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Tema: La crisis moderna del amor (Gustave Thibon)

  1. #1
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    07 nov, 12
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    La crisis moderna del amor (Gustave Thibon)

    GUSTAVE THIBON


    LA CRISIS MODERNA DEL AMOR


    Introducción

    1. El problema de la fidelidad

    ARGUMENTOS EN FAVOR DE LA INFIDELIDAD
    LAS FALSAS FIDELIDADES
    LA FIDELIDAD ADAPTABLE
    RESPUESTA A LAS OBJECIONES
    FUNDAMENTO RELIGIOSO DE LA FIDELIDAD
    DIOS, ALMA DE TODA FIDELIDAD

    II. La crisis moderna del amor

    LAS MUERTES VAN DE PRISA
    ABSTRACCION E IDOLATRIA
    RUPTURA CON LA ESPECIE
    RUPTURA CON DIOS
    EXCLUSIVISMO DE LA PAREJA
    ¿EL PORVENIR DE LA PAREJA?

    III. Sexualidad y vida espiritual

    ¿PUEDEN EXPLICARSE EL HÉROE Y EL SANTO POR LA SUBLIMACION?
    PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
    ¿A DONDE CONDUCE LA SUBLIMACION?
    VERDADERA Y FALSA SUBLIMACION
    RELACIONES ENTRE LA VIDA SEXUAL Y LA VIDA ESPIRITUAL
    CONCLUSION

    IV. La indisolubilidad del matrimonio

    QUE EL HOMBRE NO SEPARE...
    RAZONES PROFUNDAS DE LA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO
    ¿COMPAÑEROS DE ETERNIDAD?
    OBJECIONES CONTRA LA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO
    LA LEY Y LA VIDA
    EL PROBLEMA DEL AMOR «LIBRE»
    SI EL GRANO MUERE...





    Introducción

    Los cuatro ensayos que van a leerse gravitan, bajo diferentes aspectos, alrededor del mismo problema: el de la construcción armoniosa de ,ser humano.

    En los capítulos sobre la crisis moderna del amor y sobre las relaciones entre la sexualidad y la vida espiritual, consideramos el problema bajo el ángulo de la unidad.

    En los estudios de la noción de fidelidad y de la indisolubilidad del matrimonio, nos interesaremos ante todo por el aspecto continuidad.

    Por otra parte, estas dos preocupaciones no son sino una, puesto que sólo en la medida exacta en que el hombre es capaz de realizar su unidad interior puede también dominar e integrar el cambio. La díscontinuidad, la inconstancia, proceden del desmenuzar miento de la personalidad. El ser que no es uno en sí mismo no permanece uno en el tiempo. Bernanos hacía observar a los amantes de la novedad y la variación, que el cadáver, por el hecho mismo de no tener unidad interna, es la sede de metamórfosis sensacionales en las que la rapidez podría «avergonzar a la relativa estabilidad del viviente». De hecho, la «vida» del cadáver nos ofrece un ejemplo perfecto y poco atractivo de «la aceleración de la historia».
    En último análisis, este doble problema es de orden religioso. Puesto que la fuerza* que asegura la unidad y la continuidad del hombre, reside más allá del hombre. Del mismo modo, el poder atractivo del sol es el que logra la cohesión del globo terrestre y el que regula su curso armonioso en el cielo. Los aerolitos, que no tienen un campo gravitatorio determinado, trazan en el abismo un surco de fuego antes de estallar y sepultarse en la noche definitiva. Son la imagen de las pasiones y los ideales del hombre que no teniendo a Dios como centro, pasan como destellos cuyo esplendor efímero y devorador agrava el espesor de nuestras tinieblas y la angustia de nuestra soledad.
    Dios es el sol de los espíritus. Estas páginas no tienen otro fin sino mostrar una vez más que el orden temporal está sometido a la atracción de lo trascendente y que el infinito es el guardián de lo limitado.

    1. El problema de la fidelidad

    Si queremos definir la fidelidad en su esencia, diremos que consiste en el rechazo del cambio. El comerciante que firma una letra pagadera en un año proclama implícitamente: dentro de un año, mis intenciones sobre este punto serán las mismas: tendré, como hoy, la voluntad de pagar esa suma. De igual modo, el esposo, el amigo, el sacerdote fieles son los que no cambian nunca.
    En todas partes, el sentido común sitúa espontáneamente la fidelidad entre los valores humanos más elevados. No es casual que epítetos tales como «voluble», «variable», «inconstante», aplicados a un hombre, revistan un sentido peyorativo. El ser víctima del devenir es considerado como un tipo inferior de humanidad.

    ¿Definiremos, pues, la fidelidad como la negación pura y simple del devenir? Señalemos sin demora que el sentido común no es más sensible para ciertas formas de la fidelidad que para la inconstancia. Cuando tratamos a alguien de «fósil» o de anticuado, estas expresiones poco halagadoras sobreentienden que el hombre en cuestión habría obrado mejor cambiando, adaptándose al devenir. Así pues, la resistencia al cambio no podría considerarse como un valor absoluto y universal; hay casos en los que es un defecto y en los que el abandonarse al cambio es una cualidad.

    Y esto se concibe muy bien si se considera que el hombre es a la vez víctima de lo eterno y del devenir. Precisando más, el hombre es parte de lo eterno en devenir. Así pues, no podía sacrificar absolutamente el devenir a lo eterno ni lo eterno al devenir bajo pena de renegar de su propia naturaleza. La verdadera fidelidad no consiste en la detención del cambio, consiste en impregnar de eterno el cambio. Y por ello su noción se hace muy vaga y elástica. Entre las realidades temporales (y englobo en esta expresión todo lo que se desarrolla en el tiempo, y por consiguiente, todo lo que es humano), algunas pueden y deben impregnarse de eterno hasta la saturación mientras que otras no soportan sino una dosis muy débil de fidelidad: el peso de la eternidad que se quiere meter en ellas, en lugar de liberarlas las aplasta. Así una vocación religiosa exige la eternidad; aquí el cambio aportaría la ruina y el infierno del alma. Pero tal o cual capricho superficial llama al cambio y al olvido: querer eternizarlo sería la ruina y el infierno: la verdadera fidelidad hacia las cosas que pasan, consiste en no intentar retenerlas...

    Desde ahora tengamos en cuenta dos puntos de vista muy importantes que nos servirán para distinguir la fidelidad auténtica de las falsas fidelidades:

    1) Toda fidelidad verdadera implica un intercambio vivo.

    2) Toda fidelidad verdadera implica un elemento de orden supra-racional y místico; está hecha de fe.

    El primer punto se establece por sí mismo. Se es fiel a alguien o a alguna cosa: a una esposa, a un ideal, a una patria, a un Dios, etc. Pero esta fidelidad exige una contrapartida. Un hombre de estado firma un tratado de paz, un hombre joven se cas a o entra en religión; todos estos «compromisos» suponen, a su modo, más o menos implícitamente, afirmaciones de esta clase: Nuestro contrato es bilateral... Tendré esto a cambio de aquello... no iré a buscar esto a otra parte porque te creo capaz de dármelo, con esta inclusión inevitable: si tú me faltas, yo tendré derecho a faltarte... En todas partes, la idea de reciprocidad y de cambio acompaña a la idea de fidelidad y la domina. El firmante de un tratado pide a la otra parte que vele con él en la ejecución de dicho tratado, el esposo exige de la esposa los mismos derechos que le da y el cristiano dice al Dios a quien jura fidelidad: por mediación de vuestra santa gracia.... Sólo puedo aceptar un compromiso respecto a ti si estoy persuadido de que, sea por tu parte, sea por la mía, las cosas permanecen de tal forma que la fidelidad a este compromiso será compatible no sólo con mi existencia, sino también con las exigencias profundas de mi naturaleza.

    Dicho de otro modo: la noción de fidelidad se funda en la noción de organicidad o, por lo menos, de simbiosis; y la fidelidad sin compensación, la fidelidad al parásito no puede ser sino una forma de consentimiento al suicidio...

    Las cosas serán de tal manera -ya lo he dicho antes- que será posible un intercambio vivo y fecundo entre nosotros; dicho en otras palabras: no cambiarán hasta el punto de hacer imposible este intercambio. Pero este intercambio que condiciona la fidelidad está sometido, como toda realidad viva, a la ley del cambio. Desde el momento en que yo acepto un compromiso sé, de antemano, que los seres y las circunstancias implicadas en él cambiarán, y en una medida que me resulta absolutamente imprevisible. Por lo tanto, si yo he prometido ser fiel: ¿cuál o cuál capricho superficial llama al cambio y al olvido: querer podrá ser mi actitud frente a este cambio inherente a la vida misma?

    Son posibles tres actitudes:
    a) la infidelidad;
    b) la falsa fidelidad, que a su vez puede revestir múltiples formas;.
    c) la fidelidad adaptable.

    ARGUMENTOS EN FAVOR DE LA INFIDELIDAD

    Hemos dicho que la fidelidad es un intercambio vivo. Veamos qué ocurre si te digo: «mi compromiso está siempre subordinado a la confianza en la perennidad de un cierto modus vivendi entre nosotros. Pero si las cosas han cambiado hasta tal punto que yo no pueda darte nada más, o no puedo recibir nada más de ti (o lo uno y lo otro a la vez), si se demuestra que este intercambio que hemos prometido mantener es imposible o contrario a las aspiraciones más legítimas de mi naturaleza, estoy en el derecho de ser infiel: nadie está obligado al imposible ni al suicidio». Ejemplos. Yo soy filósofo y he prometido a mi maestro fidelidad en el arte de pensar. Pero llega un día en que, bajo la influencia de mi reflexión personal, las ideas de mi maestro me parecen inadmisibles: yo sólo podría ser fiel en detrimento de lo que creo que es la verdad; dicho de otro modo: si el intercambio está muerto mi fidelidad ya no es viable. Soy un hombre de estado y he firmado un tratado con un pais vecino que delimita con bastante justicia nuestras fronteras metropolitanas y coloniales. Pasan cincuenta años: debido a su gran natalidad mi país se ahoga dentro de las fronteras que he aceptado, mientras que el país vecino, cuya población ha decrecido, abunda en bienes y tierras y ni siquiera puede explotar sus territorios. El modus vivendi consagrado por el tratado ya no existe; así pues, tengo el derecho de denunciar el tratado, y, en última instancia, de hacer la guerra. Soy un cristiano ferviente y en el entusiasmo de mi juventud he hecho un voto al Señor; por ejemplo, el de la castidad. Pero mi fervor disminuye con el tiempo, ya no recibo de lo alto las mismas gracias, y me doy cuenta de que no podré seguir siendo fiel a mi voto más que al precio de una lucha vana y extenuante contra mi propia naturaleza. En estas condiciones, considero como un derecho y un deber hacer que la Iglesia me desligue del voto.... En estos distintos ejemplos, la abolición del modus vivendi inicial, la supresión de las posibilidades de intercambio orgánico, parecen exigir y legitimar la infidelidad.

    Aquí el caso límite es el de la muerte, siendo por esencia el cambio absoluto. Por otra parte, los problemas de la fidelidad y de la muerte están trágicamente conexos. A primera vista, la muerte es lo que reduce definitivamente a cero todas las posibilidades de intercambio. Yo te habría jurado fidelidad (el «te», al que me dirijo, puede ser una persona amada, una agrupación, un partido, o una concepción política o religiosa ... ), había decidido entregarme a ti hasta la muerte, lo que según opinión general, es el testimonio de una comunión absoluta. Hasta la muerte; esta expresión es ambigua, sin duda quiere decir: hasta mi muerte; en otras palabras, que debo estar dispuesto a morir por ti, pero también quiere decir: hasta tu muerte, o sea que sólo estoy dispuesto a morir por ti a condición de que tú estés vivo. Pero he aquí que, sin que yo tenga nada que ver con ello, tú estás muerto. Yo estaba dispuesto a sacrificarme por ti porque me sentía vivir en ti más que en mí mismo, pero ¿qué sentido tendría ahora mi sacrificio?; ¡sería absurdo que me perdiera sin la esperanza de salvarte!

    La muerte, ruptura absoluta del intercambio, traza el límite supremo de la fidelidad. Querer ser fiel a las personas y a las cosas muertas, es matarse a sí mismo y extender la muerte a su alrededor, y es el espectáculo que ofrecen, por ejemplo, tantos esposos o padres «inconsolables» y todos los que mantienen las viejas fórmulas políticas o religiosas eliminadas para siempre por el mismo movimiento de la vida.

    LAS FALSAS FIDELIDADES

    Pero también puede ocurrir que yo diga en el momento del cambio: no soy dueño de los acontecimientos, pero sí de mí mismo. Puedes transformarlo todo a mi alrededor, pero, en lo que a mí respecta, no cambiaré porque no quiero cambiar. Una sola cosa cuenta para mí: la palabra dada, el compromiso aceptado por mi parte. Así pues, continuaré fiel a este tratado ruinoso, a este voto de fidelidad insostenible, hecho a esta mujer que me ha traicionado y a quien ya no amo a esta persona o a esta idea muerta, porque quiero permanecer fiel a mí mismo. Mi compromiso no está subordinado, como decís, a un intercambio vivo; tiene para mi un valor absoluto, se basta a sí mismo, y lo mantendré cueste lo que cueste. En el fondo poco me importa el objeto al que he jurado fidelidad: lo que rechazo absolutamente es traicionarme a mí mismo.

    Esta es la forma más profunda de la pseudofidelidad, porque la verdadera fidelidad implica, en todo ser finito, un esse ad, una relación, un intercambio, mientras que este heroísmo puramente objetivo, esta fidelidad sin objeto, derivan necesariamente de la reclusión del yo en sí mismo y del culto del yo por sí mismo, radicalmente opuestos a las exigencias esenciales de la naturaleza humana.

    La pseudofidelidad puede revestir también formas menos elevadas. Pero todas estas formas tienen como característica esencial o la negación de la reciprocidad, es decir del intercambio, o la negación de la vida en el intercambio. Por ejemplo, hay seres que se creen fieles porque continúan obstinadamente ligados a un contrato de que son los únicos beneficiarios. Es el caso de la nación que tras la conclusión de un tratado, por una serie de circunstancias nuevas, llega a verlo dirigido a su provecho exclusivo; es también el del esposo que agotado en cuerpo y espíritu, ya no ofrece ninguna satisfacción a su cónyuge, pero que se apoya en la fe jurada para exigirle una fidelidad sin compensación; en última instancia es el parásito que proclama muy alto su fidelidad hacia su huésped y que denuncia como la más incalificable de las traiciones cualquier intento de emancipación por parte dé éste. Aquí, la «fidelidad» se dirige pura y simplemente al egoísmo... Pero se encuentra también, y aún más frecuentemente, la fidelidad por agotamiento vital, por hábito. Así, aunque su amor esté muerto o no haya existido nunca, muchos esposos permanecen fieles el uno al otro por inercia pasional, porque no tienen ni la fuerza ni el deseo de cambiar; muchos hombres cultos continúan ligados a fórmulas científicas o políticas en desuso desde hace mucho tiempo por ser incapaces de «realizar» los cambios sobrevenidos y de adaptar a ellos su espíritu. Se hallan, también, padres que, prolongado una devoción que ya no tiene sentido, se empeñan en mantener a sus hijos en una atmósfera de incubadora para la que ya no están hechos, y acusan de infidelidad la menor tentativa de ruptura moral del cordón umbilical (madres castradizas de Freud).

    En todos estos casos, la fidelidad procede en gran parte del agotamiento de nuestras facultades de renovación interior, el cual entraña, como consecuencia, la imposibilidad de comprender e integrar los cambios exteriores. El mismo hombre que, viudo a los treinta, podrá rehacer su vida si pierde su mujer a los sesenta, se inmovilizará en la pena y en el culto al pasado, no porque el sentido de lo eterno haya crecido en él, sino porque se habrá vuelto impotente para renovarse, para reponerse...

    LA FIDELIDAD ADAPTABLE

    Además de estos aspectos negativos de la virtud de fidelidad, existe por último lo que denominaría, a falta de tun término más preciso, la fidelidad adaptable. Ésta se puede definir como una forma de hacer explícito lo eterno a través del tiempo, lo inmutable a través de cambio. Simultánea y correlativamente es renovación y profundización: una especie de captación de drenaje de lo nuevo por lo idéntico, la eclosión perpetua de lo nuevo en el seno de lo idéntico (o pulchritudo semper antiqua et semper nova ... ), un renacimiento continuo. En efecto, la verdadera fidelidad consiste en hacer renacer indefinidamente lo que ha nacido una vez, estos pobres gérmenes de eternidad depositados por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y que la falsa fidelidad momifica. Los amantes de cambio dicen que sólo tienen encantos el nacimiento, pero lo que no es capaz de renacer no ha nacido nunca (en este mundo hay más abortos que nacimientos ... ).

    El gesto de coger la flor es tan virgen como el de echar la simiente, y el que no sabe esperar la cosecha tampoco ha sabido nada de la alegría y amor del sembrador: simplemente ha extendido sus manos y se ha embriagado con su gesto, no ha sembrado.

    Así aquellas realidades a las cuales he prometido fidelidad se me aparecen como líneas de fuerza en el campo de mi destino: cada vez que obro según mis promesas, realizo, por así decirlo, la recuperación de un valor eterno dilapidado en el tiempo. Dar la fe a alguien equivale a decir: en tal dominio determinado, nuestros cambios futuros se insertan en la línea de esta promesa, que será entre nosotros lo que el cauce es para las aguas del río; ciertamente cambiaremos, pero nuestros cambios no traspasarán los límites fijados por nuestro contrato. Es una objeción sutil, delicada, terriblemente tentadora.

    Tal es el sentido de la fidelidad adaptable. El problema central que se plantea es el siguiente: Cómo un intercambio vivo entre dos seres y, por consiguiente, aprovechable a ambos, que está en la base de sus promesas de fidelidad recíproca, puede, a pesar del cambio, permanecer vivo y aprovechable,- digo aprovechable no forzosamente en la línea del interés inmediato o material, sino en la de los votos profundos de la naturaleza, donde un ser termina por encontrar siempre su bien, a través de las limitaciones y los sacrificios que la fidelidad puede imponerle; por otra parte, está allí lo peculiar de toda relación orgánica, y claro está, nadie quiere su propia destrucción, ni bajo el pretexto de fidelidad. La respuesta es sencilla: se trata de perpetuar el intercambio orgánico y, para ello, es necesario orientar todo cambio en el sentido de una renovación de la fidelidad. Indiquemos aquí algunas condiciones de esta «asunción» del cambio por lo eterno.

    a) Hemos dicho asunción del cambio. La verdadera fidelidad no se resiste al cambio. Tiene presente esta flexibilidad y paciencia que son necesarias para con un ser al que se domestica o educa. El movimiento es esencia a la vida y, por consiguiente, a esta forma superior de la vida que es la fidelidad. Ésta no consiste en negarlo sino en dominarlo. La fidelidad que niega el cambio se niega a sí misma, puesto que rechaza la materia a la que ha de vencer y amar; es como un escultor que para salvar la pureza de su arte renegara de la piedra...

    b) La fidelidad -no me importa repetirlo, puesto que ahí está la clave del problema-, siendo ante todo un intercambio,, implica una doble integración del cambio. Yo te he dado mi fe y he recibido la tuya. Para que nuestro contrato permanezca vivo, se me imponen dos deberes. En primer lugar, es necesario que- adapte a nuestro amor los cambios que se operan en mí, de modo que mi fidelidad respecto a ti no conduzca a una ruptura en el interior de mí mismo, a una infidelidad hacia mí mismo que entrañaría más pronto o más tarde una ruptura entre nosotros o una constancia puramente formal, y, en los dos casos, la muerte del intercambio. Pero además, es necesario que adapte mi fidelidad a los cambios que se operan en ti, de modo que el bien que te quiero pueda coincidir con el bien que te falta. Si no, el intercambio morirá de la misma manera; es inútil continuar dándote lo que he prometido, si, debido a tu evolución interior, este don ya no responde a tus necesidades; ligándome a ti, yo sería sin duda «adherente», pero no fiel.

    Estas consideraciones nos demuestran -y aquí tocamos el centro del problema- que en todo compromiso hay, junto a la letra material del contrato, un elemento espiritual que, por así decirlo, es el principio vital.

    Materialmente, todo pasa y todo muere, y ningún contrato puede ser mantenido indefinidamente al pie de la letra (piénsese por ejemplo en las reglas de las diversas órdenes religiosas), pero en toda realidad, incluso en la más material, hay una semilla de eternidad, y la verdadera fidelidad no es otra cosa que el reconocimiento y el cultivo de esta semilla divina. Ser fiel al espíritu de un compromiso es actuar de forma que se salve, a través del cambio y de la muerte, esta posibilidad de intercambio orgánico que hemos definido como la esencia del contrato. Por otra parte, el problema de la fidelidad a las cosas y a los seres muertos se sitúa en esta perspectiva; hay en ellos un principio que continúa viviendo en este presente que han preparado: en este sentido, alimenta nuestra alma, pero la aniquilarían sin compensación si nos comportáramos con ellos como si aún existieran materialmente.

    En efecto, el drama de la fidelidad reside en la concepción material que los hombres se forman de ella. Aquí, la materialización llama automáticamente a la negación -y la fidelidad se encuentra retenida entre estas dos formas de faltar a la verdad. El «maestro» que exige a su discípulo una fidelidad intelectual que merma las facultades de creación personal de ese último; la esposa que al morir pide a su marido que no rehaga su vida, la nación que oprime a un pueblo vecino en virtud de un tratado que ya no responde a las necesidades del momento, todos estos seres que faltan al espíritu de contrato puesto que no dan nada a cambio de lo que piden, no pueden pretender que su compañero la observe literalmente. Y además, esta pretensión no tarda en ser alterada por los hechos: los individuos y los pueblos a los que no se quiere desligar, en el sentido de una realización propia compatible con la fidelidad, se desligan ellos mismos en el sentido de la infidelidad absoluta, con todas las amenazas de anarquía y conflicto que ello comporta.

