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Tema: Liberalismo y Cristianismo

  1. #41
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    Re: Liberalismo y Cristianismo

    En vista de la inadmisible manipulación y tergiversación que se hace en el # 37 sobre la Encíclica Rerum Novarum de S.S. LEÓN XIII, a continuación se reproduce el contenido sobre Libertad y Liberalismo que también publicó.



    CARTA ENCÍCLICA LIBERTAS PRAESTANTISSIMUM


    DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN XIII


    SOBRE LA LIBERTAD Y EL LIBERALISMO



    l. La libertad, don excelente de la Naturaleza, propio y exclusivo de los seres racionales, confiere al hombre la dignidad de estar en manos de su albedrío(1) y de ser dueño de sus acciones. Pero lo más importante en esta dignidad es el modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen los mayores bienes y los mayores males. Sin duda alguna, el hombre puede obedecer a la razón, practicar el bien moral, tender por el camino recto a su último fin. Pero el hombre puede también seguir una dirección totalmente contraria y, yendo tras el espejismo de unas ilusorias apariencias, perturbar el orden debido y correr a su perdición voluntaria.

    Jesucristo, liberador del género humano, que vino para restaurar y acrecentar la dignidad antigua de la Naturaleza, ha socorrido de modo extraordinario la voluntad del hombre y la ha levantado a un estado mejor, concediéndole, por una parte, los auxilios de su gracia y abriéndole, por otra parte, la perspectiva de una eterna felicidad en los cielos. De modo semejante, la Iglesia ha sido y será siempre benemérita de este preciado don de la Naturaleza, porque su misión es precisamente la conservación, a lo largo de la Historia, de los bienes que hemos adquirido por medio de Jesucristo. Son, sin embargo, muchos los hombres para los cuales la Iglesia es enemiga de la libertad humana. La causa de este perjuicio reside en una errónea y adulterada idea de la libertad. Porque, al alterar su contenido, o al darle una extensión excesiva, como le dan, pretenden incluir dentro del ámbito de la libertad cosas que quedan fuera del concepto exacto de libertad.

    2. Nos hemos hablado ya en otras ocasiones, especialmente en la encíclica "Immortale Dei"(2), sobre las llamadas libertades modernas, separando lo que en éstas hay de bueno de lo que en ellas hay de malo. Hemos demostrado al mismo tiempo que todo lo bueno que estas libertades presentan es tan antiguo como la misma verdad, y que la Iglesia lo ha aprobado siempre de buena voluntad y lo ha incorporado siempre a la práctica diaria de su vida. La novedad añadida modernamente, si hemos de decir la verdad, no es más que una auténtica corrupción producida por las turbulencias de la época y por la inmoderada fiebre de revoluciones. Pero como son muchos los que se obstinan en ver, aun en los aspectos viciosos de estas libertades, la gloria suprema de nuestros tiempos y el fundamento necesario de toda constitución política, como si fuera imposible concebir sin estas libertades el gobierno perfecto del Estado, nos ha parecido necesario, para la utilidad de todos, tratar con particular atención este asunto.

    I. DOCTRINA CATÓLICA SOBRE LA LIBERTAD

    Libertad natural


    3. El objeto directo de esta exposición es la libertad moral, considerada tanto en el individuo como en la sociedad. Conviene, sin embargo, al principio exponer brevemente algunas ideas sobre la libertad natural, pues si bien ésta es totalmente distinta de la libertad moral, es, sin embargo, la fuente y el principio de donde nacen y derivan espontáneamente todas las especies de libertad. El juicio recto y el sentido común de todos los hombres, voz segura de la Naturaleza, reconoce esta libertad solamente en los seres que tienen inteligencia o razón; y es esta libertad la que hace al hombre responsable de todos sus actos. No podía ser de otro modo. Porque mientras los animales obedecen solamente a sus sentidos y bajo el impulso exclusivo de la naturaleza buscan lo que les es útil y huyen lo que les es perjudicial, el hombre tiene a la razón como guía en todas y en cada una de las acciones de su vida. Pero la razón, a la vista de los bienes de este mundo, juzga de todos y de cada uno de ellos que lo mismo pueden existir que no existir; y concluyendo, por esto mismo, que ninguno de los referidos bienes es absolutamente necesario, la razón da a la voluntad el poder de elegir lo que ésta quiera. Ahora bien: el hombre puede juzgar de la contingencia de estos bienes que hemos citado, porque tiene un alma de naturaleza simple, espiritual, capaz de pensar; un alma que, por su propia entidad, no proviene de las cosas corporales ni depende de éstas en su conservación, sino que, creada inmediatamente por Dios y muy superior a la común condición de los cuerpos, tiene un modo propio de vida y un modo no menos propio de obrar; esto es lo que explica que el hombre, con el conocimiento intelectual de las inmutables y necesarias esencias del bien y de la verdad, descubra con certeza que estos bienes particulares no son en modo alguno bienes necesarios. De esta manera, afirmar que el alma humana está libre de todo elemento mortal y dotada de la facultad de pensar, equivale a establecer la libertad natural sobre su más sólido fundamento.

    4. Ahora bien: así como ha sido la Iglesia católica la más alta propagadora y la defensora más constante de la simplicidad, espiritualidad e inmortalidad del alma humana, así también es la Iglesia la defensora más firme de la libertad. La Iglesia ha enseñado siempre estas dos realidades y las defiende como dogmas de fe. Y no sólo esto. Frente a los ataques de los herejes y de los fautores de novedades, ha sido la Iglesia la que tomó a su cargo la defensa de la libertad y la que libró de la ruina a esta tan excelsa cualidad del hombre. La historia de la teología demuestra la enérgica reacción de la Iglesia contra los intentos alocados de los maniqueos y otros herejes. Y, en tiempos más recientes, todos conocen el vigoroso esfuerzo que la Iglesia realizó, primero en el concilio de Trento y después contra los discípulos de Jansenio, para defender la libertad del hombre, sin permitir que el fatalismo arraigue en tiempo o en lugar alguno.

    Libertad moral

    5. La libertad es, por tanto, como hemos dicho, patrimonio exclusivo de los seres dotados de inteligencia o razón. Considerada en su misma naturaleza, esta libertad no es otra cosa que la facultad de elegir entre los medios que son aptos para alcanzar un fin determinado, en el sentido de que el que tiene facultad de elegir una cosa entre muchas es dueño de sus propias acciones. Ahora bien: como todo lo que uno elige como medio para obtener otra cosa pertenece al género del denomínado bien útil, y el bien por su propia naturaleza tiene la facultad de mover la voluntad, por esto se concluye que la libertad es propia de la voluntad, o más exactamente, es la voluntad misma, en cuanto que ésta, al obrar, posee la facultad de elegir. Pero el movimiento de la voluntad es imposible si el conocimiento intelectual no la precede iluminándola como una antorcha, o sea, que el bien deseado por la voluntad es necesariamente bien en cuanto conocido previamente por la razón. Tanto más cuanto que en todas las voliciones humanas la elección es posterior al juicio sobre la verdad de los bienes propuestos y sobre el orden de preferencia que debe observarse en éstos. Pero el juicio es, sin duda alguna, acto de la razón, no de la voluntad. Si la libertad, por tanto, reside en la voluntad, que es por su misma naturaleza un apetito obediente a la razón, síguese que la libertad, lo mismo que la voluntad, tiene por objeto un bien conforme a la razón. No obstante, como la razón y la voluntad son facultades imperfectas, puede suceder, y sucede muchas veces, que la razón proponga a la voluntad un objeto que, siendo en realidad malo, presenta una engañosa apariencia de bien, y que a él se aplique la voluntad. Pero así como la posibilidad de errar y el error de hecho es un defecto que arguye un entendimiento imperfecto, así tambien adherirse a un bien engañoso y fingido, aun siendo indicio de libre albedrío, como la enfermedad es señal de la vida, constituye, sin embargo, un defecto de la libertad. De modo parecido, la voluntad, por el solo hecho de su dependencia de la razón, cuando apetece un objeto que se aparta de la recta razón, incurre en el defecto radical de corromper y abusar de la libertad. Y ésta es la causa de que Dios, infinitamente perfecto, y que por ser sumamente inteligente y bondad por esencia es sumamente libre, no pueda en modo alguno querer el mal moral; como tampoco pueden quererlo los bienaventurados del cielo, a causa de la contemplación del bien supremo. Esta era la objeción que sabiamente ponían San Agustín y otros autores contra los pelagianos. Si la posibilidad de apartarse del bien perteneciera a la esencia y a la perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles y los bienaventurados, todos los cuales carecen de ese poder, o no serían libres o, al menos, no lo serían con la misma perfección que el hombre en estado de prueba e imperfección.

    El Doctor Angélico se ha ocupado con frecuencia de esta cuestión, y de sus exposiciones se puede concluir que la posibilidad de pecar no es una libertad, sino una esclavitud. Sobre las palabras de Cristo, nuestro Señor, el que comete pecado es siervo del pecado(3), escribe con agudeza: «Todo ser es lo que le conviene ser por su propia naturaleza. Por consiguiente, cuando es movido por un agente exterior, no obra por su propia naturaleza, sino por un impulso ajeno, lo cual es propio de un esclavo. Ahora bien: el hombre, por su propia naturaleza, es un ser racional. Por tanto, cuando obra según la razón, actúa en virtud de un impulso propio y de acuerdo con su naturaleza, en lo cual consiste precisamente la libertad; pero cuando peca, obra al margen de la razón, y actúa entonces lo mismo que si fuese movido por otro y estuviese sometido al domimo ajeno; y por esto, el que comete el pecado es siervo del pecado»(4). Es lo que había visto con bastante claridad la filosofia antigua, especialmente los que enseñaban que sólo el sabio era libre, entendiendo por sabio, como es sabido, aquel que había aprendido a vivir según la naturaleza, es decir, de acuerdo con la moral y la virtud.

    La ley

    6. Siendo ésta la condición de la libertad humana, le hacía falta a la libertad una protección y un auxilio capaces de dirigir todos sus movimientos hacia el bien y de apartarlos del mal. De lo contrario, la libertad habría sido gravemente perjudicial para el hombre. En primer lugar, le era necesaria una ley, es decir, una norma de lo que hay que hacer y de lo que hay que evitar. La ley, en sentido propio, no puede darse en los animales, que obran por necesidad, pues realizan todos sus actos por instinto natural y no pueden adoptar por sí mismos otra manera de acción. En cambio, los seres que gozan de libertad tienen la facultad de obrar o no obrar, de actuar de esta o de aquella manera, porque la elección del objeto de su volición es posterior al juicio de la razón, a que antes nos hemos referido. Este juicio establece no sólo lo que es bueno o lo que es malo por naturaleza, sino además lo que es bueno y, por consiguiente, debe hacerse, y lo que es malo y, por consiguiente, debe evitarse. Es decir, la razón prescribe a la voluntad lo que debe buscar y lo que debe evitar para que el hombre pueda algún día alcanzar su último fin, al cual debe dirigir todas sus acciones. Y precisamente esta ordenación de la razón es lo que se llama ley. Por lo cual la justificación de la necesidad de la ley para el hombre ha de buscarse primera y radicalmente en la misma libertad, es decir, en la necesidad de que la voluntad humana no se aparte de la recta razón. No hay afirmación más absurda y peligrosa que ésta: que el hombre, por ser naturalmente libre, debe vivir desligado de toda ley. Porque si esta premisa fuese verdadera, la conclusión lógica sería que es esencial a la libertad andar en desacuerdo con la razón, siendo así que la afirmación verdadera es la contradictoria, o sea, que el hombre, precisamente por ser libre, ha de vivir sometido a la ley. De este modo es la ley la que guía al hombre en su acción y es la ley la que mueve al hombre, con el aliciente del premio y con el temor del castigo, a obrar el bien y a evitar el mal. Tal es la principal de todas las leyes, la ley natural, escrita y grabada en el corazón de cada hombre, por ser la misma razón humana que manda al hombre obrar el bien y prohíbe al hombre hacer el mal.

    Pero este precepto de la razón humana no podria tener fuerza de ley si no fuera órgano e intérprete de otra razón más alta, a la que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad. Porque siendo la función de la ley imponer obligaciones y atribuir derechos, la ley se apoya por entero en la autoridad, esto es, en un poder capaz de establecer obligaciones, atribuir derechos y sancionar además, por medio de premios y castigos, las órdenes dadas; cosas todas que evidentemente resultan imposibles si fuese el hombre quien como supremo legislador se diera a sí mismo la regla normativa de sus propias acciones. Síguese, pues, de lo dicho que la ley natural es la misma ley eterna, que, grabada en los seres racionales, inclina a éstos a las obras y al fin que les son propios; ley eterna que es, a su vez, la razón eterna de Dios, Creador y Gobernador de todo el universo.

