BREVE EXAMEN CRÍTICO DEL NUEVO ORDO MISSAE
Cardenal Alfredo Ottaviani
prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe.
Cardenal Antonio Bacci
Nueva traducción realizada y revisada
por el R.P. Jesús Mestre Roc
PREFACIO
Carta a Pablo VI de los cardenales Ottaviani y Bacci
Santidad,
Después de haber examinado y hecho examinar el nuevo Ordo Missae preparado por los expertos de la Comisión para la aplicación de la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia, y después de haber reflexionado y rezado durante largo tiempo, sentimos la obligación ante Dios y ante Vuestra Santidad de expresar las siguientes consideraciones:
1. Como suficientemente prueba el examen crítico anexo, por muy breve que sea, obra de un grupo selecto de teólogos, liturgistas y pastores de almas, el nuevo Ordo Missae –si se consideran los elementos nuevos susceptibles de apreciaciones muy diversas, que aparecen en él sobreentendidas o implícitas– se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa tal como fue formulada por la 20a sesión del Concilio de Trento que, al fijar definitivamente los «cánones» del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera atentar a la integridad del Misterio.
2. Las razones pastorales atribuidas para justificar una ruptura tan grave, aunque pudieran tener valor ante las razones doctrinales, no parecen suficientes. En el nuevo Ordo Missae aparecen tantas novedades y, a su vez, tantas cosas eternas se ven relegadas a un lugar inferior o distinto –si es que siguen ocupando alguno– que podría reforzarse o cambiarse en certeza la duda que por desgracia se insinúa en muchos ámbitos según el cual las verdades que siempre ha creído el pueblo cristiano podrían cambiar o silenciarse sin que esto suponga infidelidad al depósito sagrado de la doctrina, al cual está vinculado para siempre la fe católica.
Las recientes reformas han demostrado suficientemente que los nuevos cambios en la liturgia no podrán realizarse sin desembocar en un completo desconcierto de los fieles, que ya manifiestan que les resultan insoportables y que disminuyen incontestablemente su fe. En la mejor parte del clero esto se manifiesta por una crisis de conciencia torturante, de la que tenemos testimonios innumerables y diarios.
3. Estamos seguros de que estas consideraciones, directamente inspiradas en lo que escuchamos por la voz vibrante de los pastores y del rebaño, deberán encontrar un eco en el corazón paterno de Vuestra Santidad, siempre tan profundamente preocupado por las necesidades espirituales de los hijos de la Iglesia.
Los súbditos, para cuyo bien se hace la ley, siempre tienen derecho y, más que derecho, deber –en el caso en que la ley se revele nociva– de pedir con filial confianza su abrogación al legislador.
Por ese motivo suplicamos instantemente a Vuestra Santidad que no permita, –en un momento en que la pureza de la fe y la unidad de la Iglesia sufren tan crueles laceraciones y peligros cada vez mayores, que encuentran cada día un eco afligido en las palabras del Padre común–, que no se nos suprima la posibilidad de seguir recurriendo al íntegro y fecundo Misal romano de San Pío V, tan alabado por Vuestra Santidad y tan profundamente venerado y amado por el mundo católico entero.
Cardenal Ottaviani,
prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe.
Cardenal Bacci.
BREVE EXAMEN CRÍTICO
I
El Sínodo episcopal convocado en Roma en octubre de 1967 tuvo que pronunciar un juicio sobre la celebración experimental de una misa denominada «misa normativa». Esa misa había sido elaborada por la Comisión para la aplicación de la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia.
Esa misa provocó una enorme perplejidad entre los miembros de Sínodo: una viva oposición (43 non placet), muchas y sustanciales reservas (62 juxta modum) y 4 abstenciones, de un total de 187 de votantes.
La prensa internacional informativa habló de un «rechazo» por parte del Sínodo. La prensa de tendencia innovadora pasó en silencio el acontecimiento. Un periódico conocido, destinado a los obispos y que expresa su enseñanza, resumió el nuevo rito en estos términos: «Se pretende hacer tabla rasa de toda la teología de la Misa. En pocas palabras, se acerca a la teología protestante que destruyó el sacrificio de la Misa».
En el Ordo Missae promulgado por la Constitución apostólica Missale romanum del 3 de abril de 1969, encontramos, idéntica en su sustancia, la «misa normativa». No parece que en el intervalo se haya consultado sobre este tema a las Conferencias episcopales como tales.
La Constitución apostólica Missale romanum afirma que el antiguo Misal promulgado por San Pío V (Bula Quo Primum, 14 de julio de 1570), –pero que se remonta en gran parte a San Gregorio Magno e incluso a una mayor antigüedad1 (Las oraciones del Canon romano se encuentran en el tratado De Sacramentis (fin del siglo IV y principios del V). Nuestra Misa se remonta, sin ningún cambio esencial, a la época en que por primera vez adoptaba la forma desarrollada de la liturgia común más antigua. Aún conserva el perfume de aquella liturgia primitiva, contemporánea a los días en que los Césares gobernaban al mundo y esperaba poder extender la fe cristiana; y a los días en que nuestros antepasados se reunían antes de la aurora para cantar el himno de Cristo, al que reconocían como a su Dios (cf. Plinio el Joven, Ep. 96). En toda la cristiandad no hay un rito tan venerable como la Misa romana (A. Fortescue, The Mass, a study of the Roman Liturgy, 1912). «El Canon romano, tal como es hoy, se remonta a San Gregorio Magno.
No hay ni en Oriente ni Occidente ninguna plegaria eucarística que, permaneciendo en uso hasta nuestros días,
pueda invocar tal antigüedad. No sólo según el juicio de los ortodoxos sino también según el parecer de los anglicanos e incluso de aquellos de entre los protestantes que han guardado algún sentido de la tradición, rechazar este Canon equivaldría por parte de la Iglesia romana a renunciar para siempre a la pretensión de representar la verdadera Iglesia Católica» (P. Louis Bouyer)) . –
Ha sido durante cuatro siglos la norma de la celebración del Sacrificio para los sacerdotes de rito latino. La Constitución apostólica Missale romanum añade que en este Misal, difundido en toda la tierra, «innumerables santos alimentaron su piedad y su amor a Dios».
Y sin embargo, «desde que comenzó a afirmarse y extenderse en el pueblo cristiano el gusto de favorecer la sagrada liturgia», se habría vuelto necesaria –según la misma Constitución– la reforma que pretende poner ese Misal definitivamente fuera de uso.
Esta última afirmación encierra, con toda evidencia, un grave equívoco.
Pues aunque el pueblo cristiano expresó su deseo, lo hizo –principalmente por impulso de San Pío X– cuando se puso a descubrir los tesoros auténticos e inmortales de su liturgia. Nunca, absolutamente nunca, el pueblo cristiano pidió que, para hacerla entender mejor, se cambiara o mutilara la liturgia. Lo que pide entender mejor es la única e inmutable liturgia, que nunca habría querido ver que se cambie.
El Misal romano de San Pío V era muy querido para el corazón de los católicos, sacerdotes y laicos, que lo veneraban religiosamente. No se entiende en qué este Misal, acompañado por una apropiada iniciación, podría obstaculizar una mayor participación y un mejor conocimiento de la sagrada liturgia; no se entiende por qué, al mismo tiempo que se le reconocen tan grandes méritos como lo hace la Constitución Missale romanum, se juzga que no es capaz de seguir alimentando la vida litúrgica del pueblo cristiano.
Resulta pues, que el Sínodo episcopal había rechazado esa «misa normativa», y ahora se recupera sustancialmente y se impone con el nuevo Ordo Missae, sin haber sido sometido nunca al juicio colegial de las Conferencias episcopales. Nunca el pueblo cristiano (y especialmente en las misiones) ha querido ninguna reforma de la Santa Misa.