    Las aguas de devenir, a las que se niega el cauce por donde han de discurrir, arrastran fatalmente los diques que les oponen una jurícidad o un moralismo demasiado estrechos y, no teniendo más orillas para conducirlas hasta su fin, se convierten en pantano y se pierden. Un espectáculo semejante se encuentra con demasiada frecuencia en la historia, y a nuestro alrededor, para que sea necesario insistir más.

    El conflicto entre los primeros cristianos y los judíos nos ofrece el ejemplo más notable de la oposición entre la fidelidad material y la fidelidad del espíritu. La tradición de Moisés, extinguida en el conservador Caifás, vivía y se extendía en el revolucionario Pablo. La verdadera fidelidad hacia una flor no consiste en cortarla para colocarla seca en un herbario, sino en regarla para ayudarla a convertirse en fruto. La mejor forma de fidelidad es la que quiere la maduración de su objeto. Los pensadores ante su doctrina, los padres y los maestros ante sus hijos y sus discípulos, ganarían si se impregnaran de este principio...

    Por consiguiente, en toda fidelidad verdadera existe una simbiosis constante entre el sentido de lo eterno y el del cambio. Sin el cambio que la vivificara, la fidelidad se seca como esas orillas desoladas de los riachuelos muertos, pero el cambio, sin la fidelidad que lo contiene y guía, degenera en vicio y anarquía. Además, esta disociación entre lo eterno y el devenir, con el doble proceso de desecación y podredumbre que lo acompaña, muy a menudo se realiza en el interior de los seres mismos. Se halla en ellos una capa rígida de observancias exteriores, paso de lo eterno, y, bajo esta corteza de fidelidad liberal, un bullicio pasional que sólo es cambio degenerado. Éste es precisamente el tipo de fariseo a quien se aplica íntegramente la expresión de «sepulcro blanqueado».

    Pero puede ocurrir también que llegue a producirse un cambio tan profundo entre las partes que se han prometido fidelidad, que incluso excluya la fidelidad en espíritu y sea necesaria la pura y simple ruptura del contrato. Esto es legítimo porque el contrato se ha malogrado, y no puede perpetuarse mediante ningún plan. Sobre esto pueden presentarse muchos ejemplos.

    En primer lugar, es posible que el intercambio -y por consiguiente el contrato- no haya tenido nunca existencia real. Yo he podido equivocarme dándote mi fe: me conocía mal, no sabía a qué me comprometía (es el caso de los compromisos juveniles ... ), he creído comprometerme. Pero también he podido equivocarme con respecto a ti: me he ligado a una imagen tuya que no tiene relación con la realidad que ahora se me presenta: he creído comprometerme a ti. También es posible que haya reunido estas dos ilusiones.

    Pero en los dos casos me siento tan desligado que efectivamente no ha habido contrato. Cuando el compromiso es ilusión; la ruptura no es infidelidad. Despertarse de un sueño no es traicionar.

    También puede haber existido efectivamente el intercambio entre nosotros, pero he aquí que este intercambio se ha vuelto no sólo ajeno sino, además, opuesto a mi necesidad anterior, a mi vocación profunda, que ignoraba al darte mi fe y que me aparece ahora. En estas condiciones, yo no podría permanecer fiel más que llegando a ser infiel a mí mismo; y, por otra parte, ¿qué valdría esta fidelidad sin impulso? ¿Qué podría apostarte un ser separado de la mejor parte de sí mismo? Amicus Plato... Éste es el caso de los «convertidos» de cualquier orden.

    Amicus Plato... Tenemos aquí el gravísimo problema -casi insoluble en lo abstracto- del conflicto de las fidelidades. Yo estoy ligado a ti por un contrato, una fe o un amor. En última instancia, estoy dispuesto a sacrificarte, si es preciso, mi propia existencia (además, los sacrificios se sitúan en la línea de la solidaridad orgánica). Pero no estamos solos en el mundo. Explícitamente o no, puedo traicionar a estos otros seres que tengo la misión de defender y salvar. .Si el lazo que me une a ellos es para mí más vivo y más esencial que nuestro intercambio recíproco, ¿no estoy en el derecho de repudiar este intercambio? El hecho mismo de que exista una jerarquía de las infidelidades, implica, en caso de conflicto irreductible, la inmolación de la fidelidad anterior.

    Un solo compromiso implica fidelidad incondicional, la promesa hecha a Dios, que no puede morir ni engañar y a quien se le puede sacrificar todo sin perder nada. Pero por una trágica antinomia, este compromiso de orden absolutamente espiritual e íntimo, escapa por su misma naturaleza a todo criterio objetivo de validez. ¿Dios quería verdaderamente esto de mí? ¿Es verdaderamente Dios quien me ha llamado? ¿No he sido el juguete de un sueño que he confundido con Dios?

    Estos análisis nos permiten entrever cuán difícil es fijar in concreto el alcance y los límites del deber de fidelidad. El hombre, situado por su naturaleza y su vocación en la confluencia del devenir y de lo eterno, corre perpetuamente el peligro de traicionar a uno de ellos en provecho del otro, lo que equivale a decir, tal como ya hemos señalado, traicionar a la vez al uno y al otro. Ciertamente un compromiso ilusorio o caduco no compromete, pero también es demasiado fácil -por otra parte- establecer un compromiso ilusorio o imposible de mantener (fuera del caso de impedimento material absoluto, la palabra imposible tiene un sentido muy elástico), para así eludir las obligaciones que comporta, y, la mayoría de las veces, para contraer otros compromisos también ilusorios o predispuestos a la misma caducidad; en definitiva, unos compromisos simplemente conformes al egoísmo anárquico de un ser desprovisto de verdadera unidad, y, por ello, incluso incapaz de una vinculación verdadera.

    En relación a lo que hay de fidelidad en el espíritu de adaptación de lo eterno en el devenir, ¿quién no ve que, sin un mínimo -infinitamente variable según la naturaleza de los contratos y la mentalidad de los individuos- de fidelidad literal, sin el control y testimonio de los actos, la fidelidad en el espíritu degenera en fantasma inerte y en mentira? Sin el espíritu que la anima, la fidelidad exterior está muerta, pero ¿qué valor tendría una fidelidad al espíritu, que no se manifestara exteriormente? El espíritu está pronto; tiene buenas condiciones para forjar gloriosas e incontrolables coartadas a nuestro instinto de pereza y deserción; no obstante, la fidelidad demasiado encarnada no vale más que la fidelidad demasiado casual. Por ejemplo, ¿qué pensar de un esposo que dijera a la esposa abandonada y engañada (por otra parte, esta conversación ha sido mantenida muchas veces en términos menos filosóficos: «Te he sido fiel, te amo tanto como el primer día, ocurre simplemente que he situado nuestro amor en un plano espiritual superior»? Pero ¿cómo definir el límite concreto a partir del cual la fidelidad en espíritu se convierte en infidelidad?

    Aún hay otra cosa. Hemos dicho que la muerte del intercambio suprime ipso lacio la obligación de fidelidad: el organismo se desembaraza de un miembro muerto. De acuerdo, pero también el organismo entero se dedica a salvar a un miembro enfermo; ¿y cómo puedo afirmar que está muerta toda posibilidad de intercambio entre yo y el objeto al que he dado mi fe? Pase aún cuando se trata de personas, pero ¿y cuando se trata de un ideal, una patria, una religión?

    Lo que me parece como una ruptura definitiva quizá sólo sea una prueba, una tentación, que fielmente superada, desembocará en una comunión superior.

    Los verdaderos amantes y los verdaderos artistas, los santos, los grandes dirigentes de las guerras, todos, han conocido fases de aridez o de desastre en las que su vocación les parecía una mentira y ---contrastando- sus realizaciones más elevadas han surgido precisamente de su fidelidad heroica a cosas que parecían muertas o a causas que parecían perdidas. Entre Leopoldo III, que rompió el pacto que lo unía a los aliados para ahorrar a su pueblo los horrores de una batalla que él juzgaba sin solución, y Alberto 1, animando a este mismo pueblo a un sacrificio que creía fecundo, ¿cuál sirvió mejor a Bélgica? ¿En qué punto termina la fecundidad y empieza la vanidad del sacrificio? ¿Cómo distinguir el heroísmo y la locura? Sin duda, el mejor criterio es el de los resultados pero precisamente es el que falta en el momento de la acción. Creo con toda mi alma en la santidad de Juana de Arco y en la autenticidad de su misión, pero la misma Juana de Arco, ¿sería hoy venerada públicamente si los ingleses no hubieran sido «arrojados de Francia», después de la hoguera de Ruan? El traidor o el faccioso que triunfa (César en el Rubicón, Bonaparte en el 18 Brumario) es incensado bajo el nombre de héroe; el héroe que fracasa a menudo es infamado como traidor. El general Malet respondió a los jueces que le interrogaban sobre quiénes eran sus cómplices: «Si yo hubiera triunfado, ustedes y toda Francia.»

    No es posible responder desde fuera a todas estas preguntas. En esto, cada uno sólo juzga y decide por sí mismo, de forma que todo depende, no diré de la sinceridad o insinceridad del sujeto (estas palabras no tienen ningún sentido en psicología profunda), sino de la cualidad de la sinceridad o insinceridad de su alma. El compromiso que me une a ¿me sitúa en la alternativa del sacrificio o la negación; no tomaré mi decisión en abstracto; me será dictada desde dentro por el modo como vivo mi relación con X, y, según el grado de pureza, de profundidad, de necesidad, de este sentimiento, aceptaré o rechazaré el sacrificio. Puesto que la fidelidad no crea el amor, sino que el amor crea la fidelidad.

    Además, el hecho de que rechace este sacrificio, no significa forzosamente que yo sea incapaz de una verdadera fidelidad (estamos demasiado predispuestos a considerar a nuestros semejantes como desprovistos radicalmente de una virtud determinada, porque no la han manifestado en una circunstancia dada, en particular en sus relaciones con nosotros: por ejemplo, una mujer abandonada difícilmente creerá que su amante pueda ser fiel a alguien y en lo que sea); puede ocurrir, simplemente, que el objeto al que me he ligado no sea capaz de suscitar o retener mi capacidad de afecto. Así, a lo largo de la última guerra, a muchos franceses les faltó entusiasmo e ímpetu, no por cobardía esencial, sino porque el ideal por el que se les pedía morir y la atmósfera moral que les rodeaba no estaban adaptados a su espíritu de sacrificio. Señalemos que, a pesar de la impresión, de vanidad que me asedia, puedo perseverar en la fidelidad y el sacrificio, pero entonces esta voluntad de sacrificio será la señal de que el amor aún está vivo en mí y que persiste el intercambio orgánico. En efecto, no se ha dicho que la fidelidad debe excluir necesariamente el desgarramiento interior y la lucha consigo mismo: este renacimiento perpetuo se acompaña también MUY a menudo de los dolores de parto.

    En cuanto a decidir si debo permanecer fiel a la letra de mi promesa, o bien si sería mejor adaptarla al cambio, o incluso repudiarla, nadie me puede aconsejar -a este respecto- con pleno conocimiento de causa, puesto que aquí la causa es mi alma y su libertad que sólo Dios conoce. Y nadie me puede juzgar, cualquiera que sea la decisión que tome. Supongamos que haya cambiado de amor y de fe. ¿Quién puede saber si he pasado de una mentira a mi verdad, ,o bien de una mentira a otra? ¿Cómo discernir, cómo distinguir desde el exterior la renegación y la conversión? Incluso en el interior de mí mismo, ¿tengo un criterio infalible?

    Después de todo, un compromiso pasado que parece agotarme inútilmente, ¿es una verdad a la que es preciso que defienda, o bien es una ilusión que debo dejar disipar? Y este nuevo amor que me llama, ¿es tentación o vocación? Libre de obrar a mi antojo, ¿dónde encontraré una luz de orden puramente intelectual y objetivo que me muestre la verdad con una certeza absoluta? Reconozcamos que una luz semejante no existe y que precisamente la grandeza y la tragedia de esta facultad creadora que es la libertad humana consiste en no poderse guiar en su elección por ningún criterio absoluto, exterior al acto mismo de la elección. Ciertamente las reglas de la moral y de la prudencia tienen un papel que desempeñar, pero el argumento que la decide es ella misma quien lo crea, y precisamente por el mismo ímpetu que la lleva hacia su objeto. Por ejemplo, si decido serte fiel, esta decisión se confunde con mi grito de fidelidad; no es una causa que preceda y determine mi elección, es un signo que me. indica que esta elección ya está hecha. De ahí la importancia extrema de esta disposición benéfica de la libertad que los místicos llaman pureza de intención.

    Mis intenciones son puras: lo cual significa: están de acuerdo, más allá de mis intereses superficiales o inmediatos con mi verdadera naturaleza, con mi verdadera vocación de hombre, con aquello para lo que estoy hecho, con lo que exige de mí el ser o el ideal que me rebasa y sobre el cual quiero trazar mi destino.

    A pesar de las incertidumbres y las tinieblas que pesan sobre nuestras acciones, pueden ir en paz los que sienten vivir en ellos esta «buena voluntad» de la que habla el Evangelio, la cual inclina espontáneamente sus corazones hacia la fidelidad, a lo que el hombre lleva en sí de más verdadero y más profundo.

    RESPUESTA A LAS OBJECIONES

    Verdaderamente, la teoría de la fidelidad-intercambio exige una doble objeción cuyo examen nos permitirá elucidar el segundo puesto de nuestra definición.

    a) Cuando os planteáis esta pregunta : ¿cómo adaptar mi promesa a los cambios acaecidos en mí y en el objeto al que me he ligado?, puede parecer que tendéis a considerar estos cambios como una materia extraña que os sería suministrada desde el exterior y sobre lo cual debería ejercitarse vuestra fidelidad como el espíritu del escultor sobre la piedra, cuando en realidad dichos cambios dependen ante todo de vosotros.

    Cuando os preguntáis si tal contrato es lo suficientemente viable para que le permanezcáis fiel, olvidaos que sólo vuestra fidelidad lo hace viable, y lo que os parece caducidad de contrato no es otra cosa sino la decadencia de vuestra propia fidelidad.

    Habláis de cosas que mueren: a vosotros os corresponde mantenerlas en la vida. Esta mujer, este amigo, están a vuestro cargo: permaneciéndoles fiel, no solamente salvaréis vuestro propio amor, sino que vuestra constancia quizá llegará a crear en ellos una nueva alma, y así vuestra unión habrá aumentado en fuerza y pureza. La verdad aún será más cierta si se trata de realidades espirituales que no existen más que en vosotros: esta causa, este ideal, esta patria, no permanecerán vivos si no les permanecéis fieles: todas estas cosas no pueden morir más que en vosotros, no pueden desaparecer más que por vosotros. En el caso de estos franceses que en la última guerra se lamentaban de sufrir por un ideal muerto, dependía de ellos -y sólo de ellos hacer vivo este ideal.

    b) Racionalizar, vulgarizar y empobrecer indebidamente la noción de fidelidad, ¿no es reducirla a un intercambio, a una especie de «do ut des» de tipo jurídico en el que todo estaría subordinado a la nivelación de los egoísmos? La verdadera fidelidad está en la base de la fe (fides-fidelis, se habla de los fieles de una religión ... ): por consiguiente, implica un elemento de orden irracional y místico, una adhesión incondicional y sin correspondencia, una especie de salto amoroso hacia lo desconocido. En última instancia, conduce al olvido y a la inmolación de sí mismo en provecho del objeto amado. La fidelidad de los héroes y los santos es precisamente la que no pide nada a cambio, y, precisamente, darlo todo sin esperar recompensa, ¿no es la forma suprema de la grandeza? ¿No lo hacen así estos seres de piedad y de sacrificio que consagran su vida a aliviar a los desgraciados de los que nada reciben, y esas grandes almas que, sin preocuparse de los límites de la validez de los contratos, permanecen hasta la muerte fieles a alguna causa perdida? Ante tales hechos, ¿en qué se convierte vuestra estrecha teoría de la fidelidad-intercambio?

    Estas objeciones --con todo- son válidas en gran parte. Sin embargo, llevadas al extremo, correrían el riesgo de abrir la puerta a un objetivismo particularmente peligroso para los más altos valores humanos, puesto que los disuelve bajo el pretexto de exaltarlos. Equivale a comportarse del mismo modo como lo haría un jardinero que para «liberar» sus flores las separara de sus raíces...

    a) El problema de la fidelidad creadora» ha sido tratado por Gabriél Marcel en un análisis que no creo pueda ser superado. Limitémonos solamente a señalar estos puntos: Es cierto que, si el intercambio siempre está en la base de la infidelidad, ésta, a su vez, dominando el cambio, fortalece y perpetúa el intercambio. Pero es necesario no confundir esta fidelidad creadora con una especie de poder divino que aislaría al sujeto humano en una autosuficiencia absoluta (siempre se habla de poder creador de un ser creado existe el peligro de este equívoco). Al igual que toda creación humana, la fidelidad creadora presupone un contacto fecundante, y por consiguiente una presencia, un objeto. El hombre no crea nada, si no es en colaboración: una fidelidad que sólo quisiera salir de su propio fondo sería seca, dura y muerta como el bosque privado de raíces duradero pero no eterno, y pronto o tarde entregado a la carcoma.

    No podemos mantener vivo en nosotros sino lo que aún vive fuera de nosotros y que nos llama (poco importa que sea del otro lado de la felicidad o de la muerte), puesto que no podemos ser fecundados por lo que ha muerto.

    Y la más creadora de las fidelidades, «la fe que mueve las montañas», es precisamente la que requiere el sentimiento de la presencia más profunda y del contacto más íntimo: la experiencia. de un Tú absoluto. Así, la objeción desaparece por sí misma. Mi fidelidad puede jugar un papel creador respecto al intercambio que la condiciona y al cambio que la amenaza, pero este papel no es absoluto, implica una reciprocidad creadora, una colaboración del objeto. En otros términos: no puedo dar sin recibir: mi fidelidad necesita ser creada al mismo tiempo que crea; ¿cómo puedo ser fiel si este objeto que mantengo vivo en mí me deja morir en él? Tendremos que volver sobre la naturaleza de esta colaboración -o más bien de este Colaborador- esencial a toda fidelidad.

    b) Han objetado: ¿en qué se convierte la fe con la superación y el olvido de sí que ella comporta, según vuestra teoría de la fidelidad-intercambio? Yo respondería que la idea de la fe se encuentra precisamente en la base de esta teoría. En efecto, ¿qué es sino un intercambio orgánico? Es un intercambio en el cual las dos partes subordinan su interés recíproco a un interés común que los engloba y los supera y que pertenece al conjunto del organismo. Igualmente en la verdadera fidelidad: si te amo de verdad, te seré fiel, no sólo porque me das esto a cambio de aquello, sino también porque creo en nuestro amor, porque creo en ti.

    Pero ¿qué es creer en ti? No es -a menos que yo, estúpido de mí, me erija locamente en centro del mundo y en criterio absoluto de todos los valores- tan sólo creer que me amas y que buscas mi bien; sobre todo es percibir y querer en ti una cualidad de alma, una orientación afectiva y una actitud ante la vida que, en un cierto sentido, nos son comunes; es, pues, sentirme ligado a ti por un mismo impulso hacia una misma realidad -vivida más que definida- que desborda hasta el infinito nuestros seres efímeros y limitados, y que es el fundamento y la esencia de nuestro amor: por consiguiente en mi fidelidad existe este olvido de sí y esta apertura al misterio que son constitutivos del acto de fe.

    En efecto, ¿qué es creer en un objeto cualquiera sino adherirse a este objeto, es decir, sostener una relación orgánica con él? Cuando te digo: creo en ti, esto significa que nuestras almas son tan inseparables en el orden afectivo, como lo son dos miembros del mismo cuerpo en el orden. biológico. Si por el contrario te digo: no creo en nada, entiendo por ello que no me adhiero vitalmente a nada y que para mí no hay realidad que merezca un compromiso o sacrificio; por esencia, el que no cree en el ser separado. Y el hombre que no es capaz de fe, no es capaz de fidelidad...

    Por ello se comprende que nuestra teoría de la fidelidad intercambio orgánico no excluye este elemento heroico y místico que subrayaba la objeción. En efecto, el intercambio orgánico no tiene, en verdad, nada en común con el intercambio de tipo jurídico o comercial, es decir, con el intercambio de cosas reconocidas equivalentes, efectuado entre dos partes consideradas como aisladas del resto del universo y persiguiendo únicamente cada una su propio interés. Quien dice organismo dice también conjunto y jerarquía y así todo el carácter de equivalencia matemática y transacción entre dos egoísmos es eliminado en la noción de intercambio orgánico.

    Dos miembros de un mismo organismo son «fieles» el uno al otro en la medida en que ambos colaboran en la salud y desarrollo de todo el cuerpo. Lo mismo ocurre en la escala espiritual y humana. Si tú me amas, la mejor manera de testimoniarme tu fidelidad, no es devolverme matemáticamente lo que te doy, sino darte tú mismo, según te conforma tu naturaleza, tu rango o tu vocación a tal realidad que sostiene y nutre mi existencia y que me es más querida que yo mismo. Aquí no hay reciprocidad absoluta: Por ejemplo, en un Estado, la fidelidad del sujeto consiste en morir para salvar al Príncipe si es preciso, pero la reciprocidad no es absolutamente cierta, ya que el príncipe paga al sujeto por su sacrificio dedicándose totalmente a la nación y no individualizando su entrega en cada sujeto. La realidad nacional constituye el tertium quid a través del cual el príncipe y el sujeto comulgan y permanecen fieles el uno al otro, a pesar de la diversidad y desigualdad de sus deberes mutuos.

