Cartas en una caja de zapatos (i)
Pedro Rizo
8 Octubre 2008
¿Y qué fue de aquellos españoles…? - 1
Querido amigo…:
Contesto a tus comentarios a propósito de la historia más reciente de España y a tus opiniones que tildas de poco democráticas. «¿Y dónde están todos esos?», me dices refiriéndote a los que aplaudían a Franco en los desfiles y llenaban las iglesias para oír las Conferencias Cuaresmales. Pues, mira, muchos ya murieron abrigados por su conciencia, y los más del resto han aprendido a cenar pizza delante del televisor.
«¿Y el Ejército?» Ay, amigo, maniatado por las herencias políticas y en la dulce protección de años de tranquila profesión, ajeno y lejano a la esencia que le distingue. Con dolorosa ironía, “atado y bien atado” sin soldados de reemplazo con que alimentar el alma y sin concreta idea de a qué obligan sus funciones y deberes. El español es un pueblo más de la generalidad del planeta al que los medios de comunicación convencieron de las bondades del sistema impuesto por la ONU. ¡Qué contentos estamos de ser la nación que ha pasado más deprisa de los destinos eternos a la democracia inorgánica! Qué contentos de ser libres, solidarios y alternativos, desinhibidos y tolerantes… Nos hemos dado a nosotros mismos una Constitución asombro de los siglos. Sin referencias sólidas y perennes, sin subordinación a los Mandamientos de Dios. Toda una nación de pueblos y razas, unidos por una sola fe, agarrada ahora a la brocha y al albur del Derecho Positivo. Legislar nosotros lo que nos parezca según el vaivén de los intereses del momento. Es lo que les pasó a Adán y Eva que mira tú como acabaron.
Sin Dios la democracia es una ilusión, un ensueño. Una segura herramienta de legitimación para un poder que se otorga a quienes luego se ríen de sus votantes. Votantes que en el fondo no son otra cosa que herederos de Mr. Lynch, colectividad deshilvanada de su historia y de su origen que se esconde en resultado de los votos para tirarse por un barranco. Es decir, somos “ciudadanos” que ya no hablan de Nación, ni de Patria, ni de Estado, ni de bandera… Ni tampoco Reino. Somos solamente siglas, partidos donde los políticos desnaturalizan su rango de servidores en palabras bellas – cada vez menos — y en hechos muy feos − cada vez más. Partidos cuya nomenclatura nos somete al mayor de los timos y ante las urnas llevan al “ciudadano” − palabra mnemotécnica del concepto Revolución − a votar lo que el Marketing le induce. En las elecciones nos pasa como cuando entramos en el Súper y nos llevamos en el carrito “esa cosa que tanto anuncian” y no es más que agua con burbujas, por traer el símil más fácil. En esta democracia todo se puede dirigir hacia donde se quiera. La creación de opinión es una ciencia casi exacta que nos lleva de la anillita en la nariz a elegir “lo que parece menos letal” entre dos enfermedades igualmente mortales. Sin dar opción a una tercera pues el sistema obtiene mucho con la dialéctica de dos fuerzas similares en constante enfrentamiento. (Hegel era fenomenal.)
Pero, eso sí, ya ves, somos más libres que nunca jamás. Por ejemplo, hemos descubierto el sexo, y gracias al wonderbra nuestras mujeres ya tienen ‘domingas’, como decía Jaime Campmany, que las españolas de antes debían ser todas “planicies esteparias”. Hemos aprendido a hacer el amor, verbo que ayer significaba “pelar la pava” pero que ahora es… “erotismo”. Que no teníamos ni idea, hombre… ¡Neandertales atrasados! El exponente de los beneficios del sistema se simboliza en que la TVE, la pública (reputada así con todas las acepciones de la palabra), nos puso a una experta señorita, cuyo nombre no recuerdo, a enseñarnos las virtudes salutíferas de la lujuria y la lascivia a más de las desinhibiciones del bestialismo y la casquería orgásmica. El programa no tenía desperdicio. Creo que se llamaba “Hablemos de sexo” para rociarnos con una lluvia de estiércol que nos ilustraba hasta hacer infantil el Kamasutra, libro “religioso” de esas culturas tan respetables para el nuevo ecumenismo. Quizás por eso no se oyó a los obispos españoles, ni en pastorales ni en homilías ni en reportajes, criticar con fuerza y argumentos morales la degeneración diseñada en ese programa. ¡Que estuvo en antena durante más de un año!