No se alcanzan, pues, a discernir los motivos de la nueva legislación que acaba con una tradición de la que, la propia Constitución Missale romanum reconoce que había permanecido sin cambio desde los siglos IV ó V.
Por consiguiente, al no existir los motivos de tal reforma, la propia reforma aparece desprovista de fundamento razonable que, justificándola, la volvería aceptable al pueblo cristiano.
El Concilio había expresado claramente, en el nº 50 de su Constitución sobre la liturgia, el deseo de que las diversas partes de la Misa fueran revisadas «de modo que se manifieste con mayor claridad el sentido propio de cada una de las partes y su mutua conexión». No vemos de qué modo el nuevo Ordo Missae responde a esos deseos, de los que podemos decir que no queda, de hecho, ningún recuerdo.
El examen detallado del nuevo Ordo Missae revela cambios de tal importancia que justifican el mismo juicio que se hizo sobre la «misa normativa».
El nuevo Ordo Missae, como la «misa normativa», en muchos puntos se ha redactado para contentar a los protestantes más modernistas.
II
Empecemos con la DEFINICIÓN DE LA MISA. Se encuentra en el no 7 del capítulo 2 de la Ordenación general. Este capítulo se titula «Estructura de la Misa».
Esta es la definición:
«La Cena del Señor, o Misa, es la asamblea2 (En latín «synáxis»: reunión religiosa. Palabra del vocabulario cristiano que se refiere, por oposición al término judío «sinagoga» que procede de la misma raíz griega, la comunidad cristiana reunida para la oración, la lectura y la eucaristía. )sagrada o congregación del pueblo de Dios, reunido bajo la presidencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor3 (El nuevo ORDO MISSAE remite en nota, para apoyar tal definición, a dos textos de Vaticano II. Pero al remitirse a esos dos textos, no se encuentra nada que pueda justificar tal definición. El primero de esos textos es del Decreto Presbyterorum Ordinis, 5(No hace falta recordar que si se abandona un solo dogma ya definido, por el mismo hecho se desmoronarían todos los dogmas, incluido evidentemente el de la infalibilidad del supremo y solemne Magisterio jerárquico. ):
«Consagra Dios a los presbíteros, por ministerio de los Obispos, para que... obren como ministros de quien... efectúa continuamente... su oficio sacerdotal en la liturgia... con la celebración, sobre todo, de la Misa, [en que] ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo».
Y el segundo texto es de la Constitución sobre la liturgia, Sacrosanctum Concilium, 33: «En la liturgia, Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio. Y el pueblo responde a Dios con el canto y la oración. Más aún : las oraciones que dirige a Dios el sacerdote —que preside la asamblea representando a Cristo (in Persona Christi)—, se dicen en nombre de todo el pueblo santo y de todos los circunstantes». No se ve realmente cómo se puede sacar de esos textos la definición de la Misa que da el nuevo ORDO MISSAE. ).
De ahí que sea eminentemente válida, cuando se habla de la asamblea local de la Santa Iglesia, aquella promesa de Cristo: ―Donde están reunidos dos o tres en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos‖ (Mt 18, 20)».
La definición de la Misa se reduce, pues, a una «cena»: y esto aparece continuamente (en los números 8, 48, 55, 56 de la Ordenación general).
Esta «cena» se describe además como asamblea presidida por el sacerdote; asamblea reunida para realizar «el memorial del Señor», que recuerda lo que se hizo el Jueves Santo.
Todo esto no implica ni Presencia real, ni realidad del Sacrificio, ni el carácter sacramental del sacerdote que consagra, ni el valor intrínseco del Sacrificio eucarístico independientemente de la presencia de la asamblea4 (El concilio de Trento afirma la presencia real: «Primeramente, el Santo Sínodo enseña y confiesa abierta y simplemente que en el nutricio Sacramento de la Santa Eucaristía, después de la. consagración del pan y del vino se contiene verdadera, real y substancialmente a Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles» (Denzinger, Enchiridium Sybolorum, Ed. Herder, Barcelona 1965, no 1636. Siglas: D.S.). - En la 22a sesión del concilio de Trento, se precisó la doctrina de la Misa con nueve cánones, cuyos puntos esenciales son:
1.- La Misa es un verdadero Sacrificio visible y no una representación simbólica: «Nuestro Señor Jesucristo... para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible... por el cual se representa aquel sacrificio cruento que hubo de realizarse una sola vez en la Cruz (...) y se aplica su fuerza salvadora para la remisión de los pecados que diariamente cometemos» (D.S. 1740.
2.- Jesucristo Nuestro Señor, «declarándose a sí mismo constituido para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec (Sal, 109, 4)», obra instrumentalmente por medio del sacerdote que celebra la Misa: «ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino y bajo los símbolos de esas mismas cosas los dio a sus Apóstoles (a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento) para que los tomaran, y a ellos mismos y a sus sucesores en el sacerdocio les mandó que los ofrecieran por medio de estas palabras: ―Haced esto en conmemoración mía‖ como siempre lo entendió y enseñó la Iglesia Católica» (D.S. ibid.).
En el que celebra, el que ofrece y el que sacrifica es el sacerdote, consagrado para esa función, y no la asamblea del pueblo de Dios: «Si alguien dijere que con aquellas palabras: ―Haced esto en conmemoración mía‖ (Lc 22,19; 1 Cor 11, 24), Cristo no instituyó sacerdotes a los Apóstoles o que no los ordenó para que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su cuerpo y sangre, sea anatema» (D.S. 1752).
3.- El Sacrificio de la Misa es un verdadero sacrificio PROPICIATORIO y no una simple conmemoración del sacrificio de la Cruz: «Si alguien dijere que el Sacrificio de la Misa es sólo de alabanza y de acción de gracias o una mera conmemoración del sacrificio realizado en la cruz, pero no propiciatorio; o que sólo aprovecha al que lo recibe y que no debe ser ofrecido por los vivos y difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades, sea anatema» (D.S. 1753).
Recordemos igualmente el canon 6: «Si alguien dijere que el Canon de la Misa contiene errores, y que por lo tanto debe ser abrogado, sea anatema» (D.S. 1756); y el canon 8: «Si alguien dijere que las Misas en las cuales sólo el sacerdote comulga sacramentalmente, son ilícitas y que por lo tanto deben ser abrogadas, sea anatema» (D.S. 1758). ).
En pocas palabras, esta nueva definición no contiene ninguno de los elementos dogmáticos esenciales a la Misa y que constituyen su verdadera definición5 ( No hace falta recordar que si se abandona un solo dogma ya definido, por el mismo hecho se desmoronarían todos los dogmas, incluido evidentemente el de la infalibilidad del supremo y solemne Magisterio jerárquico). . La omisión de estos elementos dogmáticos en tal lugar sólo puede ser voluntaria.
Tal omisión voluntaria significa su «superación» y, por lo menos en la práctica, su negación.
En la segunda parte de la nueva definición se agrava aún más el equívoco, pues se afirma que la asamblea en la que consiste la Misa realiza «eminentemente» la promesa de Cristo: «Donde están reunidos dos o tres en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Ahora bien, esta promesa se refiere formalmente a la presencia espiritual de Cristo en virtud de la gracia.
De este modo, el encadenamiento y la secuencia de las ideas en el nº 7 de la Ordenación general, induce a pensar que esta presencia espiritual de Cristo es cualitativamente homogénea, salvo en la intensidad, a la presencia sustancial propia al sacramento de la Eucaristía.
A la nueva definición del nº 7 le sigue el nº 8, con la división de la Misa en dos partes:
- liturgia de la palabra; y
- liturgia eucarística.