    Un tal tertium quid (cuya naturaleza puede variar infinitamente: puede ser una persona, una agrupación, un ideal, una religión, etc.) se encuentra en la base de todas las fidelidades verdaderas, siendo a la vez la piedra angular y la piedra de toque.

    No hay compromiso humano digno de este nombre cuyas partes no estén ligadas por deberes recíprocos (hace poco he dado a esta ley el nombre de principio de tercero incluido). ¿Qué es lo que más me une a mi amigo? ¿Es saber que puede prestarme ciertos servicios personales, o es sentir que amamos las mismas cosas y que perseguimos los mismo fines? ¿Y a mi esposa? ¿Es el placer que me da, o la colaboración que me aporta? ¿Y a este partido político? ¿Son las ventajas y honores que podría sacar de mi adhesión' o bien es mi convicción de que servirá mejor que otro mi ideal de justicia y armonía social?

    Eadem velle, eadem nolle... En todas partes la comunidad procede y condiciona la reciprocidad, y donde se niega la colaboración no es posible el intercambio?

    Por otra parte, ¿decimos por azar: ya no hay nada en común entre nosotros, para significar la supresión radical de los intercambios, la ruptura absoluta con alguien? Allí donde no existe el eadem amare, no es viable el invicem amare... Señalemos de paso que esta concepción del órgano que, por definición, no puede realizar su propio bien sino sirviendo un bien que le aventaja, basta para eliminar toda sospecha «de egoísmo» de nuestra teoría de la fidelidad intercambio.

    Metafísicamente no existe ninguna antinomia entre el egoísmo y el amor. Para un ser finito, el único egoísmo sano consiste en amar. El egoísmo, en el sentido moral (o más bien inmoral) de la palabra, no es más que este proceso de degeneración y anarquía por el cual el órgano se convierte en átomo, y aislándose de todo lo que lo vivifica, se destruye él mismo. En este sentido, nuestra capacidad de egoísmo mide nuestra capacidad de suicidio...

    Subrayemos también que la noción de organicidad se opone con gran fuerza a cualquier intento de racionalizar la virtud de fidelidad. En el orden de las cosas sensibles, el dominio de las funciones vitales es aquel en que los esquemas del pensamiento abstracto se revelan más impotentes;* por otra parte, observarnos, también, que los hombres con un instinto profundo de la analogía siempre han recurrido a las comparaciones orgánicas para expresar las realidades más místicas, las más rebeldes a la razón pura. Piénsese por ejemplo en el Corpus Christi mysticum.

    Por último, la noción de intercambio orgánico nos servirá para elucidar el problema irritante de las fidelidades unilaterales. Se ven esposas o madres que permanecen unidas a su marido o hijo indignos, muchachas que consagran su existencia al servicio de enfermos que no conocen, sujetos que continúan sirviendo sin la menor esperanza a un monarca definitivamente destronado. Todos estos seres que, movidos por el deber, la piedad o el honor, se sacrifican así sin compensación aparente, parecen sacar toda su fidelidad de su propio fondo y darse más allá de todo intercambio. Pero incluso en estos casos límites, ¿está excluido verdaderamente el intercambio? Inmolándose así al deber, a la piedad o al honor, ¿no sale el hombre de sí mismo? ¿No se abre a alguna cosa más grande, más verdadera que él? ¿No recibe nada a cambio de lo que da? ¿No se siente transportado y alimentado por una fuerza misteriosa? Un órgano puede ser mal servido o traicionado por otro órgano: le queda el todo, el alma que lo vivifica. ¿Ocurre lo mismo con las cosas del espíritu? ¿Existe un universo espiritual que integre y desborde el espíritu del hombre, como el mundo sensible integra y desborda su cuerpo? ¿0 bien este universo no existe sino en nosotros, y estas palabras de deber, de honor, de piedad sólo son destellos que nacen y mueren con el alma fugaz de los hombres, pobres desafíos lanzados a la nada y que la nada ahoga siempre? Pero si el hombre crea estas cosas por las cuales sufre y muere, ¿por qué se siente así creado por ellas?

    La única pregunta es ésta: nuestra persona y nuestros ideales, ¿forman parte de un organismo espiritual? y este organismo, ¿tiene un alma que piensa y ama, y a la que se puede decir Tú?; ¿y no sería este Tú el que, explícitamente o no, vuelven a encontrar todas las fidelidades heroicas a través de sus objetos indignos, caducos o abstractos? En último caso, se trata de saber si la fidelidad se puede asentar sobre esta base objetiva absoluta; en otros términos, se trata de dilucidar si cuando somos fieles más allá del intercambio aparente y sensible, nos encerramos en nosotros mismos o bien nos abrimos, dando, a un tiempo, testimonio de Alguien que es la fuente y la seguridad de las cosas del alma.

    Y, por ello, el problema de la fidelidad se abre de lleno al problema de Dios.

    FUNDAMENTO RELIGIOSO DE LA FIDELIDAD

    Ninguna fidelidad, si no tiene a Dios por principio y por fin, puede ser pura. Solamente el contacto divino confiere a la fidelidad humana las dos perfecciones esenciales exigidas por su naturaleza:

    a) Permite la síntesis perfecta de lo eterno y del devenir, impide a la fidelidad oscilar entre el anquilosamiento que es su caricatura y la inconsciencia que es su negación.

    b) Perfecciona el intercambio orgánico; limpia la fidelidad de cualquier huella de cálculo y de cualquier sospecha de locura.

    Ya hemos indicado cómo en un clima material la virtud de la fidelidad corre el riesgo de degenerar en esclerosis o ser barrida par la inconstancia. Sabemos también que estos peligros están conexos. A menudo el hombre-veleta y el hombre-fósil coexisten en el mismo individuo: todos conocemos estos seres que no se renuevan nunca por necesidad interior, pero que, al mismo tiempo, cambian de gustos y convicciones según los azares exteriores que los agitan, al igual que la veleta cuyo metal enmohecido, siempre idéntico a sí mismo, gira sin cesar empujado por todos los vientos. Por otra parte, esta afinidad entre la inercia y la movilidad se explica muy bien: aquel que no tiene esta fuerza interior que echa raíces (la verdadera fidelidad no es otra cosa) no puede ser fiel más que en virtud de su gravedad, o, dicho en otras palabras, de su rapidez adquirida, y siempre -por tanto- está a merced de una nueva noción exterior.

    Pero precisamente esta inercia y esta movilidad son las dos características esenciales de la materia. Por el contrario, el espíritu es a la vez firmeza y renovación: reside en él el doble sentido de lo eterno y del cambio (y estos dos sentidos nunca van separados, sólo son uno) sin el cual la fidelidad se corrompe o desaparece. Pero este sentido doble y único, ¿dónde encontrarlo sino en Aquel que es eterno y que ha creado todo lo que cambia? Fuera del clima religioso, parece inevitable una cierta materialización de la fidelidad, con todas las amenazas de endurecimiento y olvido que comporta. Sólo aquel que se apoya en Dios pone en El la suficiente eternidad para impregnar las cosas del tiempo: es fiel a lo que pasa. Pero precisamente porque bebe en la verdadera fuente de lo eterno, sabe aceptar el cambio: no necesita pedir a las cosas del tiempo este Dios que todas prometen pero ninguna puede dar; su fidelidad no es una idolatria. Lleva en su corazón el surco de eternidad en el que encuentran su cauce las aguas del cambio; no se deja llevar por ellas, tampoco opone a su curso los vanos diques de un culto vano. No olvida estas cosas finitas, como la inconstancia, no las adora como la falsa fidelidad, las ama y las ama por lo que son: parte de lo eterno en devenir que se nutren en el eterno absoluto. Ahora bien, es propio de la locura humana hacer estas cosas, ya un ídolo, ya un juguete, y siempre alternativamente, lo uno y lo otro, puesto que todo lo que el hombre diviniza por el hecho mismo de que lo separa de Dios, lo impregna de nada.

    Sólo podemos creer en la profundidad de las cosas finitas en la doble medida en que las sabemos salidas de Dios y no las confundimos con Dios.

    De este modo sólo se resuelve el problema de la fidelidad que se adapta y de la fidelidad en espíritu. En Dios podemos ser fieles a lo que cambia, puesto que Dios no cambia y todo cambio se realiza en el interior del círculo de su eternidad. En Dios no podemos ser fieles a lo que muere, puesto que Dios no cambia y todo cambio se realiza en el interior del círculo de su eternidad. En Dios podemos ser fieles a lo que muere, puesto que Dios no muere y todo permanece vivo en él, pero más allá de la materia y del tiempo.

    También únicamente en esta atmósfera espiritual y divina se disipa la objeción de los que, al modo de Gide o de Nietzsche, ven en la fidelidad una amputación y una esclavitud. Ser fieles, dicen, es ligarse a una realidad, es pues ya no ser libres para abrirse, para darse a otra cosa, y es la situación de tantos seres que, unidos a una esposa, a una profesión, a un partido, a una idea, a una religión, etc., ya no tienen ojos ni corazón para el resto del mundo. Es claro que existe un plan material en el cual la vinculación se identifica con el exclusivismo y la indisponibilidad. Pero, en el mismo plano material (es decir, en todos los sitios donde no sopla el espíritu de Dios), lo que se llama apertura o disponibilidad no puede ser más que ligereza o prostitución.

    En efecto, ¿qué es esta disponibilidad donde el hombre, bajo pretexto de abrirse a todo, no deja entrar nada en él, y qué vale el don de ese corazón que, temiendo reducirse a alcoba, se extiende en jardín público? El amor se encuentra en la profundidad y no en la superficie, y el que ha dado la vuelta al mundo, no se ha acercado ni un pelo al fuego central. Pero aquel que, en lugar de correr de una apariencia a otra, profundiza en la menor realidad hasta llegar a su centro (es más fácil correr que profundizar, puesto que cualquier profundización es estrecha al principio, pero es preciso comenzar siempre con esta estrechez que no es más que una forma de concentración), creo que verá a su amor extenderse en relación a su profundidad y este amor' creando en él una libertad y una disponibilidad superiores le inducirá a abrirse a otros amores, a otros deberes que, situados en niveles espirituales y materiales diferentes, en lugar de excluirse o enturbiarse como los afectos superficiales, se armonizarán en la unidad.

    En efecto, sólo hay una manera de abrirse a todo, y es ligarse a Aquel que lo es todo: esta vinculación, en vez de obturar el alma, dilata hasta el infinito su capacidad de acogida.

    Pues el amor y los corazones verdaderamente abiertos son siempre los corazones verdaderamente llenos.

    DIOS, ALMA DE TODA FIDELIDAD

    En un organismo, todo intercambio entre dos miembros es también, en un plano más profundo, un .intercambio de cada uno de esos órganos con el todo, con el alma del organismo. Del mismo modo, no hay compromiso humano auténtico que no tenga a Dios por motor y por fiador, y por tanto que no sea un intercambio con Dios.

    Este intercambio con Dios, cuando es puro, excluye necesariamente el egoísmo. Para un ser finito, el egoísmo consiste en abstraerse efectivamente del mundo y persigue su propio bien en el olvido, incluso en detrimento, del bieni de los otros, del bien común: el egoísta es el ser reposado por naturaleza. Pero el amante de Dios es, por naturaleza, el ser religado: no persigue más que el interés de su alma, y el alma» puesto que ante todo es facultad de comunión y de ofrenda, no puede encontrar su propio bien sino en el bien de los seres que ama y con los cuales se identifica por amor. Por otra parte, proceso interior, está exento de cualquier cálculo personal. Lo primero que le lleva hacia su objeto es la atención, la apertura al otro, y el resto -su propia felicidad- le es dado según la promesa del Evangelio, por añadidura, y en la medida en que no lo piensa. Aquí, el interés supremo del hombre coincide con su sacrificio supremo: el alma sólo se halla en el seno del acto por el cual se pierde. Es una cosa que el hombre sólo encuentra no buscándola nunca: él mismo.

    Por lo demás, toda sospecha de egoísmo se disipa por sí misma si se piensa en la atmósfera de fe que envuelve la fidelidad a Dios. En efecto, la realidad divina se presenta, se entrevé aquí abajo, pero sólo se manifiesta abiertamente más allá de la tumba. La muerte, con todo lo que esta palabra comporta de ruptura y desconocimiento, de subversión total de nosotros mismos, es el obstáculo que se ha de franquear para ir a Dios. ¿En qué se convierte aquí este cálculo de las recompensas materiales y próximas que determinan a las fidelidades egoístas? La fidelidad a Dios, por su superación de los objetos más queridos por el homo animalis del que habla San Pablo, por su impulso en pos de bienes que trascienden el pensamiento y el corazón del hombre, aviva al máximo el elemento de riesgo y sacrificio inherente a todos los compromisos profundos.

    Por otra parte, si se piensa en lo que es el hombre, nos parece evidente que solamente esta pérdida de sí y este abandono en las tinieblas que implica la fe, son capaces de purificar el intercambio entre el hombre y Dios. Si Dios fuera visible como un monarca carnal, si las recompensas y los castigos que nos prepara pendieran sobre nuestras cabezas al modo del sol que se levanta o de las tormentas que se fraguan, el culto a Dios sería una cosa muy trivial. Y sin duda para ahorrar al hombre esta trivialidad, esta parodia del amor que arrastra hacia los poderosos de este mundo, Cristo, hablando de los fariseos sin amor, ha dejado caer estas palabras en apariencia tan terribles, -pero que son tan misericordiosas en su profundidad: por medio a que no se conviertan y a que no los cure. . - Está bien que Dios se disimule bajo el velo de la debilidad y del silencio: este velo es un filtro que retiene los ojos y los corazones de carne y sólo permite que lleguen a él las almas.

    Es esencial subrayar que esta interioridad absoluta de la presencia divina, aunque condicione el contacto más desnudo, el más íntimo, no por ello se produce sin un nuevo peligro. Dios, puesto que se nos opone como un objeto sensible, puesto que nunca nos habla desde fuera, siempre corre el riesgo de ser confundido con otras mil voces interiores que limitan la suya.

    La paradoja de la libertad humana consiste en estar arraigada en Dios y totalmente impregnada de su influjo creador, y, al mismo tiempo, por su misma naturaleza, ser capaz de obrar al margen de Dios y contra Dios. En este doble abismo de interioridad, ¿dónde encontrar una luz infalible que delimite lo que Dios crea en nosotros y la nada que añadimos a su obra? La Escritura responde: «Nadie sabe si es digno de amor o de odio ... » El hecho mismo de ser creado por Dios expone al hombre, si en él no es todo puro, a crear, es decir, a traicionar a Dios. Para medir la realidad de este peligro no hay más que observar en la historia y alrededor nuestro lo que el nombre de Dios puede encerrar en el corazón de los hombres. Pero esto también forma parte del peligro de la fe. Cada nueva incertidumbre debe suscitar en nosotros un nuevo abandono. Nos hace creer por la noche no sólo en Dios en sí sino también en Dios en nosotros. También es preciso -y esta amenaza perpetua de confusión está para recordamos duramente esta necesidad- que trabajemos sin cesar para purificar nuestra vida interior. Los santos escapan al riesgo de confundir nada con Dios puesto que todo es sólo alma en su alma en la que únicamente vive Dios y se refleja sin impureza.

    Bienaventurados los corazones puros, porque ellos verán a Dios.

    Así pues, la fe purifica la fidelidad: es la locura divina que mata al egoísmo humano. Pero esta locura también es la prudencia suprema: salva y eterniza al hombre. La fidelidad a Dios mata el egoísmo, no mata el ego. En un organismo carnal, una célula, un órgano, puede morir para el conjunto, este conjunto mismo es caduco, y, en definitiva, más pronto o más tarde, el todo y la parte son iguales ante la muerte. Pero no es lo mismo para un organismo espiritual. Aquí, la menor de las partes lleva en sí el pensamiento y la exigencia de una comunión eterna, y esta promesa del amor es falsa si el yo va a morir. Es necesario, pues, que la parte y el todo sean iguales ante la inmortalidad. El yo, tan vano, tan culpable por otra parte y dedicado, aquí abajo o en la tumba, a purificaciones que se parecen a la nada, merece y exige ser salvado como soporte del amor.

    En efecto, la inmolación no debe, no puede, ser un suicidio. El hombre tiene el derecho de decir al objeto supremo de su amor, yo muero por ti, pero si tú no me tuteas como yo te tuteo, si yo no te soy necesario como tú me lo eres, si tú no eres lo suficientemente fuerte o bueno para salvarme, si tú me dejas morir, nuestro amor es el que muere conmigo, puesto que todo amor es un intercambio y todo intercambio supone dos elementos vivos.

    Yo he ido al amor porque el amor es vida y el egoísmo muerte, pero si mi inmolación es un suicidio, si el amor al matarme se mata a sí mismo, ¿qué me queda que no mienta? ¿Estoy, pues, retenido entre estas dos formas de la muerte que son el egoísmo y el suicidio? Señalemos aquí -contra los adoradores del heroísmo gratuito- que el suicidio se opone tanto al amor como el egoísmo. El suicida muere para sí mismo como el egoísta vive para sí mismo: el suicidio es el egoísmo en la muerte. Pero todas las resonancias afectivas que la noción de inmolación puede despertar en nosotros, se rebelan contra esta asimilación sacrílega.

    Psicológicamente y metafísicamente, la inmolación se sitúa en las antípodas del suicidio. Inmolarse, no es saltar más allá de la vida, sino más allá de mi vida en todo lo que tiene de limitado y cerrado. El sacrificio. El sacrificio supremo sólo puede ser concebido como una ruptura de los límites, una apertura absoluta, no la muerte del yo, sino su transmutación total en amor.

    Sólo Dios --el Dios de los cristianos, el Dios de los vivos- es capaz de sustraer el amor a esta doble amenaza del egoísmo y el suicidio: tan sólo El es lo suficientemente puro para salvarnos de nosotros mismos, y lo suficientemente fuerte para salvamos de la muerte. Y en ello reside la perfección del intercambio orgánico. Todas nuestras restantes fidelidades son relativas. Esposa, amigos, patria, ideal, sólo estamos unidos a estos seres y a estas cosas por una parte de nosotros mismos; el intercambio no es absoluto entre ellos y nosotros, su desaparición nos dejaría mutilados pero no destruidos, en una palabra, podemos separarnos. Pero ¿quién nos separará del amor de Dios? Sólo hay un tú más profundo que el yo: aquel que crea el yo, el tú por el que digo yo. Y sólo hay un objeto más precioso que el sujeto, y este objeto no se opone al sujeto para limitarle, se abre a él para absorberle y el sujeto se encuentra en él dilatado hasta los orígenes y confines de la vida.

    Sólo podemos morir por Aquel para el que vivimos; no podemos ser fieles sin reserva ni condición más que a Aquel que crea en nosotros la fidelidad. Lo repito: solamente aquí son absolutos el intercambio, el acuerdo: el acto de abandono total de nosotros mismos es como el reflujo armonioso de la onda divina que nos crea. El hombre sólo puede consentir en ahogarse en su fuente....

    Y en esta fuente es donde beben secretamente todos aquellos cuyo amor es más grande que su objeto, todos aquellos que sufren y mueren por lo que se fosiliza o traiciona. Sólo Dios, presente o no a la conciencia, simplemente presentido o ya poseído, constituye el tertium quid absoluto a través del cual nuestras restantes fidelidades pueden dominar el tiempo y la muerte. Referidos a El, todos nuestros compromisos terrestres toman un sentido y un alcance supremos. El eterniza nuestros intercambios verdaderos; en cuanto a los demás -aquellos cuya alma unida a objetos vanos o muertos se entrega sin recibir nada los vuelve fecundos en el plano celestial...

    Pues la fidelidad puede equivocarse de objeto, como a veces la limosna se equivoca de pobre. Pero igualmente que la limosna, cuando procede de un corazón puro, nunca equivoca a Dios.


    II. La crisis moderna del amor

    LAS MUERTES VAN DE PRISA

    Basta abrir los ojos para darse cuenta de que el amor del hombre y la mujer, origen de la vida y fundamente de cualquier otro amor, atraviesa en este momento una crisis terrible. Esclerosis y fragilidad de la pareja clásica (nada es más quebradizo que una instítución que se endurece: la verdadera vida es a la vez firme y flexible), poligamia vergonzosa o cínica, pérdida de sentido de hogar, descensos de la natalidad y aumento de los abortos, mecanización de los gestos y sentimientos del amor son, entre otros, síntomas de un mal que poco a poco se insinúa en todas las capas de la sociedad.

    Pero esta crisis del amor no es específica del amor. Todos los elementos de nuestro destino sufren un trastorno análogo. La crisis es universal: el mundo moderno se encuentra, por así decirlo, situado en el interior de una revolución permanente. Las costumbres, las instituciones, las doctrinas, los ideales, han perdido toda estabilidad. Y no solamente se conmueven los fundamentos del orden antiguo, sino que también se ponen en discusión los rudimentos apenas concebidos en un orden nuevo: no asistimos a nacimientos seguidos de evoluciones armoniosas, sino a series continuadas de abortos.

