Un monje: opción preferencial por los pobres



Cómo responde exquisitamente a la pedagogía de Dios enseñarnos este lenguaje, como un analfabeto accede a dibujar una a o una efe. Este abecedario nos permite leer lo divino, tan escondido. Cristo vino a enseñarnos este alfabeto —siendo Él su Alfa y si Omega, sus vocales y sus consonantes— y por eso, en el acontecimiento de hoy, asume montar sobre el asno real y acepta le alfombren el paso con palmas y flores.
Su Reinado no es de este mundo, pero es en este mundo y ha de expresarse al modo de este mundo.


Una Iglesia, que en un rapto de iconoclasia, anulara este abecedario, elegiría insólitamente ser analfabeta del misterio. El perfume del óleo, el flamear de olivos, el trenzado de palmas, la nube del carísimo incienso —con el que se podría dar de comer a cientos de desnutridos— cirios llameantes, íconos relucientes, conforman la poesía del pobre, la lustrosa égloga del simple, la lírica más encumbrada del indocto, que recibe de su Madre, la Iglesia, el feliz idioma de los signos para aclamar al Rey de la Gloria montado sobre el ínfimo asno del sacerdote celebrante…
Quien le quitara al pobre este derecho, esta fortuna, ésta, su única riqueza, agravia gravísimamente sus derechos. Los ricos seguirán teniendo sus anaqueles abarrotados de libros, y los doctos, sus pomposos títulos… pero al pobre le habrán quemado su único lenguaje: el del signo sagrado.






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