Esta división está acompañada por la afirmación de que en la Misa se dispone:
- la «mesa de la Palabra de Dios»,
- la «mesa del Cuerpo de Cristo», en la que los fieles «encuentran formación y refección».
Esto supone una asimilación de las dos partes de la liturgia como si se trataran de dos signos de idéntico valor simbólico, asimilación que es absolutamente ilegítima. Volveremos más adelante sobre el tema.
La Ordenación general, que constituye la introducción del nuevo Ordo Missae, para designar la Misa emplea muchas expresiones que serían relativamente aceptables, pero todas ellas deben rechazarse si se emplean –como de hecho se hace– por separado y de modo absoluto pues, de ese modo, cada una adquiere un alcance absoluto.
Veamos algunas:
«acción de Cristo y del pueblo de Dios»;
«Cena del Señor»;
«comida pascual»;
«participación común a la mesa del Señor»;
«plegaria eucarística»;
«liturgia de la palabra y liturgia eucarística», etc...
Queda manifiesto que los autores del nuevo Ordo Missae han hecho hincapié, de modo obsesivo, en la cena y en la memoria que se realiza en ella, y no en la renovación (incruenta) del sacrificio de la Cruz.
Igualmente hay que decir que la fórmula: «Memorial de la Pasión y de la Resurrección» no es correcta. La Misa se refiere formalmente sólo al Sacrificio, que es en sí mismo redentor; la Resurrección es su fruto6 (Si la intención era recuperar el Unde et memores, se habría tenido que añadir también la Ascensión. Pero el Unde et memores no mezcla realidades de naturaleza diferente, sino que distingue con fineza: «...acordándonos... de la dichosa Pasión de tu mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo, así como de su resurrección del sepulcro, y también de su gloriosa Ascensión a los cielos».).
Veremos más delante cómo se renuevan y repiten insistentemente de modo sistemático los mismos equívocos en la propia fórmula consagratoria y en general en todo el nuevo Ordo Missae.
III
Tratemos ahora sobre los FINES DE LA MISA: a saber, su fin último, su fin próximo y su fin inmanente.
1.- Fin Último.
El fin último de la Misa consiste en que es un Sacrificio de alabanza a la Santísima Trinidad – conforme a la intención primordial de la Encarnación, declarada por el propio Cristo: «Al entrar en este mundo, dice: ―Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo‖» (Sal. 40, 7-9; Heb., 10, 5).
El nuevo Ordo Missae hace desaparecer este fin último y esencial:
- en primer lugar del Ofertorio, en el que ya no figura la oración Suscipe Sancta Trinitas (o Suscipe Sancte Pater);
- en segundo lugar, de la conclusión de la Misa, que ya no contiene el Placeat tibi Sancta Trinitas;
- en tercer lugar, del Prefacio, pues ahora sólo se rezará una vez al año el Prefacio de la Santísima Trinidad.
2.- Fin Próximo.
El fin próximo de la Misa consiste en que es un sacrificio propiciatorio7 (Propiciatorio: que tiene la virtud de volver propicio a Dios, por una expiación que obtiene el perdón de los pecados. ).
También este fin se ve comprometido: mientras que la Misa realiza la remisión de los pecados, tanto por los
vivos como por los difuntos, el nuevo Ordo hace hincapié sobre el alimento y la santificación de los
miembros de los asistentes.
Cristo instituyó el Sacramento durante la última Cena y entonces se puso en estado de Víctima para unirnos a su estado de Víctima; este es el motivo por el que la inmolación precede a la manducación8 (Manducación: acción de comer. Esta palabra apenas se emplea si no es para designar una acción religiosa: la manducación del Cordero pascual entre los judíos, y la comunión eucarística). y encierra plenamente el valor redentor que proviene del Sacrificio cruento. Prueba de ello es que se pueda asistir a la Misa sin comulgar sacramentalmente9 (Aparece el mismo desplazamiento de énfasis en los tres nuevos cánones, denominados «plegarias eucarísticas», por medio de la sorprendente eliminación del Memento de difuntos y de toda mención del sufrimiento de las almas del Purgatorio, por las cuales se aplica el sacrificio propiciatorio).
3. Fin Inmanente.
El fin inmanente de la Misa consiste en que es primordialmente un Sacrificio. Ahora bien, es esencial al sacrificio ser de tal naturaleza que sea agradable a Dios, es decir, aceptado como sacrificio.
En el estado de pecado original, ningún sacrificio podía ser aceptable a Dios. El único sacrificio que puede y debe ser aceptable es el de Cristo, de modo que era eminentemente conveniente que el Ofertorio refiriera enseguida el Sacrificio de la Misa al Sacrificio de Cristo.
Pero el nuevo Ordo Missae altera la ofrenda degradándola. La hace consistir en una especie de intercambio entre Dios y el hombre: el hombre pone el pan y Dios lo cambia en pan de vida; y pone el vino y Dios lo convierte en una bebida espiritual: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan (o vino), fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida (o bebida de salvación)».
No hace falta subrayar que las expresiones «pan de vida» (panis vitae) y «bebida espiritual» (potus spiritualis) son absolutamente indeterminadas, ya que pueden significar cualquier cosa. Volvemos aquí al mismo equívoco capital que hemos encontrado en la definición de la Misa, en donde se hace una referencia a la presencia espiritual de Cristo entre los suyos, y aquí el pan y vino se cambian espiritualmente, sin precisar que cambian sustancialmente10 (La introducción, ya sea de fórmulas nuevas o de expresiones que se encuentran materialmente en los textos de los Padres de la Iglesia o del Magisterio, pero empleadas en un sentido absoluto y sin referencia al cuerpo doctrinal en que encuentran su lugar y significado (p. ej.: «spiritualis alimonia», «cibus spiritualis», «potus spiritualis»), ya ha sido denunciada en la encíclica Mysterium fidei. .
En la preparación de las oblatas11 (Oblatas: el pan y vino traídos al altar para ser consagrados. (Por otra parte, el término oblato designaba primitivamente al niño ofrecido por sus padres a un monasterio para convertirse en monje; después del siglo XIX, designa también al fiel que viviendo en el mundo se afilia a un monasterio por medio de una oblación, que no es propiamente voto). , se realiza un juego parecido de equívocos con la supresión de las dos admirables oraciones:
- Deus qui humanae substantiae...;
- - Offerimus tibi, Domine...
La primera de estas dos oraciones declara: «Oh Dios, que maravillosamente formaste la naturaleza humana y mas maravillosamente la reformaste», lo cual recuerda la antigua condición de la inocencia del hombre y su condición actual de redimido por medio de la sangre de Cristo, y es una recapitulación discreta y rápida de toda la economía12 ( Economía: en sentido religioso, conjunto ordenado y armónico de las disposiciones adoptadas por la Providencia (para realizar la redención y la salvación de los hombres) del sacrificio desde Adán hasta el tiempo actual.
La segunda de estas dos oraciones, que es la última del Ofertorio, se expresa sobre el modo propiciatorio: pide que el cáliz se eleve cum odore suavitatis en presencia de la divina Majestad, cuya clemencia implora, y subraya maravillosamente esta misma economía del sacrificio.
Estas dos oraciones han sido suprimidas en el nuevo Ordo Missae.
Suprimir de este modo la referencia permanente a Dios, que expresaba explícitamente la oración eucarística, es suprimir toda distinción entre el sacrificio que procede de Dios y el que procede del hombre.
Destruyendo de este modo la clave de bóveda, forzosamente hay que fabricar andamios para reemplazarla: al suprimir los verdaderos fines de la Misa, forzosamente hay que inventar otros ficticios. De aquí procecen los nuevos gestos para subrayar la unión entre el sacerdote y los fieles, y la de los fieles entre sí; la superposición –destinada a caer en lo grotesco– de las ofrendas hechas para los pobres y la Iglesia, con la ofrenda de la Hostia destinada al Sacrificio.
