cosa: su llamado a los catalanes a participar con su voto, ignorando incluso los peligros para la salud pública que tal llamamiento supone en la actual situación de pandemia.

    La prioridad fundamental de todo ciudadano, su mayor responsabilidad, no es otra que la de contribuir personalmente al despliegue de este circo mediático. Y todo ello, ¿para qué? Desde luego no porque ninguno de los nueve candidatos esté particularmente desesperado por representar a nadie que no sea él mismo o sus compañeros de facción. Sabemos de sobra que los partidos políticos son cuerpos extraños a las sociedades naturales y que, como tales, difícilmente podrían representar a ninguno de sus miembros.

    El imprudente afán por requerir la presencia de los catalanes en la próxima cita electoral responde a la necesidad de utilizar al pueblo en tanto que coartada. Buscando su complicidad a través del voto, la próxima hornada de oligarcas se asegura que la responsabilidad de sus inevitables desmanes recaiga directamente sobre sus electores. Da lo mismo quién gane o quién que pierda; cualquiera de ellos sólo servirá para traer más ruina a Cataluña y al resto de las Españas. Y además podrán descargar sus culpas sobre el pueblo por haberlos votado. Es el crimen perfecto, no hay duda.

    En realidad, poco importa cómo lo llamemos. Lo único meridianamente claro en este sistema es lo útil que resulta a las élites gobernantes para hacer responsable al pueblo de sus propios excesos. Para eso sirve votar.

    De este modo, el muy cínico lema del viejo despotismo ilustrado, «todo para el pueblo, pero sin el pueblo», toma ahora la forma de una broma macabra: «nada para el pueblo, pero con el pueblo»; «contamos con vosotros para procuraros vuestra propia desgracia».

    Con todo, no tenemos duda de que serán muchos los catalanes que el próximo domingo se presentarán diligentemente en sus colegios electorales para cumplir con su deber democrático. Aun cuando ello suponga comprometer su propia salud y la de sus vecinos. Y es que de todos es sabido que si hay «trileros» es porque también hay «primos». Pues eso: «acérquense, señores, ¡hagan juego!».


    David Avendaño, Círculo Carlista Marqués de Villores




    _______________________________________

    Fuente:

    https://periodicolaesperanza.com/archivos/3564

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    Re: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

    No te inmoles por la democracia boba

    Antonio Moreno

    Historiador y escritor


    Foto: Perú Libre.


    Hace mucho dejé la idolatría sanmartiniana y bolivariana que nos suelen impartir religiosamente en las escuelas peruanas para sostener la narrativa de esta republiqueta bananera. Tampoco me entusiasma la celebración del bicentenario de nuestra independencia nominal de España, y confieso que he asistido -obligado bajo pena de multa- desde que tengo 18 años, a elegir al “menos peor” entre los peores que suelen estar disponibles como oferta electoral cada cinco o cuatro años, dependiendo si hay que votar por el que te va a defraudar desde Palacio de Gobierno, parlamento, municipio o gobernación.

    Desconfío de los políticos peruanos, desconfío del votante peruano promedio, desconfío de las instituciones republicanas vigentes y de quienes han elevado a nuestra pueril democracia a los altares, como si acaso se tratara de una deidad pagana a la cual debemos rendir sacrificio.

    No hay mito más mediocre y falso que el de nuestra república bananera, supuestamente nacida, por lo menos de acuerdo a la propaganda oficial, del ardor y la voluntad popular por alcanzar la “libertad” y la “igualdad”, sentimientos de las grandes mayorías por liberarse de la “esclavitud” del Antiguo Régimen y el oscurantismo católico encarnado en el Santo Oficio.

    Me imagino a las élites criollas, ansiosas por sacarse de encima el peso muerto de la administración española, firmando la declaración de independencia bajo la mirada atenta de las bayonetas chilenas y rioplatenses que vinieron a “liberarnos”. Y también al pueblo llano embebecido por los balconazos de los caudillos que bordaron nuevos estandartes y gritaron promesas que apenas cumplirían. Los primeros usaron y usarían a los últimos para legitimarse una y otra vez. Lo siguen haciendo, aunque ya no visten bicornios, ahora también los “libertadores” usan sombreros de paja.

    El comunista Pedro Castillo, el nuevo libertador con sombrero de paja, la nueva promesa de un Perú libre, como reza el nombre del partido que lo acogió como candidato, se pondrá la banda rojiblanca el próximo 28 de julio y será el presidente del bicentenario. Así por lo menos lo evidencian los millones de votos de insensatos que decidieron entregar su país al socialismo del siglo XXI. Puede que también se les arruine la fiesta y el jurado electoral termine por aceptar las evidentes muestras de fraude cometidos en mesa y los números se volteen y la no menos cuestionada Keiko Fujimori termine por arrebatarle el sabor de la victoria. Si eso llegara a ocurrir, aunque remotamente, la pradera se incendiaría. Los rojos son muy buenos para quemarlo todo.