    La gracia sobrenatural

    A esta regla de nuestras acciones, a este freno del pecado, la bondad divina ha añadido ciertos auxilios especiales, aptísimos para dirigir y confirmar la voluntad del hombre. El principal y más eficaz auxilio de todos estos socorros es la gracia divina, la cual, iluminando el entendimiento y robusteciendo e impulsando la voluntad hacia el bien moral, facilita y asegura al mismo tiempo, con saludable constancia, el ejercicio de nuestra libertad natural. Es totalmente errónea la afirmación de que las mociones de la voluntad, a causa de esta intervención divina, son menos libres. Porque la influencia de la gracia divina alcanza las profundidades más íntimas del hombre y se armoniza con las tendencias naturales de éste, porque la gracia nace de aquel que es autor de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad y mueve todos los seres de un modo adecuado a la naturaleza de cada uno. Como advierte el Doctor Angélico, la gracia divina, por proceder del Creador de la Naturaleza, está admirablemente capacitada para defender todas las naturalezas individuales y para conservar sus caracteres, sus facultades y su eficacia.

    La libertad moral social.

    7. Lo dicho acerca de la libertad de cada individuo es fácilmente aplicable a los hombres unidos en sociedad civil. Porque lo que en cada hombre hacen la razón y la ley natural, esto mismo hace en los asociados la ley humana, promulgada para el bien común de los ciudadanos. Entre estas leyes humanas hay algunas cuyo objeto consiste en lo que es bueno o malo por naturaleza, añadiendo al precepto de practicar el bien y de evitar el mal la sanción conveniente. El origen de estas leyes no es en modo alguno el Estado; porque así como la sociedad no es origen de la naturaleza humana, de la misma manera la sociedad no es fuente tampoco de la concordancia del bien y de la discordancia del mal con la naturaleza. Todo lo contrario. Estas leyes son anteriores a la misma sociedad, y su origen hay que buscarlo en la ley natural y, por tanto, en la ley eterna. Por consiguiente, los preceptos de derecho natural incluidos en las leyes humanas no tienen simplemente el valor de una ley positiva, sino que además, y principalmente, incluyen un poder mucho más alto y augusto que proviene de la misma ley natural y de la ley eterna. En esta clase de leyes la misión del legislador civil se limita a lograr, por medio de una disciplina común, la obediencia de los ciudadanos, castigando a los perversos y viciosos, para apartarlos del mal y devolverlos al bien, o para impedir, al menos, que perjudiquen a la sociedad y dañen a sus conciudadanos.

    Existen otras disposiciones del poder civil que no proceden del derecho natural inmediata y próximamente, sino remota e indirectamente, determinando una variedad de cosas que han sido reguladas por la naturaleza de un modo general y en conjunto. Así, por ejemplo, la naturaleza ordena que los ciudadanos cooperen con su trabajo a la tranquilidad y prosperidad públicas. Pero la medida, el modo y el objeto de esta colaboración no están determinados por el derecho natural, sino por la prudencia humana. Estas reglas peculiares de la convivencia social, determinadas según la razón y promulgadas por la legítima potestad, constituyen el ámbito de la ley humana propiamente dicha. Esta ley ordena a todos los ciudadanos colaborar en el fin que la comunidad se propone y les prohíbe desertar de este servicio; y mientras sigue sumisa y se conforma con los preceptos de la naturaleza, esa ley conduce al bien y aparta del mal. De todo lo cual se concluye que hay que poner en la ley eterna de Dios la norma reguladora de la libertad, no sólo de los particulares, sino también de la comunidad social. Por consiguiente, en una sociedad humana, la verdadera libertad no consiste en hacer el capricho personal de cada uno; esto provocaría una extrema confusión y una perturbación, que acabarían destruyendo al propio Estado; sino que consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada cual fácilmente vivir según los preceptos de la ley eterna. Y para los gobernantes la libertad no está en que manden al azar y a su capricho, proceder criminal que implicaría, al mismo tiempo, grandes daños para el Estado, sino que la eficacia de las leyes humanas consiste en su reconocida derivación de la ley eterna y en la sanción exclusiva de todo lo que está contenido en esta ley eterna, como en fuente radical de todo el derecho. Con suma sabiduría lo ha expresado San Agustín: «Pienso que comprendes que nada hay justo y legítimo en la [ley] temporal que no lo hayan tomado los hombres de la [ley) eterna»(5). Si, por consiguiente, tenemos una ley establecida por una autoridad cualquiera, y esta ley es contraria a la recta razón y perniciosa para el Estado, su fuerza legal es nula, porque no es norma de justicia y porque aparta a los hombres del bien para el que ha sido establecido el Estado.

    8. Por tanto, la naturaleza de la libertad humana, sea el que sea el campo en que la consideremos, en los particulares o en la comunidad, en los gobernantes o en los gobernados, incluye la necesidad de obedecer a una razón suprema y eterna, que no es otra que la autoridad de Dios imponiendo sus mandamientos y prohibiciones. Y este justísimo dominio de Dios sobre los hombres está tan lejos de suprimir o debilitar siquiera la libertad humana, que lo que hace es precisamente todo lo contrario: defenderla y perfeccionarla; porque la perfección verdadera de todo ser creado consiste en tender a su propio fin y alcanzarlo. Ahora bien: el fin supremo al que debe aspirar la libertad humana no es otro que el mismo Dios.

    La Iglesia, defensora de la verdadera libertad social

    9. La Iglesia, aleccionada con las enseñanzas y con los ejemplos de su divino Fundador, ha defendido y propagado por todas partes estos preceptos de profunda y verdadera doctrina, conocidos incluso por la sola luz de la razón. Nunca ha cesado la Iglesia de medir con ellos su misión y de educar en ellos a los pueblos cristianos. En lo tocante a la moral, la ley evangélica no sólo supera con mucho a toda la sabiduría pagana, sino que además llama abiertamente al hombre y le capacita para una santidad desconocida en la antigüedad, y, acercándolo más a Dios, le pone en posesión de una libertad más perfecta. De esta manera ha brillado siempre la maravillosa eficacia de la Iglesia en orden a la defensa y mantenimiento de la libertad civil y política de los pueblos.

    No es necesario enumerar ahora los méritos de la Iglesia en este campo. Basta recordar la esclavitud, esa antigua vergüenza del paganismo, abolida principalmente por la feliz intervención de la Iglesia. Ha sido Jesucristo el primero en proclamar la verdadera igualdad jurídica y la auténtica fraternidad de todos los hombres. Eco fiel de esta enseñanza fue la voz de los dos apóstoles que declaraba suprimidas las diferencias entre judíos y griegos, bárbaros y escitas(6), y proclamaba la fraternidad de todos en Cristo. La eficacia de la Iglesia en este punto ha sido tan honda y tan evidente, que dondequiera que la Iglesia quedó establecida la experiencia ha comprobado que desaparece en poco tiempo la barbarie de las costumbres. A la brutalidad sucede rápidamente la dulzura; a las tinieblas de la barbarie, la luz de la verdad. Igualmente nunca ha dejado la Iglesia de derramar beneficios en los pueblos civilizados, resistiendo unas veces el capricho de los hombres perversos, alejando otras veces de los inocentes y de los débiles las injusticias, procurando, por último, que los pueblos tuvieran una constitución política que se hiciera amar de los ciudadanos por su justicia y se hiciera temer de los extraños por su poder.

    10. Es, además, una obligación muy seria respetar a la autoridad y obedecer las leyes justas, quedando así los ciudadanos defendidos de la injusticia de los criminales gracias a la eficacia vigilante de la ley. El poder legítimo viene de Dios, y el que resiste a da autoridad, resiste a la disposición de Dios(7). De esta manera, la obediencia queda dignificada de un modo extraordinario, pues se presta obediencia a la más justa y elevada autoridad. Pero cuando no existe el derecho de mandar, o se manda algo contrario a la razón, a la ley eterna, a la autoridad de Dios, es justo entonces desobedecer a los hombres para obedecer a Dios. Cerrada así la puerta a la tiranía, no lo absorberá todo el Estado. Quedarán a salvo los derechos de cada ciudadano, los derechos de la familia, los derechos de todos los miembros del Estado, y todos tendrán amplia participación en la libertad verdadera, que consiste, como hemos demostrado, en poder vivir cada uno según las leyes y según la recta razón.

    II. DOCTRINA DEL LIBERALISMO SOBRE LA LIBERTAD

    11. Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran por tal la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la libertad de los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: No serviré(8), entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.

    Liberalismo de primer grado

    12. El naturalismo o racionalismo en la filosofia coincide con el liberalismo en la moral y en la política, pues los seguidores del liberalismo aplican a la moral y a la práctica de la vida los mismos principios que establecen los defensores del naturalismo. Ahora bien: el principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada. Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade que no tiene sobre si superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud como de fuente primera. Y así como la razón individual es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber.

    Todos estos principios y conclusiones están en contradicción con la razón. Lo dicho anteriormente lo demuestra. Porque es totalmente contraria a la naturaleza la pretensión de que no existe vínculo alguno entre el hombre o el Estado y Dios, creador y, por tanto, legislador supremo y universal. Y no sólo es contraria esa tendencia a la naturaleza humana, sino también a toda la naturaleza creada. Porque todas las cosas creadas tienen que estar forzosamente vinculadas con algún lazo a la causa que las hizó. Es necesario a todas las naturalezas y pertenece a la perfección propia de cada una de ellas mantenerse en el lugar y en el grado que les asigna el orden natural; esto es, que el ser inferior se someta y obedezca al ser que le es superior. Pero además esta doctrina es en extremo perniciosa, tanto para los particulares como para los Estados. Porque, si el juicio sobre la verdad y el bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones. En cuanto a la vida pública, el poder de mandar queda separado de su verdadero origen natural, del cual recibe toda la eficacia realizadora del bien común; y la ley, reguladora de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, queda abandonada al capricho de una mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía.

    La negación del dominio de Dios sobre el hombre y sobre el Estado arrastra consigo como consecuencia inevitable la ausencia de toda religión en el Estado, y consiguientemente el abandono más absoluto en todo la referente a la vida religiosa. Armada la multitud con la idea de su propia soberanía, fácilmente degenera en la anarquía y en la revolución, y suprimidos los frenos del deber y de la conciencia, no queda más que la fuerza; la fuerza, que es radicalmente incapaz para dominar por sí solas las pasiones desatadas de las multitudes. Tenemos pruebas convincentes de todas estas consecuencias en la diaria lucha contra los socialistas y revolucionarios, que desde hace ya mucho tiempo se esfuerzan por sacudir los mismos cimientos del Estado. Analicen, pues, y determinen los rectos enjuiciadores de la realidad si esta doctrina es provechosa para la verdadera libertad digna del hombre o si es más bien una teoría corruptora y destructora de esta libertad.

    Liberalismo de segundo grado

    13. Es cierto que no todos los defensores del liberalismo están de acuerdo con estas opiniones, terribles por su misma monstruosidad, contrarias abiertamente a la verdad y causa, como hemos visto, de los mayores males. Obligados por la fuerza de la verdad, muchos liberales reconocen sin rubor e incluso afirman espontáneamente que la libertad, cuando es ejercida sin reparar en exceso alguno y con desprecio de la verdad y de la justicia, es una libertad pervertida que degenera en abierta licencia; y que, por tanto, la libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y consiguientemente debe quedar sometida al derecho natural y a la ley eterna de Dios. Piensan que esto basta y niegan que el hombre libre deba someterse a las leyes que Dios quiera imponerle por un camino distinto al de la razón natural. Pero al poner esta limitación no son consecuentes consigo mismos. Porque si, como ellos admiten y nadie puede razonablemente negar, hay que obedecer a la voluntad de Dios legislador, por la total dependencia del hombre respecto de Dios y por la tendencia del hombre hacia Dios, la consecuencia es que nadie puede poner límites o condiciones a este poder legislativo de Dios sin quebrantar al mismo tiempo la obediencia debida a Dios. Más aún: si la razón del hombre llegara a arrogarse el poder de establecer por sí misma la naturaleza y la extensión de los derechos de Dios y de sus propias obligaciones, el respeto a las leyes divinas sería una apariencia, no una realidad, y el juicio del hombre valdría más que la autoridad y la providencia del mismo Dios. Es necesario, por tanto, que la norma de nuestra vida se ajuste continua y religiosamente no sólo a la ley eterna, sino también a todas y cada una de las demás leyes que Dios, en su infinita sabiduria, en su infinito poder y por los medios que le ha parecido, nos ha comunicado; leyes que podemos conocer con seguridad por medio de señales claras e indubitables. Necesidad acentuada por el hecho de que esta clase de leyes, al tener el mismo principio y el mismo autor que la ley eterna, concuerdan enteramente con la razón, perfeccionan el derecho natural e incluyen además el magisterio del mismo Dios, quien, para que nuestro entendimiento y nuestra voluntad no caigan en error, rige a entrambos benignamente con su amorosa dirección. Manténgase, pues, santa e inviolablemente unido lo que no puede ni debe ser separado, y sírvase a Dios en todas las cosas, como lo ordena la misma razón natural, con toda sumisión y obediencia.