Con esta confusión, se borra la singularidad primordial de la Hostia destinada al Sacrificio, de modo que la participación a la inmolación de la Víctima se convierte en una reunión de filántropos o en un banquete de beneficencia.
IV
Consideremos ahora LA ESENCIA DEL SACRIFICIO en el nuevo Ordo Missae.
Ya no se expresa explícitamente el misterio de la Cruz. Queda disimulado al conjunto de los fieles. Es algo que resulta de múltiples elementos, de los cuales vamos a ver los principales.
1.. EL SENTIDO DADO A LA DENOMINADA «PLEGARIA EUCARÍSTICA».
El número 54 (al final) de la Ordenación general declara: «El sentido de esta plegaria es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en la proclamación de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio».
¿De qué sacrificio se trata?
¿Quién es el que ofrece el sacrificio?
No hay ninguna respuesta a estas preguntas.
El mismo número 54 da, al principio, una definición de la «plegaria eucarística»: «Ahora es cuando tiene lugar el centro de toda la celebración, cuando se llega a la Plegaria eucarística, que es una oración de acción de gracias y santificación».
Aquí se ve como los EFECTOS reemplazan a la CAUSA.
De la causa no se dice ni una sola palabra. La mención explícita del fin último de la Misa, que se encuentra en el Suscipe (ahora suprimido) no ha sido reemplazada con nada. El cambio de fórmula revela el cambio de doctrina.
2.- LA SUPRESIÓN DEL PAPEL DE LA PRESENCIA REAL EN LA ECONOMÍA DEL SACRIFICIO.
La razón por la que ya no se menciona explícitamente el Sacrificio es porque se ha suprimido el papel central de la Presencia real.
Este papel central está resaltado con toda claridad en la liturgia eucarística del Misa romano de San Pío V. En cambio en la Ordenación general, la Presencia real sólo se menciona una vez, en una nota (nota 63 en el número 241), que es ¡la única cita del concilio de Trento! Esta mención se relaciona además con la Presencia real en cuanto alimento. Pero en ningún otro lugar aparece otra alusión a la Presencia real y permanente de Cristo con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en las especies transubtanciadas.
La propia palabra transubstanciación no figura ni una vez.
La supresión de la invocación a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad (Veni Sanctificator), para que baje sobre las ofrendas como en otro tiempo bajó al seno de la Virgen para realizar en ella el milagro de la Divina Presencia, se inscribe en este sistema de negaciones tácitas y de desinterés sistemático por la Presencia real.
Por último, es imposible no darse cuenta de la abolición o alteración de los gestos con los que se expresa espontáneamente la fe en la Presencia real.
El nuevo Ordo Missae elimina:
- las genuflexiones, cuyo número se reduce a tres para el sacerdote celebrante, y a una sola (aunque con algunas excepciones) para los asistentes, en el momento de la consagración;
- la purificación de los dedos del sacerdote encima del cáliz o dentro de él;
- la preservación de todo contacto profano de los dedos del sacerdote después de la consagración;
- la purificación de los vasos sagrados, que puede diferirse y realizarse fuera del corporal;
- la palia para proteger el cáliz;
- el dorado interior de los vasos sagrados;
- la consagración del altar móvil;
- la piedra consagrada y las reliquias colocadas dentro del altar cuando es móvil o se reduce a una simple mesa en los casos en que no se celebra en un lugar sagrado (esta última cláusula instaura de derecho la posibilidad de «eucaristías domésticas» en casas particulares);
- los tres manteles del altar reducidos a uno solo;
- la acción de gracias de rodillas (reemplazada por una grotesca acción de gracias del sacerdote y de los fieles sentados, conclusión de la comunión recibida de pie);
- las prescripciones sobre el caso en que cayera al suelo una Hostia consagrada, que en el número 239 se reducen a un «reverenter accipiatur» casi sarcástico.
Todas estas expresiones no hacen sino acentuar de modo provocativo el repudio implícito del dogma de la Presencia real.
3.- FUNCIÓN ASIGNADA AL ALTAR PRINCIPAL.
Casi siempre se designa al altar con la palabra mesa13 (Reconoce una vez la función primordial del altar, en el no 259: «El altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos sacramentales». Es muy poco para eliminar los equívocos la otra denominación constante.): «El altar o la mesa del Señor, que es el centro de toda la liturgia eucarística» (cf. no 49 y 262). – Se estipula que el altar tiene que estar separado del muro para poder dar la vuelta a su alrededor y que la celebración pueda hacerse de cara al pueblo (no 262). Se señala que tiene que ser el centro de la asamblea de los fieles, para que la atención se dirija espontáneamente a él (ibid). Pero al comparar el no 262 con el no 276, se excluye netamente que el Santísimo Sacramento pueda guardarse en el altar mayor. Esto va a consagrar una irreparable dicotomía entre la Presencia de Sumo Sacerdote en el sacerdote celebrante y esta misma Presencia realizada sacramentalmente. Antes, se trataba de una presencia única14 (Pío XII, Alocución al Congreso de liturgia, 18-23 de septiembre de 1956: «Separar el Sagrario del altar es separar dos cosas que tienen que permanecer unidas por su origen y naturaleza». ).
A partir de ahora se recomienda conservar el Santísimo Sacramento aparte, en un lugar favorable para la devoción privada de los fieles, como si se tratara de una reliquia. De este modo, lo que atraerá inmediatamente la mirada al entrar en una iglesia, ya no será el Sagrario sino una mesa descubierta y sin nada encima.
De nuevo, eso es suponer la piedad litúrgica a la piedad privada y levantar altar contra altar.
Se recomienda insistentemente distribuir en la comunión las hostias que se han consagrado en la misma Misa e incluso consagrar un pan con dimensiones bastante grandes15 (El nuevo ORDO MISSAE emplea rara vez la palabra hostia –de uso tradicional en los libros litúrgicos– con el sentido concreto de víctima. Es la misma voluntad sistemática de resaltar solamente los aspectos de «cena» y de «comida» de la Misa),como para que el sacerdote pueda dividirlo por lo menos con una parte de los fieles; se trata de la misma actitud de desprecio por el Sagrario como por toda piedad eucarística fuera de la Misa; se trata igualmente de un nuevo y violento perjuicio de la fe en la Presencia real, que perdura mientras permanezcan las Especies consagradas16 (Se trata del procedimiento habitual: desplazamiento y reemplazo subrepticio de una cosa por otra. Se asimila la Presencia real a la presencia en la palabra (no 7 y 54), pero son dos cosas de distinta naturaleza. La presencia en la palabra sólo tiene realidad según el uso que se hace de ella, mientras que la Presencia real es objetiva, permanente e independiente de la recepción del Sacramento.
Fórmula típicamente protestante: «el mismo Cristo, por su Palabra, se hace presente en medio de los fieles» (no 33; cf. Sacros. Conc. no 33 y 77): fórmula que estrictamente hablando no tiene ningún sentido. La presencia de Dios en la palabra no es inmediata sino que está vinculada a un acto de la mente humana en su condición temporal; este acto se puede renovar, pero no funda objetivamente ninguna permanencia. Funesta consecuencia de semejante fórmula: insinúa que la Presencia real está, lo mismo que la presencia en la palabra, vinculada al uso que se hace de ella y que cesa al mismo tiempo que éste. ).
4.- LAS FÓRMULAS DE LA CONSAGRACIÓN.
La antigua fórmula de la Consagración es propiamente sacramental, en forma de intimación y no de narración.