Es gran adelanto para los gobiernos haber echado a Dios de las relaciones amorosas, es decir, de lo más cercano al alma. Rota ese sancta santorum, esa barrera de nuestra intimidad, de nuestra identidad humana, somos ya muy maleables. (Hombre, me gusta la palabra, “maleables”.) Ya no habrá reprimidos. Como lo fueron, según dicen los pobres desgraciados, esos antiguos que nos enseñaban que los ríos debían represarse para crear energía y evitar inundaciones. La ventaja de que llamemos sexo a lo que antes era amor es limitarlo a una práctica corporal que puede entenderse lo mismo entre los amantes ‘homo’ como entre los ‘hetero’, o si con un caimán o con una muñeca hinchable. “Masturbación asistida” lo llaman. Gracias a las libertades que nos hemos dado a nosotros mismos el sexo es un comodín antípoda del amor, muy útil para liberar al ser humano de su realidad trascendente. ¡Ah, el Humanismo! Qué cosas se derivan de tan bufa filosofía aceptada como el no va más por los obispos y papas de la Nueva Evangelización. Una ventaja del erotismo es que la esposa, o el esposo, tendrá que perdonar al traidor pues que “lo hizo por sexo” en una situación irreprimible. Y tan contentos. Como en la Mafia, “por negocio”. En los institutos se promociona la homosexualidad y el lesbianismo aconsejando, además, a los muchachos que tales inclinaciones no se confíen a los padres. En 2007, algunos colegios de la Comunidad de Madrid educaban a los púberes de doce años en el arte de masturbarse. ¡Qué deuda con nuestros obispos que en la Transición democrática promovieron con entusiasmo el cauce político que ha traído estos avances! ¿Que no sabían, los pobres, de estas consecuencias…? Vamos, no nos tomen el pelo.
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Cartas en una caja de zapatos (ii)
Pedro Rizo
20 Octubre 2008
¿Y qué fue de aquellos españoles…? – 2
¿Que dónde están aquellos españoles? Pues en el mismo sitio adonde van a parar los barcos sin timonel, las ovejas sin pastor, los vasallos sin señor, los templos sin fe. Estamos en la ruina moral más onírica colgados de una Constitución sin Dios pero alabada por nuestros obispos.
Claro que en otros pueblos están muchísimo peor, pasan hambre, y este consuelo de tontos nos enorgullece como tierra de acogida. Somos otro primo colaboracionista con la ONU para dejar Europa sin identidad y sin europeos… Y mientras se pide volvamos a nuestros orígenes, la “Nueva Evangelización” posconciliar bajo epígrafes de paz nos alaba la libertad religiosa que trae el agnosticismo e iguala, finalmente, a Cristo con Mahoma, por ejemplo. Todo fundamento de Caridad se desvanece en la barriga de las componendas que San Juan condenaba en su carta segunda: “Al que no tenga nuestra doctrina, no le recibáis en casa ni le saludéis.”
Hace poquísimos años otros españoles trabajábamos y crecíamos hermanándonos con los que murieron por Dios y por España, logrando una fuerte economía y normas serias de convivencia: el que robaba iba a la cárcel. No, espera, tachemos esto; no levantemos odios. Pero, ya sabes, Caín no odiaba a Abel por sus ofrendas sino porque Dios, que sabía que las de Abel eran sinceras, le premiaba a éste y rechazaba las suyas por rácanas y forzadas. Y esto le resultaba insoportable. Lo significativo del crimen de Caín no es matar a Abel sino que le mató porque no podía matar a Yahvé. Ahora ya comprenderás el ‘fusilamiento’ al monumento del Sagrado Corazón, de Madrid.
No sé dónde estarán aquellos católicos españoles que te sorprende no encontrar. Puede que haya muchos que lo son quizás sin saberlo, especialmente jóvenes que aborrecen el sistema pero no pueden hacer nada, de momento, para mejorarlo. Ahora quizás sean los que estudian sus carreras por las noches, porque por el día trabajan; afición de los empeñados en llegar a ser “pijos” y “fachorros de mierda”, algo que pronto será el mayor de los elogios. Y es que, desde que Roma colocó celofanes rojos en el faro de luz que fuera antaño, en España la partitocracia se zampó a la meritocracia en preferencia por el mensaje proletario. Sobre todo en el clero moderno que con tanta ignorancia imita al Lutero que ya alardeaba: “Soy de orígenes humildes”. Lo cual en su tiempo no fue así, mal que pese al tsunami de historiadores progresistas. Mas lo cierto es que desde la aparición del Papa Bueno el clero se embriagó de una modestia manufacturada que ha acelerado su autodestrucción. Y mucho antes de que nos llegaran de África los neutralizadores de la clase media, con la que Franco pensó erradicar el comunismo, nos llegaba de América la paradoja religiosa de unos militantes del odio y de la envidia, héroes del socialismo humanista que nos enseñaban a ser cristianos. Esos indigenistas y liberacionistas, arropados en los cincuentas por los frutos de Tondi y Montini, que allá se fueron y de allá volvieron para catequizarnos con el icono del Che, convertidos en maestros de seminaristas, modelo de novicios comprometidos y monjas feministas. Disponían de titulaciones, mejor decir salvoconductos, emitidas por universidades utilitarias con las que conseguían aulas y auditorios donde brillar como paladines de los pueblos irredentos, endiosados de “su” opción por los pobres, pletóricos de falsa humildad y de fingidas llanezas. Un Caballo de Troya no hecho con la madera olorosa de la fe sino con el materialismo histórico condenado por la Iglesia desde antes de Arrio. Así, pronto el cuerpo eclesial se envenenó en multitud de cancilleres, de pro-vicarios, de priores y prioras agarrados a la cordada revolucionaria que veían encabezada en el Vaticano. Incluso en el Papa, y no se equivocaban. Y en consecuencia de herederos los obispos, los cuales podían llegar a cardenales, podían llegar a…
En fin, la vuelta de tortilla hacia una Iglesia inicua.
