Hasta en el diario Levante, socialista y favorable a la AVL, se oyen voces favorables al valenciano. Notese que el autor, profesor de la Universidad de Valencia, deja claro su reconocimiento de la AVL y su equidistancia contra los llamados "secesionistas" lingüísticos.


http://www.levante-emv.es/secciones/noticia.jsp?pIdNoticia=174632&pIdSeccion=5&pNumEjemplar=3065

El valenciano entre rejas
EMILIO GARCÍA GÓMEZ - UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Servicios Enviar esta página Imprimir esta página Atención al lector Anterior Volver Siguiente Me resisto a admitir, como postulaba uno de los grandes cardenales de la lingüística, Saussure, que en la lengua tout se tient, que cada cosa tiene su lugar y allí está, imperturbable. Entonces, si todo se sostiene, no hay necesidad de que nadie vele por la integridad del idioma; se bastaría por sí mismo, lo que supone una negación de la evidencia. En cualquier modalidad de la lengua que se observe, hay numerosos episodios personales, familiares y generacionales que no han hecho más que alterar el régimen supuestamente monolítico del idioma, teniendo en cuenta que los cambios se producen en la fonología (pronunciación, acentuación y entonación), en la gramática, la morfología, el léxico (con mantenimiento, pérdida, sustitución, importación y acuñación de palabras), la semántica y los protocolos comunicativos. A veces es difícil identificar un caso concreto como perteneciente al ámbito de la variación dialectal o geográfica, de carácter estático, cuando en realidad se trata de un cambio dinámico en pleno proceso. Igual de problemático resulta determinar si un cambio producido en una variedad concreta afecta a todo el conjunto del idioma.

Para el poco experto en estos temas, bastará mencionar que la forma de pronunciar la [o] átona como [u] en catalán normativo escrito (por ejemplo, en ombrejar) es un reflejo de una pronunciación menos frecuente en valenciano, producto de la variación no sólo geográfica sino también histórica entre dialectos catalanes. La pérdida del fonema [r] en posición final del catalán de nuestros días (como en anar, pronunciado [aná]) no corresponde a la misma realidad de parte del valenciano actual, que mantiene la roticidad (se pronuncia la r final). Cualquier autoridad académica y cualquier miembro de la clase social que se expresa en valenciano, por humilde que sea su extracción cultural, podrá aportar numerosas muestras de cómo un cuerpo que se pretende que sea macizo se puede descomponer en numerosas partes diferenciadas con las que se identifican unos hablantes sí y otros no.

Tarde o temprano alguien con poder de decisión volverá a ponerse a trabajar sobre una nueva forma, y más moderna, de representar la variedad que entre nosotros se conoce como valenciano, aunque ello significará la ruptura definitiva de lo que invocan algunos como unidad de la lengua. La variación léxica y morfológica entre las variantes catalanas y las valencianas, muy acusada en determinados períodos, señala un derrotero de éstas últimas distinto al de las primeras. La ortografía secesionista no ha hecho más que poner el dedo en la llaga, aunque de forma zafia, sobre el problema tan considerable que supone en todas las lenguas plasmar por escrito su versión hablada. Conviene no olvidar nunca que los alfabetos y las ortografías no forman parte de ninguna lengua, sino que son meros aparejos para visualizarla. Las pruebas las tenemos en que las lenguas indias norteamericanas, sin parentesco alguno con el latín, recurren al alfabeto romano para ser escritas, a pesar de los intentos de crear alfabetos específicos para ellas.