Aquí están las pruebas:
a) No recoge a la letra el texto del relato de la Escritura. La inserción Paulina: «mysterium fidei» es una confesión de fe inmediata del sacerdote en el misterio realizado por Cristo en la Iglesia a través de su sacerdocio jerárquico17 (La omisión del Quod pro vobis tradetur después de Hoc est enim Corpus meum significa que en ese momento, aunque ya se ha
producido la Presencia real, todavía no se ha realizado el Sacrificio (al que se ordena inmediatamente esta Presencia).
b) Puntuación y caracteres tipográficos. En el Misal romano de San Pío V, el texto litúrgico de las palabras sacramentales de la Consagración está puntuado y resaltado de un modo propio, pues se separa el hoc est enim por un punto y seguido de la fórmula que le precede: manducate ex hoc omnes. Este punto y seguido señala el paso del tono de narración al tono de intimación, propio de la acción sacramental. En el Misal romano, las palabras de la Consagración están impresas en caracteres tipográficos mayores y en el centro de la página; a menudo en distinto color.
Todo esto manifiesta que las palabras consagratorias tienen un valor propio y, por consiguiente, autónomo.
c) La anamnesis18(Anamnesis: nombre dado por los liturgistas a la oración que sigue a la Consagración. Literalmente: «recuerdo».) del Canon romano se refiere a Cristo en cuanto operante y no sólo al recuerdo de Cristo o de la Cena como acontecimiento histórico: haec quotiescumque feceritis, in mei memoriam facietis; en griego: eis ten emou anamnesin; es decir: «hacia mi memoria». Esta expresión no invita simplemente a acordarse de Cristo o de la Cena, sino que es una invitación a volver a realizar lo que Él hizo y del mismo modo que Él lo hizo.
A esta fórmula tradicional del Misal romano, el nuevo rito sustituye una fórmula de San Pablo: Hoc facite in meam commemorationem que será proclamada diariamente en lenguas vernáculas. Tendrá por efecto inevitable, sobre todo en esas condiciones, de trasladar en la mente de los oyentes el énfasis al recuerdo de Cristo. La «memoria» de Cristo será señalada como el término de la acción eucarística, siendo que sólo es el principio. «Hacer memoria de Cristo» sólo será un fin buscado humanamente. En lugar de la acción real, de orden sacramental, se colocará la idea de «conmemoración»19 (La acción sacramental tal como se describe en la Ordenación general del nuevo ORDO M ISSAE, se caracteriza por el hecho de que Jesús dio a los apóstoles su Cuerpo y Sangre como alimento bajo las especies de pan y vino, ya no se caracteriza por el acto de la Consagración, y por la separación mística entre el Cuerpo y Sangre que resulta de este acto en el orden sacramental. Ahora bien, esta separación mística es lo que constituye la esencia del Sacrificio eucarístico: cf. Pío XII, encíclica Mediator Dei, todo el primer capítulo de la segunda parte: «El culto eucarístico».
En el nuevo Ordo Missae, se señala explícitamente el modo narrativo (ya no sacramental) en la descripción orgánica de la «plegaria eucarística», en el número 55, con la fórmula: «Narración de la institución»; e igualmente, en el mismo lugar, con la definición de la anamnesis: «La Iglesia realiza el memorial (memoriam agit) del mismo Cristo».
La consecuencia de todo esto es insinuar un cambio de sentido específico en la Consagración. Según el nuevo Ordo Missae, las palabras de la Consagración se pronunciarán ahora como una narración histórica y ya no como afirmando un juicio categórico y de intimación proferido por Aquel en cuya persona obra el sacerdote: Hoc est Corpus meum y no Hoc est Corpus Christi20 (Tal como figuran en el nuevo ORDO M ISSAE, las palabras de la Consagración pueden ser válidas en virtud de la intención del sacerdote; pero pueden no serlo, pues ya no lo son por la propia fuerza de las palabras o, más concretamente, ya no lo son en virtud de su sentido propio (del modus significandi) que tienen en el Canon romano del Misal de San Pío V. ¿Consagrarán válidamente los sacerdotes que, en un futuro próximo, no hayan recibido la formación tradicional y que se fíen del nuevo ORDO MISSAE y a su Ordenación general para «hacer lo que hace la Iglesia»? Es legítimo dudarlo.).
Por último, la aclamación por parte de la asistencia inmediatamente después de la Consagración:
«Anunciamos tu muerte, Señor... hasta que vengas», introduce bajo una apariencia escatológica21 (Escatología: lo que se relaciona con las postrimerías del hombre y la segunda venida de Cristo al fin del mundo),una ambigüedad suplementaria sobre la Presencia real, pues se proclama sin solución de continuidad la espera en la venida de Cristo al final de los tiempos precisamente en el momento en que acaba de venir sobre el altar, donde ya está sustancialmente presente; como si la auténtica venida fuera solamente la del final de los tiempos y no sobre el altar.
Esta ambigüedad queda aún reforzada en la fórmula de aclamación facultativa propuesta en el Apéndice (n° 2): «Cada vez que comemos este pan y bebemos este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vengas». La ambigüedad llega aquí al paroxismo, entre la inmolación y la maducación por una parte, y entre la Presencia real y la segunda venida de Cristo por otra22 (No vale decir que estas expresiones pertenecen al mismo contexto escriturario (1Cor. 11, 24-28), pues precisamente la Iglesia ha apartado siempre la yuxtaposición y la superposición para evitar la confusión entre las diferentes realidades designadas respectivamente por estas diferentes expresiones. Asimilar en cuanto a su naturaleza cosas que la Escritura presenta simplemente juntas constituye un proceder bien conocido de la crítica protestante.).
V
Consideremos por último el nuevo Ordo Missae desde el punto de vista de la REALIZACIÓN DEL SACRIFICIO.
Los cuatro elementos que intervienen en esta realización son, en orden: Cristo, el sacerdote, la Iglesia y los fieles.
1.- LUGAR QUE OCUPAN LOS FIELES EN EL NUEVO RITO.
El nuevo Ordo Missae presenta el papel de los fieles como autónomo. Esto empieza en la definición inicial del número 7: «La Misa es la asamblea sagrada o congregación del pueblo de Dios». Esto prosigue por el sentido que el nº 28 atribuye al saludo que el sacerdote da al pueblo: «El sacerdote, por medio de un saludo, manifiesta a la asamblea reunida la presencia del Señor. Con este saludo y con la respuesta del pueblo queda de manifiesto el misterio de la Iglesia congregada».
¿Verdadera presencia de Cristo? Sí, pero sólo espiritual.
¿Misterio de la Iglesia? Sí, pero sólo como comunidad que manifiesta o pide esa presencia espiritual.
Volvemos a encontrar continuamente lo mismo. Es el carácter comunitario de la Misa que se repite constantemente como algo obsesivo (no 74 a 152). Se trata de la distinción, nunca oída hasta ahora, entre la Misa con pueblo (cum populo) y la Misa sin pueblo (sine populo) (nº 77 a 231).
Es la definición de la «oración universal u oración de los fieles» (nº 45), en donde se subraya otra vez «el pueblo, ejercitando su oficio sacerdotal» (populus sui sacerdotii munus exercens): aquí se presenta el sacerdocio como en ejercicio de modo autónomo, omitiendo su subordinación al del sacerdote, siendo que el sacerdote, consagrado como
mediador, es en realidad el intérprete de todas las intenciones del pueblo en el Te igitur y en los dos Memento.
