No a la mundanidad espiritual
93. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de
religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria
del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor
reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os
glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de
Vale el testimonio de Santa Teresa de Lisieux, en su trato con aquella hermana que le resultaba
particularmente desagradable, donde una experiencia interior tuvo un impacto decisivo: «Una
tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea para con la hermana
Saint-Pierre. Hacía frío, anochecía... De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un
instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente
de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos
y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien yo sostenía. En lugar
de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros [...] Yo no puedo expresar lo
que pasó en mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los
cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer
en mi felicidad» (SANTA TERESA DE LISIEUX, Manuscrito C, 29 vo-30 ro, en Oeuvres complètes, Paris
Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los
de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de
personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar
relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con
pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la
Iglesia,
«sería
infinitamente
más
desastrosa
que
cualquiera
otra
mundanidad simplemente moral».
94. Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras
profundamente emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una
fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada
experiencia
o
una
serie
de
razonamientos
y
conocimientos
que
supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda
clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La
otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el
fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros
por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a
cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad
doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario,
donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los
demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en
controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan
verdaderamente.
Son
manifestaciones
de
un
inmanentismo
antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas
de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
95. Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes
aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el
espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia,
de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el
Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las
necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte
en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la misma
mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar
conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de
asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de
realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas
de mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas,
reuniones, cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo
empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde
el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como
organización.
En todos los casos, no lleva el sello de Cristo
encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale
realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas
de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una
autocomplacencia egocéntrica.
96. En este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman
con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados
antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas
veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien
dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia
de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de
lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el
trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor de nuestra frente». En
cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre «lo que habría que
hacer» –el pecado del «habriaqueísmo»– como maestros espirituales y sabios
pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin
límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel.
97. Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza
la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca
constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha
replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y
sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni
está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con
apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de
salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres.
¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o
pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire
puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros
mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos
dejemos robar el Evangelio!
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