TOLERANCIA
Y CRONOLATRÍA
La tolerancia es la gran virtud liberal y, como todas las virtudes liberales abre un amplio crédito al error, los vicios y los males. Pensándolo bien, no solamente no es una virtud, es decir un hábito bueno que refuerza una disposición natural, sino que puede ser todo lo contrario: un vicio inspirado por el temor de corregir o de señalar los inconvenientes de una actitud molesta o agresiva. En el mejor de los casos puede ser prudente tolerar un mal que no se puede evitar, pero ¿hasta cuándo y hasta dónde? Son los límites que la propia prudencia determina y a partir de los cuales la tolerancia penetra en el terreno de una permisividad blanda y perniciosa.
El liberalismo nace en los cerebros burgueses cuando el reinado de los financieros comienza a reemplazar las antiguas potestades, y como esta substitución no se puede hacer sin emplear un poco de astucia, nada mejor que declarar libres a las opiniones políticas, económicas y religiosas y hacer de esos terrenos un “no man’s land” donde se instale el arbitrio de las oligarquías plebiscitarias bajo el soborno sagaz de las finanzas. ¿Quién dice eso? El Dr. don Carlos Marx, un especialista en revoluciones y un excelente conocedor de la historia europea, además de ser el mejor discípulo de Hegel y un falso profeta. Pero estas últimas notas, que harían rabiar al finado Padre Sepich y sus discípulos de la Universidad Nacional de Cuyo, podrán ser objeto de un comentario aparte que prometemos realizar con el superficial esmero que ponemos en todas nuestras reflexiones.
Si no hay ninguna verdad política, ni económica, ni religiosa, la tolerancia es el naipe obligado en estos juegos de azar, donde se trata de engañar al mensaje y obtener el poder que da el consenso de las masas manipuladas por la publicidad. Para que tal actitud pueda imponerse hay que terminar con la sabia organización de las sociedades naturales y con el orden impuesto a las finanzas y a la política misma por la influencia del saber religioso. ¡Santo Dios! ¿De dónde diablos saca usted todas esas perimidas sandeces? ¿Quién le ha dicho que hay un orden natural práctico impuesto por el juego espontáneo de las desigualdades sociales?
La Iglesia Católica y también el Dr. don Carlos Marx, si usted quiere. Recuerde ese párrafo del Manifiesto donde afirma: “La burguesía ha jugado en la historia un papel altamente revolucionario. Allí donde ha conquistado el poder ha pisoteado las relaciones patriarcales e idílicas. Todas las ligaduras feudales que ataban al hombre a sus superiores naturales las ha quebrantado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre hombre y hombre que el frío interés, el duro pago al contado”. Y hay otras frases más que no copio para no desprestigiar el Manifiesto presentándolo como un lamento de los buenos tiempos pasados. No se olvide que Marx era Barón por braguetazo y que no olvido de reivindicar su “derecho de pernada” sobre la sierva de su consorte Jenny Von Westphalen, una noche en que la cerveza le hizo perder su vocación proletaria.
Según usted, la tolerancia es un vicio y no una virtud, de manera que el progreso natural de la historia al traernos en sus alas la tolerancia no ha hecho más que meternos en una ciénaga donde corremos el peligro de hundirnos en un lamentable lodo de errores religiosos, políticos y económicos. Si sigue en ese tren terminará negando el valor de la democracia y la conquista de la dignidad humana impuesta por la revolución del siglo XVIII.
Como vi que mi interlocutor se enojaba abandonó mis elucubraciones en torno al poco valor de la tolerancia y me encerré en un mutismo que, sin otorgar nada, daba por descontado que entre dos actitudes religiosas antagónicas no había mucho lugar para el diálogo.
Hay una religión del tiempo a la que podemos llamar cronolatría, y que consiste en creer que los cambios temporales, sin otro añadido, traen siempre algo mejor. Como soy viejo y siento que el tiempo no me trae nada más que calamidades me opongo tercamente a participar de ese optimismo. Si buscamos la raíz religiosa de la cronolatría la encontramos, sin lugar a dudas, en el cristianismo. “Sine Me potestes facere nihil”, nos dice el Señor y con esta afirmación nos da a entender que incluso las más aberrantes deformaciones de la fe, tienen a las verdades de fe como fundamento y explicación suficiente de su existencia.