En la «Plegaria eucarística III» (Vere Sanctus, pág. 123 del Ordo Missae), se llega hasta decir al Señor: «No dejas de congregar a tu pueblo, para que desde la salida del sol hasta el ocaso sea ofrecida una oblación pura a tu nombre». Este «para que» (ut) deja pensar que el pueblo, más que el sacerdote, es el elemento indispensable para la celebración; y como no se precisa tampoco en este lugar quién es el que ofrece23 (Luteranos y calvinistas afirman que todos los cristianos son sacerdotes y que, por consiguiente, todos ofrecen la Cena. En cambio, conforme al concilio de Trento (D.S., 1752) hay que sostener que: «Todos los sacerdotes y sólo ellos son, propiamente hablando, ministros secundarios del Sacrificio de la Misa. Cristo es, ciertamente, el ministro principal. Los fieles sólo mediatamente, pero no en sentido estricto, ofrecen por medio de los sacerdotes» (A. Tanquerey, Synopsis theologiæ dogmaticæ, Desclée 1930, t. III). , se presenta al propio pueblo como investido de un poder sacerdotal autónomo.
En tales condiciones y según este sistema, no sería de extrañar que pronto se autorice al pueblo a unirse al sacerdote para pronunciar las palabras de la Consagración, cosa que, por otra parte, ya sucede en varios de lugares.
2.- LUGAR QUE OCUPA EL SACERDOTE EN EL NUEVO RITO.
Se minimiza, altera y falsea la función del sacerdote.
en primer lugar: con relación al pueblo. El es el «presidente» y el «hermano», pero ya no el ministro consagrado que celebra in persona Christi.
en segundo lugar: con relación a la Iglesia. Es un miembro entre los demás, un quidam de populo. En el nº 55, en la definición de la epiclesis24 (24 Epiclesis: oración de la liturgia que implora la acción del Espíritu Santo sobre las oblatas. ), las invocaciones se atribuyen anónimamente a la Iglesia: se desvanece la función del sacerdote.
en tercer lugar: en el Confiteor, que ahora es colectivo, el sacerdote ya no es el juez, testigo e intercesor ante Dios. Por lo tanto es lógico que el sacerdote ya no tenga que dar la absolución, que de hecho se ha suprimido. El sacerdote queda integrado en los «hermanos»: así lo llama el acólito que ayuda a Misa en el Confiteor de «la Misa sin pueblo».
en cuarto lugar: se ha suprimido la distinción entre la comunión del sacerdote y la de los fieles. Sin embargo, esta distinción está cargada de sentido. El sacerdote obra in persona Christi durante la Misa. Al unirse íntimamente a la víctima de un modo propio al orden sacramental, expresa la identidad del Sacerdote y de la Víctima, identidad que es propia del Sacrificio de Cristo y que, manifestada sacramentalmente, muestra que el Sacrificio de la Cruz y el Sacrificio de la Misa es sustancialmente el mismo.
en quinto lugar: ya no se dice ni una sola palabra del poder del sacerdote como ministro del Sacrificio, ni del acto consagratorio que le es propio, ni de la realización de la Presencia eucarística por medio de él. Ya no se expresa lo que el sacerdote católico tiene de más que un ministro protestante.
en sexto lugar: se ha suprimido o vuelto facultativo el uso de muchos ornamentos: en algunos casos basta el alba y la estola (nº 298). Desaparecen estos ornamentos, que son signos de la conformación del sacerdote con Cristo. El sacerdote ya no se presenta como revestido de todas las virtudes de Cristo; ahora sólo será una especie de oficial eclesiástico, que apenas se distingue de la masa por uno o dos galones25 (Otra innovación increíble y desastrosa para la psicología del pueblo cristiano: el Viernes Santo ya no se deben emplear ornamentos negros sino rojos, color de la conmemoración del mártir entre otros muchos y no ya el color de duelo de la Iglesia entera por su Esposo. ).
En suma, el sacerdote –según la fórmula involuntariamente humorística de un predicador moderno–, será «un hombre un poco más hombre que los demás»26 (El P. Roguet. ).
3.- LUGAR QUE OCUPA LA IGLESIA EN EL NUEVO RITO.
Es decir, relación de la Iglesia con Cristo.
En un solo caso, en el nº 4, se digna admitir que la Misa es un «acto de Cristo y de la Iglesia»: es el caso de la Misa «sin pueblo».
En cambio, en la Misa «con pueblo», el único fin que se expresa es «hacer memoria de Cristo» y santificar a los asistentes. El nº 60 declara: «El presbítero que celebra... asocia a sí mismo al pueblo al ofrecer el sacrificio por Cristo en el Espíritu Santo a Dios Padre». Tendría que haber dicho: «asocia al pueblo a Cristo, que se ofrece a Sí mismo a Dios Padre».
En este contexto se insertan:
- la gravísima omisión del per Christum Dominum nostrum, fórmula que para la Iglesia de todos los tiempos significa y funda la seguridad de ser escuchado (Juan 14, 13-14; 15, 16; 16, 23-24);
- la vaga y maníaca escatología, en la que se presenta la comunicación de la gracia –realidad al mismo tiempo actual y eterna– como fruto de un progreso que se está por realizar;
- el pueblo de Dios «en marcha»: la Iglesia ya no es la Iglesia militante que combate contra las potestades de las tinieblas, sino peregrina hacia un futuro que no aparece vinculado al eterno –es decir, a lo que está más allá del actual–, sino únicamente temporal.
En la «Plegaria eucarística IV», se reemplaza la oración del Canon romano pro omnibus orthodoxis atque catholicae fidei cultoribus con una oración por «todos los que te buscan con corazón sincero».
Igualmente, el Memento de difuntos ya no menciona a los que han muerto cum signo fidei et dormiunt in somno pacis (marcados con el signo de la fe y que duermen el sueño de la paz), sino simplemente «a los que han muerto en la paz de tu Cristo», a los que se añade el conjunto de difuntos «cuya fe Tú sólo conoces», cosa que supone un nuevo golpe contra la unidad de la Iglesia considerada en su manifestación visible.
No figura en ninguna de las tres nuevas «plegarias eucarísticas» la menor alusión al estado de sufrimiento de los difuntos; no hay lugar en ninguna de ellas para una intención particular hacia ellos. Esto contribuye también a embotar la fe en la naturaleza propiciatoria y redentora del Sacrificio27 (Ya en algunas traducciones del Canon romano, las palabras locum refrigerii, lucis et pacis se habían reemplazado con una simple calificación de estado («bienaventuranza, luz y paz»). Ahora se suprime toda alusión a la Iglesia sufriente.).
De modo general, diversas omisiones rebajan el misterio de la Iglesia al desacralizarlo.
Ante todo, se ignora este misterio en su aspecto de jerarquía sagrada. Los Ángeles y Santos quedan reducidos al anonimato en la segunda parte del Confiteor colectivo; han desaparecido de la primera parte28 (En esta fiebre de omisiones, el único enriquecimiento: el pecado de omisión en el Confiteor.) como testigos y jueces en la persona de San Miguel Arcángel.
También desaparecen las distintas jerarquías angélicas –hecho sin precedentes– en el prefacio de la nueva «Plegaria eucarística II»; también han desaparecido en el Communicantes la conmemoración de los Santos, Pontífices y Mártires, sobre los que fue fundada la Iglesia de Roma y que, sin ninguna duda, transmitieron las tradiciones apostólicas y fijaron lo que vino a ser con San Gregorio la Misa romana.
También se ha suprimido en el Libera nos, la mención de la Santísima Virgen, de los Apóstoles y de todos los santos: ya no se pide su intercesión, ni siquiera en momento de peligro.
Por último, la unidad de la Iglesia queda comprometida con lo siguiente: la audacia ha llegado hasta el punto de la intolerable omisión en todo el nuevo Ordo Missae –incluidas las tres nuevas «plegarias eucarísticas»– de los nombres de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, fundadores de la Iglesia de Roma, y de los nombres de los demás Apóstoles, fundamento y signo de la unidad y de la universalidad de la Iglesia.