    Liberalismo de tercer grado

    14. Hay otros liberales algo más moderados, pero no por esto más consecuentes consigo mismos; estos liberales afirman que, efectivamente, las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares, pero no la vida y la conducta del Estado; es líciito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada. De esta noble afirmación brota la perniciosa consecuencia de que es necesaria la separación entre la Iglesia y el Estado. Es fácil de comprender el absurdo error de estas afirmaciones.

    Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga. Pero, además, los gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la obligación estricta de procurarle por medio de una prudente acción legislativa no sólo la prosperidad y los bienes exteriores, sino también y principalmente los bienes del espíritu. Ahora bien: en orden al aumento de estos bienes espirituales, nada hay ni puede haber más adecuado que las leyes establecidas por el mismo Dios. Por esta razón, los que en el gobierno de Estado pretenden desentenderse de las leyes divinas desvían el poder político de su propia institución y del orden impuesto por la misma naturaleza.

    Pero hay otro hecho importante, que Nos mismo hemos subrayado más de una vez en otras ocasiones: el poder político y el poder religioso, aunque tienen fines y medios específicamente distintos, deben, sin embargo, necesariamente, en el ejercicio de sus respectivas funciones, encontrarse algunas veces. Ambos poderes ejercen su autoridad sobre los mismos hombres, y no es raro que uno y otro poder legislen acerca de una misma materia, aunque por razones distintas. En esta convergencia de poderes, el conflicto sería absurdo y repugnaría abiertamente a la infinita sabiduría de la voluntad divina; es necesario, por tanto, que haya un medio, un procedimiento para evitar los motivos de disputas y luchas y para establecer un acuerdo en la práctica. Acertadamente ha sido comparado este acuerdo a la unión del alma con el cuerpo, unión igualmente provechosa para ambos, y cuya desunión, por el contrario, es perniciosa particularmente para el cuerpo, que con ella pierde la vida.

    III. LAS CONQUISTAS DEL LIBERALISMO

    Libertad de cultos

    15. Para dar mayor claridad a los puntos tratados es conveniente examinar por separado las diversas clases de libertad, que algunos proponen como conquistas de nuestro tiempo. En primer lugar examinemos, en relación con los particulares, esa libertad tan contraria a la virtud de la religión, la llamada libertad de cultos, libertad fundada en la tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta tesis es contraria a la verdad. Porque de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es, sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y de la piedad. Este deber es la consecuencia necesaria de nuestra perpetua dependencia de Dios, de nuestro gobierno por Dios y de nuestro origen primero y fin supremo, que es Dios. Hay que añadir, además, que sin la virtud de la religión no es posible virtud auténtica alguna, porque la virtud moral es aquella virtud cuyos actos tienen por objeto todo lo que nos lleva a Dios, considerado como supremo y último bien del hombre; y por esto, la religión, cuyo oficio es realizar todo lo que tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios(9), es la reina y la regla a la vez de todas las virtudes. Y si se pregunta cuál es la religión que hay que seguir entre tantas religiones opuestas entre sí, la respuesta la dan al unísono la razón y naturaleza: la religión que Dios ha mandado, y que es fácilmente reconocible por medio de ciertas notas exteriores con las que la divina Providencia ha querido distinguirla, para evitar un error, que, en asunto de tanta trascendencia, implicaría desastrosas consecuencias. Por esto, conceder al hombre esta libertad de cultos de que estamos hablando equivale a concederle el derecho de desnaturalizar impunemente una obligación santísima y de ser infiel a ella, abandonando el bien para entregarse al mal. Esto, lo hemos dicho ya, no es libertad, es una depravación de la libertad y una esclavitud del alma entregada al pecado.

    16. Considerada desde el punto de vista social y político, esta libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o no autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a otro, que todos gocen de los mismos derechos y que el pueblo no signifique nada cuando profesa la religión católica. Para que estas pretensiones fuesen acertadas haría falta que los deberes del Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos. Porque nadie puede dudar que la existencia de la sociedad civil es obra de la voluntad de Dios, ya se considere esta sociedad en sus miembros, ya en su forma, que es la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos beneficios que proporciona al hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y quien le ha colocado en medio de sus semejantes, para que las exigencias naturales que él por sí solo no puede colmar las vea satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es necesario que el Estado, por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio. La justicia y la razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivaldría al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible con facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como grabados los caracteres distintivos de la verdad. Esta es la religión que deben conservar y proteger los gobernantes, si quieren atender con prudente utilidad, como es su obligación, a la comunidad política. Porque el poder político ha sido constituido para utilidad de los gobernados. Y aunque el fin próximo de su actuación es proporcionar a los ciudadanos la prosperidad de esta vida terrena, sin embargo, no debe disminuir, sino aumentar, al ciudadano las facilidades para conseguir el sumo y último bien, en que está la sempiterna bienaventuranza del hombre, y al cual no puede éste llegar si se descuida la religión.

    17. Ya en otras ocasiones hemos hablado ampliamente de este punto(10). Ahora sólo queremos hacer una advertencia: la libertad de cultos es muy perjudicial para la libertad verdadera, tanto de los gobernantes como de los gobernados. La religión, en cambio, es sumamente provechosa para esa libertad, porque coloca en Dios el origen primero del poder e impone con la máxima autoridad a los gobernantes la obligación de no olvidar sus deberes, de no mandar con injusticia o dureza y de gobernar a los pueblos con benignidad y con un amor casi paterno. Por otra parte, la religión manda a los ciudadanos la sumisión a los poderes legítimos como a representantes de Dios y los une a los gobernantes no solamente por medio de la obediencia, sino también con un respeto amoroso, prohibiendo toda revolución y todo conato que pueda turbar el orden y la tranquilidad pública, y que al cabo son causa de que se vea sometida a mayores limitaciones la libertad de los ciudadanos. Dejamos a un lado la influencia de la religión sobre la sana moral y la influencia de esta moral sobre la misma libertad. La razón demuestra y la historia confirma este hecho: la libertad, la prosperidad y la grandeza de un Estado están en razón directa de la moral de sus hombres.

    Libertad de expresión y libertad de imprenta

    18. Digamos ahora algunas palabras sobre la libertad de expresión y la libertad de imprenta. Resulta casi innecesario afirmar que no existe el derecho a esta libertad cuando se ejerce sin moderación alguna, traspasando todo freno y todo límite. Porque el derecho es una facultad moral que, como hemos dicho ya y conviene repetir con insistencia, no podemos suponer concedida por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la virtud y al vicio Existe el derecho de propagar en la sociedad, con libertad y prudencia, todo lo verdadero y todo lo virtuoso para que pueda participar de las ventajas de la verdad y del bien el mayor número posible de ciudadanos. Pero las opiniones falsas, máxima dolencia mortal del entendimiento humano, y los vicios corruptores del espíritu y de la moral pública deben ser reprimidos por el poder público para impedir su paulatina propagación, dañosa en extremo para la misma sociedad. Los errores de los intelectuales depravados ejercen sobre las masas una verdadera tiranía y deben ser reprimidos por la ley con la misma energía que otro cualquier delito inferido con violencia a los débiles. Esta represión es aún más necesaria, porque la inmensa mayoría de los ciudadanos no puede en modo alguno, o a lo sumo con mucha dificultad, prevenirse contra los artificios del estilo y las sutilezas de la dialéctica, sobre todo cuando éstas y aquéllos son utilizados para halagar las pasiones. Si se concede a todos una licencia ilimitada en el hablar y en el escribir, nada quedará ya sagrado e inviolable. Ni siquiera serán exceptuadas esas primeras verdades, esos principios naturales que constituyen el más noble patrimonio común de toda la humanidad. Se oscurece así poco a poco la verdad con las tiniebias y, como muchas veces sucede, se hace dueña del campo una numerosa plaga de perniciosos errores. Todo lo que la licencia gana lo pierde la libertad. La grandeza y la seguridad de la libertad están en razón directa de los frenos que se opongan a la licencia. Pero en las materias opinables, dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, está permitido a cada uno tener la opinión que le agrade y exponer libremente la propia opinión. La naturaleza no se opone a ello, porque esta libertad nunca lleva al hombre a oprimir la verdad. Por el contrario, muchas veces conduce al hallazgo y manifestación de la verdad.

    Libertad de enseñanza

    19. Respecto a la llamada libertad de enseñanza, el juicio que hay que dar es muy parecido. Solamente la verdad debe penetrar en el entendimiento, porque en la verdad encuentran las naturalezas racionales su bien, su fin y su perfección; por esta razón, la doctrina dada tanto a los ignorantes como a los sabios debe tener por objeto exclusivo la verdad, para dirigir a los primeros hacia el conocimiento de la verdad y para conservar a los segundos en la posesión de la verdad. Este es el fundamento de la obligación principal de los que enseñan: extirpar el error de los entendimientos y bloquear con eficacia el camino a las teorías falsas. Es evidente, por tanto, que la libertad de que tratamos, al pretender arrogarse el derecho de enseñarlo todo a su capricho, está en contradicción flagrante con la razón y tiende por su propia naturaleza a la pervesión más completa de los espíritus. El poder público no puede conceder a la sociedad esta libertad de enseñanza sin quebrantar sus propios deberes. Prohibición cuyo rigor aumenta por dos razones: porque la autoridad del maestro es muy grande ante los oyentes y porque son muy pocos los discípulos que pueden juzgar por sí mismos si es verdadero o falso lo que el maestro les explica.

    20. Por lo cual es necesario que también esta libertad, si ha de ser virtuosa, quede circunscrita dentro de ciertos límites, para evitar que la enseñanza se trueque impunemente en instrumento de corrupción. Ahora bien: la verdad, que debe ser el objeto único de la enseñanza, es de dos clases: una, natural; otra, sobrenatural.

    Las verdades naturales, a las cuales pertenecen los principios naturales y las conclusiones inmediatas derivadas de éstos por la razón, constituyen el patrimonio común del género humano y el firme fundamento en que se apoyan la moral, la justicia, la religión y la misma sociedad. Por esto, no hay impiedad mayor, no hay locura más inhumana que permitir impunemente la violación y la desintegración de este patrimonio. Con no menor reverencia debe ser conservado el precioso y sagrado tesoro de las verdades que Dios nos ha dado a conocer por la revelación. Los principales capítulos de esta revelación se demuestran con muchos argumentos de extraordinario valor, utilizados con frecuencia por los apologistas. Tales son: el hecho de la revelación divina de algunas verdades, la encarnación del Hijo unigénito de Dios para dar testimonio de la verdad, la fundación por el mismo Jesucristo de una sociedad perfecta, que es la Iglesia, cuya cabeza es El mismo, y con la cual prometió estar hasta la consumación de los siglos. A esta sociedad ha querido encomendar todas las verdades por El enseñadas, con el encargo de guardarlas, defenderlas y enseñarlas con autoridad legítima. A1 mismo tiempo, ha ordenado a todos los hombres que obedezcan a la Iglesia igual que a El mismo, amenazando con la ruina eterna a todos los que desobedezcan este mandato.

    Consta, pues, claramente que el mejor y más seguro maestro del hombre es Dios, fuente y principio de toda verdad; y también el Unigénito, que está en el seno del Padre y es camino, verdad, vida, luz verdadera que ilumina a todo hombre, a cuya enseñanza deben prestarse todos los hombres dócilmente: "y serán todos enseñados por Dios"(11). Ahora bien: en materia de fe y de moral, Dios mismo ha hecho a la Iglesia partícipe del magisterio divino y le ha concedido el privilegio divino de no conocer el error. Por esto la Iglesia es la más alta y segura maestra de los mortales y tiene un derecho inviolable a la libertad de magisterio. Por otra parte, la Iglesia, apoyándose en el firme fundamento de la doctrina revelada, ha antepuesto, de hecho, a todo el cumplimiento exacto de esta misión que Dios le ha confiado. Superior a las dificultades que por todas partes la envuelven, no ha dejado jamás de defender la libertad de su magisterio. Por este camino el mundo entero, liberado de la calamidad de las supersticiones, ha encontrado en la sabiduría cristiana su total renovación. Y como la razón por sí sola demuestra claramente que entre las verdades reveladas y las verdades naturales no puede existir oposición verdadera y todo lo que se oponga a las primeras es necesariamente falso, por esto el divino magisterio de la Iglesia, lejos de obstaculizar el deseo de saber y el desarrollo en las ciencias o de retardar de alguna manera el progreso de la civilización, ofrece, por el contrario, en todos estos campos abundante luz y segura garantía. Y por la misma razón el magisterio eclesiástico es sumamente provechoso para el desenvolvimiento de la libertad humana, porque es sentencia de Jesucristo, Salvador nuestro, que el hombre se hace libre por la verdad: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres(12).

    No hay, pues, motivo para que la libertad legítima se indigne o la verdadera ciencia lleve a mal las justas y debidas leyes que la Iglesia y la razón exigen igualmente para regular las ciencias humanas. Más aún: la Iglesia, como lo demuestra la experiencia a cada paso, al obrar así con la finalidad primordial de defender la fe cristiana, procura fambién el fomento y el adelanto de todas las ciencias humanas. Buenos son en sí mismos y loables y deseables la belleza y la elegancia del estilo. Y todo conocimiento científico que provenga de un recto juicio y esté de acuerdo con el orden objetivo de las cosas, presta un gran servicio al esclarecimiento de las verdades reveladas. De hecho, el mundo es deudor a la Iglesia de estos insignes beneficios: la conservación cuidadosa de los monumentos de la sabiduría antigua; la fundación por todas partes de universidades científicas; el estímulo constante de la actividad de los ingenios, fomentando con todo empeño las mismas artes que embellecen la variada cultura de nuestro siglo.