    La izquierda progre, como siempre, ha sido la primera en caer presa del engaño de los rojos que acompañan a Castillo, primero, porque ven en él la única posibilidad de probar un poco del poder que no pudieron conseguir por sí solos -su lideresa, Mendoza, sacó un 7% de los votos-; segundo, porque muy en el fondo son amantes de la hoz y el martillo por encima de los trapos color arco iris, y tercero, porque su odio a la derecha pesa más que ponerse a pensar si es que sus fetiches y cuotas de género en verdad les importan a sus primos de la izquierda más radical.

    Después han caído los liberales progresistas, los señoritos universitarios que ceden a la agenda cultural de la nueva izquierda, pero no renuncian a la billetera de sus papis. Han dado su “voto crítico” a Castillo y esperan que deslinde pronto de Vladimir Cerrón, el marxista leninista fundador del partido que lo convirtió en su candidato y le prestó su equipo y militantes. Son tan ingenuos que creen que podrán moderarlo y así asegurar el modelo económico que tanto provecho le sacan, pero que a su vez critican desde sus universidades caras para sentirse “cercanos” a las clases populares que jamás podrán pagarse una pensión en esos campus.

    A todos ellos los unes su odio visceral por la derecha “bruta y achorada”, como denominan a los mercantilistas que han exprimido este pobre país los últimos doscientos años, los mismos que firmaron la declaración de independencia entre el miedo y el oportunismo. Dos siglos después, una nueva fuerza irrumpe para deshacerse de esta vieja élite que pasó de revolucionaria a reaccionaria y hoy se niega a perder el trono.

    Envalentonados ante una posible victoria que podría abrirle las puertas al poder ilimitadamente, las hordas revolucionarias que empezaron a engordar con las arcas públicas gracias al filochavista Ollanta Humala (2011-2016), repitiendo el plato con Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018), Martín Vizcarra (2018-2020) y el morado Francisco Sagasti (2020-2021), desmotivan la resistencia ciudadana -que se moviliza indignada por las denuncias de fraude electoral y exige a las autoridades transparencia en las actas impugnadas- llamando a la reconciliación, a la paz pública y a que se respete la democracia. Total, ellos ya se sienten ganadores y el resto, más de 8 millones de peruanos que no votaron por Castillo, que se aguanten y que callen.

    ¿Cómo pueden llenarse la boca de discursos de paz y reconciliación los pusilánimes que nos empujaron al foso de las bestias con la falsa promesa de que podrían domarlas? Lo hacen a sabiendas que están en ventaja, con aliados dentro del aparato del Estado, con portavoces y tinterillos a sueldo, con el visto bueno de organismos supranacionales, con la amenaza de quemarlo todo para apaciguar los ánimos de la oposición moderada.

    Solo un necio o cómplice de la mentira se atrevería a negar que el Perú está fracturado socialmente, y que no hay forma de reconciliarnos sin que haya un liderazgo sano en la presidencia y una oposición madura y permanente que no sufra de burlas ni persecuciones en el parlamento y en la calle.

    Castillo no puede decir que las “grandes mayorías” le han confiado la presidencia cuando la diferencia entre su partido y el de Fujimori es de menos de 50 mil votos. Más de 8 millones de peruanos votaron porque Perú Libre y su propuesta de tintes marxistas leninistas no lleguen al poder. Más que votar por Fujimori, muchos peruanos votaron porque Castillo, Cerrón, Bermejo y otros tantos indeseables que admiran a los regímenes asesinos y corruptos de Maduro en Venezuela y Castro en Cuba, no tuvieran chance si quiera de lograr un puesto de portero en Palacio de Gobierno.

    Pero si la suerte está echada y ellos toman el poder, entonces no podemos comportarnos como corderos listos para ser degollados. No podemos caer en el juego de la izquierda que nos exige sumisión. No quieren reconciliación, quieren capitulación. No quieren que respetemos la democracia, una palabrita que repetirán hasta el hartazgo e irán otorgándole nuevos significados. Lo que quieren es que les obedezcamos sin vacilaciones en el nuevo orden que impondrán.

    No podremos detener la represión comunista, que vendrá tarde o temprano, si nos presentamos tibios como los liberales progresistas, que serán los primeros en ser engullidos, o tercos idealistas como los viejos mercantilistas de la república bananera, obsesionados por su religión, la democracia boba y pagana que no supo satisfacer a generaciones y resultó siendo una estafa, incluso para quienes la defendieron. Una democracia boba que no pudo si quiera tener los anticuerpos suficientes para repeler los virus que ingresaron dentro de su organismo para enfermarla.