    Atribuir esta crisis a causas de orden exclusivamente psicológico y moral sería dar prueba de una culpable pereza de espíritu. Puesto que el hombre no es solamente espíritu, sino que es además animal, y sobre todo animal social, la influencia del medio en que vive juega un importante papel en la determinación de sus sentimientos y de su conducta. Más que la libre elección del espíritu, lo que forma la inmensa mayoría de los individuos es el clima de la ciudad. Y si el hombre moderno vacila y busca su camino a través de las ruinas de las costumbres y de las instituciones milenarias súbitamente derrumbadas, ello es debido mucho menos a causas derivadas de su malicia y su locura que apenas varían a lo largo de los años, que a causa del cambio prodigioso que desde hace un siglo se ha operado en las condiciones de existencia.

    Las relaciones esenciales del individuo con su medio han sido sensiblemente las mismas en la Francia de Napoleón y en la Grecia de Alejandro. Descartando la imprenta, las posibilidades de comunicaciones e intercambios apenas estaban desarrolladas. Después, todo se ha transformado según un ritmo vertiginosamente acelerado. Imaginemos el habitante actual de una gran ciudad. Vive en un gran edificio, trabaja en una empresa gigante, frecuenta a hombres de todas las razas y de todos los países, recibe por el periódico, la radio, el cine y la televisión noticias e imágenes de todos los rincones del universo. La publicidad, la propaganda, acosan incesantemente su espíritu en las más opuestas direcciones. No dispone de un rincón solitario para relajar su cuerpo ni de unos minutos silencios ' os para recoger su alma: nada protege su intimidad de los asaltos del mundo exterior. ¿Cómo podría responder profunda y totalmente a solicitaciones tan numerosas y tan contradictorias? ¿Cómo podría dar una gota de sangre verdadera a todos estos insectos devoradores que zumban a su alrededor? No teniendo ya tiempo para asimilar cualquier cosa vitalmente, se convierte en espejo y eco. Como un estómago sobrecargado por excesivo alimento, elimina en vez de digerir; en él todo está de paso, nada se detiene. De ahí el carácter impersonal y la inconcebible inconstancia de sus opiniones y sentimientos.

    La crisis de costumbres que agita el mundo moderno no es otra cosa que la reacción servil de las almas a la multiplicidad y a la rapidez de excitaciones que les impone la corriente de una civilización material prodigiosa, desprovista de contrapesos biológicos y espirituales: es la adaptación impura y forzada del mundo interior al mundo exterior. Y esta adaptación es tanto más perfecta cuanto m s se mecaniza el ser vivo, es decir, cuanto más se inclina hacia la muerte. Pues la rapidez indefinida es más bien obra de las cosas muertas que de las cosas vivas: vuela más deprisa la hoja muerta arrancada del árbol, que crece la rama joven de llena de savia. El hombre moderno ya no está ligado a su medio por lazos vivos: muertos van solos. Y sus reacciones son más fáciles y más rápidas cuanto más solo y muerto está: los muertos van de prisa.

    ABSTRACCION E IDOLATRIA

    Así pues, la vida moderna es de tal forma que el hombre ya no es capaz de responder con todo su ser a las excitaciones que lo asaltan: responde con sus facultades más rápidas, con las más fácilmente excitables: aquellas que dependen del centro (el espíritu está pronto ... ); piensa y sueña cosas, pero no las vive. Evoluciona en un mundo de abstracciones; para él, la vida es un espectáculo en el cual nunca se siente plenamente comprometido: la abstracción y la distracción se corresponden.

    La crisis del amor sólo es un caso particular de esta crisis universal. El amor, cerebral, mecanizado por muchos hombres, apenas traspasa la zona superficial de la atracción. Es cierto que alcanza la carne, pero ignora la encarnación. El ideal no pasa al corazón ni a los gestos: permanece en el cerebro en estado de puro ideal. En cuanto a la carne, se la abandona a su inercia e inestabilidad naturales. De esta manera, el hombre está escindido en dos partes: el espíritu y la carne, el cerebro y el bajo vientre: dos abstracciones. El amor sólo pone de relieve la imaginación pura o la emoción carnal pura; según las palabras de Chamfort no es más que «el intercambio de dos fantasías o el contacto de dos epidermis».

    El alma, principio de unidad y trazo de unión natural entre el espíritu abstracto y la carne impersonal, se halla eliminada del ejercicio de la sexualidad. El desarrollo paralelo de un idealismo vacío (standarización de la belleza y del encanto, degradación del «eterno femenino» en imágenes de cine o de music hall, etc---.) y de un materialismo exangüe (el amor concebido como deporte, expansión física, sacudida nerviosa, y acompañándose de una indiferencia casi absoluta para el compañero), es testimonio suficiente del carácter anónimo de la sexualidad moderna.

    La elección concreta y personal, la fusión total e indisoluble de dos seres y de dos destinos están terriblemente ausentes de estos juegos que sólo interesan a la superficie del hombre.

    Pero este fantasma exterior a la vida también es un ídolo. La acción, el compromiso auténtico, que requiere la colaboración de todas las facultades humanas, se encarga de volver a poner en su sitio, de reinsertar en su contexto vital, los elementos desunidos por la abstracción. La prueba de la vida, el matrimonio indisoluble, hacen que el amor alcance sus proporciones relativas más reales, mientras que la ideal y la imagen puras, por el hecho mismo de estar sustraídas a todos los criterios de la encarnación y de lo posible, se dejan distender impunemente hasta el absoluto.

    Al igual que la yegua de Rolando, el amor idólatra puede poseer todas las cualidades; pero también como ella sólo tiene un defecto : no existir.

    El amor no sufre por haber estado abandonado (quizá nunca había sido más vivido que en las épocas en que no era soñado ni expresado); sufre por haber sido divinízado; agoniza bajo el peso del ídolo que le ha dado una carne sin alma y un espíritu descamado: su fantasma devora su realidad. El amor está tanto más enfermo, cuanto que la civilización se ha hecho más afrodisíaca, según la expresión de Bergson.

    Uno de los slogans del irrealismo romántico (del cual los hombres modernos están impregnados hasta la medula, y los que más lo vomitan no son los menos afectados ... ) es la proclamación, repetida hasta la saturación del espíritu como las fórmulas publicitarias, de los derechos absolutos y de la religión del amor. Así, el amor se convierte en su propia ley y en su propio fin: como Dios, vive de sí mismo. La pareja constituye un mundo cerrado donde los dioses, iguales el uno al otro, se adoran recíprocamente. A mayor opresión, mayor encuadramiento biológico, social o religioso... ¡He aquí que ya empezamos a conocer los frutos de esta nueva religión! Como ciertos venenos, ha podido dar al hombre cierta embriaguez, pero esta embriaguez tiene despertares dolorosos. La mentira es dulce en la boca, amarga en las entrañas. Vespasiano decía al morir: «siento que me vuelvo Dios». Es lo mismo para todas las cosas creadas: se suben a la cabeza como ídolos cuando abandonan el cuerpo como principio de vida; su divinización es el primer síntoma de su agonía. Es fácil gritar a una mujer: te adoro. Pues basta para adorarla un cerebro turbado por los vapores de una pasión anárquica, y la palabra no compromete a nada. Es más difícil decirle: te amo. Pues el amor implica la apertura y la donación de sí mismo.

    Nada nos interesa tanto como analizar en sus diferentes aspectos este divorcio entre el amor moderno y las diversas realidades que-constituyen su clima normal.

    RUPTURA CON LA ESPECIE

    Por de pronto, está ya claro que el amor tiende a separarse de su clima biológico, es decir, a excluir el hijo. Existe sin duda, aún en las sociedades más sanas, una cierta tensión entre la llamada ciega de la especie y las exigencias de las personas que forman la pareja. Esta tensión es inherente al dualismo de nuestra naturaleza (el hombre, ser espiritual y social, no sabría procrear, como los animales, abandonándose solo a las fuerzas biológicas) pero actualmente reviste una agudeza que en muchos casos equivale a la ruptura. Examínese la literatura específicamente «amorosa» desde la historia de Tristán e Isolda hasta las novelas rosas que deleitan a las modistillas; sorprende constatar el pequeño lugar que en ella ocupa el hijo. Los héroes de esta literatura viven, se unen, sufren y se separan como si el hijo no fuera la consecuencia natural y común del amor: leyendo esto, se piensa en unos trabajos botánicos en los cuales se describieran extensamente los árboles sin hablar nunca de los frutos. Se podrán objetar que la literatura no es el reflejo fiel de las costumbres pasadas y presentes, pero, en otro sentido, modela las costumbres futuras: el pescado se empieza a podrir por la cabeza. ¿Y quién osaría pretender que el niño permanece hoy tan deseado o incluso aceptado como antes?

    Su aparición eventual, ¿no la consideran muchas parejas como un accidente enojoso, como un desgarrón en la trama frágil del amor, como una especie de expiación de la voluptuosidad cuyo pago es legítimo esquivar?

    Por otra parte los progresos actuales del neo-maltusianismo y del aborto se explican muy bien por el repliegue idólatra de la pareja sobre sí misma. Es evidente que, si la pareja es Dios, si no persigue otro fin que un pequeño bienestar y una pequeña seguridad para dos, el niño, que viene a romper el cerco donde la aísla su doble egoísmo, sólo puede ser tratado como un intruso y un aguafiestas, estando permitidas contra él todas las medidas de defensa y de expulsión. Este estado de cosas justifica la frase del moralista: el peor enemigo del niño aún es el amor.

    El amor moderno también tiende a sustraerse a su ambiente social. Se sabe el papel que jugaban -inhumanamente a veces- en las uniones de antes, las consideraciones de casta, fortuna, categoría social, religión. Un viejo adagio de Lorena expresaba así la primera condición de un buen matrimonio: «en tu puerta y de tu clase» («á ta porte et de la sorte»).

    Hoy todo ha cambiado. La mayoría de la gente se casa sin consultar otra cosa que su corazón..., a su capricho, y se generalizan las uniones entre personas de diferentes razas, tradiciones y medios sociales y culturales. ¿Es esto un progreso? Seguramente, pero en un reducido número de casos. En una región donde las tradiciones sociales aún son relativamente vivas, me he tomado la molestia de seguir a un cierto número de matrimonios llamados de razón, y un cierto número de matrimonios llamados de amor. En el primer caso, los jóvenes se casaban sin esperar que «el corazón hable», bajo la presión de un imperativo social obscuro, y la elección del cónyuge venía determinada ante todo, por conveniencias de situación, fortuna, tradiciones políticas o religiosas. Bastaba -y ésta era la única concesión hecha a las inclinaciones personales que el novio no disgustara abiertamente a la novia. En el segundo, la unión, provocada sólo por la atracción mutua, se realizaba fuera de toda preocupación social y muy a menudo contra la voluntad de las familias. Pues bien, en verdad debo constatar que estos matrimonios «de amor» han proporcionado la mayoría de los divorcios, trastornos familiares, y hogares sin hijos. La paradoja tan sólo es aparente: la misma idotatría del amor, la misma sed de una felicidad anárquica e inmediata, primero acerca a los esposos y después los separa.

    No se trata de resucitar esa pobre caricatura de las viejas costumbres, consumida y endurecida, que fue el matrimonio de interés del siglo pasado: las instituciones, las tradiciones sólo pueden ayudar a los individuos en la medida en que permanecen- vivas. Pero es necesario confesar que la fragilidad actual de los lazos sociales constituye un peligro inmenso para la unidad de la pareja. La miseria humana se ha dado en todos los tiempos y en todos los lugares: las querellas, las tentaciones, los adulterios, nunca han dejado de amenazar el equilibrio conyugal, pero hubo un tiempo en que la fuerza de las instituciones era tal que los peores conflictos individuales no llegaban a dislocarlo. En los instantes peores, los esposos sacaban, suministradas por el organismo social del que formaban parte, la paciencia de permanecer fieles a su vocación. No estaban solos en su amor: el alma colectiva que había presidido el nacimiento de su unión también impedía que se disolviera. Hoy, los enamorados, privados de estas tutelas, no tienen otra garantía de fidelidad que el ardor y la duración de su pasión. Ahora bien, la pasión personal sólo puede suplir durante mucho tiempo el encuadramiento social en algunos seres selectos. Más vale tener este peso de las costumbres, estas fatalidades del medio, como lazo de unión que como barrera. En las uniones socialmente convenidas, todo el pasado personal y hereditario de los esposos tiende a acercarles. Alguien decía que se habla mucho de los príncipes que se casan con pastoras, pero nadie dice nunca cómo han terminado, estos matrimonios..

    No negamos que en algunas parejas excepcionales puede existir un amor que trascienda, no sólo las afinidades sociales, sino además las sanciones de la ley de la moral; nos contentamos afirmando que no se gana nada queriendo generalizar las cosas extraordinarias. Y además, en amor como en todo, la cualidad del pecado sigue a la cualidad de la virtud: sólo el buen vino da lugar al buen vinagre. La firmeza de la institución matrimonial purifica y realza «el amor libre». La pasión anárquica sólo conserva alguna grandeza en un clima virtuoso, valor humano de un quebrantador de las formas sociales se mide por la solidez de dichas formas: no se necesita fuerza ni valor para derribar una puerta abierta.

    La peor desgracia en que puede incurrir el pecado, es estar al alcance de todos. Cuando Tristán e Isolda en lugar de errar por el bosque inhóspito sostenidos sólo por su amor, consumen burguesamente su adulterio sin riesgo ni castigo, ya no ofrecen ningún interés.

    RUPTURA CON DIOS

    En fin -y quizás ahí está el mal supremo-, el amor se separa cada día más del ambiente religioso en el que se bañaba desde la aurora de la humanidad. La mayoría de las civilizaciones han hecho del matrimonio -con un sentido profundo de las exigencias del hombre total-, una sustitución no sólo social, sino también divina. El vínculo espiritual corría paralelo con el encuadramiento biológico y social; así, el amor, apoyado por abajo y coronado por arriba, se insertaba armoniosamente en el conjunto de la vida: era una pieza maestra en un edificio acabado que encontraba sus fundamentos en la institución y las costumbres y su bóveda en la consagración religiosa.

    El hombre que, rechaza la religión no deja de ser un animal esencialmente religioso: entonces traspone su sed de absoluto en objetos relativos. La «religión» y, correlativamente, la degradación del amor surgen en la medida en que el amor y la religión se separan. Pues cualquier cosa creada que pretende elevarse por sus propias fuerzas por encima de su nivel natural, vuelve a caer automáticamente por debajo de este nivel:. Icaro expira en el barro por haber querido rozar el cielo. Cuándo sobre una cosa finita se abate un deseo infinito, no tarda en reducirse a la nada: el que de la libertad hace un ídolo se inclina ya hacia la esclavitud, y el que adora un amor está maduro para la decepción y la inconstancia.

    El amor nunca está tan cerca de la profanación absoluta como cuando pretende ponerse en lugar de lo sagrado, en vez de buscar humildemente la consagración. Está hecho para adherirse a la religión y no para ser su propia religión.

    EXCLUSIVISMO DE LA PAREJA

    El amor, desarraigado y destronado de esta forma, se reduce al exclusivismo de una pareja separada del resto del universo. Esto se puede bautizar como «amor libre». Pero ¿libre de qué? ¿De lo que lo oprime y de lo que lo nutre? Sin duda cuando las civilizaciones declinan, las pautas sociales, morales o religiosas se transforman en cargas exteriores al hombre, sorprendidas por una especie de rigidez cadavérica. Pero no por ello han desaparecido los vínculos vitales. Entonces, no conviene destruirlos, sino renovarlos. La anarquía no es el remedio, sino la consecuencia y el último estadio del conformismo: es la embolia lo que sigue al endurecimiento del conformismo: es la embolia lo que sigue al endurecimiento de la arteria. La explosión, la mutilación, no son liberaciones.

    Así pues, el amor de la pareja cerrada sobre si misma procede de una mutilación. Dos ramas pueden estar tan estrechamente enmarañadas como se quiera: si no están unidas al mismo tronco y alimentadas por la misma savia extraída de las mismas raíces, no tardan en secarse. Esta pareja aislada está condenada a la asfixia como los pulmones privados de aire. Y es incapaz de poseer nunca esta plenitud recíproca a la cual lo sacrifica todo. Los poetas pueden cantar «el instante supremo en que el universo no es nada». Pero la realidad universal es indivisible como un cuerpo vivo, y el gesto idólatra, por el cual los enamorados se separan del universo, separa también el uno del otro. Cada uno permanece cautivo de su yo solitario, no ama en el otro a un objeto exterior que se ha hecho realmente presente a su alma por una especie de transfusión misteriosa, sino a un instrumento adaptado a su deseo o la proyección idealizada de sí mismo. Este amor no es más que un subjetivismo apenas extendido, en egoísmo traspuesto: el ardor del abrazo y las humaredas de la imaginación hacen creer en la comprensión mutua, pero los corazones y los espíritus permanecen esencialmente separados. «El hombre dice: mi ángel; la mujer suspira: mamá, mamá, y estos dos imbéciles están persuadidos de que piensan lo mismo» (Baudelaire). La pareja verdaderamente unida no es la pareja cerrada, sino la pareja abierta.

    De esta fragilidad del amor procede el aislamiento de la pareja. Basta la menor prueba física o moral para sumergir en su soledad esencial a los enamorados que sólo están unidos por la carne o por el sueño. Sólo nosotros... Esta máscara ligera puesta sobre el «sólo yo» no tarda en rasgarse y en poner al desnudo el egoísmo esencial que disimula. En la hora de mi deseo te he preferido al mundo. ]Éste sólo es el primer estadio del proceso de separación que me llevará a preferirte a cualquier cosa en la hora de mi lasitud. Pues un ser elegido por la pura arbitrariedad individual no podría suplir durante mucho tiempo el universo que ha usurpado. El desmenuzamiento de la pareja sigue a la adoración del amor, como la repugnancia sigue a la embriaguez. Es el mismo fenómeno de desintegración que continúa: después de haber arrancado la piedra de la unidad del edificio, la deshace en polvo. Don Juan, Lovelac, Valmont y el seductor de la mesa redonda son los hijos, cuánto más degradados más legítimos, de Tristán de rodillas ante Isolda divinizada.

    ¿EL PORVENIR DE LA PAREJA?

    ¿Y en la actualidad? El pesimismo es un diagnóstico necesario, pero no un remedio: es más importante reconstruir que llorar sobre las ruinas.

    Precisamente por respeto al pasado y porque creemos en la huella indeleble que la historia deja en el hombre, juzgamos imposible volver a las épocas pasadas en el que la pareja era sólida porque la personalidad humana apenas emergía de las comunidades y las instituciones. Para desear volver a tal forma de civilización, es preciso imaginar que se puede borrar con un trazo de pluma todo el intervalo que ha transcurrido entre el momento presente y la época que se añora. Puesto que estamos ligados por todo nuestro pretérito, no podemos volver a tales épocas pasadas.

    Pero si bien es locura adorar el pásado como tal, en cambio es bueno y necesario buscar en la experiencia del pasado y en las lecciones que nos da la historia de las civilizaciones y de las decadencias, los puntos de tangencia de lo eterno, es decir, las condiciones generales de equilibrio que corresponden a las necesidades inmutables de la naturaleza humana y fuera de las cuales se disuelven las personas y las sociedades.

    Así pues, no se trata de renegar de la civilización moderna, sino de expurgarla de su veneno, de dominarla a fin de adaptarla a las exigencias del hombre eterno. Solamente una selección de hombres, conscientes del camino sin salida en que se ha perdido nuestra civilización, podrá desempeñar esta tarea, se opondrá al proceso paralelo de concentración y aislamiento que amenaza la esencia misma de la humanidad y restituirá, lúcida y voluntariamente, el equilibrio que poseían nuestros antepasados entre el individuo y su medio. Será necesario que el hombre se coloque de nuevo «ante el espejo de su natividad» y que su libertad, su genio creador, extraviado durante tanto tiempo en la persecución exclusiva de lo artificial y, de lo cuantitativo, se despliegue en la línea de sus nécesidades profundas, al fin reconocidas. La humanidad no puede, no debe, pararse en su camino: basta que cambie de dirección. El renacimiento de una civilización, sin duda nueva en cuanto a su estilo temporal, pero esencialmente orientada hacia la profundización de lo eterno al modo del humanismo hindú, griego o medieval, sólo puede aportarnos el contrapeso necesario a las conquistas casi exclusivamente técnicas: por ella adquiriremos este «suplemento de alma» reclamada por Bergson, que permitirá al hombre completo reunir y asimilar los procesos de un cerebro que ha funcionado aislado demasiado tiempo.

    Depende de nosotros el que la fiebre que atormenta al mundo moderno sea el indicio de una crisis de crecimiento o el síntoma de una agonía. Tenemos que rehacer hombres completos, es decir, hombres en los que todas las potencias se equilibren en la unidad.

    El amor es una de estas potencias. No hemos de adorarlo ni maldecirlo sino volverlo a situar en su contexto general, hacerlo solidario de los otros elementos de nuestro destino. Ciertamente, sería ridículo querer suprimir este carácter fatal e irreductible a cualquier regla fijada de antemano, cuya huella lleva todo amor verdadero. Ni la comunidad de las costumbres, de los gustos y de los intereses, ni el sentido moral o religioso podrían reemplazar la elección misteriosa que une para siempre a dos seres únicos. Pero conviene recordar que, así como la atracción ciega y espontánea puede nacer en cualquier lugar y entre personas cuales quiera procediendo sólo del egoísmo que entraña, el amor sólo puede crecer y desarrollarse normalmente con la ayuda de otras facultades. Para no morir de asfixia necesita ser atizado desde fuera: el aire no crea el destello, pero la llama más ardiente se extingue en un vaso cerrado.

