NOTICIAS DE UN NIETO DE VITIZA[1]


Cuéntase de él que Abderramen, hijo de Moavia, mandó confiscar los pueblos de su señorío; y que la causa de ello fué que este monarca curioseó la estancia de Artobás cierto día en que iba de expedición, en la cual éste le acompañaba, y alrededor de la misma vió aquél no pocos regalos o presentes que los feudatarios solían ofrecer a éste en todas las paradas que hacía en los pueble- cilios de sus dominios. Esto causóle envidia a Abderramen. Fuéronle, pues, confiscados, y Artobás hubo de irse a vivir con sus sobrinos, hasta que llegó a la miseria.

Dirigióse entonces a Córdoba; fué a visitar al Canciller Abenbojt y le dijo: «Haz el favor de pedir al Emir, cuya vida guarde Dios, licencia para verle, pues he venido a despedirme de él». Entró el Canciller a pedir a Abderramen el permiso, y éste dispuso que entrara Artobás a su presencia. Al entrar vió que iba andrajosamente vestido. Y le dijo: «Hola, Artobás! ¿Qué te trae por aquí?» A lo cual contestó: «Tú me traes, tú, que te has interpuesto entre mí y mis posesiones faltando a los tratados que tus abuelos hicieron conmigo, sin culpa de mi parte que a ello te autorizara<. Abderramen añadió: «Pero ¿qué es eso que quieres despedirte de mí? ¿Acaso piensas irte a Roma?». Artobás le contestó: «Ca, hombre, al revés! ¡Si yo he sabido que tú quieres marcharte a Siria!». Replicóle Abderramen: «,Y quién me ha de dejar volver allí, siendo así que la tuve que abandonar para que no me mataran?». Entonces Artobás le preguntó: ¿,Tú te has propuesto que tu dominación se consolide en esta tierra para que tu hijo la herede, o quieres privarle de lo que a ti se te ha dado?».

Abderramen contestóle: «Ah, no, pardiez! Yo no sólo quiero consolidar mi dominación, sino tambiénQue mi hijo la herede». Entonces le dijo Artobás: «Pues veas cómo se arregla este asunto». Después le denunció paladinamente, sin ambages ni rodeos, todas aquellas cosas por las que el pueblo estaba disgustado, y quedó Abderramen tan satisfecho y agradecido que dispuso le fueran devueltas a Artobás veinte de sus Il(leas, le obsequió con espléndidos vestidos y regalos y le nombró para el cargo de Conde, siendo el primero que ocupó esa dignidad en Andalucía.


Refiere también el jeque Abenlobaba (Dios le haya acogido en su misericordia, por habérselo oído decir a personas ancianas que vivieron en aquel tiempo, que Artobás era uno de los hombres más hábiles en su trato social, y que en cierta ocasión fueron a visitarle un grupo de diez siriacos, entre los cuales se hallaban Abuotmán, Abdala, hijo de Jálid; Abuabda Yúzuf, hijo de Bojt, y Asomail, hijo de Hátim, y, después de saludarle, sentáronse a su alrededor.

Apenas habían comenzado a conversar y hacerse los primeros cumplimientos, he aquí que entra Maimón, el siervo de Dios, el abuelo de los Benihazam, los porteros de palacio. Este Maimón era cliente de los siriacós. Al verle Artobás dentro de su casa se levanta a recibirle, le abraza cariñosamente y le invita con instancia a que tome asiento en el mismo que él acababa de desocupar, el cual estaba chapeado de oro y plata. El santo varón rehusó diciendo: «Oh, no! ¡Este tio debo ocuparlo!». E inmediatamente se sentó en el suelo. Artobás entonces hace lo mismo, sentándose a su lado, y le dice: «,A qué debo el honor de que un hombre como vos venga a visitar a persona como yo?».

Contestóle Maimón: Nosotros, al venir a este país, como no pensábamos que nuestra estancia había de ser larga, no nos preparamos para permanecer en él; pero ha sucedido que se han amotinado contra nuestros clientes en Oriente, cosa que no podíamos imaginar, y ciertamente así ya no volveremos a nuestro país. Dios te ha dado muchas riquezas y quisiera que me dieses una de tus heredades para cultivarla con mis propias manos; yo te pagaré lo que corresponda y tomaré lo que de derecho sea». Y Artobás le replicó: «Ah, no! ¡Por Dios! Yo no quedaría satisfecho dándoos una granja en contrato de medias». Hizo llamar a su administrador, y le dijo: «Dale a este señor la granja del Guadajoz, con todas las vacas, caballerías y esclavos que hay en ella; dale, además, el castillo que está en la provincia de Jaén». Era un castillo que se conoce ahora por el castillo de Házam, su poseedor..., y después de darle las gracias, se marchó.

Artobás inmediatamente volvió a ocupar su propio asiento. Entonces le dijo Asomail: «No te ha hecho incapaz de conservar el imperio que perteneció a tu padre sino esa irreflexión de tu manera de obrar. Yo vengo a visitarte, siendo como soy el jefe de los árabes en España, acompañado de mis amigos, que son las personas más importantes de los clientes, y tú no nos guardas más atención que la de darnos asiento de madera; y a ese miserable que ha entrado ahora le tratas con la generosidad que has mostrado». Artobás le contestó: «Ah, Abuchauxán, qué verdad es lo que me han dicho los hombres de tu religión, que en ti la instrucción no ha penetrado! Si fueras instruido, no hubieras desaprobado la obra piadosa hecha a quien la hice. Efectivamente, Asomail era un ignorante que no sabía leer ni escribir.) Seguramente a vosotros, a quien Dios trata generosamente, sólo os honran porque sois ricos y poderosos, mientras que a éste solamente por amor a Dios le he tratado con generosidad. Del Mesías, a quien Dios bendiga y salve, me han contado que dijo: «Aquel de sus siervos a quien Dios favorece, debe hacer partícipes a todas las criaturas», y Asomail quedó como si le hubiera hecho tragar una piedra.

Los compañeros de Asomail dijeron entonces: «No hagas caso de éste, y atiende a nuestro objeto, que no es otro que el mismo de este hombre que ha venido a buscarte y con quien te has mostrado tan generoso». El les contestó: «Vosotros sois hombres tan principales, que para satisfaceros se os ha de dar mucho». Y les dió cien aldeas, diez para cada uno; entre ellas, Torox fué para Abuotman; Alfontín, para Abdala, hijo de Jálid, y la Heredad de los Olivos, en Almodóvar, para Asomail, hijo de Hátim.

[1]ABENALCOITIA: Crónica de... el Cordobés. Historia de la Conquista de España. Trad. de J. Ribera. <Col. de Obras Arábigas’>. Madrid, 1926, tomo II, págs. 28-31.