    Por último, no debemos olvidar que queda un campo inmenso abierto a los hombres; en el que pueden éstos extender su industria y ejercitar libremente su inigenio; todo ese conjunto de materias que no tienen conexión necesaria con la fe y con la moral cristianas, o que la Iglesia, sin hacer uso de su autoridad, deja enteramente libre al juicio de los sabios. De estas consideraciones se desprende la naturaleza de la libertad de enseñanza que exigen y propagan con igual empeño los seguidores del liberalismo. Por una parte, se conceden a sí mismos y conceden al Estado una libertad tan grande, que no dudan dar paso libre a los errores más peligrosos. Y, por otra parte, ponen mil estorbos a la Iglesia y restringen hasta el máximo la libertad de ésta, siendo así que de la doctrina de la Iglesia no hay que temer daño alguno, sino que, por el contrario se pueden esperar de ella toda clase de bienes.

    Libertad de conciencia

    21. Mucho se habla también de la Ilamada libertad de conciencia. Si esta libertad se entiende en el sentido de que es lícito a cada uno, según le plazca, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con los argumentos expuestos anteriormente. Pero puede entenderse también en el sentido de que el hombre en el Estado tiene el derecho de seguir, según su conciencia, la voluntad de Dios y de cumplir sus mandamientos sin impedimento alguno. Esta libertad, la libertad verdadera, la libertad digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, ésta es la libertad que confirmaron con sus escritos los apologistas, ésta es la libertad que consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos. Y con razón, porque la suprema autoridad de Dios sobre los hombres y el supremo deber del hombre para con Dios encuentran en esta libertad cristiana un testimonio definitivo. Nada tiene de común esta libertad cristiana con el espíritu de sedición y de desobediencia. Ni pretende derogar el respeto debido al poder público, porque el poder humano en tanto tiene el derecho de mandar y de exigir obediencia en cuanto no se aparta del poder divino y se mantiene dentro del orden establecido por Dios. Pero cuando el poder humano manda algo claramente contrario a la voluntad divina, traspasa los límites que tiene fijados y entra en conflicto con la divina autoridad. En este caso es justo no obedecer.

    22. Por el contrario, los partidarios del liberalismo, que atribuyen al Estado un poder despótico e ilimitado y afirman que hemos de vivir sin tener en cuenta para nada a Dios, rechazan totalmente esta libertad de que hablamos, y que está tan íntimamente unida a la virtud y a la religión. Y califican de delito contra el Estado todo cuanto se hace para conservar esta libertad cristiana. Si fuesen consecuentes con sus principios el hombre estaría obligado, según ellos, a obedecer a cualquier gobierno, por muy tiránico que fuese.

    IV. LA TOLERANCIA

    23. La Iglesia desea ardientemente que en todos los órdenes de la sociedad penetren y se practiquen estas enseñanzas cristianas que hemos expuesto sumariamente. Todas estas enseñanzas poseen una eficacia maravillosa para remediar los no escasos ni leves males actuales, nacidos en gran parte de esas mismas libertades que, pregonadas con tantos ditirambos, parecían albergar dentro de sí las semillas del bienestar y de la gloria. Estas esperanzas han quedado defraudadas por los hechos. En lugar de frutos agradables y sanos hemos recogido frutos amargos y corrompidos. Si se busca el remedio, búsquese en el restablecimiento de los sanos principios, de los que sola y exclusivamente puede esperarse con confianza la conservación del orden y la garantía, por tanto, de la verdadera libertad. Esto no obstante, la Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de las debilidades humanas. No ignora la Iglesia la trayectoria que describe la historia espiritual y política de nuestros tiempos. Por esta causa, aun concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud no se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. Dios mismo, en su providencia, aun siendo infinitamente bueno y todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos males en el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes y en parte para que no se sigan mayores males. Justo es imitar en el gobierno político al que gobierna el mundo. Más aún: no pudiendo la autoridad humana impedir todos los males, debe «permitir y dejar impunes muchas cosas que son, sin embargo, castigadas justamente por la divina Providencia»(13).

    Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y únicamente por ella, puede y aun debe la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo. Porque siendo el mal por su misma esencia privación de un bien, es contrario al bien común, el cual el legislador debe buscar y debe defender en la medida de todas sus posibilidades. También en este punto la ley humana debe proponerse la imitación de Dios, quien al permitir la existencia del mal en elmundo, «ni quiere que se haga el mal ni quiere que no se haga; lo que quiere es permitir que se haga, y esto es bueno»(14). Sentencia del Doctor Angélico, que encierra en pocas palabras toda la doctrina sobre la tolerancia del mal. Pero hay que reconocer, si queremos mantenernos dentro de la verdad, que cuanto mayor es el mal que a la fuerza debe ser tolerado en un Estado, tanto mayor es la distancia que separa a este Estado del mejor régimen político. De la misma manera, al ser la tolerancia del mal un postulado propio de la prudencia política, debe quedar estrictamente circunscrita a los límites requeridos por la razón de esa tolerancia, esto es, el bien público. Por este motivo, si la tolerancia daña al bien público o causa al Estado mayores males, la consecuencia es su ilicitud, porque en tales circunstancias la tolerancia deja de ser un bien. Y si por las condiciones particulares en que se encuentra la Iglesia permite ésta algunas de las libertades modernas, lo hace no porque las prefiera en sí mismas, sino porque juzga conveniente su tolerancia; y una vez que la situación haya mejorado, la Iglesia usará su libertad, y con la persuasión, las exhortaciones y la oración procurará, como debe, cumplir la misión que Dios le ha encomendado de procurar la salvación eterna de los hombrres.

    Sin embargo, permanece siempre fija la verdad de este principio: la libertad concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como hemos repetido varias veces, debe ser buscada por sí misma, porque es contrario a la razón que la verdad y el error tengan los mismos derechos. En lo tocante a la tolerancia, es sorprendente cuán lejos están de la prudencia y de la justicia de la Iglesia los seguidores del liberalismo. Porque al conceder al ciudadano en todas las materias que hemos señalado una libertad ilimitada, pierden por completo toda norma y llegan a colocar en un mismo plano de igualdad jurídica la verdad y la virtud con el error y el vicio. Y cuando ia Iglesia, columna y firmamento de la verdad, maestra incorrupta de la moral verdadera, juzga que es su obligación protestar sin descanso contra una tolerancia tan licenciosa y desordenada, es entonces acusada por los liberales de falta de paciencia y mansedumbre. No advierten que al hablar así califican de vicio lo que es precisamente una virtud de la Iglesia. Por otra parte, es muy frecuente que estos grandes predicadores de la tolerancia sean, en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trata del catolicismo. Los que son pródigos en repartir a todos libertades sin cuento, niegan continuamente a la Iglesia su libertad.

    V. JUICIO CRÍTICO SOBRE LAS DISTINTAS
    FORMAS DE LIBERALISMO


    24. Para mayor claridad, recapitularemos brevemente la exposición hecha y deduciremos las consecuencias prácticas. El núcleo esencial es el siguiente: es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inconcebible una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios. Es ésta precisamente la disposición de espíritu que origina y constituye el mal fundamental del liberalismo. Sin embargo, son varias las formas que éste presenta, porque la voluntad puede separarse de la obediencia debida a Dios o de la obediencia debida a los que participan de la autoridad divina, de muchas formas y en grados muy diversos.

    25. La perversión mayor de la libertad, que constituye al mismo tiempo la especie peor de liberalismo, consiste en rechazar por completo la suprema autoridad de Dios y rehusarle toda obediencia, tanto en la vida pública como en la vida privada y doméstica. Todo lo que Nos hemos expuesto hasta aquí se refiere a esta especie de liberalismo.

    26. La segunda clase es el sistema de aquellos liberales que, por una parte, reconocen la necesidad de someterse a Díos, creador, señor del mundo y gobernador providente de la naturaleza; pero, por otra parte, rechazan audazmente las normas de dogma y de moral que, superando la naturaleza, son comunicadas por el mismo Dios, o pretenden por lo menos que no hay razón alguna para tenerlas en cuenta sobre todo en la vida política del Estado. Ya expusimos anteriormente las dimensiones de este error y la gran inconsecuencia de estos liberales. Esta doctrina es la fuente principal de la perniciosa teoría de la separación entre la Iglesia y el Estado; cuando, por el contrario, es evidente que ambas potestades, aunque diferentes en misión y desiguales por su dignidad, deben colaborar una con otra y completarse mutuamente.

    27. Dos opiniones específicamente distintas caben dentro de este error genérico. Muchos pretenden la separación total y absoluta entre la Iglesia y el Estado, de tal forma que todo el ordenamiento jurídico, las instituciones, las costumbres, las leyes, los cargos del Estado, la educación de la juventud, queden al margen de la Iglesia, como si ésta no existiera. Conceden a los ciudadanos, todo lo más, la facultad, si quieren, de ejercitar la religión en privado. Contra estos liberales mantienen todo su vigor los argumentos con que hemos rechazado la teoría de la separación entre la Iglesia y el Estado, con el agravante de que es un completo absurdo que la Iglesia sea respetada por el ciudadano y al mismo tiempo despreciada por el Estado.

    28. Otros admiten la existencia de la Iglesia —negarla sería imposible—, pero le niegan la naturaleza y los derechos propios de una sociedad perfecta y afirman que la Iglesia carece del poder legislativo, judicial y coactivo, y que sólo le corresponde la función exhortativa, persuasiva y rectora respecto de los que espontánea y voluntariamente se le sujetan. Esta teoría falsea la naturaleza de esta sociedad divina, debilita y restringe su autoridad, su magisterio; en una palabra: toda su eficacia, exagerando al mismo tiempo de tal manera la influencia y el poder del Estado, que la Iglesia de Dios queda sometida a la jurisdicción y al poder del Estado como si fuera una mera asociación civil. Los argumentos usados por los apologistas, que Nos hemos recordado singularmente en la encíclica "Immortale Dei", son más que suficientes para demostrar el error de esta teoría. La apologética demuestra que por voluntad de Dios la Iglesia posee todos los caracteres y todos los derechos propios de una sociedad legítima, suprema y totalmente perfecta.

    29. Por último, son muchos los que no aprueban la separación entre la Iglesia y el Estado, pero juzgan que la Iglesia debe amoldarse a los tiempos, cediendo y acomodándose a las exigencias de la moderna prudencia en la administración pública del Estado. Esta opinión es recta si se refiere a una condescendencia razonable que pueda conciliarse con la verdad y con la justicia; es decir, que la Iglesia, con la esperanza comprobada de un bien muy notable, se muestre indulgente y conceda a las circunstancias lo que puede concederles sin violar la santidad de su misión. Pero la cosa cambia por completo cuando se trata de prácticas y doctrinas introducidas contra todo derecho por la decadencia de la moral y por la aberración intelectual de los espíritus. Ningún período histórico puede vivir sin religión, sin verdad, sin justicia. Y como estas supremas realidades sagradas han sido encomendadas por el mismo Dios a la tutela de la Iglesia, nada hay tan contrario a la Iglesia como pretender de ella que tolere con disimulo el error y la injusticia o favorezca con su connivencia lo que perjudica a la religión.

    VI. APLICACIONES PRÁCTICAS
    DE CARÁCTER GENERAL

    30. De las consideraciones expuestas se sigue que es totalmente ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de enseñanza, de cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Porque si el hombre hubiera recibido realmente estos derechos de la naturaleza, tendría derecho a rechazar la autoridad de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna. Síguese, además, que estas libertades, si existen causas justas, pueden ser toleradas, pero dentro de ciertos límites para que no degeneren en un insolente desorden. Donde estas libertades estén vigentes, usen de ellas los ciudadanos para el bien, pero piensen acerca de ellas lo mismo que la Iglesia piensa. Una libertad no debe ser considerada legítima más que cuando supone un aumento en la facilidad para vivir según la virtud. Fuera de este caso, nunca.

    31. Donde exista ya o donde amenace la existencia de un gobierno que tenga a la nación oprimida injustamente por la violación o prive por la fuerza a la Iglesia de la libertad debida, es lícito procurar al Estado otra organización política más moderada, bajo la cual se pueda obrar libremente. No se pretende, en este caso, una libertad inmoderada y viciosa; se busca un alivio para el bien común de todos; con ello únicamente se pretende que donde se concede licencia para el mal no se impida el derecho de hacer el bien.

    32. Ni está prohibido tampoco en sí mismo preferir para el Estado una forma de gobierno moderada por el elemento democrático, salva siempre la doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder político. La Iglesia no condena forma alguna de gobierno, con tal que sea apta por sí misma la utilidad de los ciudadanos. Pero exige, de acuerdo con la naturaleza, que cada una de esas formas quede establecida sin lesionar a nadie y, sobre todo, respetando íntegramente los derechos de la Iglesia.