    El remedio más seguro para la desencarnación del vínculo sexual es una profunda adhesión del espíritu a los orígenes y fines biológicos del amor. Si la llamada de la especie no es oída y seguida por todo el hombre, degrada a la vez el alma y la carne. El hijo, este fruto del amor tan exterior a los dos seres que lo han creado, este fruto que sólo existe verdaderamente a partir de la hora en que se separa de la rama, rompe el exclusivismo de la pareja: sustituye la adoración recíproca que encadena por un fin común que libera.

    También es necesario, para la salud y la continuidad del amor, un modo de vida social a la vez estable y más aireado. Un hecho de experiencia corriente es que la vida de la pareja es más sana y más duradera en los medios en los que los hombres están protegidos contra la dispersión y el anonimato del siglo por un retículo orgánico de tradiciones familiares, locales y profesionales. El hecho de estar arraigado y de pertenecer a una célula social viva, en que los individuos empujados por un mismo destino guardan entre sí un contacto estrecho y permanente, contribuye eficazmente a estrechar y a prolongar los lazos del amor No se trata de inmolar las personas a las instituciones, sino de poner las instituciones al servicio de las personas. La comunidad protege la comunión.

    En cuanto al espíritu religioso, cuyo renacimiento todavía frágil pero universal constituye uno de los raros signos felices de nuestra época apocalíptica, al elevar el amor hasta el cielo, también lo fortalece en la tierra. Tan sólo para él, la palabra «siempre», pronunciada con tanta imprudencia en la aurora del todo amor, deja de ser la traducción mentirosa del éxtasis de un instante.

    En definitiva, los esposos tienen tantas más oportunidades de realizar un gran amor recíproco cuanto más unidos están en todos los dominios por una comunidad de vida, es decir, por un amor común. La vinculación a los mismos hijos, la adhesión al mismo grupo social, el servicio al mismo ideal, constituyen, en planos diferentes, este lazo común sin el cual la atracción recíproca sólo es una ilusión efímera.

    Amar es menos contemplarse y saborearse el uno al otro que entregarse ambos a las mismas realidades que comprenden y rebasan el valor ontológico de la pareja considerada en sí misma.

    Incluso pensamos que en el estado actual de las cosas la plenitud del amor descansa, infinitamente más que antes, en la elección recíproca y el fervor personal.

    Pero esta elección, este fervor, a pesar de que primero parecen tan profundos, sólo pueden alcanzar la plena medida del amor a través de una purificación larga y severa.

    Hablar de las ilusiones del amor naciente es un lugar común. Y por lo tanto no es todo mentira esta llama efímera que promete la eternidad. Claudel describe magníficamente: «La ilusión es el presentimiento de lo que es, a través de lo que no es.» Todo el problema consiste en despojar el amor de su ganga de ilusiones, librar el oasis del espejismo, lo que es de lo que no es. La tarea es dura, puesto que nada se adhiere más al hombre que su propia nada.

    Cuando la pasión se despierta en nosotros, el ser que amamos permanece en gran parte imaginario: es nuestro sueño proyectado más allá el que nosotros estrechamos en él. Ahora bien, todos los sueños tienen en común conducir al despertar, y a un despertar tanto más amargo cuanto más hermosos eran aquéllos. Alguien decía, se ama a una muchacha, se casa con una mujer: ya no es la misma persona. Las quimeras se desploman al contacto de la vida cotidiana y el ser adorado como único se convierte poco a poco en un hombre o una mujer «como los otros». Entonces, para salvar el amor es necesario pasar de lo falso a lo verdadero y absoluto; es necesario traspasar el lado «realista» de lo real y volver a encontrar el alma solitaria e inmutable del ser amado bajo el sedimento de los días y los disfraces de la vida social.

    Respecto a esto, el matrimonio indivisible posee un valor único. En todos los tiempos, los hedonistas han gemido alegando su dureza y barbarie. Pero éstas sólo son el precio de su virtud purificadora. En los amores transitorios son posibles todas las ilusiones, pero el matrimonio, por su contacto íntimo y cotidiano, siempre llega a usar las quimeras más tenaces. Ningún disfraz resiste el hilillo de agua de la costumbre: en el matrimonio, el ideal ya no puede ser falseado, es necesario que se encarne o que desaparezca. Así pues, el matrimonio, por su exigencia de compromiso total y perenne, constituye la prueba del amor, y, como toda prueba, implica esfuerzo y dolor. Pero para dos seres que verdaderamente aspiran a la unidad, lo esencial no es gozar, sino compartir. Por consiguiente, los sufrimientos comunes son vínculos más profundos aún que las alegrías. Llega una hora en la vida -la hora de la madurez de la pareja- en que el sufrimiento y la alegría ya no sirven como realidades opuestas, sino como los dos polos inseparables de una realidades única que se llama amor.

    Pero esta fusión, esta unidad, sólo pueden realizarse en un plano superior al de la pasión. Es preciso que el amor pase de la carne al alma, del yo al espíritu, y lo que sólo era un deseo se convierta en una ofrenda. Para amar totalmente al otro como a sí mismo. Sin esta purificación, el amor no escapa en el presente a la ilusión, ni en el porvenir a la muerte. El espectáculo de los innumerables fracasos de amores y juramentos «eternos» comprueba amargamente esta ley.

    El poeta desengañado suspira en presencia de una pareja de enamorados felices:

    «Ellos eran el presente, y yo el pasado.
    Y yo sabía la palabra final de la quimera.»

    Nosotros sabemos demasiado bien que la decepción y la nada son quienes pronuncian esta palabra final de la quimera entregada a sí misma. Solamente el amor verdadero, él amor que transporta al hombre más allá de sí mismo y domina el instinto avaro de una felicidad vulgar e inmediata, comulga lo suficiente en la eternidad para desafiar la usura de las horas. La pasión sólo es una promesa; únicamente el amor sabe mantenerla.

    Sin embargo, es necesario prevenir ahora cualquier ilusión. El amor del hombre y de la mujer es, de todas las cosas humanas, aquella cuya evolución armoniosa requiere las condiciones más difíciles. En efecto, la vida de la pareja constituye el punto de convergencia de las exigencias más diversas -y a veces más opuestas de la naturaleza humana: llamada de la especie biológica, necesidad de plenitud personal de los dos seres que componen la pareja, leyes y prejuicios de la sociedad, ideal moral y religioso, etc. Es necesario persuadirse de que, en este dominio, el éxito más hermoso todavía es como una costa relativamente mal recortada entre necesidades tan divergentes. Aquí, la ley de la mezcla y de lo relativo, que es la ley central de la creación, desempeña más papel que en ninguna otra parte.

    Pero nosotros encontraremos su realidad, tomando conciencia de esta relatividad del amor. El amor humano ha sido el objeto de una idolatría positiva o negativa; durante demasiado tiempo, se ha parecido a una vejiga que se hincha y se vacía alternativamente. Ahora se trata de dirigirla a sus proporciones relativas, pero reales. El hombre y la mujer tienen tantas más oportunidades de realizar en ellos la plenitud del amor, cuanto más solidario hacen este amor de todas sus otras facultades. Así pues, es preciso sanar al hombre completo, igual su cuerpo que su alma, sus instintos que sus ideales. Pues aunque se puede desmontar una máquina usada o averiada para salvar ciertas piezas, ocurre lo mismo con un todo vivo.

    Cada aparte depende del conjunto; la salud y la enfermedad, la vida y la muerte son indivisibles. La salvación del hombre.

    III. Sexualidad y vida espiritual

    ¿PUEDEN EXPLICARSE EL HÉROE Y EL SANTO POR LA SUBLIMACION?

    PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

    En primer lugar se constatan analogías muy sorprendentes entre el instinto sexual y los móviles que animan al héroe y al santo. En primer lugar, la fuerza del impulso que acapara completamente al hombre y, sacando de él energías insospechadas, lo hace capaz de acciones que traspasan el potencial de la vida normal. Sófocles canta: «La diosa Afrodita, invencible, se burla de nosotros.» Asimismo los héroes y los santos son presa de otro amor que los empuja más allá de ellos mismos. La sexualidad y la vida espiritual tienen en común desbordar los intereses temporales y egoístas del hombre: le hacen correr riesgos y aceptar sacrificios que en otras circunstancias le anonadarían. A partir de un cierto grado de exaltación, uno y otro tienden a poner en guardia el instinto de conservación. En el período de celo, el gallo silvestre, cuya desconfianza es proverbial entre los cazadores, deja que se le aproximen y le abatan muy fácilmente. Leandro expone todos los días su vida para volver a ver a Hero y los santos afrontan, sin temblar, las peores pruebas y la muerte para rendir testimonio a Dios.

    La naturaleza de las fuerzas que entran en juego en los dos casos, explican muy bien estas analogías La sexualidad tiende a la conservación de la especie, es decir, a la prolongación indefinida de la vida temporal, a la perpetuidad. Por el contrario, la vida espiritual nos relaciona con el mundo inmóvil de la eternidad. Pero una y otra nos empujan más allá de los límites de nuestra miserable persona: ambos constituyen una especie de desafío a la muerte y representan en relación al individuo limitado y relativo, algo infinito y absoluto.

    Pero estas semejanzas entre la vida sexual y la vida espiritual también explican su antagonismo. Este antagonismo no afecta la esencia del hombre; la sexualidad y el ideal espiritual constituyen dos tendencias fundamentales de nuestro ser, que, en sí, pueden y deben coexistir; pero, en el estado concreto de nuestra naturaleza limitada y caída, es bastante raro que dos fuerzas tan ávidas de totalidad y de absoluto puedan coincidir armoniosamente, puesto que si ambas nos arrojan más allá del tiempo individual, es para sumergirnos una en el futuro de la especie biológica y la otra en la eternidad del puro espíritu La sexualidad alarga el ser en el tiempo mientras que la vida espiritual lo eleva más allá del tiempo. El abismo que los separa es el que se extiende entre lo perpetuo y lo eterno, entre lo indefinido y el infinito.

    Este antagonismo nunca ha dejado de ser experimentado por los místicos de todos los tiempos y de todos los lugares. Contra este sentimiento tradicional, reacciona vivamente una cierta corriente actual de espiritualidad, que, entre otras cosas, se caracteriza por un laudable esfuerzo de «redención» de la carne y de integración de la sexualidad en la vida religiosa. Y, sin duda, nuestra época tiene razón al combatir una concepción de la «pureza» falsa y pueril que degradó y emponzoñó durante demasiado tiempo las relaciones del hombre con Dios. También conviene recordar que no es enteramente casual que, desde la aurora de la humanidad, la mayoría de los seres llamados a la concepción religiosa se han impuesto una abstinencia carnal absoluta, y que, aunque es bueno allanar al máximo los caminos del Señor, también existe cierta presunción y peligro en menospreciar una experiencia de siglos. Si tantos místicos han sentido tan vivamente esta incompatibilidad entre el impulso religioso y la voluptuosidad camal, ha sido porque es necesario que un sentimiento tan profundo y universal descanse en algún fundamento ontológico. Sin embargo, otros apetitos también materiales (por ejemplo, la gula) no crean este desgarramiento interior, siendo, por otra parte, limitados en función de la sexualidad por ascetismo tradicional; el ayuno se prescribe sobre todo para domeñar el instinto genital: sin Ceres y sin Baco, Venus se hiela... En verdad, es muy claro que esta exigencia de castidad ha dado lugar a muchas exageraciones y criaturadas (fobia obsesiva de las cosas de la carne, catálogo de los pecados elaborados en función de la lujuria, piedad puerilmente dirigida a la abstinencia carnal, etc.); a través de sus desviaciones y sus degradaciones, también expresa un estado de hecho cuya importancia no se puede subestimar. El místico siente amenazado por la llamada de la especie su contacto íntimo con Dios y sus reacciones, a veces excesivas o torpes, proceden de la intuición de una necesidad auténtica.

    Seamos más precisos. No se trata de pretender que haya la menor incompatibilidad entre la vida sexual normal y la vida religiosa, en tanto que virtud, e incluso en tanto que santidad. Incluso convenimos de buen grado en que el cumplimiento de todos los deberes del matrimonio exige, al menos tantos esfuerzos de devoción y de abnegación (y por consiguiente de santidad auténtica) como la vocación religiosa. La tensión de la que hablamos solamente existe entre la vida sexual y la piedad propiamente mística, es decir, esta especie de tacto interior, de sensibilidad espiritual, que nos pone en contacto inmediato y continuo con las realidades sobrenaturales. La embriaguez de los sentidos rompe la intimidad de esta comunión; el impulso hacia el porvenir, inherente a la sexualidad, desvía al hombre de la pura contemplación de lo eterno presente. No se puede olvidar -y este hecho sencillo tiene el valor de un ejemplo- que el único testimonio absolutamente puro de lo eterno en la humanidad, Cristo, no ha saboreado el goce carnal y que, nacido de una virgen, murió virgen.

    Platón, en Timeo, expresa de forma mística las relaciones entre el sexo y el espíritu. Dijo que existía en nosotros al modo de un ser vivo, la semilla sobrenatural en substancia, es decir, la facultad que nos hace capaces de acceder a lo eterno. Al igual que nosotros, este ser está hecho de cuerpo y alma, y su cuerpo gira en su cerebro a la manera de un astro: sigue el ritmo de las resoluciones celestes, único movimiento cíclico que reproduce en el tiempo la inmovilidad de lo eterno, mientras que respira por los orificios del cráneo. Pero si a causa de la inercia y materialidad de los pensamientos, el movimiento giratorio del cerebro ya no lo entraña, cae en la columna vertebral, y allí, la necesidad de respirar lo empuja a los órganos sexuales de donde quiere salir para vivir. Sólo puede hacerlo por la emisión de semen en el hombre y por el parto en la mujer. Así la perpetuidad imita a la eternidad: lo sexual es lo espiritual degradado. Antes que Freud, Platón había observado este carácter anárquico de la sexualidad en relación a la persona espiritual. «Lo que es de naturaleza sexual es congénitamente imposible de persuadir y tiránico como un ser vivo que no escucha las palabras y que, bajo el aguijón de la necesidad, intenta dominarlo todo. Cuando no puede hacerlo, se revuelve, se indigna, oprime la voluntad.» Todo lo que hay de cierto en Freud sobre la coartación de la libido y la etiología de los nemosis (si flectere superos nequeo, Acheronta movebo ... ) ya está contenido un germen en Platón, con la diferencia de que Platón explica el fenómeno sexual partiendo del espíritu, mientras que Freud tiende sin cesar a explicar cosas del espíritu a partir del sexo.

    Se halla la misma divergencia de interpretación a propósito de los fenómenos llamados de sublimación. Entre ciertos seres selectos (artistas, héroes y santos), es un hecho que el apetito sexual, coartado y desviado de sus fines normales, en vez de manifestarse por perturbaciones del psiquismo y de las transposiciones impuras, parece purificarse, cambiar de nivel y poner su energía al servicio de un ideal espiritual que lo capta en su órbita. Desde Platón, todos los espiritualistas piensan que es un fenómeno normal el retorno completo del hombre a sus orígenes y a sus fines divinos. Los materialistas responden que es el simple cambio de estado de una energía sexual que permanece cualitativamente idéntica a sí misma, como el agua transformada en vapor continúa siendo agua.

    Digamos claramente que esta última interpretación encierra una contradicción radical. Explicar lo superior por lo inferior, el espíritu por la materia, ni significa absolutamente nada. En efecto, el materialista sólo puede desarrollarse su sistema, elevándose por encima de la misma materia, hasta una idea de la materia que considera como la traducción válida y fiel de lo real. Así pues, si, como pretende, todas las ideas, en lugar de tener como función expresar la verdad, sólo son simples estados de la materia; a su vez esta afirmación sólo es un simple estado de la materia y no contiene más verdad que cualquier otra idea. El materialismo se sirve del espíritu para negar el espíritu, y de la verdad para destruir la verdad: por consiguiente sólo puede ser verdad en tanto que mentira.

    Para que la carne se ponga al servicio del espíritu, para que el instinto se adapte al ideal: uno no se prende a la nada. Si todo se dirige a los juegos del instinto, la misma noción de sublimación pierde todo su sentido: todo no es más que torbellino de la misma arena o remolino en la misma agua...

    ¿A DONDE CONDUCE LA SUBLIMACION?

    Tal como se presenta ordinariamente, el problema de la sublimación se nos aparece como un problema mal planteado. Se habla adecuadamente de adaptación, de integración del instinto sexual en ideal espiritual. Muy bien, pero ¿qué es lo que se adapta?, ¿qué es lo que se integra?

    La distinción freudiana entre lo genital y lo sexual reviste aquí una importancia externa. Lo genial es el instinto animal que tiende hacia el acoplamiento carnal anónimo; sólo existe un estado puro en la bestia donde se ejerce de un modo irresistible, pero intermitente (época de celo). Lo sexual, patrimonio del hombre, es algo infinitamente más vasto, más complejo y más continuado: en la persona humana, todo puede recibir un colorido o una orientación dé orden sexual; dicho de otro modo," todo, sin ser específicamente sexual, puede estar impregnado y dominado por la sexualidad: imaginación, sentimientos, pensamientos, voluntad de poder, amor, arte, ideal, etcétera.

    Los hombres cuya vida sexual se limita puramente a lo genital, es decir, que les satisface una cópula cualquiera y sin mañana constituyen un caso límite. En realidad, incluso los amantes más vulgares aman un poco con su alma; tienen emociones y sentimientos que rebasan el deseo de la simple unión carnal; los esfuerzos y los sacrificios que se imponen para verse y poseerse, la esperanza misteriosa que los habita y que transfigura su vida un instante, con su lenguaje y sus promesas de fidelidad, demuestran una aspiración tan confusa y desviada como se quiera, hacia una clase de absoluto que la carne sola no puede dar. En el hombre, el impulso genital constituye un núcleo alrededor del cual se agregan mil elementos extragenitales. Incluso el inconstante y el libertino sueñan obscuramente en poseer el alma única e inmoral, a través de la carne común y fugaz. De lo contrario, ¿qué significarían estas exclamaciones: tú y siempre, que los amantes no dejan de repetir y profanar?

    Si la pasión del hombre no desbordara la necesidad animal, un enamorado engañado o abandonado olvidaría su pena en brazos de la primera cortesana. Por consiguiente, todos saben que las cosas no ocurren tan sencillamente.

    Esta distinción nos ayuda a comprender mejor el mecanismo de la sublimación. Lo genital como tal, no podría ser realzado ni transfigurado; nuestra vida sexual comporta una faceta animal irreductible; no se «sublima» más la necesidad elemental del coito que la de comer o beber. Según los temperamentos, lo puramente genital puede exasperarse o atrofiarse por la privación, pero no transformarse. En la sexualidad lo que se puede sublimar, pasar al servicio del espíritu, es lo que no es específicamente sexual; este halo de imágenes, de sentimientos y de deseos que se polarizan alrededor del sexo, estos elementos, biológicos si no psicológicos, que, por sí mismos, son neutros e indeterminados con respecto al sexo, pero que éste puede siempre movilizar en su provecho. Tomemos un ejemplo brutal: no se sublima una erección como tal, sino las imágenes y las emociones que la provocan o la acompañan. Por otra parte, dado el papel del psiquismo en nuestras emociones carnales, esto es muy significativo.

    No se trata, pues, de una especie de transmutación misteriosa, de un golpe de varita mágica por el cual el instinto se convertirá en ideal, sino simplemente de un desplazamiento del centro de la síntesis humana, de un retorno a la verdadera jerarquía de nuestras .tendencias. Como todas las grandes pasiones, la sexualidad tiende sin cesar a hacerse exclusiva; tiene apetitos totalitarios; se apodera de elementos que por derecho no le pertenecen. Así pues, la sublimación devuelve al espíritu, lo que la carne le había quitado: facultades y energías que, por el hecho mismo de su indeterminación respecto a todos los móviles, pueden ser sucesivamente explotados por cada uno. Es una restitución del equilibrio más que una metamorfosis.

    La imaginación, con todas sus resonancias en la afectividad sensible, constituye el terreno de elección de la sublímación. A priori, no se inclina ni hacia el instinto ni hacia lo ideal; solamente se adapta a las tendencias dominantes del individuo. El enamorado sueña mujeres, el avaro riquezas, el ambicioso honores y poder, mientras que la fantasía del artista está poblada de formas ideales, y la del santo de imágenes sagradas.

    Resumamos: el apetito sexual, por poco que se le abandone a sí mismo, tiende a convertirse en el centro, en todo del hombre. ¿No es normal que esta exigencia de absoluto, usurpada por la carne, vuelva al espíritu? (1). La sublimación no es otra cosa.

    VERDADERA Y FALSA SUBLIMACION

    Hasta aquí sólo he hablado de la verdadera sublimación. Desgraciadamente, ésta es muy rara mientras que los ersatz (N. E. C.) de sublimación adulterados, cuyo lamentable espectáculo confiere un inmenso alcance concreto a las críticas de los ideales espirituales y religiosos formulados por un Nietzsche o un Freud, son innumerables. Todo el problema está en saber, ante estas personas cuya sexualidad no se despliega normalmente y que ante todo pretenden vivir para el espiritu, si estos elementos psicológicos de los que hablábamos ahora, tan pasado verdaderamente del servicio del instinto al del ideal, si hay descentración, integración auténtica, o bien solamente transposición, si el espíritu ha recuperado su bien o si está simplemente engañado por la carne, que obra con astucia y se disfraza.

    Después de Nietzsche e innumerables psicólogos, la escuela freudiana ha observado que muy a menudo coincidía un cierto estado de privación, de tensión y a veces incluso de anomalía de la facultad sexual, con el nacimiento o desarrollo del ideal espiritual o religioso, y, después de haber analizado las carencias y las perturbaciones del sentido genital en un cierto número de artistas, héroes y místicos, han sacado la conclusión de que su ideal no era otra cosa que la reacción compensadora de una sexualidad alejada de su vida normal.

