La histórica ruptura del ser humano Occidental con las realidades suprafísicas y trascendentes
La concepción de un cosmos radicalmente desacralizado es un hecho relativamente reciente. Para las culturas tradicionales (prácticamente todas, a excepción de la que impera en Occidente desde del Renacimiento y del ensayo que supuso la última fase del clasicismo grecolatino), la naturaleza nunca fue algo exclusivamente físico, pues siempre estuvo investida de un valor trascendente. Puesto que el cosmos era una creación, emanación o manifestación divina, el mundo entero estaba impregnado de sacralizad y siempre conservó, a los ojos del hombre tradicional, una incuestionable transparecencia metafísica.
Como dijo René Guenón: "Occidente es, sencillamente una anomalía en el orden del cosmos".
Antaño toda manifestación física poseía una significación espiritual. Los rituales rompían la horizontalidad de la línea de sucesos posibilitándonos acceder a una visión vertical de la Creación. La vida entera del hombre tradicional era celebración sagrada del misterio de la Creación.
El énfasis en el desarrollo de la razón lógica frente a otras formas de conocimiento, y la autonomía del individuo frente a la colectividad son quizás los dos rasgos básicos que determinan la involución mental de Occidente a partir del Renacimiento. Un desarrollo tan hipertrofiado como unilateral de tales posibilidades cognoscitivas ha provocado que el discurso de la razón desemboque en un positivismo contumaz, y el de la libertad personal en un individualismo ególatra. El hombre se ha ido apropiando de la superficie del mundo e la misma medida que ha renunciado a sus alturas. Convertido ahora en “ciudadano universal”, habitante de cualquier parte, sin raíces en ninguna.
Perdido el Centro, que cohesiona e integra, el ser humano se fragmenta y se diluye en una multiplicidad de opiniones, deseos, pulsiones, sentimientos y actitudes. Caóticos todos ellos, atomizados residuos de un proceso de dispersión centrífugo que ningún recogimiento, que ninguna burbujita viene a equilibrar.
En la Tradición (termino que pierde todo su sentido en el contexto profano), el ser humano queda vinculado al Origen, a la vez que proyectado a su reactualización escatológica al Final del Tiempo, con la implícita posibilidad de trascender su vida, de situarse en la hierohistoria.
Cortando sus raíces en la tierra y rechazando la tradición, renegando del Cielo, el hombre moderno quiere creerse libre, cuando no pasa de ser una especie de sombra en suspenso, fantasmal y alucinada, que vaga sin saber quien es ni que hace aquí, en un cosmos enmudecido que no le revele ya sentido alguno. Hundido en su nequicia y agnosia, traduce su ofuscado desconcierto espiritual en un agresivo espíritu de conquistas cubriendo de esta guisa la tierra de cemento, cristal, haciendo uso de materiales abyectos y viles. Fabricando máquinas infernales, malolientes, ruidosas y tóxicas, refugiándose en los números para olvidar su nulidad. El hombre titánico que para llenar su vacío y por obviar su naturaleza más elevada se enorgullece de sus máquinas, y sus ciudades repletas de hormigón, hierro, y luces cegadoras.
Inconsciente por su esquizofrenia crónica parece no hacer caso a lo paradójico y orweliano de su lenguaje, el hombre moderno presume gustoso de pertenecer a su tiempo. Pero “su tiempo” es el tiempo anónimo, convertido en cifra de sus relojes digitales, tiempo muerto, desposeído de toda dimensión simbólica. El tiempo ya no le pertenece. El hombre moderno ya no tiene tiempo. Como se puede leer en Momo, los hombres grises, los demonios grises le han tentado y robado sus vidas.
El hombre moderno si tiempo y sin lugar, exiliado voluntariamente del Origen y del Centro no es y un Cosmos, sino un Caos.
Publicado por Arcana Mundi
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