    33. Es bueno participar en la vida política, a menos que en algunos lugares, por circunstancias de tiempo y situación, se imponga otra conducta. Más todavía: la Iglesia aprueba la colaboración personal de todos con su trabajo al bien común y que cada uno, en las medidas de sus fuerzas, procure la defensa, la conservación y la prosperidad del Estado.

    34. No condena tampoco la Iglesia el deseo de liberarse de la dominación de una potencia extranjera o de un tirano, con tal que ese deseo pueda realizarse sin violar la justicia. Tampoco reprende, finalmente, a los que procuran que los Estados vivan de acuerdo con su propia legislación y que los ciudadanos gocen de medios más amplios para aumentar su bienestar. Siempre fue la Iglesia fidelísima defensora de las libertades cívicas moderadas. Lo demuestran sobre todo las ciudades de Italia, que lograron, bajo el régimen municipal, prosperidad, riqueza y nombre glorioso en aquellos tiempos en que la influencia saludable de la Iglesia había penetrado sin oposición de nadie en todas las partes del Estado.

    35. Estas enseñanzas, venerables hermanos, que, dictadas por la fe y la razón al mismo tiempo, os hemos transmitido en cumplimiento de nuestro oficio apostólico, confiamos que habrán de ser fructuosas para muchos, principalmente al unir vuestros esfuerzos a los nuestros. Nos, con humildad de corazón, alzamos a Dios nuestros ojos suplicantes y con todo fervor le pedimos que se digne conceder benignamente a los hombres la luz de su sabiduría y de su consejo, para que, fortalecidos con su virtud, puedan en cosas tan importantes ver la verdad y vivir según la verdad, tanto en la vida privada como en la vida pública, en todos los tiempos y con inquebrantable constancia.

    Como prenda de estos celestiales dones y testimonio de nuestra benevolencia, a vosotros, venerables hermanos, y al clero y pueblo que gobernáis, damos con todo afecto en el Señor la bendición apostólica.

    Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 20 de junio de 1888, año undécimo de nuestro pontificado.

    Notas

    1. Eclo 15,14.

    2 ASS 18 (1885) 161-180.

    3. Jn 8,34.

    4. Santo Tomás, In Ioannem 8 lect.4 n.3.

    5. San Agustín, De libero arbitrio 1,6,15: PL 32,1229.

    6. Cf. Gál 3,28.

    7. Rom 13,2.

    8. Jer 2,20.

    9. Cf. Santo Tomás, Sum. Theol. II-II q.81 a.6 c.

    10. Véase la Enc. Immortale Dei: ASS 18 ( 1885) 161-180.

    11. Jn 6,45.

    12. Jn 8,32.

    13. San Agustín, De libero arbitrio 1,6,14: PL 32,1228.

    14. Santo Tomás, Sum. Theol. 1 q.19 a.9 ad 3.




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    Hyeronimus dio el Víctor.
    "He ahí la tragedia. Europa hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma europea choca con una realidad artificial anticristiana. El europeo se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.

    <<He ahí la tragedia. España hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma española choca con una realidad artificial anticristiana. El español se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.>>

    Hemos superado el racionalismo, frío y estéril, por el tormentoso irracionalismo y han caído por tierra los tres grandes dogmas de un insobornable europeísmo: las eternas verdades del cristianismo, los valores morales del humanismo y la potencialidad histórica de la cultura europea, es decir, de la cultura, pues hoy por hoy no existe más cultura que la nuestra.

    Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."

    En la hora crepuscular de Europa José Mª Alejandro, S.J. Colec. "Historia y Filosofía de la Ciencia". ESPASA CALPE, Madrid 1958, pág., 47


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    Re: Liberalismo y Cristianismo

    Liberalismo y Catolicismo: no es posible la conciliación


    Carta de San Ezequiel Moreno.




    Introducción


    La nota dominante de la carta del señor Presbítero don Baltasar Vélez, es un falso espíritu de con*ciliario todo, secundando la co*rriente que en ese mismo sentido han establecido ciertos hombres católico-liberales, y que nos lleva*ría a las consecuencias más funes*tas para la Religión y la sociedad, si llegara a propagarse.
    Quiere y pide dicho sacerdote en su carta, transigencia con el li*beralismo de Colombia, y la pide sobre todo al clero. Queremos su*poner buenas intenciones en el se*ñor Presbítero Baltasar, pero es lo cierto, que ha dado motivo de es*cándalo a los buenos con su carta, y que ha proporcionado placer no pequeño a los enemigos de la Iglesia, a juzgar por la conducta de los de esta ciudad de Pasto, quienes, en muy pocos días, han hecho ya dos ediciones numerosas de la expresada carta, en la Im*prenta de Ramírez de Gómez Hermanos de esta misma ciudad, puesta siempre, por lo visto, la tal imprenta al servicio del diablo, pues ya son varias las obras sali*das de ella que nos hemos visto precisados a prohibir.

    El horror que ha causado en los buenos la carta del dicho señor Presbítero, y el gusto manifiesto que ha producido en los enemigos de la Iglesia, debe bastar a todo buen católico para juzgarla como contraria a las doctrinas e intere*ses de nuestra Santa Religión, y rogar a Dios que ilumine a su des*graciado autor. Yo sólo hubiera hecho esto: rogar a Dios que diera sus luces al autor de la carta; pero personas eclesiásticas y seglares me han manifestado deseos vehe*mentes de que dijera algo contra la carta, dándome por razón, el que algunos fieles vacilaban en la verdad por ser un sacerdote el au*tor de ella, y esto me ha movido a decir algo, pero nada más que al*go, por no disponer de tiempo pa*ra decir lo muchísimo que se po*dría decir contra tanta variedad de cosas expuestas de un modo caprichoso, vago, confuso, teme*rario y sospechoso.

    Es la tal carta, en efecto, una verdadera barahúnda de cosas buenas y malas; de verdades y de errores; de doctrinas oscuras y te*merarias; de afirmaciones que, se*gún como se miren, pueden pare*cer negaciones; de negaciones, que también pueden parecer afir*maciones según por el lado que se tomen, y en tanta confusión es po*co menos que imposible estable*cer un perfecto deslinde de todo, y se necesitaría un, trabajo no pe*queño para ir recorriendo línea por línea toda la carta y señalar en una parte lo que es error, en otra lo que es temerario, aquí lo que es sospechoso, allí lo que es contra*dictorio, y más allá y por muchas partes lo que necesita de explica*ción para que deje de ser o con*tradictorio, o sospechoso, o teme*rario, o erróneo y aun herético.

    Siendo pues poco menos que imposible el decir todo lo que se puede decir contra la carta, sólo me propongo entresacar de esa barahúnda los errores como capi*tales o fuentes y raíces de otros. los cuales haré notar o señalaré en cada uno de los capitulitos en que los he de combatir. La mayor glo*ria de Dios y el bien de las almas, es lo único que me mueve a entrar en este nuevo combate que se pre*senta, y proseguir una lucha de la que, en este mundo, sólo puedo es*perar la abundancia de insultos, burlas, desprecios y horribles ca*lumnias, que ya hace tiempo vengo recibiendo de parte de los enemi*gos de Dios y de su Iglesia Santa.


    Un gran error que se halla en la carta, contrario a una verdad católica


    Antes de entrar a combatir otros errores, creemos convenien*te señalar uno verdaderamente notable que se halla en la intro*ducción de la carta del señor Pres*bítero don Baltazar Vélez, por*que, desde el momento en que di*cho señor Presbítero aparece, o negando una verdad católica, o ig*norando esa verdad tratada por todos los teólogos, no cabe duda que cae en descrédito ante toda persona sensata, y como conse*cuencia también su carta.
    Dice, pues, el señor Presbítero Baltasar, que desde el día en que recibió la ordenación sacerdotal prometió... “no ver en los hom*bres, ni conservadores ni liberales, ni católicos ni herejes sino una so*la cosa en Cristo”.

    Ver en todos los hombres una sola cosa en Cristo, aunque algu*nos o muchos de esos hombres admitan y propalen herejías, es no ver con la clara luz de la fe, sino con la negra llama del error. Nuestra Santa Madre la Iglesia ja*más ha visto, ve, ni verá en esos hombres una sola cosa en Cristo, sino que, por el contrario, ha vis*to, ve y verá en ellos, miembros separados de Cristo.


    El primer Concilio Niceno, en el canon VIII, señala condiciones para admitir a los herejes que quieran volver a la Iglesia. El pri*mero de Constantinopla dice en el canon VI que los herejes están arrancados, separados de la Iglesia.

    Los Santos Padres se expresan en el mismo sentido. San Jerónimo, en el diálogo contra los lucife-rianos n. ult.. dice: “Que los herejes son, no la Iglesia de Cristo, sino la sinagoga del Anticristo”. Mi gran padre San Agustín (In Serm. 1ª, c. 6 de simb. ad cathechum.) se expresa así:


    “Todos los herejes salieron de la Iglesia, como sarmientos inútiles cortados de la vid”.


    No hay para qué citar ni más concilios ni más Santos Padres.

    Si pues los herejes están sepa*rados de la Iglesia, siendo como es Jesucristo cabeza de la Iglesia, des*dícese de un modo claro y termi*nante, que los herejes están sepa*rados de Jesucristo y no son una cosa con El.

    El mismo Jesucristo, Verdad Eterna, nos enseña que hay hombres separados de Él, como se ve en estas palabras salidas de su divina boca:


    Así como el sarmiento no puede dar fruto si no está unido a la vid, así vosotros si no estuviereis en mí (Joan.XV-4).


    Ni de los creyentes que se hallen en pecado mortal, puede decirse de un modo absoluto que sean una sola cosa con Cristo. Sólo la caridad nos une a Jesucristo de un modo perfecto, y el que la pier*de por el pecado, sólo queda uni*do a El de un modo imperfecto por el don de la fe. Por eso dice San Juan (Epist. 1ª. c. III. v. 8): “El que comete el pecado es del diablo”. Y también dice (ibíd. v. 10): “Todo aquel que no es justo no es de Dios”.

    Aunque tratemos de dar a las palabras del autor de la carta una interpretación lo más benigna po*sible, siempre será un error con*trario a la verdad católica el decir que los que se manifiestan herejes sean una sola en Cristo con los creyentes.

    Como consecuencia de todo lo dicho, se presenta este dilema: o el autor de la carta escribió ese error con conocimiento de lo que escribía, o con ignorancia. Si con conocimiento, faltó a la fe enseñando una doctrina contraria a la verdad católica, y él y su carta quedan juzgados para todo hijo fiel de la Iglesia; y si con ignorancia, no podemos esperar que quien ignora una verdad católica tan clara, pueda ser maestro, que enseñe y desenvuelva debidamen*te cuestiones católicas tan difíciles y delicadas como las que trata en la carta. Nada más sería necesario añadir para que las personas sen*satas miren la carta con el desprecio que se merece, pero he prome*tido decir algo más y voy a cumplir la promesa.


    El liberalismo político que defiende el autor de la carta, aun tal como lo propone, está condenado por la Iglesia


    Confieso con sinceridad, que he tenido que leer varias veces la carta del señor Presbítero don Baltasar, para poder llegar a com*prender qué es lo que entiende por liberalismo político, o qué li*beralismo político es el que de*fiende como bueno e inocente. Las varias definiciones que da so*bre dicho liberalismo, eran causa de oscuridad y confusión, que me dificultaban el conocimiento verdadero de la naturaleza del objeto que definía y proponía; pero, por fin, llegué a ver con claridad suficiente para poder juzgar y decir, que el liberalismo político que propone y defiende en la carta, aun tal como lo hace, está condenado por la Iglesia.
    Ya hemos visto que el liberalismo político, no es el republicanismo, como dice el autor de la carta. ¿Qué otra cosa es el liberalismo político según dicho autor? ¿Qué otra definición nos da? Nos da la siguiente: liberalismo político es la profesión de la doctrina que reconoce en el hombre derechos connaturales, y en los pue*blos el de gobernarse a sí mismos libre y ordenadamente.

    He ahí una definición vaga, indeterminada, de ancha base, que puede ser admitida sin incon*veniente por un racionalista o un ateo, y que no puede admitir sin recelo un católico, al ver que se hable en ella de derechos del hombre, y gobierno libre de los pueblos, frases que vienen sonan*do muy mal, hace ya tiempo, a los oídos de todo verdadero cre*yente. Y por cierto, que no anda*ría equivocado el católico que to*mara con recelo la tal definición, porque más adelante explica otra el autor de la carta, y después de manifestar gusto no pequeño, porque la humanidad se emanci*pó con el memorable suceso del 4 de agosto de 1789, concluye por fin dando otra definición y di*ciendo que el liberalismo político del que habla, es la Declaración de los derechos del hombre. ¡Aca*báramos!
    La Iglesia católica enseña, y los autores católicos defienden, que la Declaración de los derechos del hombre nació como de fuente del racionalismo; que éste propu*so aquellos derechos en teoría, y la revolución los puso en práctica, aplicándolos a la política, al go*bierno de los pueblos. León XIII en su encíclica Immortale Dei dice lo siguiente:


    Pero las dañosas y deplorables novedades del siglo XVI, habien*do primeramente trastornado las cosas de la Religión cristiana, por natural consecuencia, vinieron a trastornar la filosofía y por ésta todo el orden de la sociedad civil. De aquí como de fuente se deri*varon aquellos modernos princi*pios de libertad desenfrenada, in*ventados en la gran revolución del siglo pasado, y propuestos co*mo base y fundamento de un de*recho nuevo, jamás conocido, y que disiente en muchas de sus partes no solamente del derecho cristiano, sino también del natural.