    Esta afirmación descansa sobre un postulado inaceptable: el sexo concebido como realidad suprema, e incluso como realidad única. En la buena psicología, el análisis de las relaciones entre la inhibición sexual y la manifestación de la espiritualidad, en un buen número de casos, demuestra simplemente que las dos tendencias no pueden desenvolverse simultáneamente y que para entregarse completamente a una de ellas, es necesario sacrificar más o menos la otra. Ni elección, ni exclusión, son forzosamente sinónimos de compensación. Cuando un jardinero está obligado a arrancar o podar una planta para que otra pueda desarrollarse, esto no significa que la segunda sea un vástago de la primera. Dichos psicólogos, ignorantes del pluralismo y de la jerarquía de las facultades humanas, han confundido con excesiva facilidad la noción de causa y la de condición. Para que aparezcan las estrellas, es necesario que se' oculte el sol y que se extiendan las tinieblas. Por lo tanto, la noche no crea los astros. Del mismo modo, el ayuno sexual puede favorecer la elevación espiritual. Pero las alas vienen de todas partes: para que el pájaro se dirija al cielo no basta con abrir la puerta de la jaula... El que ha sentido un solo soplo de heroísmo o de santidad, sabe para siempre que esta experiencia no se puede reducir a las cosas de la carne y de la fantasía.

    Sin embargo, hay -y aquí el freudismo recobra sus derechos- bastantes estados llamados «espirituales» que apenas son otra cosa que transposiciones sexuales. Son más frecuentes las falsas sublimaciones que las verdaderas. Aquí, los impulsos cambian de color y de etiqueta, pero no de naturaleza y de nivel, y lo que se llama ideal no es más que la coartada y el disfraz de un instinto que, a pesar de ser rechazado y desviado, conserva todas sus exigencias y busca, por otros caminos, una satisfacción disimulada y bastarda. Se observan tales compensaciones en muchos estados de ánimo cuya efervescencia imaginativa se impone a la profundidad espiritual: entusiasmos «idealistas» de la pubertad (que ciertos hombres nunca abandonan completamente), devociones turbias (por otra parte más frecuentes en la mujer, cuya sexualidad menos localizada y menos brutal que la del hombre en sus manifestaciones, se presta más a las ilusiones, supuestas amistades espirituales, etc.). Basta excavar hasta las raíces estos sentimientos equívocos, o seguirlos hasta sus frutos, para darse cuenta de que ante todo están motivados por la privación y por la espera de voluptuosidades más sólidas. Un día, una mujer joven me decía, ingenuamente: «Es raro, desde que me casé no encuentro en la oración las mismas dulzuras.» ¡Y con motivo! Una cierta literatura y una cierta música religiosa traducen admirablemente el sentimentalismo vulgar y adúltero, la «Schwármerei» de mala ley de esta devoción impura que en realidad sólo es un residuo y un ersatz del amor humano.

    (1) En realidad la carne sólo es un símbolo y un pretexto. El pecado de lujuria únicamente reside en el espíritu, pero en el espíritu que hace de la carne el instrumento de su sed de infinito extraviada y degradada. La «lucha espiritual» no es entre el espíritu y la carne: es entre el espíritu de lo alto que tiene a Dios por aliado y el espíritu de abajo que tiene la carne por cómplice.(N. E. C.) Ersatz = satisfacción. En alemán en el original.

    Las imágenes y los sentimientos verdaderamente sublimados, aparecen integrados en la síntesis espiritual; participan de su profundidad y de su trascendencia; el simbolismo es semejante al de la pseudosublimación, pero el alma divina juega a través de los símbolos como el sol en las nubes, y les confiere una pureza, una transparencia, un reflejo de eternidad que no equivocan (2). Para comprender a fondo la diferencia, basta comparar la imaginación amorosa del Cantar de los cantares o de los poemas de San Juan de la Cruz con un canto religioso que nos ha legado la devoción degenerada del siglo XIX (por ejemplo el cántico: Corazón de Jesús, dulce encanto de mi vida... o bien: Dueño de mi vida... o, Tú nuestro encanto por siempre serás.) Por aquél nos sentimos transportados por una ráfaga más allá de la carne y de la fantasía: las palabras copiadas del amor humano, tienen resonancias que exceden este amor; dejan en nuestro espíritu una especie de rastro misterioso que es la señal del artista divino sobre los materiales humildes que utiliza. Por el segundo, al contrario estamos en el lado del amor humano: quien ha vivido a fondo la verdadera plenitud y el verdadero vacío de las pasiones terrestres sabe bien -de tal modo el lirismo pseudorreligioso suena a hueco y falso- que sólo se trata de manifestaciones abortadas de un instinto enfermo que disimula su miseria bajo un garabato místico. Si se compara la vida sexual normal con la luz solar, conviene distinguir, entre los que caminan en la «noche de los sentidos», los verdaderos místicos que se dirigen al resplandor de las estrellas y los compensadores impotentes que alumbran lamparillas cuya luz obscurece las estrellas y no reemplaza al sol.

    El criterio diferencial entre la espiritualidad verdadera y la falsa sólo puede establecerse por la respuesta a las siguientes preguntas: ¿Hay ascensión, es decir cambio de nivel?, ¿o solamente desviación en el mismo nivel? Los elementos y los símbolos sensibles, ¿están verdaderamente ligados a un contexto espiritual que los realza? ¿0 bien conservan su naturaleza y su finalidad inferiores bajo la máscara con que se recubren? Más exactamente: ¿hay síntesis (es decir asunción de los elementos que permanecen exteriores los unos a los otros)? El vino más generoso contiene agua. Pero esta agua es vino. Por el contrario, en un vino aguado, el agua es agua, y echa a perder el vino. Del mismo modo, la piedra es una estatua, ella, continúa siendo piedra pero al mismo tiempo es una obra de arte: el cincel del escultor le da un alma. Mientras que el mal escultor sólo estropea la piedra, ésta, bajo el cincel, pierde sus aristas naturales y no adquiere la belleza de la forma ideal. Estas imágenes se aplican de maravilla a la falsa sublimación que desfigura todo lo que en vano trata de transfigurar. Doble yerro: el hombre falta a la vez a la tierra y al cielo.

    Pero, ¿cuáles son los indicios concretos que nos permiten responder con un sí o un no a las preguntas planteadas anteriormente? Desgraciadamente, ninguno es irrecusable; todos los signos exteriores e interiores de la santidad son susceptibles de una imitación imaginaria, y no podemos juzgar a los otros ni a nosotros mismos con una certeza absoluta: solamente Dios sondea la carne y los corazones. Sin embargo, existen ciertos criterios psicológicos y morales cuya convergencia nos permite distinguir, con bastante probabilidad, la sublimación auténtica (esta «metanoia», este «cambio de alma» exigido por el Evangelio) de sus innumerables falsificaciones humanas.

    (2) Cf. la frase admirable de Santa Mónica explicando a su hijo la diferencia entre la experiencia religiosa auténtica y las fantasías de la imaginación: «Distingo, por no sé qué sabor imposible de traducir con palabras, la diferencia entre Dios cuando se revela, y mi alma cuando sueña.» (San Agustín, Confesiones, traducción del R. P. de Mondadon.)

    a) Si la compensación, en el sentido freudiano de la palabra, es decir, la transposición de los instintos sin cambio de alma ni de nivel, constituye la ley central de la falsa sublimación, la verdadera se reconoce ante todo por la repulsa de esta forma de compensación. En psicología, se aplica a fondo el adagio de la vieja psique: la naturaleza tiene horror al vacío. Todas nuestras pasiones no satisfechas tienden automáticamente a saciarse en otro plano. Así, el ambicioso desengañado, reacciona con la misantropía, el menospreciado aparenta honores, etc... Pe igual modo, el apetito sexual contrariado en su ejercicio normal, ya por su defecto de evolución (narcisismo, pubertad mal terminada, etc ... ), ya por contenciones sociales y morales, intenta colmar este vacío insinuándose bajo otras formas, en otros dominios. Aquí se produce una necesidad rigurosa: la obediencia a las leyes de la gravedad que, como lo ha demostrado admirablemente Simone Weil, son válidas para. la parte inferior del alma y para el cuerpo, siendo sólo dominadas por la gracia. Por ejemplo, cuando, espontáneamente, de una mujer que ha pasado la edad del amor decimos: ha caído en la devoción, esta humilde fórmula expresa perfectamente el carácter «pesado» y por consiguiente demasiado humano de su conversión. San Juan de la Cruz analiza admirablemente tales fenómenos en su descripción de la «lujuria espiritual» de los principiantes. Pero mientras la piedad impura se esfuerza sin cesar por tapar con fantasías este vacío de la naturaleza no satisfecha, la devoción verdadera lo acepta con toda su amargura.

    Es la «nada» de San Juan de la Cruz, la «noche de los sentidos». El santo no busca ninguna compensación imaginaria a la extinción de sus apetitos naturales: en el silencio y la obscuridad de la fe espera la compensación sobrenatural.

    b) Este rechazo de las compensaciones, también se llama desapego. La pasión carnal exige, más que ninguna otra, la presencia sensible del ser amado; a diferencia de otros sentimientos como la amistad y la admiración, soporta muy mal la distancia entre el deseo y su objeto. Todo lo que es sexual, por naturaleza, es adhesivo, «pegajoso». La sexualidad mal sublimada y desviada hacia la religión, presenta las mismas taras: se aferra a las formas sensibles (devociones particulares, consuelos y «dulzuras» en la plegaria) y a las personas (confesores, directores espirituales). La distancia y el desapego son el criterio de la pureza; cuanto más sublimados son los elementos sensibles de la piedad, más los acoge el alma y los sacrifica con libertad: Dominus tulit, Dominus abstulit.

    c) La sexualidad y el orgullo tienen afinidades profundas y misteriosas. El amor humano no purifica, dilata el yo al mismo tiempo que agita la carne. Los amantes vulgares no sólo desean poseer, sino además deslumbrar al ser amado; quieren ser preferidos a todo, y su susceptibilidad aumenta en función de su vanidad. Este engreimiento del yo se traduce por la fatuidad en el hombre y la coquetería en la mujer. En general el mismo orgullo afecta la pseudosublimación. Hacer constar que los falsos místicos están devorados por la sed de destacar, es una trivialidad: necesitan que el afecto y la estimación de los demás apoyen continuamente su ilusión debilitada. De ahí proceden los refinamientos de una susceptibilidad a menudo más aguda que la del común de los mortales. El yo es eminentemente vulnerable porque las compensaciones de que se alimenta son ilusorias, y por consiguiente siempre amenazadas por el áspero contacto de la real. Nietzsche decía: «No te hinches, el menor pinchazo te reventará.»

    d) En fin, el mayor signo de una síntesis auténticamente centrada en el espíritu es la unión, en un plano superior, de elementos psicológicos que en un plano inferior se demuestra que son radicalmente incompatibles. Las pasiones de la carne y del yo (y las falsas sublimaciones que sólo son proyección disfrazada) siempre permanecen sometidas a lo que los hindúes llaman «el delirio de los contrarios». Por ejemplo, una mujer de mala vida que al convertirse se vuelve cerrada e inexorable a las cosas de la carne, no ha ascendido verdaderamente hacia el espíritu: el proceso de su conversión se parece al andar de un viajero que, caminando por la ladera de una montaña, pasa de una vertiente a otra sin cambiar de altitud. Pero si su conversión se acompaña de una comprensión y una piedad más aguzadas respecto al pecado del que se ha despojado, verdaderamente hay ascensión: ha alcanzado la cima de la montaña, desde la cual su ojo abarca las dos vertientes con la misma mirada. Cualquier contradicción es el indicio de una ascensión: fuera de allí, el cambio de nivel es ilusorio. Por consiguiente, respecto a las realidades carnales, las falsas sublimaciones casi siempre se acompañan de rencor, injusticia y susceptibilidad: no estando superada la sexualidad, sino solamente disfrazada, se opone ásperamente a todo lo que podría arrancarle su máscara; reacciona como una «virtud» estrecha y agresiva, de la misma clase que el pecado correspondiente que el alma no ha superado realmente y hacia el cual se inclina en secreto. Nietzsche decía: «Wer verfolgt, folgt» (quien persigue, consigue). El Don Juan de Rostand ríe burlonamente: «Mira con qué ojo luciente me detesta la virtud.» Aquí la virtud caza exactamente en el mismo terreno y con las mismas armas que la pasión. Por el contrario, el santo, puesto que está perfectamente libre de la carne y del pecado, se inclina con más compasión que nadie sobre esta carne y este pecado, rotas las cadenas que a ellos le ataban. Es necesario ser libre para visitar a los prisioneros.

    RELACIONES ENTRE LA VIDA SEXUAL Y LA VIDA ESPIRITUAL

    Ya hemos dicho que el ejercicio normal de la sexualidad frena innegablemente el impulso espiritual, si no en tanto que virtud, al menos en tanto que experiencia vivida de las cosas de Dios. Pero correlativamente, limita las posibilidades de ilusión. Aquel que vive las realidades del amor humano en toda su densidad y plenitud terrestres, corre menos riesgo de confundirlas con Dios que aquel cuyo ideal o vocación no dejan a las pasiones una salida confesable más allá del amor sobrenatural. Una mujer joven -el ejemplo hace contrapeso al que he citado antes- me* decía poco después de su matrimonio: «Ahora encuentro mucho menos ardor y dulzura en la oración, pero lo poco que me queda me parece más verdadero que antes.»

    Sin embargo, no olvidemos que la sublimación de las pasiones no es privilegio exclusivo de los seres consagrados a la castidad. La sexualidad vale lo que vale el hombre completo: un alma naturalmente elevada trasciende, espiritualiza siempre más o menos las imágenes y los deseos que se refieren al sexo. En la vida conyugal hay igualmente una sublimación progresiva que es tan normal como necesaria. A la efervescencia carnal e imaginativa del «primer amor», a la vez tan embriagador y efímero, normalmente debe suceder una ternura más tranquila y más pura, una comunión más espiritual. Si no se produce esta evolución, la unidad de la pareja no resiste los golpes del tiempo. Esta sublimación es menos completa y total que la de las almas consagradas a la vida religiosa; en cierto sentido, también es más difícil, puesto que las cosas de la carne, aceptadas y vividas en toda su realidad, son difíciles de levantar. Pero donde la operación tiene éxito, esta dificultad es una garantía de solidez.

    Igualmente, ya hemos hecho observar que la abstinencia sexual completa, al facilitar la libertad y la soledad interiores, al alejar de nosotros los lazos más fuertes y los deberes más absorbentes de aquí abajo, favorece poderosamente la elevación espiritual. Su papel no es menos importante por ser negativo: al barrer el terreno delante del ideal, hace más fácil el «despegue» hacia el cielo. La historia de la santidad muestra claramente que es una de las mayores condiciones para la conquista de lo absoluto. Pero esta ventaja comporta terribles inconvenientes: el camino empinado expone a los vértigos más graves y a los peores riesgos de caída. Si el ser consagrado a la continencia no sabe aceptar el aislamiento y el vacío interiores, si no cambia en sí, mediante un sacrificio incondicional y total, la dirección y el nivel del ardor pasional, su sensualidad se insinuará por caminos torcidos en otros territorios del alma, del mismo modo como un río parado en su curso hacia el mar transforma a su alrededor las tierras en pantanos. Nunca hay que olvidar: «Aire gracioso con que la avara sensualidad sabe mendigar un trozo de espíritu cuando se le niega un trozo de carne« (Nietzsche). Obsérvese que ésta es la tendencia de tantos ideales y devociones equívocos, impuros y estériles como los pantanos, y que por su falta de densidad y realismo humano, se sitúan psicológica y moralmente muy al margen de la vida normal. Los «espirituales» creen demasiado fácilmente que han superado la plenitud terrestre cuando ni siquiera la han alcanzado. Sé bien que se puede superar sobrevolando, es decir, sin contacto casual y directo con la tierra, al igual que los santos. Pero también se puede, al igual que los iluminados, soñar que se vuela, y permanecer por debajo del realismo humano, es decir, en el sueño y la mentira. La continencia es un medio de perfección que sólo vale según el uso que de él se hace. Y si se usa mal, cuanto más noble y sutil es el instrumento, más grave el daño.

    Una nota falsa sorprende más en el arco de un violinista que en los labios de un niño que se divierte con una flauta; una fórmula llana, aceptable en prosa, es imperdonable en poesía...

    La verdadera sublimación, poniendo al servicio del amor más alto las inmensas reservas de energía sensible de ordinario destinadas a los apetitos carnales y egoístas, confiere al ideal espiritual esta potestad y esta continuidad de acción que nos asombran en los héroes y en los santos. Éstos pueden hacer por su ideal o por Dios lo que todos nosotros hacemos tan espontáneamente por nuestros ídolos, puesto que han desplazado su centro interior de atracción; siguen el camino ascendente con tanta facilidad como nosotros seguimos el camino descendente (3); son atraídos hacia el cielo como nosotros, hacia la tierra; invierten las leyes de la gravedad: caen hacia arriba.

    CONCLUSION

    Así, la sublimaci6n no explica el heroísmo y la santidad: la caridad y el don de sí no proceden más del instinto que la música del ruido o la arquitectura de la piedra. Es más bien necesario invertir los términos y decir que el heroísmo y la santidad son los que explican la sublimación. Aquí el instinto suministra la materia, pero el soplo que vivifica y reúne viene de otra parte. La tesis materialista sólo es cierta para las falsas sublimaciones. E incluso lo que se llama correctamente «engaño. de instinto», fluye, en un cierto sentido, de un ideal y de un amor superiores. Tan sólo que este ideal y este amor ya no son vividos en su propio nivel como en la sublimación verdadera, sino soñados, es decir, rebajados al nivel de una imaginación que se erige en reina, en lugar de permanecer sirviente. Hace poco escribimos: «Aquellos que refieren los ideales al simple juego de las necesidades animales, se contradicen en sus propias expresiones.» En efecto, ¿qué significan las fórmulas «astucias del instinto» o «sexualidad disfrazada» que sin cesar salen de su pluma? ¿Por qué se obra con astucia sino para engañar a alguien? ¿Y por qué se disfraza uno, sino para no ser reconocido por nadie? Si el instinto fuera la única realidad humana, no habría que recurrir a estos subterfugios: el hecho mismo de que haya necesidad de obrar con astucia, implica la existencia de un amor que lo trasciende.

    Nietzsche decía: «La forma y el grado de sexualidad de un hombre lo impregnan hasta las cumbres del espíritu.» Esta frase, rigurosamente conforme con la doctrina de Aristóteles y de Santo Tomás sobre el compuesto humano, encierra, a la vez, el germen y la reputación de todo freudismo. Pues Nietzsche ha dicho: «lo impregnan»; y no ha dicho: «lo constituyen». Todas nuestras facultades arraigan en la misma substancia; son rigurosamente solidarias una de otras; una corriente ininterrumpida de intercambios orgánicos, las reúne y las modela. Y aun en este caso, la fórmula puede y debe cambiarse: incluso es justo decir que la forma y el grado de espiritualidad de un hombre lo impregnan hasta las profundidades del sexo, por otra parte se está enamorando con el espíritu: un hombre noble y delicado no tiene una mujer con los gestos, las palabras y sobre todo los sentimientos de una bruta. Pero si todo está tan íntimamente relacionado, es importante saber alrededor de qué centro se organiza esta corriente de intercambios, si la síntesis humana se trata por arriba o por abajo, si. la carne ennoblecida es la que se eleva hasta el espíritu o bien el espíritu prostituido se rebaja hasta la carne. San Agustín decía: «Aquel que no es espiritual hasta en su carne (esta frase define admirablemente la verdadera sublimación), se vuelve carnal hasta en su espíritu.» La sublimación realiza, dentro de lo que es posible en esta vida imperfecta, la verdadera unidad del hombre, al llevar esta influencia de la carne y del alma y que pueden llegar a ser la prueba del uno o del otro, bajo el dominio del espíritu: transforma en profundidades a los elementos sensibles que, en lugar de abrirse a los rayos de lo alto, con excesiva frecuencia permanecen siendo bajos fondos.

    (3) Aquí sólo examinamos los casos límite de sublimación perfecta, sin pretender en absoluto que todos los héroes y todos los santos realizan su vocación sin esfuerzos ni dificultades.

    Precisamente la gran tara del freudismo -al menos en la medida en que su psicología se extiende y degenera en metafísica del sexo- es haber explorado ilimitadamente estos bajos fondos del alma sin la ayuda de otra luz ni de otro amor. El freudismo, puesto que juzga al hombre a través del sexo y no el sexo a través del hombre, está impregnado hasta el fondo por el prejuicio hiper-espiritualista que pretende combatir: el sexo concebido como una cosa irreduciblemente vil y baja. Al reducir el espíritu al sexo, envilece el espíritu sin salvar el sexo: conduce a todo el hombre al mismo nivel de bajeza.

    Por el contrario, la sublimación, tal como aparece a la luz de la psicología tradicional, dirige la sensibilidad humana al fin divino del hombre. Y Por ello la dirige también a su verdadera fuente, puesto que ninguna cosa podría tener por destino lo que no tiene por origen. Hólderlin 'escribe magníficamente: «Los ríos tienen su fuente en el mar.» La metafísica moderna del sexo padece la estrechez de miras común a todos los materialismos: no ascienden lo suficiente por la escalera de las causas.

