Una pasión escondida
Juan Manuel de Prada
Tal vez sea el relato de la Pasión de Cristo la historia más divulgada y conocida de cuantas nos han sido transmitidas, de generación en generación, a través de los siglos. Todos, creyentes y no creyentes, podríamos reconstruir este relato a través de sus escenarios más característicos (Getsemaní, el Pretorio, el Calvario, el Gólgota, etcétera), y recordar a sus villanos más protervos (Judas, Caifás, Pilatos, Herodes, etcétera), así como a las figuras samaritanas que ofrecen consuelo a Cristo en medio de la tribulación, desde el Cireneo que lo ayuda a cargar con la cruz hasta el Centurión que reconoce su filiación divina. Para el creyente no hay relato más inspirador, pues en él se condensan los mayores misterios de su fe, aureolados de dolor; y quizá tampoco para el incrédulo, pues en la Pasión de Cristo se le muestra la más pavorosa de las iniquidades, que es la condena del inocente. Tal vez la frase que mejor resuma este relato de la Pasión sea aquella que Jesús pronuncia colgado del madero, apenas unos instantes antes de expirar: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!».
Pero, junto a esta Pasión tan divulgada por la iconografía, existe otra pasión mucho más discreta en la vida de Jesús, de la que apenas se habla; una pasión escondida y no concentrada en los últimos días de su existencia terrenal, sino repartida a través de los tres años que duró su vida pública. En esta pasión escondida no hallamos los escenarios característicos de la Pasión canónica, sino paisajes humanos exultantes, muchedumbres que aplauden a Cristo, que lo aclaman enfervorizadas, que salen a recibirlo con palmas y laureles, que lo vitorean con entusiasmo y jalean sus milagros. En esta pasión escondida no hallamos villanos protervos empeñados en dañar a Cristo (y tampoco, ay, figuras samaritanas que lo consuelen), sino que son sus seguidores, a veces incluso sus propios discípulos, quienes muy cariñosamente lo afligen. Cuando recorremos los diversos episodios de esta pasión escondida, intuimos que Cristo hubo de sufrirla sobremanera, sobre todo porque le tocó soportarla en secreto, ante la indiferencia de quienes lo rodeaban, que ni siquiera eran conscientes de estarlo afligiendo. Tal vez la frase que mejor podría resumir esta pasión escondida sería una que dijese, más o menos: «¡Padre, perdónalos, porque no han entendido nada!».
Esta pasión escondida a la que me vengo refiriendo es (como tal vez haya descubierto el lector más avispado) la que Cristo padeció por causa de la incomprensión; una pasión que, sin duda, debió de resultarle muy amarga y torturadora, porque no se la infligieron quienes lo odiaban, sino quienes presumían de ser sus fans. Podemos imaginar su desolación, por ejemplo, cuando descubre que las muchedumbres que lo aclaman lo confunden con un caudillo político; podemos imaginar su tristeza cuando descubre que el joven rico que afirma querer seguirlo no está dispuesto a despojarse de sus posesiones; podemos imaginar su consternación cuando escucha las peticiones de la madre de los Zebedeos, que anhela para sus hijos medallas y agasajos; podemos imaginar su desaliento cada vez que lanza una pregunta aguda a sus discípulos y obtiene de ellos a cambio una respuesta roma o ramplona; podemos imaginar su fastidio cuando comprueba que las mujeres que lo piropean («¡Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!») son las mismas que desatienden sus predicaciones; podemos imaginar, en fin, su cabreo cada vez que sus discípulos trataban de apartarlo de su misión, invitándolo a rehuir cobardemente la crucifixión (y de este cabreo ha quedado constancia en algún pasaje de los Evangelios: «¡Apártate de mí, Satanás!»). Es cierto que en esta pasión escondida no hallamos flagelación ni corona de espinas, vinagre ni clavos ni demás instrumentos torturadores propios de la Pasión canónica de Cristo; pero a cambio hallamos un abismo de incomprensión, de tergiversación involuntaria o interesada, de reduccionismo partidista y abaratamiento de su doctrina no menos doloroso, siquiera en un sentido espiritual. Sobre todo porque tal dolor es provocado por la incomprensión de los amigos que, a la vez que lo vitorean, tratan de manipular o reducir el sentido de sus palabras, de modo que se acomoden maliciosamente a sus intereses.
Sospecho que un vía crucis que tratara de compendiar los episodios de esta pasión escondida tendría mucho más de quince estaciones. Y, desde luego, inspiraría muy sabrosas meditaciones; pues nos enseña que no siempre quienes nos celebran y aplauden son quienes mejor nos comprenden.
Una pasión escondida
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