    Visto ese documento, no creo ya necesario recordar que la De*claración de los derechos del hom*bre fue condenada por Pío VI cuando apareció en Francia en la Revolución, y tampoco hacer ver que el Syllabus condena los desa*tinos del moderno liberalismo contenidos todos en germen en la Declaración.
    Están, pues, condenados los principios inventados por la Re*volución del siglo pasado, base y fundamento del derecho nuevo. Jamás ha tenido ni tendrá la Iglesia otra cosa que condenaciones para los principios del 89, para las ideas modernas, para el derecho nuevo, basado en aquellos funes*tos derechos del hombre.

    Queda suficientemente proba*do que el liberalismo político del que habla el autor de la carta está condenado por la Iglesia, y nada más sería preciso añadir, pero a mayor abundamiento vamos a presentar otra prueba.

    Dice el autor de la carta que el liberalismo político que defiende, es el que profesan en masa varias naciones que nombra. Una de las nombradas es (como él dice) la gran República norteamericana. Pues bien: León XIII en su encícli*ca dirigida al episcopado de esa re*pública, después de confesar que allí la Iglesia posee, al abrigo de toda arbitrariedad, la facultad de vivir y obrar, añade estas palabras:


    Pero cualquiera que sea la verdad de estas observaciones, no es menos necesario rechazar el error que consistiría en creer que es preciso buscar en América el ideal de la Iglesia, o que sería del todo legítimo y ventajoso que los intereses de la sociedad civil, y los de la sociedad religiosa, ca*minasen separados, a la usanza americana.


    Siendo pues el liberalismo político, que defiende el autor de la carta, el mismo que profesa la República norteamericana, hay que concluir diciendo que no es el ideal de la Iglesia, ni es legítimo ni ventajoso para la Religión y la sociedad.


    Donde se habla de nuevo del liberalismo político y de su condenación por la Iglesia


    En el apartado anterior me concreté a compartir el liberalis*mo político, tal como lo defiende el autor de la carta, y creyendo se*rá útil y provechoso salir de esos límites, decir algo más, voy a ha*cerlo en este apartado, exponien*do la doctrina de la Iglesia sobre dicho liberalismo, para que sea mejor conocida su malicia, y se deteste y condene, como lo detes*ta y condena la Iglesia.

    El ideal acariciado del libera*lismo es que el Estado, la familia y el individuo, sacudan toda obediencia a Dios y a su Iglesia San*ta, y se declaren completamente independientes. Para conseguir la realización de ese ideal, el libera*lismo no se detiene en argumen*tos, teorías y cosas abstractas, si*no que pasa al terreno de los he*chos, donde ha manifestado y manifiesta que es un sistema esencialmente político-religioso, y que tuvo razón el profundo pu*blicista Donoso Cortés para decir que “toda cuestión política entra*ña en sí otra cuestión metafísica y religiosa”.

    El liberalismo político es el ra*cionalismo llevado a la práctica. Esto es lo que nos enseña nuestro Santo Padre León XIII en su encí*clica Libertas con estas palabras:


    Lo mismo que en filosofía pretenden los naturalistas o raciona*listas, pretenden en la moral y en la política los factores del liberalismo, que no hacen sino aplicar a las costumbres y acciones de la vi*da los principios sentados por los naturalistas.


    Así como dije antes, que el fi*losofismo fue el que propuso en teoría los derechos del hombre, y la revolución la que los llevó a la práctica, del mismo modo digo ahora apoyándome en las palabras de León XIII, que el raciona*lismo propone los errores, y el li*beralismo los lleva a la práctica en la política o gobierno de los pueblos.

    Esa aplicación que hace el li*beralismo de los principios del racionalismo a la política, puede ser en mayor o menor escala porque la voluntad (dice León XIII) pue*de separarse de la obediencia de*bida a Dios y a los que participan de su autoridad no del mismo modo, ni en el mismo grado, y por la cual el liberalismo tiene múltiples formas.

    Tres formas principales señala el mismo León XIII en su encíclica Libertas. La primera es la que rechaza absolutamente el Supre*mo Señorío de Dios en el hombre y en la sociedad, y por esto se lla*ma este liberalismo radical. La se*gunda, es la que confiesa que hay que obedecer los mandatos cono*cidos por la razón natural mas no los que Dios quiera imponer por otra vía, o sea por la sobrenatural de su Iglesia. Se llama este libera*lismo naturalista. La tercera forma o clase de liberalismo la describe León XIII con estas palabras:


    Algo más moderados son pero no más consecuentes consigo mismo los (liberales) que dicen que, en efecto, se han de regir según las leyes divinas, la vida y las cos*tumbres de los particulares, pero no las del Estado, porque en las cosas públicas es permitido apartarse de los preceptos de Dios, y no tenerlo en cuenta al establecer las leyes. De donde sale aquella perniciosa consecuencia que es necesario separar la Iglesia del Estado. Absurdo que no es difícil conocer, por ser cosa absurdísima, que el ciudadano respete a la Igle*sia, y el Estado no la respete. (Encíclica Libertas).


    Hemos copiado, con toda in*tención, letra por letra, lo que dice nuestro Santo Padre sobre esta forma de liberalismo, para hacer notar que ésta es la que proclama en su Manifiesto la Convención de delegados del partido liberal que se reunió e instaló en Bogotá el 20 de agosto del presente año. En ese Manifiesto que lleva la fe*cha de 15 de septiembre, dicen los delegados de un modo claro, ter*minante y bajo su firma, que:

    Deferente al sentimiento reli*gioso de la gran mayoría del país, la Convención, aun cuando cree que la solución científica del lla*mado problema religioso, es LA SEPARACIÓN DE LA IGLE*SIA Y EL ESTADO, admite que las dos potestades sean regladas por un concordato.

    ¡Qué burla, y qué insulto a la mayoría del país! Ya lo sabe la gran mayoría: ya lo saben los católicos de Colombia. Los delegados de la convención del partido liberal, creen que si llegan a man*dar o ser gobierno, deben mirar nuestra Santa Religión como cosa extraña de la que no tendrá por qué cuidarse, por más que sea de la mayoría, y sólo así, como por gracia, y en atención a que es la religión de la mayoría admitirá un concordato; pero a pesar de ese concordato, “consagrará la libertad de cultos en su más generosa amplitud, y la libertad absoluta de la prensa sin la más mínima limitación”. Son ésas las dos liberta*des de perdición que se señalan en el Manifiesto, pero también se presentarán todas las otras libertades modernas, como consecuencia lógica. ¡Pobre Iglesia de Co*lombia, y pobre Religión de los colombianos, si los liberales llegan a gobernar
    !

    Además de esas tres formas de liberalismo, hay otras menos prin*cipales y variadas, según la mayor o menor atenuación que hacen de los principios racionalistas, y la aplicación más o menos acentua*da de esos mismos principios a la política o gobierno de los pueblos. Todas sin embargo, están conde*nadas por la Iglesia y deben abo*minarse, porque uno mismo es el criterio racionalista de todas ellas, que proclama la independencia del hombre de la autoridad de Dios, aunque pidan más indepen*dencia y otros menos.


    Existe un liberalismo católico o catolicismo liberal condenado por la Iglesia,
    que no enumera el autor de la carta



    Por raro que parezca, y por re*pugnante que sea, no es posible dudar, y es preciso convenir en que existe un liberalismo católico o catolicismo liberal, porque, de lo contrario, sería preciso admitir el absurdo de que se engañan a sí mismos, y engañan a todos, los que dicen: Yo soy católico, pero li*beral; y lo que todavía es más gra*ve, sería preciso admitir el aún mayor absurdo de que los Sumos Pontífices Pío IX y León XIII se han engañado y nos engañan al hablarnos en tantas ocasiones de los católico-liberales, y al conde*nar su conducta. Los católicos no podemos admitir que los vicarios de Jesucristo se engañen y nos en*gañen en asunto como el que se trata; por otra parte, todos cono*cemos a no pocos de esos hombres que gritan y dicen en todos los tonos, que son liberales, pero que también son católicos, y hay que convenir, por consiguiente, en que existe un catolicismo liberal por más que catolicismo y liberalismo sean cosas opuestas, y no sea posi*ble la unión entre ambas.

    No voy a decir lo que es el catolicismo liberal, lo seductor que se presenta, y los daños que causa a la Santa Iglesia y a las almas, porque Pío IX lo dijo todo mucho mejor de lo que yo pudiera decirlo, en los repetidos Breves y Alocuciones con que ha condenado ese error, y basta que copiemos algunas partes principales de esos documentos, para conocerlo tal cual es, y saber a qué atenernos sobre el asunto. Muchas citas se podrían hacer, pero sólo haremos algunas.
    En 1871 decía a unos romeros franceses:


    Lo que aflige a vuestro país, y le impide merecer las bendiciones de Dios, es la mezcolanza de principios. Diré la palabra, y no la ca*llaré; lo que para vosotros temo, no son esos miserables de la Commune, verdaderos demonios esca*pados del infierno; es el liberalismo católico, es decir, este sistema fatal que siempre sueña en poner de acuerdo dos cosas inconciliables, la Iglesia y la Revolución. Le he condenado ya, pero le conde*naría cuarenta veces, si necesario fuera. Sí, vuelvo a decirlo por el amor que os tengo, sí, ese juego de balancín es el que acabaría por destruir la Religión entre vosotros.


    En Breve de 8 de mayo de 1873 dirigido a los círculos católicos de Bélgica, dice así:


    Lo que más alabamos en vuestra muy religiosa empresa, es la absoluta aversión que, según noticias, profesáis a los principios católico-liberales y vuestro denodado intento en desarraigarlos. Verdaderamente al emplearos en combatir ese insidioso error, tanto más peligroso que una enemistad declarada, porque se cubre con el manto del celo y la caridad, y en procurar con ahínco apartar de él a las gentes sencillas, extirparéis una funesta raíz de discordia y contribuiréis eficazmente a unir y fortalecer los ánimos.


    En otro Breve de 9 de junio del mismo año, decía a la Sociedad Católica de Orleans:


    Aunque tengáis que luchar contra la impiedad, tal vez por este lado es más leve el peligro que os amenaza, que el que os viene de amigos imbuidos en aquella doctrina anfibia, que rehúye las últimas consecuencias de los errores y retiene obstinadamente sus gérmenes.


    Doy fin a estas citas con el Breve del 28 de julio de 1873 al Obispo de Quimper, donde refi*riéndose a la Asamblea general de las asociaciones católicas, se ex*presa de este modo:


    Pudieran ponerlas en el camino resbaladizo del error, esas opiniones llamadas liberales, aceptas a muchos católicos, por otra parte hombres de bien y piadosos, los cuales por la influencia misma que les da su religión y piedad, pueden muy fácilmente captarse los ánimos e inducirlos a profesar máximas muy perniciosas. Inculcad, por lo tanto, venerable hermano, a los miembros de esa católica Asamblea, que Nos, al increpar tantas veces como lo hemos hecho a los secuaces de esas opiniones liberales, no nos hemos referido a los declarados enemigos de la Iglesia, pues a éstos habría sido ocioso denunciarlos, sino a esos otros antes aludidos, que reteniendo el virus oculto de los principios liberales que han mamado con la leche, cual si no estuviese impregnado de palpable malignidad, y fuese tan inofensivo, como ellos piensan, para la Religión, lo inoculan fácilmente en los ánimos, propagando así la semilla de esas turbulencias que, tanto tiempo ha, traen revuelto el mundo.


    Estos Breves cierran todas las salidas a los católico-liberales, o anfibios, como muy bien se dice en uno de ellos; y para que no quede libre de censura, ni aun el nombre de liberal, León XIII en su Alocución en el consistorio de cardenales, de 30 de junio de 1897, dijo lo siguiente:


    No comprendemos cómo puede haber personas que dicen ser católicas, y que al propio tiempo no sólo tengan simpatías con el liberalismo, sino que llegan a tal grado de ceguedad e insensatez, que se glorían de llamarse liberales.


    El liberalismo está condenado por nuestra Santa Madre la Iglesia en todas sus formas y grados, y todo el que se precie de buen católico debe también condenarlo de la misma manera, y rechazar hasta el nombre de liberal.