    Los ríos surgen de la tierra obscura y pesada, y las estructuras geológicas determinan el lugar de su origen y los meandros de su cauce. Por lo tanto, su verdadera fuente es la lluvia del cielo que procede del mar. Del mismo modo, nuestra vida sensible toma su origen en las profundidades de la materia Y hasta la muerte permanecerá cautiva de esta materia, como un río de su lecho. Pero su principio supremo está en el cielo. Es necesario que se cumpla el ciclo: es necesario que los ríos, nacidos del mar, vuelvan al mar y que el hombre, salido de Dios, vuelva a Dios, La sublimación de los santos sólo es la respuesta positiva a esta exigencia suprema.

    Depende de nosotros el que encontremos el espíritu en la carne y la eternidad en el tiempo. A alguien que se lamentaba de estar obsesionado por las cosas temporales, Santa Catalina de Siena le respondía: «Nosotros somos quienes las hacemos temporales, ya que todo procede de la bondad divina.» Cuando Dánte pide a Beatriz que lo guíe por el cielo: «Enséñame cómo se eterniza el hombre», plantea el problema de la sublimación en su forma más absoluta. La solución está en el misterio de la Encarnación.

    IV. La indisolubilidad del matrimonio

    No tenemos la intención de exponer aquí con detalle la enseñanza de la teología católica sobre la indisolubilidad del matrimonio. Suponemos que esta enseñanza es conocida por nuestros lectores, y sin dejar de recordar los grandes trazos, nos dedicaremos a hacer hincapié en el lado psicológico y «existencial» del problema. Sobre este punto, como sobre muchos otros, el catolicismo, que posee una teología y una moral tan completas como equilibradas, quizá no ha hecho el esfuerzo suficiente para justificar sus principios sobre el terreno de la experiencia psicológica y para responder a las críticas que precisamente le reprochan desconocer al hombre de carne y alma y las condiciones concretas de su existencia.

    QUE EL HOMBRE NO SEPARE...

    El principio de la indisolubilidad del matrimonio está contenido por completo en este texto del Evangelio: «Se le acercaron los fariseos y para tentarle le dijeron: ¿Le está permitido a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo? tl respondió: ¿No habéis leído que el Creador hizo al principio el hombre y la mujer diciendo: dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y ellos serán una sola carne? Así ellos ya no son dos, sino una sola carne. Por consiguiente, que el hombre no separe lo que Dios ha unido.» Y San Pablo, haciéndose eco de la enseñanza del Señor, se expresa así: «A los que están casados, ordeno (no yo, sino el Señor), que la mujer no se separe de su marido. Y si está separada, que permanezca sin casarse o que se reconcilie con su marido, y que el marido no repudie a su mujer» (4).

    Esta exigencia de indisolubilidad se funda en dos razones:

    1. En el derecho natural. La procreación que, desde la teología tradicional, es el fin principal del matrimonio, no puede ser abandonada en la especie humana, como en los animales, al azar de un encuentro sin mañana. Pues el niño no tiene sólo necesidad de ser puesto en el mundo y alimentado durante los primeros meses de su vida; su larga duración exige, además, la asistencia continua de su padre y de su madre; sólo puede desarrollarse dentro de un medio familiar único y estable. Por consiguiente, la separación de los esposos, esas dos piezas maestras del edificio familiar, necesariamente compromete la buena educación de los hijos y, por consiguiente, el equilibrio de toda la sociedad.

    2. En el carácter sacramental del matrimonio. La unión del hombre y la mujer es tan indestructibie como la de Cristo en la Iglesia, que le sirve de símbolo y de modelo. La pareja «que únicamente es una sola carne» debe tender, por su fidelidad, a la gracia sacramental, a ser una sola alma; y el hombre no tiene derecho a separar lo que Dios ha unido.

    La indisolubilidad del matrimonio, así fundada sobre una exigencia esencial de la naturaleza y sobre la consagración divina, no su' re excepción alguna. La Iglesia católica nunca concede el divorcio; en un cierto número de casos bien determinados (no consumación del matrimonio, falta de consentimiento, error sobre la identidad de la persona, consanguinidad, etc.) se limita a constatar la nulidad del vínculo sacramental. Todo lo que puede hacer en este dominio consiste en disipar un error y una apariencia; todo sacramento otorgado fuera de las condiciones necesarias para su validez, no compromete ni a la Iglesia que lo confiere, ni a los fieles que lo reciben, y, en tales casos, las autoridades religiosas, lejos de consentir en separar lo que Dios ha unido verdaderamente, sólo tienen la potestad de desatar un lazo ilusorio, dicho de otro modo, de devolver por derecho a los pseudo-cónyuges una libertad que nunca habían perdido. No es lícito hablar de divorcio donde no ha habido verdadero matrimonio.

    RAZONES PROFUNDAS DE LA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO

    Es tradicional constatar que la unión del hombre y de la mujer, consagrada por el matrimonio, tiene una finalidad doble. En primer lugar, permite la expansión física y moral de las dos personas que constituyen la pareja. Dios dijo: «No es bueno que el hombre esté solo», y le creó una compañera semejante a él. El hombre y la mujer son dos seres complementarios; no solamente están hechos para vivir juntos, sino, además, el uno para el otro. Su amor recíproco, la fusión de sus destinos, favorece a la vez su seguridad material y su plenitud espiritual. El matrimonio constituye simultáneamente la forma más elemental y el fundamento indestructible de cualquier vida social.

    (4) Cor. VII, 10, 11.

    Además, por la procreación, asegura la continuidad de la especie humana y la sana educación de los hijos por la influencia del ambiente familiar.

    Estos dos fines del matrimonio son solidarios. Por una parte, la atracción recíproca que une a los dos sexos tiene como consecuencia moral la procreación. Chesterton decía: «Uno no se casa porque la tierra necesita estar poblada, se casa porque está enamorado.» Es de sentido común; no obstante, el mandamiento «creced y multiplicaos» ya está contenido en germen en la simpatía amorosa. Y, recíprocamente, la procreación, al crear nuevos lazos entre los esposos, los llena de nuevos motivos para amarse y ayudarse mutuamente.

    Sin embargo, parece ---en la medida en que puedan aislarse dos elementos tan estrechamente mezclados en la unidad de la vida concreta- que la Iglesia ha querido acentuar el primer punto, proclamando la irrevocabilidad del matrimonio. La teología tradicional afirma con fuerza que la procreación constituye el fin principal de la unión conyugal y que el amor recíproco de los esposos viene en segundo lugar. Es muy aclaratorio observar que ningún otro compromiso afectivo, ningún otro vínculo social -por otra parte, cualquiera que sea su grado de profundidad y de espiritualidad- es sancionado y coronado por un sacramento. Los lazos que unen el amigo al amigo, el príncipe a su pueblo, etc., ni son sacramentales ni irrevocables; en rigor, incluso uno puede desligarse de los votos religiosos, pero no de las promesas de matrimonio. Así pues, la importancia excepcional que la Iglesia atribuye al vínculo conyugal es ante todo porque ve en él al origen inmediato de la vida y la base necesaria de la sociedad humana. Lo que cuenta a sus ojos es más la continuidad de la familia que la cualidad del amor entre los esposos. El texto de la Escritura, «No serán sino una sola carne», no deja ninguna duda respecto a esto, puesto que ¿qué es aquí la carne, sino la facultad de transmitir la vida? Se ha dicho: una sola carne, y no una sola alma a un solo espíritu. La unión espiritual está prescrita como un deber y un ideal, pero la simple unión carnal, incluso sin amor, basta para hacer indisoluble el matrimonio. Así la impotencia de uno de los cónyuges o la no consumación del matrimonio entrañan automáticamente la anulación, mientras que la ausencia de amor y la « incompatibilidad de caracteres» más incurable no son tenidas en consideración por la jurisdicción eclesiástica. La Iglesia, dominando desde muy arriba el individualismo y la sensibilidad románticos, ve en el matrimonio algo más que el intercambio pasional y sentimental entre dos individuos, su solicitud se extiende más allá de la efímera pareja, hasta el conjunto de la Ciudad temporal que es el cuerpo de la Ciudad divina. Al unirse los esposos no se comprometen solamente uno con el otra, se comprometen uno y otro con una realidad que los engloba y los supera: en primer lugar, con la familia de la cual son origen y apoyo, después con la Ciudad, cuerpo viviente cuyas familias son las células. Una institución tan fundamental necesita ser protegida contra las mil vicisitudes del instinto y del interés personales. Si los esposos no tienen derecho a separarse es menos por la pareja misma que por todo lo que descansa en ella.

    El matrimonio constituye el núcleo irreductible de la comunidad humana: si aquél se corrompe, ésta se pudre por completo. El camino en el que se comprometen los esposos tiene un único sentido, es el mismo camino de la vida temporal; la única salida está delante, y no es posible retroceder sin herir peligrosamente a otros seres que arrastra el mismo movimiento irreversible. En primer lugar, el matrimonio depende del individuo; luego es el individuo el que depende del matrimonio. Cada uno es libro de elegir su vínculo según sus gustos y su voluntad, pero después de haberlo elegido ya no es libre de romperlo.


    ¿COMPAÑEROS DE ETERNIDAD?

    Las instituciones son a las personas lo que el cauce de un río a sus aguas. La Iglesia, en su eterna sabiduría sumada a una experiencia milenaria, sabe que una corriente tan impetuosa y tan intermitente como la pasión carnal necesita un cauce profundo para no desviarse de su objeto y perderse en pantanos. Encuentra este cauce en el matrimonio como institución y como sacramento. La teología clásica ha recalcado este elemento formal y social del vínculo conyugal. Por reacción, hoy vemos surgir una especie de mística del matrimonio que se preocupa más de la cualidad del vínculo personal entre los esposos que de su prolongación social. Se tiende cada vez más a ver la esencia del matrimonio en el impulso de amor, consagrado por Dios, por el cual dos seres comprometen y unen para siempre sus destinos. Lo restante -fidelidad recíproca, procreación y educación de los hijos, encuadramiento social, etc.- surge de esta fuente como lo temporal procede de lo eterno. Es el mito de los «compañeros de eternidad»...

    Siendo el hombre espíritu y carne, personal y social, estos dos conceptos del * matrimonio parecen más complementarios que opuestos. Conviene presentar a los hombres un ideal del matrimonio altamente espiritual. Pero tampoco es malo --esto sólo sería para evitar una exaltación peligrosa seguida de amargas desilusiones- distinguir bien lo que es la esencia del matrimonio y lo que es su perfección. Sin duda es de desear que los esposos establezcan entre sí lazos espirituales lo suficientemente profundos para transformarles en compañeros de eternidad; no lo es menos que se exija para el matrimonio un determínado nivel de espiritualidad a título de elemento necesario y constitutivo. La unión conyugal, en tanto que tal, está medida por el tiempo, y las gracias inherentes, aunque proceden de la fuente divina y pueden tener una incidencia en la vida eterna, son dadas no solamente en el tiempo, sino también por el tiempo. Independientemente de todas las superestructuras espirituales que puedan añadirse, la indisolubilidad del matrimonio está esencialmente ligada a la sexualidad y a la procreación, y su finalidad se refiere mucho más a la perpetuidad de la especie que a la eternidad del individuo. El hecho de que un matrimonio sin amor sea perfectamente válido a los ojos de la Iglesia (5) nos da ya una prueba suficiente. Y la legitimidad de las segundas nupcias muestra, con más evidencia aún, este carácter temporal y social de la indisolubilidad del matrimonio. En efecto, el vínculo sacramental queda roto por la muerte de uno de los cónyuges, y el superviviente, libre de cualquier obligación, queda apto para contraer una nueva unión. Los esposos, en tanto que tales, son tan poco compañeros de eternidad, que el sacramento que les liga se disuelve en la hora misma en que el individuo deja la vida temporal para entrar en la eterna.

    El Evangelio afirma claramente esta ruptura del vínculo conyugal en la muerte: «Los saduceos se acercaron a Jesús y le hicieron esta pregunta: Maestro, Moisés ha dicho: si alguien muere sin hijos, su hermano se casará con su viuda y dará posteridad a su hermano. Así pues, había entre nosotros siete hermanos. El primero se casó y murió, y como no tenía hijos, dejó su mujer a su hermano. El segundo hizo lo mismo, después el tercero... hasta el último. Después de todos ellos, la mujer también murió. Así, pues, en la resurrección, ¿de cuál de los siete será la mujer? Pues todos la han poseído. Jesús les respondió: Estáis equivocados, puesto que no comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios. Pues en la resurrección, los hombres no tendrán mujeres, ni las mujeres maridos, sino que serán como los ángeles de Dios en el cielo» (6). En cuanto a la legitimidad de las segundas nupcias, San Pablo es muy claro: «Una mujer está ligada tanto tiempo como viva su marido, pero si el marido muere, es libre de casarse con quien quiera» (7). Y añade: «Quiero que las viudas jóvenes se casen, que tengan hijos y que dirijan su hogar» (8).

    (5) Cfr. Santo Tomás, Sum. Teol. Supl. IX, 48,2.

    (6) Mat. XXII, 23-30.

    (7) 1 Cor. VII, 39.

    (8) 1 Tim. V, 14.

    A menudo he observado que esta doctrina que limita el efecto del sacramento al tiempo y a la muerte, tiene el don de disgustar a las almas enamoradas. Ciertos esposos exclamarán: así pues, más allá de la tumba, ¿no quedará nada de este amor en el que, no obstante, sentimos palpitar uno y otro la misma promesa de eternidad? Éste es el lugar apropiado para repetir la frase del Evangelio: lo que ha nacido de la carne, es carne y lo que ha nacido del espíritu, espíritu. La Iglesia ha instituido un sacramento válido para todo. Pero una cosa es este sacramento propiamente dicho y otra cosa es la cualidad de alma de los que lo reciben. El matrimonio no confiere necesariamente el amor espiritual. Pero tampoco lo excluye; por el contrario, la intimidad de la vida conyugal y la fidelidad a las gracias sacramentales ofrecen un terreno particularmente propicio para la manifestación y el desarrollo de tal amor. Cristo ha dicho: «Serán como los ángeles de Dios en el cielo.» Todo lo que habremos puesto de angélico, en nuestro amor, es decir, de verdaderamente espiritual, será salvado en el cielo.

    La muerte disuelve el matrimonio en lo que tiene de vínculo carnal y social (¿y es otra cosa para la mayoría de los esposos?); no disuelve la amistad espiritual que mezcla, una con otra, a dos almas inmortales. únicamente en este sentido está permitido hablar de compañeros de eternidad? Lo que hay de inmortal en el matrimonio, supera el matrimonio; en la muerte, la unión de los esposos, abolida abajo y transfigurada arriba, es un aspecto de la comunión de los santos.

    OBJECIONES CONTRA LA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO

    Si ciertos espíritus, empujados por una sed prematura de absoluto, han podido reprochar a la Iglesia el limitar la indisolubilidad del matrimonio a la vida terrestre y permitir las segundas nupcias, son infinitamente más numerosos que los que la acusan de un rigorismo excesivo porque prohíbe el divorcio. Por otra parte, estas dos críticas proceden del mismo punto: la rebelión de las inclinaciones subjetivas contra una ley universal. Ignorando que una institución como el matrimonio ante todo está hecha para todos, unos querrían plegarla a la medida de su fidelidad y otros de su inconstancia, pero en ambos casos el deseo individual es el que impera.

    Los adversarios de la indisolubilidad del matrimonio se apoyan, en conjunto, en los siguientes argumentos:

    La Iglesia, dicen, da muestras en esta materia, de un rigorismo inhumano: desconoce las aspiraciones y los derechos más legítimos del individuo. Al prolongar hasta la muerte las uniones que terminan sin amor o las que el amor les ha abandonado, subordina la realidad a la apariencia, la savia interior a la corteza social, la persona viva a una ley muerta. Una unión sólo tiene valor en la medida en que está vivificada por el amor; y cuando entre dos seres, en lugar de lazos íntimos de amor, no quedan más que las cadenas externas de la ley, ya no hay realidad en el matrimonio.

    Así pues, ¿por qué encarnizarse en observar lo que ya está muerto? En esto hay un trabajo de embalsamador que es contrario a las leyes de la vida.

    La ley de la Iglesia, al impedir a los esposos separados rehacer su vida sobre la base de un nuevo amor, dificulta o emponzoña el ejercicio de la facultad más noble de hombre; puesto que, o bien el individuo respetuoso de la ley corta de raíz este nuevo amor y vive en un desierto afectivo, o bien viola la ley; pero, entonces, su amor, acusado de pecado y prohibido por lo moral y la opinión, arrastra necesariamente una existencia vergonzosa y mutilada.

    Todo esto -hipocresía de los falsos amores legales y disimulo de los verdaderos amores ilegítimos- mantiene un clima de fariseísmo muy desfavorable para la virtud de los individuos y la armonía de la ciudad.

    Resumiendo, no se gana nada queriendo esclavizar la vida múltiple y movediza bajo el yugo de una ley abstracta y rígida; así sólo se consigue esterilizar la ley y pudrir la vida.

    Al responder a estas críticas, no haremos la tontería ni la hipocresía de negar la parte de verdad que contienen. De todas las cosas humanas, el amor del hombre y de la mujer es aquella cuya evolución armoniosa requiere el concurso de los elementos más dispares. En efecto, la vida de la pareja constituye el punto de convergencia de las exigencias más diversas -y a veces más opuestas- de la naturaleza humana: necesidad de plenitud carnal y espiritual de las dos personas que forman la pareja, procreación y educación de los hijos, necesidades sociales, ideal moral y religioso, etc... Es preciso reconocer que el éxito más hermoso en este dominio, todavía es algo desdibujado entre dos necesidades tan numerosas y tan divergentes. La ley de la mezcla y de lo relativo, que es la ley central de la creación, juega a fondo en este hogar de la vida temporal que es el matrimonio. Pues el principio que debe guiarnos en este dédalo no es el de la perfección absoluta: es el del mayor bien, para no decir del menor mal. Y, después de todo', lo encontramos en la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio.

    LA LEY Y LA VIDA

    Alguien ha dicho: «estos profundos contactos entre la sensibilidad y el espíritu, en los que se reconoce nuestra época». Esta especie de prospección de la sensibilidad (en el sentido más amplio de la palabra) por el espíritu ha tenido como resultado una profundización incontestable del dato psicológico. Pero esta conquista tiene su precio. El pensamiento moderno, centrado en lo existencial y lo subjetivo, tiende cada vez más a desconocer o a olvidar todo lo que, en nuestra naturaleza y en nuestro destino, es irreductible a la experiencia vivida y al análisis psicológico. Las leyes, las instituciones -humanas o divinas- son las primeras víctimas de este estado de ánimo. Se olvida que tienen un ser, una dignidad propias, independientemente de las personas que rigen, y se juzga su valor -incluso su legitimidad-, únicamente según sus efectos psicológicamente revelables y su resonancias existenciales. Y si estos efectos son invisibles, si la auscultación de las almas no permite descubrir estas resonancias, la institución se disipa en la nada...

    Este método, aplicado al matrimonio sacramental suscita el siguiente razonamiento: «Lo que Dios ha unido... Este sacramento es grande...» Estas palabras expresan la esencia ideal del matrimonio. Pero ¿qué queda en la existencia concreta? ¿Dónde están los efectos de un sacramento tan grande, en el alma de esos innumerables esposos, unidos solamente por el instinto, el interés y la costumbre, que van al matrimonio y no salen ya de él, como la rueda permanece fiel al carril en que cae? Conclusión: donde el amor no es vivido por dentro, no hay matrimonio. El que fue gran existencialista, Nietzsche, ha resumido esta concepción subjetivista del matrimonio en un aforismo al aguafuerte: «Dicen que sus uniones han sido bendecidas en el cielo. Pero yo no quiero este Dios de los superfluos que viene cojeando a bendecir lo que no ha unido.»

    Lo que ha unido... La expresión sólo va lejos aparentemente: no rebasa el hombre ni sus estremecimientos subjetivos. Lo que Dios no ha unido en el plano de la experiencia individual, puede haberlo unido en otro plano. En realidad, cualquier institución -y a fortiori una institución religiosa- es trascendente a las personas y su valor, su finalidad, no son medidos por lo que un individuo efímero y limitado puede experimentar y controlar desde dentro. En este punto, la posición de Santo Tomás excluye cualquier escapatoria. A la pregunta de si un matrimonio concluido por una razón «deshonesta» (por ejemplo, el deseo puramente carnal o el interés material) constituye un verdadero matrimonio, contesta que tal unión es perfectamente válida, aunque el contrayente esté, por ello, en estado de pecado. Y a las críticas que le objetan que no sería legítimo que el matrimonio, siendo un bien en sí mismo y la imagen de la unión de Cristo y la Iglesia, procediera de una causa impura, replica que el matrimonio es una cosa y la intención de los contrayentes es otra (9). En el edificio social, los individuos son las piedras y las intituciones el cemento sin notar los efectos en su interior; se sienten solas en el edificio. Pero no por ello el cemento deja de tener su existencia y su finalidad. Y si cada piedra, sublevada contra el cemento inhumano que la ata sin impregnarla, reivindica su libertad personal, el resultado más claro de esta llamada a los «derechos del individuo» es el derrumbamiento del edificio (10).

    Así pues, argumentará triunfalmente el adversario, confesáis que el matrimonio sacramental sólo tiene sentido como encuadramiento social y religioso y que queda, por su misma naturaleza, radicalmente extraño al amor. ¿Por qué, pues, no ir hasta el final de vuestro pensamiento y reconocer, con el trovador, que el matrimonio y el amor se excluyen recíprocamente ya que el primero implica la obligación y la sujeción, mientras que el segundo es por esencia espontáneo y gratuito?

