La brisa del cielo
Juan Manuel de Prada
Durante los últimos meses, he estado indagando en la obra y en la vida de Santa Teresa de Jesús. Ha sido, en verdad, una experiencia vital muy purificadora que, además de brindarme el gozo literario del reencuentro con una escritura candeal y transparente, me ha permitido asomarme a los paisajes agostados de mi vida espiritual, tan invadidos de abrojos y malas hierbas. Andaba yo convaleciente de muchos dolores, escarmentado después de haber probado cálices amargos que hicieron que mi fe temblase como un junco; y leyendo a Teresa aprendí recordé tal vez que lo primero que debe hacer quien desea acercarse a Dios es renegar de los bullicios y pompas del mundo, cerrar los ojos y oídos a sus vanidades y seducciones para adentrarse en el castillo de su propia alma y atravesar muchas moradas, hasta llegar a la más íntima, allá donde por fin podemos entablar coloquio amoroso con quien sabemos que nos ama. Y todo ello no como un ejercicio de ensimismamiento (al estilo fatuo y zen propio de nuestra época), que no es, a la postre, sino endiosamiento propio, sino con un ímpetu de donación. Una de las cosas que más sorprende y cautiva de la personalidad de Teresa es su humor incombustible, que la lleva a reírse de sí misma y a tomarse a chirigota todas las potestades y autoridades terrenas; y también su sentido profundo de la obediencia, que en alguien que sufrió tantas persecuciones adquiere ribetes heroicos y que, además, nunca arañó su alegría, ni mermó su independencia de criterio.
Pero, después de zambullirme durante varios meses en el castillo interior de Santa Teresa, aún me restaba por disfrutar de un regalo imprevisto. Un amigo muy querido, Antonio Torres, me propuso hacer una visita al monasterio de la Encarnación, en Ávila, donde Teresa permaneció durante casi tres décadas, desde su ingreso en la vida religiosa como carmelita calzada hasta que empezó su reforma; y al que todavía volvería después como priora, algunos años más tarde. El monasterio de la Encarnación es hoy lugar de peregrinaje para todos los seguidores de Santa Teresa; y uno de esos raros lugares de la tierra donde se cuela una brisa del cielo que nos lava por dentro y nos deja como nuevos. Mi amigo había conseguido una cita con la priora del monasterio, que nos aguardaba en el locutorio, detrás de una doble reja; en apenas unos minutos, a la priora se habían sumado quince o veinte hermanas, más de la mitad del convento, y entre ellas algunas novicias con la toca blanca, y hasta una postulante muy hermosa de poco más de veinte años, que acababa de ingresar en la Encarnación apenas una semana antes. Iban, todas ellas, vestidas con el hábito de sayal de su fundadora, invariable como las palabras divinas después de cinco siglos. Empezamos a hablar de Santa Teresa, sobre la que sabían hasta la más mínima y escondida anécdota; y entonces me di cuenta de que para ellas no era tan solo la fundadora de su orden, ni la santa a la que se encomendaban cada día, ni su lectura más frecuente, sino también su respiración y su sangre, su sueño y su desvelo, su llanto y su risa: era la amiga que habitaba cada célula de su cuerpo, el huésped que dormía en las cámaras más secretas de su alma, inundándolas de alborozo. Santa Teresa estaba viva en ellas, hablaba a través de sus labios, volvía a hacerse presente ante mí en sus ademanes, en sus sonrisas, en su bendita ausencia de respetos humanos. Y, estando llenas de Teresa, estaban llenas de Dios.
Estuve con ellas más de hora y media; y me pareció que no hubiese pasado ni siquiera un minuto. No fue una experiencia beatífica ni una ensoñación mística lo que anuló mi noción del tiempo; fue, simplemente, la conciencia de estar lavado de ruidos, de tráfagos y premuras, de pasiones necias e inquietudes torpes, de toda esa chatarra de palabras gastadas, rutinas sórdidas, entretenimientos inanes y ocupaciones mazorrales que abarrota nuestros días. Una conciencia lustral de que la vida que había llevado hasta entonces era una vida vicaria, malgastada en afanes fatuos, en pecados fétidos o inodoros, en mil pamplinas y banalidades que de repente se me mostraban gangrenadas y purulentas, como tumoraciones con las que me daba asco seguir viviendo. Y descubrí que estaba lleno de una alegría eterna y recién nacida.
Ellas quizá no se enterasen (o quizá se enterasen desde el primer momento, antes que yo mismo), pero me llenaron los aposentos del alma de ese aire matinal que respiran los resucitados. No sé si tendré el valor de seguir respirándolo, pero cada vez que deje de hacerlo volviendo a llenar mis días con las vanidades del mundo sabré que estoy un poco más muerto. Porque no se respira impunemente la brisa del cielo.
La brisa del cielo
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