    O con Jesucristo, o contra Jesucristo


    Los liberales que hacen guerra franca a Jesucristo, y se despachan a su gusto contra todo lo que le pertenece, con ruido y escándalo; los que le persiguen de un modo más moderado y sin grandes alborotos; los que buscan el modo de que el liberalismo sin dejar de ser tal. ande unido con el catolicismo con perjuicio de éste; y los que ayudan y protegen a todos ésos en su obra liberalesca, es claro y manifiesto que están contra Jesucristo y no militan en el bando de los que están con El. Pero ocurre, que hay católicos que creen poder permanecer neutrales y no pertenecer a ninguno de esos dos bandos opuestos, que hoy se disputan el gobierno de los pueblos, aspirando el uno a regirlos según la ley de Dios y enseñanzas de la Iglesia y el otro sin tener en cuenta para nada lo que manda Dios y lo que enseña la Iglesia.

    Este es otro error que es preciso disipar, y a eso dedico este apartado.

    Ese estado neutral, ese puesto medio en que quieren permanecer algunos católicos es una ilusión, una quimera, un engaño comple*to, porque jamás ha existido, ni existirá. Así lo declaró formal*mente Jesucristo en su Evangelio cuando dijo: “El que no está con*migo, está contra mí”.

    Algunos han querido oponer a esa sentencia, esta otra que se lee en San Lucas: “El que no está contra vosotros, por vosotros es”. Cornelio Alápide y todos los ex*positores dicen que no hay oposi*ción entre esas dos sentencias, porque la última debe entenderse así: El que en nada está contra vo*sotros, está por vosotros. Eso no se verifica en el neutral en reli*gión, y por eso resulta siempre, que el que no está con Jesucristo, está contra El.

    Tiene Jesucristo la plenitud de autoridad sobre las naciones, los pueblos y los individuos, y puede imponer su ley a unos y otros con pleno derecho a ser obedecido. Las naciones pues, los pueblos y los individuos que están neutrales, y les sea indiferente el que Jesu*cristo sea o no sea obedecido, es*tán contra El, porque no le procu*ran una obediencia que le corres*ponde, y dejan que no se le rinda el homenaje que se le debe como a soberano Señor de todo, y per*miten hasta que se le insulte y desprecie.

    Jesucristo tiene derecho a que todo sea para El, para gloria suya, y todo por consiguiente debe or*denarse a ese fin en el gobierno de las naciones, de los pueblos, de las familias y en la conducta de los individuos. Los que no procuren ese estado de cosas; aquellos para quienes sea indiferente que se le dé o no se le dé gloria a Jesucris*to, que se le reconozca o no por soberano Señor de todo, que se le sirva o no, están contra Jesucristo.

    De aquí se puede deducir que. un gobierno aun cuando no dicte leyes de persecución contra la Iglesia de Jesucristo con sólo el hecho de mostrarse indiferente para con ella, está ya contra Jesu*cristo. Esto se comprenderá mejor con un ejemplo.

    Supongamos que un hombre se presente de repente en una ca*sa y dirigiéndose puñal en mano a la señora de ella, le exige cuánto dinero guarda en sus arcas, so pe*na de hundirle el puñal en el pe*cho. Allí mismo esta un hijo de la señora, fuerte y robusto, que pue*de muy bien defender a su madre y librarla de aquel peligro, pero lejos de hacer eso dice para sí: “Ahí se las arregle mi madre co*mo pueda. Si la roban, que la ro*ben; si no quiere dar el dinero y la matan, que la maten; nada tengo que ver en eso; observaré una conducta neutral”. ¿Quién no dirá, en este caso, que ese hijo, en el mero hecho de no obrar a favor de su madre pudiendo hacerlo, obró contra su madre? Esto es in*dudable, porque la madre salió perjudicada, por no haberla de*fendido su hijo.

    Hace lo mismo un gobierno que ve y observa los daños que se hacen a la Religión de Jesucristo y dice como aquel hijo: “Ahí se las haya la Religión como pueda. Si se blasfema de Dios que se blasfeme; si se propagan errores contra*rios a sus doctrinas, que se propa*guen; si desaparece totalmente de los pueblos, que desaparezca, si Jesucristo es olvidado por completo, me da lo mismo; no tengo que ver en eso. Yo he de permanecer neutral”. ¿Quién puede dudar, preguntamos de nuevo, de que ese gobierno está contra Jesucristo?

    La misma doctrina se puede aplicar a los individuos que pue*den y deben hacer algo por Jesu*cristo, y no lo hacen. Hoy se en*cuentran muchos de esos, que di*cen muy frescos: no me meto en política; allá se las arreglen; que suba el que quiera; lo mismo me importa que manden unos, como que manden otros. ¿ Quién no ve que estos hombres están contra Jesucristo, puesto que nada les importa que suban al poder hom*bres que le persigan en su Igle*sia, en sus ministros y en sus co*sas?

    Hay otros muchos de los que cada uno de ellos se explica de este modo: Sensible es todo lo que está pasando; grande es el peligro en que nos hallamos; los enemigos de Dios trabajan con ardor; pero ¡qué hemos de hacer! Yo con nadie pienso meterme; no es cuestión de indisponerse con nadie.
    Algunos o muchos de los que hablan de ese modo, pueden ha*cer mucho por Jesucristo, o por su posición social, o por su talento, o porque disponen de no pocos re*cursos, no lo hacen, y dejan que trabajen los enemigos de Jesucris*to, con tal de que esos enemigos de Jesucristo sean amigos de ellos, y no los persigan como hacen con el Divino Maestro: ¿Diremos que estos están con Jesucristo, siendo amigos de sus enemigos, y no opo*niéndose a sus planes de guerra a Jesucristo, pudiendo hacerlo?ç

    Basta: esos neutrales están juzgados por Jesucristo con esta sentencia que dio contra ellos: “Quien no está conmigo, está con*tra mí”.


    O catolicismo, o liberalismo: No es posible la conciliación.


    Cuando la Iglesia Nuestra Madre ha hablado sobre alguna cuestión, el verdadero católico, al tratar de la cuestión de que ya habló la Iglesia, debe siempre pensar y hablar de ella, sin perder de vista las enseñanzas dadas por la que es Maestra de la verdad, si es que quiere andar sobre terreno firme y seguro. Debe desaparecer el jui*cio propio, cuando la Iglesia ha manifestado el suyo.

    ¿Ha hablado la Iglesia, y ha manifestado su juicio en eso de componendas y conciliaciones en*tre catolicismo y liberalismo, en*tre católicos y liberales? Sí; la Iglesia ha hablado, y ha condena*do esas conciliaciones, como per*judiciales a la Religión y a las al*mas. Para probar esta afirmación citaremos sólo una proposición condenada en el Syllabus, una Alocución, y un Breve de Pío IX, dejando otros documentos, que también prueban lo mismo y que se podrían citar.
    La última proposición conde*nada en el Syllabus dice lo si*guiente:


    El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo, y la civilización moderna.


    Condenada esa proposición como errónea, resulta verdadera la contraria, o sea que el Romano Pontífice ni puede ni debe recon*ciliarse, ni transigir con el progre*so, con el liberalismo y con la civi*lización moderna. El catolicismo, pues, del que el Papa es jefe y ca*beza, no puede reconciliarse con el liberalismo; son incompatibles. Esta condenación solemne es ya suficiente prueba para todo católi*co; empero, a mayor abundancia, citaremos lo que más hace al caso de la Alocución y del Breve que dijimos.

    El 17 de septiembre de 1861 después del decreto relativo a la canonización de los veintitrés mártires franciscanos del Japón, dijo Pío IX lo siguiente:


    En estos tiempos de confusión y desorden, no es raro ver a cristianos, a católicos -también los hay en el clero- que tienen siempre las palabras de término me*dio, conciliación, y transacción. Pues bien, yo no titubeo en declararlo: estos hombres están en un error, y no los tengo por los enemigos menos peligrosos de la Iglesia... Así como no es posible la conciliación entre Dios y Belial, tampoco lo es entre la Iglesia y los que meditan su perdición. Sin duda es menester que nuestra fuerza vaya acompañada de prudencia, pero no es menester igualmente, que una falta de prudencia nos lleve a pactar con la impiedad... No, seamos firmes: nada de conciliación; nada de transacción vedada es imposible.


    El Breve que hemos prometido citar, es el que el mismo Pío IX dirigió al presidente y socios del Círculo de San Ambrosio de Milán en 6 de marzo de 1873, donde dice lo siguiente:


    Si bien los hijos del siglo son más astutos que los hijos de la luz, serían sin embargo menos nocivos sus fraudes y violencias, si muchos que se dicen católicos no les ten*diesen una mano amiga. Porque no faltan personas que, como para conservarse en amistad con ellos, se esfuerzan en establecer estre*cha sociedad entre la luz y las ti*nieblas, y mancomunidad entre la justicia y la iniquidad, por medio de doctrinas que llaman católico-liberales, las cuales basadas sobre principios perniciosísimos adulan a la potestad civil que invade las cosas espirituales, y arrastran los ánimos a someterse, o a lo menos, a tolerar las más inicuas leyes, como si no estuviese escrito: ninguno puede servir a dos señores. Estos son mucho más peligrosos y funestos que los enemigos declarados, ya porque sin ser notados, y quizá sin advertirlo ellos mismos, secundan las tentativas de los malos, ya también porque se muestran con apariencias de probidad y sana doctrina, que alucina a los imprudentes amadores de conciliación, y trae a engaño a los honrados, que se opondrían al error manifiesto.


    Habló, pues, la Iglesia prohi*biendo las conciliaciones entre ca*tólicos y liberales, y habló de un modo tan enérgico, tan expresivo, tan terminante, que no deja lugar a la menor duda. Si pues habló la Iglesia y condenó esas conciliacio*nes, no se deben, ni se pueden proponer, ni aceptar, y los que las proponen, y los que las aceptan, obran en contra de lo que enseña y quiere la Iglesia.

    Es preciso enseñar esta doctri*na en tono tan alto, que todos la oigan, y de un modo tan claro, que todos la entiendan. Yo, ha*ciendo mías las palabras de Pío IX, y aplicándolas a nuestra actual situación, concluyo este apartado diciendo: Nos hallamos en días de confusión y desorden, y en estos días se han presentado hombres cristianos, católicos -también un sacerdote-, lanzando a los cuatro vientos palabras de término me*dio, de transigencia, de concilia*ción. Pues bien, yo tampoco titu*beo en declararlo: esos hombres están en un error, y no los tengo por los enemigos menos peligro*sos de la Iglesia. No es posible la conciliación entre Jesucristo y el diablo, entre la Iglesia y sus ene*migos, entre catolicismo y libera*lismo. No; seamos firmes: nada de conciliación; nada de transacción vedada e imposible. O catolicis*mo, o liberalismo. No es posible la conciliación.


    Necesidad de luchar contra el liberalismo de un modo decidido y unánime,en vista de lo alarmante de su propagación entre nosotros con perjuicio de nuestra santa Fe


    Ya lo hemos probado y lo he*mos dicho, y lo hemos repetido: los liberales son muchos en Co*lombia; muchos además los culpa*bles de complicidad liberal, y po*demos añadir, que es posible sean muchos más aún los resabiados de liberalismo, que lo favorezcan, acaso sin darse cuenta.

    Tiene, pues, nuestra santa Fe muchos enemigos, pero enemigos que no duermen, que no descan*san, ni están mano sobre mano, si*no que se mueven, que obran, que luchan de continuo por obtener el triunfo y gobernarnos con la me*nor dosis de catolicismo que les sea posible, y sólo en el caso de que no les sea dado desterrarlo del todo, pues únicamente permi*tirán algo, por deferencia, como ellos dicen, al sentimiento religio*so de la gran mayoría.

    En virtud de ese movimiento continuo del enemigo, de esa acti*vidad, de esos trabajos, de ese lu*char constante y tenaz, ensancha su esfera de acción, engruesa sus filas, va ganando terreno, avanza. y se presenta de frente no sólo pi*diendo, sino exigiendo que se res*peten los derechos, que dice tener, para separar a los hombres de Dios, su Creador y Dueño, y legis*lar de modo, que se pueda insultar a ese gran Dios impunemente, y propagar cuantas blasfemias ocurran. ¡Como si pudiera haber de*recho para tales crímenes! Si todo derecho viene de Dios, es induda*ble que Dios no da, ni puede dar derecho alguno al hombre para que lo desprecie, para que lo in*sulte, para que obre contra El; y por consiguiente, el hombre no tiene esos derechos que pide y exige el liberalismo. ¡Con qué gus*to nos detendríamos a explanar esta doctrina! Pero no es ese el asunto que ahora tratamos, y lo dejamos con sentimiento.

    Decíamos que el enemigo avanza, que ensancha su campo, que se propaga. Sí; el liberalismo se extiende por todas partes; todo lo invade cual peste mortífera, y yo veo que ya han caído muchas víctimas de su destructora acción. Veo a unos que han muerto ya a la vida de la fe; a otros que andan gravemente afectados del terrible mal, y a muchos que bambolean faltos de firmeza y como embria*gados por la asfixia que les produ*ce la atmósfera contagiosa que se respira por todas partes. Muchos, muchísimos han tragado ya el ve*neno sin sentirlo, y escriben a lo liberal; y hablan a lo liberal, y obran a lo liberal, habiendo figu*rado antes en el campo de las ide*as sanas.