    Antes de entrar en el punto álgido del debate, examinemos un poco lo que se esconde con excesiva frecuencia bajo este hermoso nombre de amor. Se escandalizan al ver que la Iglesia se contenta con el simple consentimiento voluntario, incluso si está dictado por los motivos más bajos, para encadenar para siempre a dos seres. Por el contrario, esta conducta nos parece llena de sabiduría y las adquisiciones de la psicología moderna (exploración del inconsciente, crítica de los ideales y poner al desnudo la mentira interior, etc.) la justifican plenamente. Se acusa a la Iglesia de sacrificar el amor -realidad íntima- a la institución -apariencia social-. Pero, aparte de que la Iglesia no puede comprometerse para definir la validez de una institución fija y universal en el caudal de las disposiciones subjetivas y las causas accidentales, sería necesario saber si el coeficiente más alto de realidad se encuentra siempre al lado del «amor». El amor auténtico es escaso, y sus caricaturas son numerosas. La Rochefoticatild decía ya que: «el amor presta su nombre a una infinidad de comercios en los que no tiene mayor parte que el Dux en lo que se hace en Venecia». En este terreno, la «sinceridad» no significa gran cosa; con demasiada frecuencia no es más que el arte de mentirse espontáneamente a sí mismo. ¡Cuántos hombres creen amar, y su amor es solamente ardor carnal, exaltación ilusoria y el vano deseo de conquistar y dominar! ¿Este amor no es más irreal aún que una institución? ¿La pasión es menos ilusoria que la ley por ser un poco más cálida y embriagadora? Aquí hago un llamamiento a todos los que nunca han opuesto una barrera a su libertad de amar: la ceniza que han depositado en el fondo de su alma las hogueras de paja de las antiguas pasiones, bastarán para mostrarles la nada del amor entregado a sí mismo. Apariencia por apariencia, la ley que asegura la continuidad de la especie humana y el equilibrio de la sociedad vale al menos tanto como la pasión que sólo asegura el bienestar egoísta y efímero del individuo.

    Por otra parte, todo esto sólo se dice para refutar al adversario en su propio terreno puesto que no es cierto que la ley no sea más que una apariencia ni que sea contraria al amor. Todo lo que podemos conceder a nuestro adversario es que el sacramento del matrimonio no confiere el amor. Al igual que el sacramento de la penitencia hace eficaz la contricción pero no la suple, así el sacramento del matrimonio corona y perfecciona el amor conyugal pero no lo crea. Por otra parte también tiene algo de sobrenatural bajo todas sus formas: gratia supponit et perfecit naturam. No basta presentarse al altar para enamorarse; para esto la naturaleza se basta a sí misma, y la gracia, que es de otro orden, opera en otro plano; más bien corresponde a cada uno examinarse y decidir por sí mismo si está lo suficientemente enamorado para presentarse al altar. Pero, esto supuesto, la indisolubilidad de matrimonio, lejos de oponerse al amor, más bien lo favorece.

    (9) Sum. Teol. Supl., XLVIII, 2.

    (10) La comparación es parcialmente inadecuada. En el edificio humano, las piedras pueden y deben estar impregnadas por el cemento que las une; dicho de otro modo, la institución puede y debe ser vivida en el interior del alma. Pero sin esto es válida.

    En primer lugar, antes del matrimonio. El solo hecho de saber que el compromiso que va a contraer es irrevocable, incita a los individuos a no aventurarse a la ligera en este callejón sin salida. Al igual que el conquistador que, al quemar sus barcos antes del combate, se corta cualquier posibilidad de retirada, los novios que aceptan ligarse uno a otro hasta la muerte, sacan de esta «idea-fuerza» una garantía previa contra todos los futuros azares del destino que amenazarán su amor. Inversamente, la sola idea del posible divorcio se instala disimuladamente en el fondo del alma como un gusano puesto por una mosca en un fruto naciente y que corre el peligro de que un día devore la substancia. ¿No se ha dicho que en ciertas substancias -en particular en el momento de las grandes pruebas- basta entrever una cosa posible para que se convierta en necesaria? Por otra parte, este hecho psicológico elemental basta para liquidar el mito del «matrimonio de prueba» propuesto por ciertos reformadores de matrimonio, más preocupados por inventar paradojas que por sostenerlas con razones válidas.

    Ahora, después del matrimonio. El pacto nupcial, al situar de una vez para siempre la substancia del amor más allá de las, contingencias, contribuye necesariamente a decantar y a purificar este amor. El primer efecto de un dique consiste en comprimir el curso de un río; el segundo es hacer más profundas y más limpias sus aguas. La necesidad de sufrir y vencer la prueba del tiempo obra sobre los esposos como un harnero que separa el cascabillo del grano: poco a poco la despoja de sus elementos accidentales e ilusorios para sólo retener el núcleo incorruptible; transforma la pasión en amor verdadero. Pero, insistirá el adversario, ¿si no existe ningún amor desde el principio? Contestaremos repitiendo que si el deber de fidelidad no puede cambiar nada de la cualidad íntima de este fruto delicado que es el amor, al menos crea un clima que favorece su maduración. Pues el amor no nos es dado o negado a la manera de un capital inmutable; como todas las cosas vivientes, está sometido a una evolución que comporta pruebas, crisis y enfermedades. Amenazado desde dentro por la costumbre o desde fuera por la atracción del cambio, puede salir más fuerte o morir según como reaccione ante estas pruebas. Nietzsche decía: «Todo lo que no me hace morir me hace más fuerte.» Y precisamente la Iglesia, al imponer al amor la obligación de no morir, contribuye a transformar en mudas purificaciones estas crisis y estas enfermedades que, en un clima más suave y en apariencia más humano, conducirían a la muerte. El principio de indisolubilidad del matrimonio, pone la duración esta piedra de toque de lo real- al servicio del amor.

    No es menos cierto que algunas uniones representan un fracaso total e irremediable en el plano del amor humano. Todos conocemos -esposos que, debido a una absoluta incompatibilidad de sentimientos, no tienen la menor esperanza de introducir la más ligera mezcla de comprensión y ternura en la cadena inexorable que los ata hasta la muerte. Es forzoso confesar que en tales casos la indisolubilidad del matrimonio parece una institución inhumana. ¿Por qué estos desgraciados están obligados a arrastrar toda su vida las consecuencias de un error pasajero y a menudo involuntario? ¿Y por qué el acto quizá más absurdo de su pasado debe cerrar para siempre su porvenir?

    Ordenemos nuestra respuesta:

    En primer lugar,.puede ocurrir que estas uniones lamentables comporten motivos válidos de anulación (locura de uno de los cónyuges, falta de consentimiento, etc.). Esta solución lo concilia todo.

    Pero si no es así, es decir, si estas uniones psicológicamente catastróficas cumplen las condiciones formales de un verdadero matrimonio, la respuesta es tan clara como cruel: la Iglesia pide a estos «mal amados» una renuncia absoluta en el plano del amor y de la felicidad humanas. ¿Pero a qué los sacrifica? Sencillamente al bien común, que siempre debe ser preferido al bien del individuo allí donde no sea posible la conciliación. El principio de la indisolubilidad de matrimonio es como una puerta asaltada por la tempestad de las pasiones y de los intereses personales: si se entreabre, no es posible retenerla en sus goznes y todo el huracán se precipita por allí.

    Las víctimas del matrimonio merecen toda la comprensión posible, pero que no se hagan excepciones a su favor, puesto que de excepción en excepción (de hecho ¿no son excepcionales, es decir, únicas e irreductibles, todas las situaciones humanas?) se destruye la regla que es la pared maestra del edificio social. Por lo demás, esta exigencia de sacrificios individuales por el bien general no es específica del matrimonio. Otras instituciones y otras realidades sociales imponen la misma renuncia a los individuos. Si se encuentra escandaloso que los esposos desunidos inmolen su felicidad personal a la institución universal que protege la felicidad de los demás, ¿qué se dirá al soldado al que la Patria invita a morir para salvar ese bien nacional del cual ya no participará? Tales contradicciones forman parte del destino humano, y ha sido necesario llegar a nuestra época de hiperestesia mórbida del yo y de igualitarismo grosero, que considera la felicidad del individuo como un derecho incondicional, para encontrar materia de indignación y escándalo.

    Por otra parte, ¿estos esposos desgraciados están excluidos definitivamente del festín del amor y la alegría? La misma barrera que les impide la felicidad humana, les invita a buscar más arriba una felicidad pura. Cuando un camino terrestre está cerrado a la vez por delante y por detrás, queda una sola salida: el cielo. Hubo un tiempo en que las simples instituciones humanas bastaban para suscitar el entusiasmo y la fidelidad: así, por ejemplo, se podía servir hasta la muerte a un príncipe al que no se amaba, por pura fidelidad a la institución monárquica; más que su persona, se veía en él al representante de una tradición tutelar, el eslabón de una cadena que une el pasado con el porvenir. Pero si la monarquía no termina en la persona del príncipe, con mayor razón el vínculo conyugal rebasa la persona de los esposos: como institución humana, une las generaciones pasadas a las generaciones del porvenir. Lo que Dios ha unido, en los casos extremos, conviene acentuar la palabra Dios, y esta unidad rechazada en la tierra, es preciso buscár1a en el cielo.

    Más allá de la persona del cónyuge que no se puede amar, queda la persona de Dios que es amor, y lo que aborta en el tiempo, siempre puede crecer en lo eterno.

    En cuanto a la acusación de hipocresía que se aplica tan a gusto contra los esposos que permanecen ligados el uno al otro sin amor y en los que toda la virtud se limita a «salvar las apariencias», exige una doble aclaración.

    En primer lugar, las apariencias tienen su valor; por una parte, constituyen la armadura de la sociedad, y por otra aseguran, un poco a la manera de las monedas fiduciarias, la continuidad y la armonía de las relaciones exteriores entre los hombres. Pascal ya había observado, con una sabiduría profunda, distinta de la de los apóstoles de la sinceridad a cualquier precio, que, sin el respeto de estas convenciones y de estas «reglas de juego», no sería posible ninguna vida social.

    A continuación, convendría definir claramente lo que se entiende por hipocresía y sinceridad. Ser sincero, es manifestar al exterior lo que se es en el interior. Muy bien. Pero entonces, en un cierto sentido, hay hipocresía en todas partes donde hay dualismo y conflicto, en todas partes donde el hombre está llamado a escoger entre un deseo y un deber. ¿Se acusará de insinceridad al viajero alterado que, al pasar bajo el árbol del prójimo, se abstiene por honestidad de coger el fruto que le reclama su sed? ¿0 bien, al soldado que se lanza al asalto cuando el deseo de todo su ser es huir y sobrevivir? ¿Será, pues, necesario seguir todos los impulsos y traducir en acto todos sus deseos, bajo pretexto de estar de acuerdo consigo mismo? Pero, la inconstancia y la traición que surgen necesariámente de este principio, ¿no son mentiras al menos tan profundas e infinitamente más destructoras que la fidelidad artificial? El hombre está condenado a la hipocresía, en el sentido etimológico de la palabra, es decir, a disimular, a rechazar en la obscuridad y el silencio una parte de sí mismo, mientras no alcance la unidad interna perfecta.

    Tan sólo el bruto y el santo ignoran el conflicto interior y se comprometen totalmente en todos sus actos: de esta forma, escapan completamente a la hipocresía, el uno por abajo puesto que sólo es instinto, y el otro por arriba, puesto que sólo es amor.

    En resumen, la indisolubilidad del matrimonio presenta más ventajas que inconvenientes, en cualquier terreno que se sitúe. Allí donde la unión es psicológicamente real, es decir, fundada en el amor, protege y profundiza este amor. Allí donde es psicológicamente irreal, es decir, sin amor, salva al menos la realidad social del matrimonio. De este modo, si no puede realizar siempre lo mejor, al menos evita lo peor.

    EL PROBLEMA DEL AMOR «LIBRE»

    Sin embargo, existe un caso en que el principio de la indisolubilidad del matrimonio, parece oponerse al amor: el de los esposos mal avenidos a quienes la Iglesia prohíbe contraer una nueva unión y que si osan desafiar su prohibición, los arroja fuera de su comunión bajo el epíteto infamante de «pecadores públicos». ¿No es una institución bárbara aquella que arroja a la «clandestinidad» --con todo lo que esto comporta de degradación o de sufrimiento- los afectos más auténticos que, en un clima menos riguroso, podrían expansionarse de día?

    He aquí la objeción con toda su fuerza. Creemos poder responder, sin la menos atracción por la paradoja, que incluso en este punto, el rigorismo de la Iglesia sirve una vez más al amor verdadero, y ello en la misma medida en que condena el amor falso.

    Expliquémonos. No cometeremos la ingenuidad de pretender que el amor sólo puede existir en el matrimonio. En primer lugar, está claro que el amor que conduce al matrimonio empieza antes del mismo (no se aman porque se casan, se casan porque se aman). E incluso se puede encontrar el amor auténtico fuera del matrimonio: por ejemplo, nadie pondrá en duda que el pecado de Eloisa y Abelardo encierra más plenitud humana que una unión legítima cimentada únicamente en la comunidad de intereses materiales, o en la fuerza inerte de las costumbres. Pero las grandes pasiones, y todavía más, los grandes amores son excesivamente raros (11). Es demasiado fácil denunciar, como por ejemplo lo ha hecho Plisnier en una novela célebre, la nada de ciertos matrimonios en los que, bajo una capa de respetabilidad social, bullen las pasiones más abyectas en la mediocridad más incurable. Pero, ¿por qué no exponer el otro lado del díptico? Si el gran amor es escaso dentro del matrimonio, ¿es acaso muy frecuente fuera de él? Consideren por un momento, los detractores del matrimonio, la cualidad de la mayoría de las uniones libres: encontrarán sin dificultad todos los defectos de los malos matrímonios y además la rebelión contra el orden social y la ley religiosa. La Iglesia tiene razón mil veces al defender la unidad de la familia y la santidad de la ciudad contra estos asaltos destructores de las pasiones individuales que subjetivamente no valen más que los peores matrimonios y, objetivamente, incluso roen los cimientos del bien común. El matrimonio no excluye ni la ciega violencia del instinto ni la voracidad del egoísmo: al menos les asigna una órbita y límites. Pero la pasión anárquica donde se disimulan las pretensiones devoradoras de una carne y de un yo desorbitados, bajo la máscara del amor, verdaderamente no merece ninguna indulgencia...

    En cuanto al gran amor ilegítimo -aquel que se impone con todo el peso de la necesidad y que compromete el alma hasta el fondo-, la moral católica le ofrece una doble salida: o bien rebasar la ley, sacrificando el lado carnal y terrestre del afecto y elevándolo totalmente a esa región ideal donde el amor no tiene otra ley que él mismo, o bien violar francamente la ley con todas las responsabilidades, todos los riesgos, y todos los sufrimientos que implica esta actitud.
    (11) Por otra parte es excesivo oponer estas grandes pasiones al matrimonio. El amor «al margen», en la medida en que es verdaderamente amor, tiende al matrimonio, . es decir, hacia la fusión irrevocable de dos seres y de dos destinos: es una especie de matrimonio en potencia que la hostilidad de las circunstancias hace abortar.

    Los deberes normales del matrimonio (procreación, educación de los hijos, fidelidad recíproca de los esposos), no agotan, a prior¡ en todos los casos, la polaridad sexual del ser humano: impregnan también las regiones más elevadas del alma y marcan nuestro ser eterno. Así pues, el hombre o la mujer pueden encontrar a veces su verdadero compañero de eternidad fuera del matrimonio. El amor sopla donde quiere: Beatriz no era la mujer de Dante, Hólderlin no se casó con Diotima... La moral más exigente no exige cortar de raíz un amor tal, sino colocarlo lo suficientemente alto, por encima del tiempo y de la carne, para que, no amenazando ya el orden y el bien protegidos por la ley, no tenga que sufrir sus rigores. Por consiguiente, guardémonos aquí de cualquier imaginación romántica y subrayemos, una vez más, el carácter excepcional de estas grandes pasiones transfiguradas.

    Fuera del matrimonio, la mujer a menudo es más Dalila que Beatriz y el ser que creemos que es «el eterno femenino que nos atrae hacia arriba» corre el riesgo de ser en realidad sólo la Eva seducida por la serpiente que nos arrastra en su caída....

    En cuanto a la comisión propiamente dicha -aquella en que los amantes no temen infringir la ley-, no negamos que puede encerrar una cualidad de amor superior, al lado de un desorden moral grave. Pues bien, incluso en este terreno que precisamente es el del adversario, nos atrevemos a afirmar que las exigencias de la ley cristiana aún contribuyen a realzar la cualidad del amor. No temamos ser por un momento el abogado del diablo: pleiteamos por Dios, puesto que lo que puede quedar de bueno en el diablo, procede de Dios. Es justo que aquel que escoge violar la ley, sufra el contragolpe de su rebelión. Sin hacer nuestro el proverbio español «Haz lo que quieras, paga el precio, y Dios estará contento», pensamos que aquel que asume todas las consecuencias de su falta, ya lleva en él un germen de rescate y perdón. Sed una cosa u otra... Si el hijo pródigo, después de haber dejado a su padre hubiera colocado su capital en valores seguros y se hubiera abandonado a prudentes libertinajes, sin duda nunca habría vuelto a la casa donde nació. Hay algo, peor que el pecado: el deseo fraudulento de ganar, dos apuestas jugando a un solo color; querer acumular el placer de la falta y las ventajas de la virtud, la embriaguez de la anarquía y los beneficios del orden. En este juego, se evapora instantáneamente todo lo que puede quedar de nobleza y de profundidad. Y precisamente por esto, la intransigencia de la Iglesia sirve indirectamente al amor libre, ciertamente no en tanto que libre sino en tanto que amor. Lo limita en cuanto al número, lo profundiza en cuanto a la cualidad: doble ventaja. Al imponer a los candidatos al pecado fuertes barreras para franquear, y sufrimientos para soportar, hace una selección entre las pasiones anárquicas y eleva el nivel de las que resisten la prueba. En efecto, no olvidemos que todo se conserva en el hombre y que, en cualquier época o cualquier medio que sea, la cualidad del pecado sigue a la cualidad de la virtud: solamente el buen vino da lugar a buen vinagre. La pureza y la firmeza de la institución matrimonial purifican y consolidan por repercusión el amor libre; la pasión anárquica conserva alguna fuerza y grandeza en función de los obstáculos que le opone una moral rigurosa. Puesto que en épocas en que el principio de indisolubilidad del matrimonio no sufría ninguna excepción, florecieron las grandes pasiones ¡legítimas, ya en la leyenda de Tristán e Isolda, ya en la historia de Abelardo y EIoisa. Pero allí donde se ejerce sin restricciones el amor libre, allí donde el adulterio y el divorcio no son objeto de ninguna sanción por la ley y la opinión, ¿dónde están pues esos grandes aventureros del amor, dignos de atraer las miradas y hacer correr las lágrimas de las generaciones venideras? Donde ya no hay riesgo, ya no hay aventura. El amor libre cae en la vulgaridad, en la medida en que escapa a la tragedia. La facilidad lo corrompe todo, incluido el desorden.

    La peor desgracia en que puede incurrir el pecado es en la de estar al alcance de todos. Cuando ya no hay frutos prohibidos, no quedan frutos podridos.

    Concluyamos: en el amor libre hay el elemento amor y el elemento libertad (en este caso sería mejor decir anarquía). Lo primero es el fruto, lo segundo el gusano. La ley de la Iglesia protege la substancia de fruto contra los destrozos del gusano, imponiendo límites y sanciones a esta libertad devoradora.

    SI EL GRANO MUERE...

    Hubo tiempos en que las instituciones dirigían a los individuos: el hombre les daba crédito espontáneamente y deslizaba su destino en el molde que le ofrecían las leyes y las costumbres.
    Por el contrario, en nuestra «edad refleja» los individuos son los que dirigen las instituciones: el hombre sólo acepta obedecerlas en la medida en que, revestidas de una especie de consagración interna, responden a una necesidad subjetiva, a una elección personal.

    Esta disposición tiene su lado negativo y su lado positivo. Constituye un peligro terrible para la estabilidad de las instituciones, pero tiende de un solo golpe a eliminar el conformismo social y religioso. En las épocas en que el desorden penetra en las costumbres, la obediencia a la ley se convierte en la expresión del amor y de la libertad.

    Se tiene la costumbre de quejarse de la dureza del matrimonio indisoluble. Pero, ¿la ley es demasiado dura para el hombre, o el hombre es demasiado blando para la ley? A aquel que no ama nada, todos los vínculos parecen cadenas. Pero aquel que siente vivir en sí un amor inmortal, no tiene miedo de ligarse hasta la muerte. Y la ley cristiana precisamente nos invita a esta profundización y a esta purificación. La institución del matrimonio, vista bajo este ángulo, parece el guardián de la fidelidad interior. Al igual que el hombre no está hecho para el Sabbat, tampoco está hecho para el matrimonio. El matrimonio es lo que está hecho para el hombre. Pero el hombre es más que el individuo: sólo realiza su verdadero destino superando los límites de su yo carnal y decaído, mediante el amor y el sacrificio. Es el sentido de la parábola evangélica: si el grano no muere... Muere, y al mismo tiempo entra en su vida verdadera, cuando renunciando a su dureza, a su soledad egoísta, empieza a hundir sus raíces en la tierra y a elevar su tallo hacia el cielo. Una imagen perfecta del matrimonio con sus prolongaciones temporales y su consagración divina...

    En este nivel, la exigencia de la indisolubilidad se confunde con el voto más íntimo de la persona humana, puesto que ambos nos convidan igualmente a esta superación d e nosotros mismos que es la esencia del amor y la aurora de la liberación eterna.
    Última edición por Martin Ant; 18/11/2013 a las 20:12
    Pious dio el Víctor.

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