Junto a esto el Opus Dei jugó su baza de controlador de la llamada derecha, que no se daba cuenta de nada, pobre tonta, y no vio las condenas que sus postulados más queridos recibieron directa o indirectamente. Lo fácil es mirar a la superficie y decir que sin la Obra de Escrivá España ya no sería católica. Bueno, otros podemos pensar lo contrario. La misión cumplida por el Opus Dei fue eso, domesticar y descapitalizar la posible reacción contra conciliar y contrarrevolucionaria. No catequizaba a paganos sino que se apoderaba de familias con cuna y abolengo católicos. En pocos lustros y con el deslumbre de sus estandartes − «¡Nos han hecho ministros!» − inocularon de clasismo gilipollas a los no siempre ingenuos burgueses; de afición al empleo recomendado, de uniformidad sectaria, de mimetismo en el pensar, en el hablar, en el vestir, en el creer… y en el comprar. Sus “clientes objetivo” eran, y son, los terratenientes de boyante economía, los titulares de patrimonios, los funcionarios de alto nivel, los mandos militares, los empresarios que mueven dinero para sus bancos. Y las parroquias y santuarios de abundantes colectas… ¿Es mentira…? Ahí tenemos La Milagrosa, en Madrid, que si no es ya del Opus pronto lo será. Un afán de apropiación y de control no para vivificar a la Iglesia con la fe de siempre − eso es lo que dicen − sino consecuentes con la idea de que «el Cuerpo Místico de Cristo es un cadáver que hiede en descomposición»… mientras sólo el Opus Dei «es santo, inmutable y eterno». Se dice así en su boletín − “Crónica” − de circulación interna restringida.
Tras el Concilio Vaticano II, destruidas las grandes órdenes religiosas se sustituyeron con congregaciones compuestas de fieles de bovina beatitud que no saben de la misa la mitad pero son muy útiles para llenar parroquias dando palmadas y besitos de paz. Importa poco que el cura no sepa qué cosa es la Eucaristía ni si los fieles creen realmente en el Credo que recitan. Ahora bien, como observar es un deber de inteligencia (cuya etimología lo indica) y Jesús de Nazaret, antes Nuestro Señor Jesucristo − como Teresa de Ávila, a la que ya no se llama Santa ni de Jesús −, así nos lo mandaba será necesario identificar a los timoneles de “la-barca-que-hace-agua-por-todas-partes” (palabras de Benedicto XVI que quedan como “elogio” a sus inmediatos antecesores) y conocer a esos purpurados que fueron minando la fe en sus cimientos. O a los especialistas en ocupar los resortes saludables de la Iglesia con ejecutivos favorables a la enfermedad. En España, algunos que hoy son Jerarquía ayer contestaban al Papa Pablo VI porque les desaprobó las conclusiones de la Asamblea Conjunta de Zaragoza. Cómo serían si aquel Papa no las aprobó.
Hay que rezar, sí. Por el Papa reinante, el único papa. Como pedían los misales antiguos − ¿o son missiles? − en las letanías menores de Pascua: «Que te dignes mantener en tu santa religión al Soberano Pontífice y a todas las órdenes de la jerarquía eclesiástica, te rogamos Señor.» (Vicente Molina, Valencia, 1947) Sólo una obcecación idolátrica puede explicar que papas, estadistas y mandatarios estén mediatizados por ese “poder sombrío” cuya existencia espanta a tantos reconocer. Quizás tenga relación con lo que tú observaste de que Benedicto XVI dijera en la ventana de su día: «Los señores cardenales me han elegido…», en lugar de: “El Espíritu Santo…” Probablemente un lapsus de democratitis compensadora de su entrada al Cónclave como delfín de Juan Pablo II.
¿Qué preguntabas…? Ah, sí. Aquellos españoles ya no existen, primero porque la mayoría murió y, sobre todo, porque no dejaron generación que les continuara. Se sacrificaron por sus hijos pero no los educaron en la tierra fértil de la familia, que es donde debe hacerse. Todo lo confiaron, ilusos, a una Iglesia guiada por orates que arruinó el crédito ganado en muchos siglos de santidad.
Con mis mejores deseos
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