Dios ha prometido su Reino a los que creyendo en Él viven de acuerdo con sus preceptos y se rigen por las solicitudes del Espíritu Santo. Esto supone una transfiguración de nuestra naturaleza en la que desaparecen el pecado, el error y la miseria. No es necesario ser un pesimista convicto para pensar que esa transformación se incoa pero no se realiza totalmente en la historia como piensa el revolucionario: el error se acaba con el triunfo de la ideología democrática; el pecado deja de existir en cuanto pensamos que se apoya en una prohibición obsoleta y la miseria terminará como una consecuencia inevitable del aborto y la planificación familiar. Todo esto aquí, en la historia de acuerdo con la concepción laicista del triunfo revolucionario. El R.P. Theilhard de Chardin descubrió en los cromosomas del Pitecantropus Pekinensis el germen de una evolución que de salto cualitativo en salto cualitativo nos llevaba biológicamente hacia el Cristo Cósmico pasando, por supuesto, por el estadio regenerador de la globalización económica administrada por los Estados Unidos. Como ustedes pueden observar es la revolución complicada con la “Cristogénesis” y un acompañamiento de música, llamémosla religiosa, para no herir la susceptibilidad de los que cantan en los templos.
Nietzsche, que hoy goza de un renovado prestigio entre los cultores del neopaganismo, vio en todos los movimientos de signo revolucionario el desarrollo, en clave positivista, de las viejas utopías cristianas muertas de inanición en las iglesias de la ciudad moderna. Pero no las veía, como los auténticos revolucionarios, como un proceso ascensional que marchaba de la promesa soñada a la conquista de su realización concreta. Las vio como eran, como una degeneración, pero en su criterio esta degeneración era inevitable, el producto natural de una promesa ilusoria nacida del temor a la verdadera vida: de esta manera, la democracia, el socialismo, el evolucionismo y la cronolatría eran los hijos legítimos de la fe cristiana y ese horror a todas las excelencias que es el fruto podrido de un árbol enfermo.
El sueño matinal de una infancia heroica está íntimamente relacionado con la idea de una senectud del mundo, de una decrepitud de la humanidad que envejece en el curso del tiempo y pierde paulatinamente las fuerzas de su impulso juvenil para terminar arrastrándose en las babosas complacencias de una senilidad semi-imbécil. Ambas ideas dependen a su vez de esa concepción de los ciclos annuos que repite, con constancia aterradora, el mito del eterno retorno.
La tradición religiosa nace con Adán, en el Paraíso y a partir del pecado original se mezcla con las confusiones mágicas inspiradas por el Tentador, constituyendo las tradiciones históricas que conocemos con el nombre general de paganismo. No obstante quedan en los mitos paganos resabios de las verdades recibidas por Adán que la revelación cristiana iluminará en todo aquello que conservan de verdad religiosa. Por esa razón cuando consideramos la religión como un proceso único hay que atender a la hondura significativa de los símbolos míticos con criterios provenientes de la Teología y no con antojos poéticos nacidos de la fantasía historicista.
En Cristo se resume, definitivamente, el hecho religioso. Él es el alfa y la omega porque está al comienzo y al final de la Revelación como la piedra angular que cierra la cúpula del edificio. Si los héroes simbolizan el alba de la humanidad que comienza no es descendiendo hasta la oscuridad del origen donde nos vamos a encontrar con la frescura de las aguas que suben hasta el cielo, sino, precisamente, en ese ascenso que la liturgia tradicional expresa con palabras de limpidez inigualable: “Introibo ad altare Dei, ad Deum quæ lætificat juventutem meam”.
El neopaganismo de inspiración nietzscheana ha nacido en la morgue de un simbolismo religioso tratado con el formol de la farmacopea hegeliana. Hace nacer la religión de la imaginación humana y la hace depender de un apaño cultural que puede ser judío o ario, a gusto del postulante, sin encontrar la fuente espiritual eterna que la liga a la perenne vida de Dios.
Rubén Calderón Bouchet
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