Sus nombres ya sólo figuran en el Communicantes del Canon romano.
El nuevo Ordo Missae atenta también contra el dogma de la comunión de los santos al suprimir todos los saludos y la bendición final cuando el sacerdote celebra sin ayudante; y al suprimir el Ite Missa est en la misa con ayudante y sin pueblo29 (En la conferencia de prensa en la que se presentó el nuevo ORDO MISSAE, el P. Lécuyer, en una profesión de fe claramente racionalista, llegó incluso a considerar que se pudiera expresar en singular los saludos de la Misa a los fieles: «Dominus tecum», «Ora, frater», ¡para que no hubiera nada ficticio y que no correspondiera a la verdad! ).
El doble Confiteor al principio de la Misa muestra de qué manera el sacerdote –revestido con los ornamentos que lo designan como ministro de Cristo e inclinándose profundamente– se reconoce indigno de tan alta misión, indigno del tremendum mysterium que se dispone a celebrar. Luego, reconociendo (en el Aufer a nobis) que no tiene ningún derecho para entrar en el Santo de los Santos, se encomienda (en el Oramus te Domine) a la intercesión y a los méritos de los mártires cuyas reliquias están en altar. Pues bien, ¡se han suprimido ambas oraciones y el doble Confiteor!
Se han profanado también las condiciones que convienen para celebrar el Sacrificio en cuanto realización de una acción sagrada; de tal modo que cuando la celebración tiene lugar fuera de la Iglesia, se puede reemplazar el altar con una simple mesa sin ara consagrada ni reliquias (nº 260 a 265).
La desacralización llega a su mayor punto con las nuevas y a veces grotescas modalidades de la ofrenda.
- Se insiste en el pan ordinario en vez del pan ázimo.
- A los ayudantes de misa y a los seglares se les concede la facultad de tocar los vasos sagrados durante la comunión bajo las dos especies (nº 244).
- Se irá creando en la Iglesia una increíble atmósfera, pues se irán alternando sucesivamente el sacerdote, el diácono, el subdiácono, el salmista, el comentador (el propio sacerdote, por otra parte, se ha convertido en comentador, pues se lo invita a «explicar» continuamente lo que está haciendo), los lectores hombres y mujeres, los clérigos o los seglares que reciben a los fieles a la puerta de la iglesia y los acompañan a su lugar, pasan la colecta, llevan y seleccionan las ofrendas, etc.
- En medio de tal agitación para volver supuestamente a la Escritura, encontramos en el nº 70 –opuesto formalmente tanto al Antiguo Testamento como a San Pablo– la presencia de la mulier idonea, la mujer apropiada (nº 66), autorizada por primera vez en la tradición de la Iglesia para leer las lecturas de la Sagrada Escritura y realizar otros «ministerios que se ejecutan fuera del presbiterio».
- Finalmente, la manía de la concelebración, que acabará destruyendo la piedad eucarística del sacerdote y difuminando la figura central de Cristo, único Sacerdote y Víctima, y disolviéndola en la presencia colectiva de los concelebrantes.
VI
Hasta aquí nos hemos limitado a un breve examen del nuevo Ordo Missae y de las desviaciones más graves con relación a la teología de la Misa católica. Las observaciones hechas tienen sobre todo un carácter típico. Haría falta un trabajo más amplio para establecer una evaluación completa de los obstáculos, peligros y elementos destructores, tanto espiritual como psicológicamente, que contiene el nuevo rito.
Los nuevos Cánones –denominados «plegarias eucarísticas»– ya han sido criticados varias veces y autorizadamente. No volveremos sobre el tema. Observemos que la segunda «plegaria eucarística»30 (¡Se ha pretendido presentarlo como el «Canon de Hipólito»!, cuando apenas conserva algunas reminiscencias verbales.)ha escandalizado inmediatamente a los fieles por su brevedad.
Se ha señalado entre otras cosas que esta «Plegaria eucarística II» puede ser empleada con toda tranquilidad de conciencia por un sacerdote que ya no crea en la transubstanciación ni en el carácter sacrificial de la Misa; esta plegaria eucarística puede muy bien servir para la celebración de un ministro protestante.
El nuevo Ordo Missae ha sido presentado en Roma como un «abundante material pastoral», como «un texto más pastoral que jurídico», al que las Conferencias episcopales podrían aportar, según las circunstancias, modificaciones conforme al carácter respectivo de los diferentes pueblos.
Por otra parte, la primera sección de la nueva «Congregación para el culto divino» estará a cargo de la «edición y continua revisión de los libros litúrgicos».
A esto alude el boletín oficial de los Institutos litúrgicos de Alemania, Suiza y Austria31 (Gottesdienst, no 9 del 14 de mayo de 1969),cuando escribe: «Ya desde ahora los textos latinos tendrán que traducirse a las lenguas de los diferentes pueblos; habrá que adaptar el estilo ―romano‖ a la individualidad de cada iglesia local. Lo que se ha concebido de
modo intemporal tendrá que trasladarse al contexto mudable de las situaciones concretas, en el flujo constante de la Iglesia universal y de sus innumerables asambleas».
La propia Constitución Missale romanum –en oposición a la voluntad expresa de Vaticano II– da el golpe de gracia al latín como lengua universal cuando afirma: «no obstante la gran variedad de lenguas, una e idéntica (?) oración... subirá». La muerte del latín será, pues, como un hecho consumado. De ella se derivará inevitablemente la del gregoriano: el gregoriano al que, sin embargo, Vaticano II ha reconocido como «el canto propio de la liturgia romana» y al que ha concedido «el primer lugar» (Sacrosanctum Concilium, no 116). El hecho de poder elegir libremente, entre otras cosas, los textos del Introito y del Gradual, acabará eliminando el canto gregoriano.
El nuevo rito se presenta como pluralista y experimental y como vinculado al tiempo y al lugar.
Quedando de este modo definitivamente rota la unidad del culto, ya no vemos en que podrá consistir en adelante la unidad de fe que está vinculada íntimamente con él, de la cual sin embargo se sigue diciendo que es su sustancia lo que se debe mantener sin hacer compromiso alguno.
Es evidente que el nuevo Ordo Missae renuncia de hecho a ser la expresión de la doctrina que definió el Concilio de Trento como de fe divina y católica, aunque la conciencia católica permanece vinculada para siempre a esta doctrina. Resulta de ello que la promulgación del nuevo Ordo Missae pone a cada católico ante la trágica necesidad de escoger.
VII
La Constitución «Missale romanum» habla explícitamente de una riqueza de doctrina y de piedad que el nuevo Ordo Missae tomaría prestada a las iglesias de Oriente.
Este supuesto préstamo tendría como resultado efectivo alejar a los fieles del rito oriental, pues la inspiración del rito oriental no es sólo ajena sino totalmente opuesta al espíritu de nuevo Ordo Missae, pues, ¿a qué se reducen esos préstamos que se declaran inspirados por el ecumenismo?
En sustancia, a la multiplicación de las ánforas32 (Anáfora (palabra que quiere decir: «ofrenda»): plegaria eucarística de la misa del rito griego, denominado de San Juan Crisóstomo. Casi todos los ritos orientales cuentan con varias anáfora), aunque no a su orden ni belleza; a la presencia del diácono; y a la comunión bajo las dos especies.