    Siendo, pues, atrevida y alar*mante la actitud del enemigo, y grande el peligro para las almas, necesario es luchar con valor cris*tiano, si no queremos figurar en la milicia de Jesucristo como solda*dos cobardes e indignos de su nombre, No se trata de que cada católico coja su fusil, ni excito a nadie a que le coja, porque los enemigos no se presentan aún con fusiles; si se presentaran con ellos, entonces harían bien los católicos en coger también fusiles, y salirles al encuentro, porque, si un pueblo puede guerrear por ciertas causas justas, mucho mejor puede hacer*lo para defender su fe que propor*ciona medios no sólo para ser feli*ces en cuanto cabe serlo en la tie*rra, sino también para conseguir la verdadera y eterna felicidad pa*ra que fue criado el hombre. Si no hubiera derecho para guerrear en este caso, no lo habría en ningún otro, porque todos los otros justos motivos que puede haber, son muy inferiores al de la conserva*ción de la fe de un pueblo que se halla en posesión de ella. Pero, no se trata de la lucha de sangre, re*pito, ni excito a ella ¡Ojala no la veamos nunca! Sólo digo que en vista de cómo el liberalismo se propaga, y de la altivez y arrogan*cia con que se presenta, superio*res e inferiores, eclesiásticos y se*glares, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, hombres y mujeres, todos estamos en el deber de defender nuestra fe de la manera lícita que cada uno pueda, y de luchar con*tra el liberalismo, impedir su pro*pagación, y acabar, si es posible, con sus doctrinas y sus obras.

    Mucho y bueno han dicho ya los prelados de esta provincia eclesiástica de Colombia contra el monstruo que amenaza tragarnos. Recomendamos la lectura de La Semana Religiosa, órgano de la diócesis de Popayán, y la del Revi*sor Católico, que lo es de la de Tunja, por no nombrar otros, y en muchos de los números corres*pondientes a los últimos meses, se encontrarán artículos muy supe*riores combatiendo las doctrinas liberales. El último que hemos vis*to en La Semana Religiosa de la diócesis de Popayán, titulado “El liberalismo colombiano”, lo reco*mendamos en especial al autor de la carta y a otros que dicen con él, que no existe en Colombia el libe*ralismo condenado por la Iglesia.

    Los sacerdotes secundando las miras de sus prelados han mante*nido y mantienen muy alta la ban*dera de la integridad de la fe cató*lica, con instrucciones dadas al pueblo, y con escritos brillantes.

    Preciso es también, que los ca*tólicos seglares hagan coro con sus prelados y sacerdotes, y griten alto y recio en defensa de la fe. Ante un enemigo común que nos provoca a la lucha, nadie debe permanecer inactivo y perezoso.

    La fe debe ser para los pue*blos el tesoro de más valor, y ese tesoro hay que defenderlo, sin permitir que disminuya en lo más mínimo, a fin de transmitirlo ínte*gro a los que nos sucedan, como el legado más precioso que les po*demos dejar. Nace pues de ahí pa*ra cada católico un deber imperio*so de acudir a la defensa de su fe cuando la ve en peligro, y de lu*char y de oponerse al enemigo por cuantos medios permite la ley de Dios.

    Hoy el combate religioso lo presenta el enemigo en el terreno político. A ese terreno hay que acudir, pues, con valor y decisión, para que los mandatarios sean ca*tólicos, católica su manera de go*bernar los pueblos, o sea su políti*ca. La Iglesia no hace ni puede ha*cer suyas las candidaturas libera*les, y el que da el voto por ellas peca y ofende a Dios.

    Podemos también oponernos al error y luchar contra él con la palabra, o sea, no callando, cuan*do en nuestra presencia se hable contra nuestra santa Religión. El que sepa escribir, puede combatir*lo oponiendo doctrinas íntegra*mente católicas, a las doctrinas impías o de medias tintas. Todos podemos hacer algo contra el error con el buen ejemplo; vivien*do como buenos católicos; y tam*bién con la oración rogando a Dios con fervor, que ilumine a los ciegos, que traiga al buen camino a los que andan descarriados, y sostenga a los buenos en la fe, y en la práctica de las virtudes cris*tianas.


    Conclusión


    Otros muchos comentarios se pudieran añadir de no menor inte*rés que los que quedan escritos, pero nos hemos propuesto que se reparta pronto, y se pueda conse*guir con facilidad, y damos por terminado con lo que vamos a de*cir como conclusión.

    Sea lo primero, asegurar de corazón, que a nadie odiamos ni tenemos mala voluntad; que para todos pedimos a Dios abundantes bendiciones y sobre todo la vida eterna, y que el fin que nos hemos propuesto al hacer este trabajito, es contribuir en algo al triunfo de la verdad, a la gloria de Dios, y al bien de las almas.
    Hecha esta declaración, que*damos dispuestos y preparados para recibir esa lluvia de frases de puro género liberal, ya viejas, y hasta con olorcillo a almacén don*de están guardadas, hasta que les parece hay necesidad de sacarlas al aire. ¡Intransigencia! ¡Oscuran*tismo! ¡Los ministros de Dios no deben meterse en política! ¡Su mi*sión es misión de paz! ¡Eso es fal*ta de caridad! Venga todo eso, que más nos han dicho ya; pero conste, que sólo se trata en este opúsculo de pura religión; que aunque nuestra misión es de paz. también lo es de guerra contra to*do error, y que no es falta de cari*dad que tanto predica el liberalis*mo o sus sectarios, sólo es toleran*cia absurda y criminal, que nunca tendremos, si Dios no nos deja de su mano.

    Esperamos que el autor de la carta, recibirá con buena voluntad cuanto dejamos dicho, porque, por una parte, dice, que sujeta hu*mildemente su escrito al juicio del Episcopado colombiano, y por otra debe suponer, que hemos es*crito no contra él, sino contra los errores de su carta. También espe*ramos que reciba los siguientes consejos que le damos:

    1º Que no haga alarde de inde*pendencia de carácter, ni diga que nunca piensa ser materia plástica de nadie, porque eso no está con*forme, ni mucho menos, con la perfección de la humildad cristia*na, y es una disposición de ánimo muy expuesta a total ruina espiri*tual. Por lo menos debe ser plásti*co, blando, dúctil, y dejarse mode*lar fácilmente, de Dios, de su san*ta Religión, y de sus legítimos su*periores.

    2ª Que no corra tanto por el norte de América y Europa, por*que aquí en Colombia hay mucha falta de sacerdotes, y los prelados los deseamos para los pueblos que no los tienen.

    3º Que no llame a Nuestro Se*ñor Jesucristo. Tribuno del pue*blo: añadiendo que vino a estable*cer los derechos del pueblo: por*que todo eso suena a revoluciona*rio, y es mucho más respetuoso y dulce llamarle como le llama el pueblo cristiano: Divino Redentor de las almas; Salvador que nos sa*có de la esclavitud del pecado y del demonio; Libertador que nos libra del infierno, si nosotros le servimos fielmente.

    4º Que no haga ostentación de tener muchísimos amigos libera*les, ni diga a los demás que pue*den hacer lo mismo, porque el error es contagioso, y se pega. Por eso dice Dios en los Proverbios (c. I, v. 10): “Si te provocan los peca*dores diciéndote: júntate a noso*tros... hijo mío, no condesciendas con ellos, no te juntes con ellos”. San Pablo dice también a Timo*teo: “Huid de esta clase de hombres... porque resisten a la verdad” (II c. 3). Eso mismo enseña nues*tra Santa Madre la Iglesia, y no otra cosa dicen los Santos Padres.

    Sirvamos a Dios Nuestro Se*ñor en este mundo, de la manera que El quiere que le sirvamos, pa*ra que tengamos la dicha de verle, poseerle y gozarle en el otro. Allí nos veamos todos. Así sea.


    San Ezequiel Moreno, Pasto, Colombia, 29 de octubre de 1897. Tomado de Revista “Tradición Católica” nº 102, noviembre de 1994.
    STAT VERITAS



    Liberalismo y Catolicismo: no es posible la conciliación
    Hyeronimus dio el Víctor.
    "He ahí la tragedia. Europa hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma europea choca con una realidad artificial anticristiana. El europeo se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.

    <<He ahí la tragedia. España hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma española choca con una realidad artificial anticristiana. El español se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.>>

    Hemos superado el racionalismo, frío y estéril, por el tormentoso irracionalismo y han caído por tierra los tres grandes dogmas de un insobornable europeísmo: las eternas verdades del cristianismo, los valores morales del humanismo y la potencialidad histórica de la cultura europea, es decir, de la cultura, pues hoy por hoy no existe más cultura que la nuestra.

    Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."

    En la hora crepuscular de Europa José Mª Alejandro, S.J. Colec. "Historia y Filosofía de la Ciencia". ESPASA CALPE, Madrid 1958, pág., 47


    Nada sin Dios

  3. #43
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    Re: Liberalismo y Cristianismo

    Resumen de ideas:


    Para el liberal


    1º Razón, origen y medida de las cosas.
    2º Razón individual.
    3º Autonomía de la voluntad.
    4º Ateísmo o panteísmo.
    5º El Hombre se basta a sí mismo.
    6º La libertad, fin en sí misma.
    7º Libertad esencialmente independiente.
    8º Independencia exigida por la dignidad.
    9º El Hombre, esencialmente bueno.
    10º Progreso indefinido y fatal.
    11º Igualitarismo.
    12º Individualismo anárquico.
    13º Licencia para hacer lo que se quiera.
    14º Soberanía del número, del Pueblo. .
    15º Francmasonería, etc.


    Para el católico


    1º Razón dependiente del objeto: natural y sobrenatural.
    2º Razón de los siglos y tradición.
    3º Dependencia con respecto al bien y a la ley.
    4º Un sólo Dios, distinto del mundo.
    5º Dios único Ser necesario.
    6º Puro medio para obtener el fin último.
    7º Depende de la autoridad, de la ley, del orden.
    8º Sumisión a la ley, fuente de perfección.
    9º Viciado por los pecados original y personales.
    10º Supone el orden a los fines necesarios.
    11º Jerarquía y organización.
    12º Lazos sociales necesarios.
    13º Libertad regulada: hacer lo que es bueno.
    14º Soberanía de Dios y de quienes El delega.
    15º Iglesia Católica, etc.


    Extractado de:


    Liberalismo y Catolicismo
    Hyeronimus y DOBLE AGUILA dieron el Víctor.
    "He ahí la tragedia. Europa hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma europea choca con una realidad artificial anticristiana. El europeo se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.

    <<He ahí la tragedia. España hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma española choca con una realidad artificial anticristiana. El español se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.>>

    Hemos superado el racionalismo, frío y estéril, por el tormentoso irracionalismo y han caído por tierra los tres grandes dogmas de un insobornable europeísmo: las eternas verdades del cristianismo, los valores morales del humanismo y la potencialidad histórica de la cultura europea, es decir, de la cultura, pues hoy por hoy no existe más cultura que la nuestra.

    Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."

    En la hora crepuscular de Europa José Mª Alejandro, S.J. Colec. "Historia y Filosofía de la Ciencia". ESPASA CALPE, Madrid 1958, pág., 47


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  4. #44
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    Re: Liberalismo y Cristianismo

    El peor enemigo de la Iglesia, el peor de todos: el liberalismo.



    El peor enemigo de la Iglesia: el liberalismo
    "He ahí la tragedia. Europa hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma europea choca con una realidad artificial anticristiana. El europeo se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.

    <<He ahí la tragedia. España hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma española choca con una realidad artificial anticristiana. El español se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.>>

    Hemos superado el racionalismo, frío y estéril, por el tormentoso irracionalismo y han caído por tierra los tres grandes dogmas de un insobornable europeísmo: las eternas verdades del cristianismo, los valores morales del humanismo y la potencialidad histórica de la cultura europea, es decir, de la cultura, pues hoy por hoy no existe más cultura que la nuestra.

    Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."

    En la hora crepuscular de Europa José Mª Alejandro, S.J. Colec. "Historia y Filosofía de la Ciencia". ESPASA CALPE, Madrid 1958, pág., 47


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  5. #45
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    Re: Liberalismo y Cristianismo

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    .......A lo que hay que añadir que el orígen del socialismo NO ES Marx y Engels como se ha dicho (por supuesto, ya estaba inventado); éstos idearon una forma especial de socialismo llamado "científico", que se conoce con el nombre de "comunismo".

    Y naturalmente, los actos de los hombres suelen tener CONSECUENCIAS directas para los demás, y lo salvan o condenan en última instancia no sólo por la parte que atañe sólo a ellos individualmente.

    Poco más se puede decir, después del Magisterio recordado por Valmadian; si acaso:

    "Lo que hagáis a estos mis hermanos, aún a los más pequeños, a Mí me lo hacéis". Mateo (25,40)
    Hyeronimus dio el Víctor.

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