    Presenciamos como el culto a esta democracia estéril y desprestigiada está a punto de ser derribado por los comunistas que han traído sus propios ídolos y se alistan a levantar sus templos para un nuevo credo. No podemos inmolarnos por la democracia boba, pero si toca defender a nuestras familias, el poco o mucho patrimonio del que dispongamos, y sobre todo la fe, que será lo que más ferozmente querrán arrebatarnos, y lo que nunca podrán quitarnos si confiamos en que Dios está con nosotros.




    _______________________________________

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    No te inmoles por la democracia boba (mundorepubliqueto.com)

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    Re: Un Argumento Contra la Democracia Moderna

    La democracia demoníaca




    Moncloa, B, Puig de la Bellacasa

    Publicado Por: CIRCULO SACERDOTAL CURA SANTA CRUZ julio 3, 2021


    En el año 1988 se estrenaba la película de José María Tudirí titulada Crónica de la guerra carlista. En cierto momento, aparece en escena un sacerdote en sotana predicando en vascuence desde el púlpito a sus fieles un encendido sermón contrarrevolucionario y antidemocrático. En este sermón les dice: «Lucifer fue el primer liberal, que dio el grito de libertad e igualdad en el cielo y su bandera hondeó entre las huestes angélicas. El fue el primero que reclamó sus derechos individuales proclamándose independiente e igual a Dios mismo. El ángel rebelde fue el primer revolucionario y el primer demócrata. Adán y Eva fueron sus seguidores, seguidos por sus posteriores generaciones: los sicarios del gobierno revolucionario. ¿Elecciones? ¿Elecciones, queridos feligreses? ¡Bayonetas! ¡Bayonetas y bayonetas! ¡Nada de poesías! La llave del problema está en la punta de la espada».

    ¡La democracia, decía Heródoto, quede para los enemigos! Porque no es más, dice Platón en la República, que un manto multicolor de flores bordadas que niños y mujeres contemplan como hermoso. Pero poco más.

    Y es que, democracia y demonio van de la mano. Siempre han ido de la mano, Pues la democracia no es otra cosa sino la rebeldía contra Dios, la usurpación de su trono, la creencia de que la soberanía reside en el pueblo y que, la verdad y la mentira, el bien y el mal, nacen del consenso de la mayoría. Esta idea ya fue condenada por Pío IX en Quanta cura, al decir: «No es verdad que la voluntad del pueblo, manifestada por la opinión pública o de cualquier otra manera, constituya la ley suprema, independiente de todo derecho humano y divino».

    La democracia y la rebelión angélica tienen un interesante punto en común: la soberbia. Si el pecado angélico por excelencia es la soberbia, ésta es la característica central de la democracia. No sólo se arroga el poder de determinarse a si misma y al pueblo con sus leyes, sino que, además se erige como la única forma de gobierno posible. Los regímenes no democráticos son, para la misma democracia que se ha constituido en ley y fundamento de la moral, inmorales e indecentes, sin derecho a existir, y la democracia ya no es más un régimen entre otros, una forma de gobierno entre otras muchas (como la monarquía o la aristocracia en el caso de Aristóteles) sino la única forma de gobierno posible y legítima.

    Así, tal democracia no es un régimen que se prefiera al de otros por razones técnicas, de oportunidad, de número, razones prácticas, de conveniencia política… sino el único posible. Y tampoco es un régimen que se pueda enmendar o suprimir por razones importantes (como dice santo Tomás citando a san Agustín, en el caso de que el gobierno esté formado por personajes escandalosos y criminales o que el pueblo elector se ha depravado) sino que subsiste por sí misma porque no hay otra fuente de soberanía y legitimidad. Por ello, todo ataque a la democracia es denostado, perseguido y condenado.

    Así, lo justo queda definido por ella misma: para la democracia la justicia política se define por la democracia y la injustica por la ausencia de ella. No existe otro criterio ni vara de medir que este: tal nación es democrática o no lo es.

    Esta democracia, a la que Jean Madiran llamará la democracia moderna, es la que se ha asentado y amenazado la estabilidad de nuestro país. Y ello con la complicidad de la Iglesia (cosa que no debe sorprendernos pues muchas veces en la historia la Iglesia ha abrazado a sus enemigos). La democracia se confiesa a ella misma, como han dicho varios miembros destacados del episcopado español en estos días en los que se ha conmemorado la execrable constitución que se nos impone, como factor histórico que hizo posible la instauración democrática en España después de la muerte de Francisco Franco.

    En estos días, de tanta confusión y bullicio ideológico, nos conviene tener en cuenta este dato. Luchar contra la democracia es estar en el bando bueno, es luchar contra la tentación luciferina de libertad, es construir la Ciudad de Dios, estar en el bando vencedor y el único camino posible para devolver el trono usurpado a Nuestro Señor Jesucristo.


    P. Juan María Latorre, Círculo Sacerdotal Cura Santa Cruz




    _______________________________________

    Fuente:

    https://periodicolaesperanza.com/archivos/3170

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