La verdadera Navidad, la falsa, y la oportunidad inesperada
“Rex pacificus magnificatus est,
Cuius vultum desiderat universa terra”.
[El Rey pacífico,cuyo rostro desea la tierra entera,
ha manifestado su grandeza].
Ant. Primeras vísperas de Navidad
Feliz Navidad, amigos míos. Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad.
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Y una glosilla, que no falte:
Sí, el rocín de la fugacidad, desbocado, también se atreve con la Navidad. Pisoteó bajo sus cascos el Adviento y finge hacerlo por acortar la espera de Navidad: para cuando llega la Nochebuena estamos tan saturados de felicitaciones que, al escribir ésta –en el primer momento en que me ha sido posible después de la sagrada noche, ¡todavía en el mismo día primero!– tengo la sensación de llegar tarde… El demonio del tiempo aspirado me rasca la cabeza y se burla de mí: “Llegas ridículamente tarde, ya no hay nada que celebrar”. De un manotazo en el morro espanto al enemigo.
Cuando hoy he venido de regreso de la lejana Misa del Gallo, iba conduciendo el coche y escuchaba la radio. En dos estaciones, una francesa, otra española, con la mejor intención aparente, un locutor y una locutora han coincidido en parecido comentario. Después de ponderar una navidad que es un tiempo de paz y de reconciliación para todos, de reencuentro familiar, de regalos e ilusión para los más pequeños, ambos han venido a decir: “Hay que recordar que la navidad es además un momento de celebración para los cristianos…” y comenzaban a hablar de la navidad cristiana –la Navidad– como de cualquier pintoresca y exótica tradición polinesia, ajena al tema principal del día. Como una inspiración, manifestaban ingenuamente lo que está en la mente de todos. Hay dos navidades: la auténtica, hoy residual, y la fantasmagórica, pagana, irracional, impuesta y omnipresente.
Es inevitable que entre ambas se den préstamos, porque somos hombres, y por eso la navidad pagana (que realmente se acaba con los postres de la cena de Nochebuena –mascletá amorfa y efímera– y hasta entonces sólo ha tenido una espectral existencia vampirizando el tiempo litúrgico del Adviento, al engrosar falsos deseos a golpe de felicitaciones, de campañas comerciales y de letreros luminosos) enreda nuestros ordenados pensamientos cristianos y tenemos que defendernos de su influjo.
La navidad pagana es un tiempo que no está a la altura de las expectativas que genera: una promesa que, al amanecer del 25, se ha depreciado más que un coche al salir del concesionario; un plazo ritual que ya sólo vive una decadencia en la que descollan la nochevieja y la noche de reyes… hasta disolverse en un momento impreciso.
Por eso, si distraídos por los afanes de la vida hemos desperdiciado las cuatro semanas de preparación y de espera (espera que, litúrgica y místicamente, prepara para la efusión de gozo por la humildad de Dios, que se hace uno de nosotros) y no experimentamos la pacífica y duradera alegría cristiana de la Natividad, no tiremos la toalla. No nos dejemos llevar fatalmente por la anodina y triste navidad pagana. La verdadera Navidad es poderosa, no decae, es duradera y mantiene su promesa inalterada durante la sagrada cuarentena.
Por eso, no creo forzar demasiado la doctrina de San Pedro Damián, que explicaba que la Navidad llegaba como la arribada a un puerto después de una larga y esforzada navegación; como la recompensa tras la promesa; como el paso de la desesperanza a la esperanza; del trabajo al reposo; del camino a la patria… El santo, fijándose en la celosa observancia de sus hermanos en las penitencias adventeñas, les decía en la vigilia de Navidad: “Hermanos, pienso que sois auténticos hijos de Israel, purificados de todas las manchas de la carne y del espíritu, bien preparados para los misterios de mañana, rebosantes de diligencia para testimoniar vuestra devoción…” Lleno de misericordia, salía al encuentro de los desfallecientes: “Pero si a pesar de todo algunas gotas del río de la mortalidad han tocado vuestro corazón…” y les recordaba la magnanimidad de Dios, como hoy nos lo recordamos entre nosotros: “Apresuraos ahora –en este preciso momento, diría– a limpiarlas y a cubrirlas con el lienzo blanco de la Confesión. Yo puedo prometeros la misericordia del Niño que va a nacer”. Audazmente me atrevo a decir que, aun comenzada la Navidad, para quien no haya vivido la diligencia del Adviento (para quien se la hayan arrebatado con fuegos de artificio, por ejemplo) todavía es posible un tardío Adviento extraordinario, un indulto especial para preparar el corazón ante el pesebre. Porque es absolutamente necesario que el corazón haya pasado por el Adviento para festejar en el portal de Belén. Por eso, la verdadera Navidad, que no se deshace como la falsa, en la plétora de su regocijo no desdeña al descarriado ni al despistado.
Hagamos caso del consejo de San Pedro Damián: “La luz del mundo nacerá también en el que confiese su pecado con arrepentimiento. Las tinieblas engañadoras se disiparán y le será concedido el esplendor verdadero”. ¿Cómo iba a ser denegada la misericordia al pobre en los días en que místicamente nace el niño Dios? Y parafraseemos todavía: aunque esté ya comenzada la Navidad, la ocasión no está perdida, “desterrad, pues, el orgullo de vuestras miradas; la temeridad de vuestra lengua; la crueldad de vuestras manos, la voluptuosidad de vuestros riñones; retirad vuestros pies de los caminos tortuosos y, después, venid y juzgad si el Señor –en esta noche, que dura al menos la Octava y aún después– no va a forzar los cielos, si no desciende sobre vosotros, si no arroja al fondo del mar todos vuestros pecados…” Corramos, los que lo necesitemos, pues, a vivir un pequeño, inesperado, extemporáneo e intenso Adviento de arrepentimiento y de esperanza para disfrutar de una Navidad que no ha hecho más que comenzar, amigos.
Que el Niño Dios y la Santísima Virgen nos bendigan con un corazón ardiente de caridad.
El brigante
El brigante: La verdadera Navidad, la falsa, y la oportunidad inesperada
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