Pero parece que se ha pretendido eliminar todo lo que en la liturgia romana está más cerca de la liturgia oriental33 (Así, para no recordar sino la liturgia bizantina, -las oraciones penitenciales, largas insistentes y repetidas; -los ritos solemnes con que se revisten el celebrante y el diácono; -la preparación de las ofrendas (proscomidia) que constituye ya un rito completo; -la mención permanente, en las oraciones y hasta en el ofertorio, de la Santísima Virgen, de los Santos y de las jerarquías angélicas, que durante la Entrada con el Evangelio, se vuelven a invocar como invisiblemente concelebrantes y con las que se identifica el coro en el Cherubicon; -la iconostasis que separa netamente el santuario del resto del templo, clero y fieles; -la consagración lejos de las miradas, símbolo evidente del Incognoscible al que se refiere toda la liturgia; -la actitud del celebrante siempre de cara a Dios y nunca al pueblo; -el hecho de que el celebrante y sólo él distribuye la comunión; -las señales continuamente repetidas de profunda adoración a las Sagradas Especies; -la actitud esencialmente contemplativa del pueblo. Además, el hecho de que las liturgias orientales, incluso en las formas menos solemnes, duran más de una hora, y las expresiones que se repiten constantemente («terrible e inefable liturgia», «terrible, celestial y vivificante misterio», etc.) bastan para explicar todo.
Por último, destaquemos que tanto en la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo como en la de San Basilio, la idea de «cena» o de «banquete» está claramente subordinada a la de Sacrificio, al igual que en la Misa romana de San Pío V.)y que, renunciando al incomparable e inmemorial carácter romano de la liturgia, se ha querido renunciar a lo que le era espiritualmente más propio y precioso. Se ha sustituido la romanidad por elementos que acercan el nuevo Ordo Missae a ciertos ritos protestantes, y no precisamente a los que estaban más cerca del catolicismo; estos elementos degradan la liturgia romana y alejaran cada vez más al Oriente, como ya se ha visto con las reformas litúrgicas que han precedido inmediatamente al nuevo Ordo Missae.
En cambio, el nuevo Ordo Missae gozará del favor de los grupos cercanos a la apostasía que, atacando en la Iglesia la unidad de la doctrina, de la liturgia, de la moral y de la disciplina, provocan en ella una crisis espiritual sin precedentes.
VIII
San Pío V había concebido la edición del Misal romano como un instrumento de unidad católica, tal como recuerda la propia Constitución Missale romanum. En conformidad con las prescripciones del concilio de Trento, el Misal romano de San Pío V debía impedir que se pudiera introducir en el culto divino ninguno de los sutiles errores con que la Reforma protestante amenazaba a la fe.
Los motivos de San Pio V eran tan graves que nunca antes en ningún otro caso parecía haber estado más justificada la fórmula ritual y en la ocurrencia casi profética con que concluye la Bula de promulgación del Misal romano (Quo primum, 14 de julio de 1570): «Pero, si alguien presumiera intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Todopoderoso y sus Santos Apóstoles Pedro y Pablo».
Al presentar oficialmente el nuevo Ordo Missae en la sala de prensa del Vaticano, se ha llegado al atrevimiento de afirmar que las razones alegadas por el concilio de Trento ya no valen ahora.
No solamente subsisten sino que no dudamos en afirmar que hoy hay otras infinitamente más graves. La Iglesia elaboró alrededor del depósito revelado las defensas inspiradas de sus definiciones dogmáticas y de sus decisiones doctrinales precisamente para enfrentar a las insidiosas desviaciones que de siglo en siglo amenazaron la pureza de este depósito34 (San Pablo, 1 Tim. 6, 20: «Guarda el depósito, evita las palabrerías profanas». ).
Esas definiciones y decisiones tuvieron repercusiones inmediatas en el culto, que se volvió progresivamente en el monumento más completo de la fe de la Iglesia35 (El concilio de Trento, en la sesión 13ª (Decreto sobre la sagrada Eucaristía, Introducción) declara su intención: «Que se arranque de raíz la cizaña de los execrables errores y cismas, que el hombre enemigo sembró abundantemente en la doctrina de la Fe, en el uso y en el culto de la Sacrosanta Eucaristía... a la cual, por lo demás, nuestro Salvador dejó en su Iglesia como símbolo de su unidad y caridad, con la que quiso que todos los cristianos estuvieran unidos y asociados entre sí» (D.S. n° 1635).).
Pretender a todo precio volver a poner en vigor el culto antiguo repitiendo in vitro lo que al origen tuvo la gracia de la espontaneidad en el momento de brotar, es caer en aquel insensato arqueologismo condenado por Pío XII36 (Pío XII, encíclica Mediator Dei: «Es, en verdad, cosa prudente y loable el volver de nuevo con el espíritu y el corazón a las fuentes de la Sagrada Liturgia, porque su estudio, remontándose a los orígenes, contribuye mucho a comprender el significado de las fiestas y a penetrar con mayor profundidad y esmero en el sentido tanto de las fórmulas corrientes como de las ceremonias sagradas; pero ciertamente no es prudente ni loable el reducirlo todo y de todas las maneras a lo antiguo. Así, por ejemplo, se sale del recto camino quien desea devolver al altar su forma primitiva de mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro; quien quiere eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien hace representar al Redentor Crucificado sin que aparezcan los dolores acerbísimos que padeció en la Cruz... Tal manera de pensar y obrar reanimaría, efectiva mente, el excesivo y malsano arqueologismo que despertó el Concilio ilegítimo de Pistoya, y resucitaría los múltiples errores que un día provocó ese conciliábulo y los que de él se siguieron, con gran daño de las almas,errores que la Iglesia, guardiana vigilante del ―Depósito de la Fe‖ que le ha sido confiado por su Divino Fundador, condenó a justo título».), pues equivale –como por desgracia se ha visto– a despojar a la liturgia de todas las bellezas acumuladas piadosamente a lo largo de los siglos, y de todas las defensas teológicas necesarias ahora más que nunca, en un momento crítico; tal vez el más crítico de la historia de la Iglesia.
Hoy, ya no es en el exterior, sino en el propio interior de la catolicidad donde se reconoce oficialmente la existencia de divisiones y de cismas37 (Pablo VI, homilía del Jueves Santo de 1969: «Un fermento, que es prácticamente el del cisma, divide, fragmenta y desmenuza a la Iglesia».
La unidad de la Iglesia ya no sólo está amenazada sino que está trágicamente comprometida38 (Pablo VI, ibid.: «Hay igualmente entre nosotros esos cismas y divisiones que San Pablo denuncia con dolor en el párrafo que acabamos de leer».
Los errores contra la fe ya no sólo se insinúan sino que se imponen por medio de las aberraciones y de los abusos que se introducen en la liturgia39 (Es notoriamente público que los mismos que acaban de haber figurado entre los padres conciliares, reniegan hoy de Vaticano II. Al dejar el Concilio estaban decididos a «hacer explotar» su contenido. En cambio, el Sumo Pontífice, en la clausura de este Concilio, no había introducido ningún cambio. Por desgracia, la Santa Sede, con una prisa inexplicable, ha permitido e incluso alentado por medio de la Comisión para la aplicación de la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia una infidelidad cada vez mayor a los textos conciliares –infidelidad que va de modificaciones aparentemente de pura forma (latín, gregoriano, supresión de ritos venerables, etc.) a otras que tocan a la sustancia de la fe y que consagran el nuevo ORDO MISSAE–.
Las terribles consecuencias que hemos intentado resaltar en este estudio han repercutido, de un modo aún más dramático psicológicamente, en el ámbito de la disciplina y en el del magisterio.).
El abandono de una tradición litúrgica que ha sido durante cuatro siglos el signo y la prenda de la unidad del culto, su reemplazo por otra liturgia que no podrá ser sino causa de división por las incontables licencias que autoriza implícitamente, por las insinuaciones que favorece y por sus manifiestas agresiones a la pureza de la fe, parece que es, para hablar con términos moderados, un incalculable error.
Corpus Christi 1969
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Última edición por donjaime; 13/04/2016 a las 14:50
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