Es interesante observar la conducta dual de búlgaros, ucranios y rusos a la hora de expresarse sobre el papel en variantes lingüísticas más o menos comprensibles entre sí, portadoras del mismo código familiar, pero lo suficientemente distanciadas como para denominarlas de una manera conveniente a su naturaleza como pueblo, como estado y como nación, aunque mantengan un vínculo alfabético común. En la Rusia post-soviética se mantiene la misma diferenciación dialectal existente antes de la Revolución y todos los dialectos utilizan las mismas reglas alfabéticas y ortográficas dentro de la nación. Pero más allá de las fronteras, en aquellos países que fueron parte en la Unión Soviética, como Bulgaria, Ucrania, Bielorrusia, Macedonia, Montenegro y Serbia, las formas dialectales tienen su propia identidad política y su propios aderezos ortográficos. En algunas regiones (hoy países o repúblicas asociadas) como Azerbaiyán o Kalmukia, el alfabeto cirílico llegó a sustituir al arábigo para escribir una lengua túrquica como el azerí o mongoliana como el kalmuko. Si Valencia es una región de Cataluña donde se habla un dialecto de la familia, entonces el argumento del catalanismo es impecable: Valencia sería para Cataluña lo que Daguestán o Chechenia son para la Rusia caucásica, no eslava. Pero si Valencia no forma parte de Cataluña, entonces es perfectamente asumible que el valenciano se llame así y que aspire algún día a adoptar, no un alfabeto propio, puesto que todas las lenguas romances y las occidentales en general recurren al neolatino, sino una ortografía que refleje con la mayor precisión posible la forma más generalizada de pronunciar el idioma en la Comunidad Valenciana. Hay que dar por descontado que, hoy por hoy, Valencia no es parte integrante de Cataluña y es legítimo sacudirse al asfixiante abrazo del gran hermano catalán. Bien entendido que detener la máquina de la catalanidad respecto a la lengua y otras muchas cuestiones no es rebatir ni odiar a los catalanes, sino mostrar el desacuerdo con la conducta de sus voceros, que nunca van a ver con buenos ojos que se ponga freno a sus aspiraciones expansionistas.

Hace tiempo he expresado mi opinión de que la re-unificación de la lengua, suponiendo que alguna vez ha estado unida, beneficia esencialmente al sector editorial, que reduce sus costes en la misma proporción que incrementa sus beneficios. No es lo mismo hacer una tirada de mil ejemplares en versión catalana del Tirant lo Blanc y otros mil en versión valenciana que imprimir dos mil en versión única para su distribución por todo el mundo, incluyendo Valencia. Eso se ha intentado hacer con el inglés británico y norteamericano, sin éxito. La discrepancia ortográfica es un enorme obstáculo para la propagación de libros y prensa cuando la lengua en sí apenas muestra variación sustancial, como en el caso del inglés norteamericano, el canadiense y el británico. Pero la verdadera modernidad y nuestro régimen democrático nos permite hoy leer aquí libros escritos en catalán, español, francés, inglés, alemán o italiano sin que nadie nos lo impida. Es, sin duda, más barato, como ya se ha discutido en las Naciones Unidas y en la Unión Europea, reducir el número de lenguas oficiales y marginar a los vernáculos a fin de recortar los ingentes gastos de traducción, interpretación y difusión impresa. Pero mientras no llegue el día en que se adopte por todos y para todos un volapük modernizado o un esperanto, no queda más remedio que admitir que cada palo ha de aguantar su vela. Y nada hay de malo que existan modelos de literatura dialectal, muy abundante en algunas lenguas, como expresión de la verdadera lengua del pueblo, con su ortografía, su léxico y hasta su sintaxis exo-normativa. De hecho, en la Francia ultraconservadora e hipercentralista, cada vez va tomando más fuerza el movimiento «por una ortografía rectificada», que puede suponer una auténtica revolución cultural y social.

Podrá o no aceptarse de buen grado que catalanes y valencianos tienen orígenes comunes, pero de ahí a asumir que su completa y cabal identidad les viene ab ovo es mucho suponer, teniendo en cuenta las seculares oleadas de inmigración, emigración, expatriación y reimplantación que han configurado la geografía social (llamémosla étnica) y la demografía de Cataluña y de Valencia. Del mismo modo que reconocemos el origen común del idioma, así esperamos que otros acepten que la variación hoy y la separación mañana del valenciano y el catalán son indiscutibles e inevitables. El conservadurismo va siempre de la mano del racionalismo y el estatismo, como se observa en la obra de las instituciones académicas; el progresismo implica avance, iniciativa, imaginación y cierta dosis de insurrección.

En cualquier caso, no queremos para nosotros, y menos para los miembros de la Academia Valenciana de la Lengua, la función que Ambrose Bierce asignó a los lexicógrafos en su endemoniado Diccionario del Diablo, definiéndolos como «tipos que, con la excusa de recoger un determinado estadio de la lengua, hacen lo imposible para detener su crecimiento, encorsetar su flexibilidad y mecanizar sus métodos». Es como meter el idioma entre rejas.