He aquí unas palabras de Monseñor Marcel Lefebvre, fundador de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, sobre el sueño de los liberales, desde hace un siglo y medio, que consiste en conciliar la Iglesia con la Revolución.
El origen de la Revolución —que es “el odio a todo orden que el hombre no haya establecido y en el que el hombre no sea rey y dios al mismo tiempo” —es el orgullo, que ya había sido la causa del pecado de Adán. La Revolución en la Iglesia se explica por el orgullo de nuestros tiempos modernos, que parece que son tiempos nuevos, en que el hombre, por fin, “ha comprendido por sí mismo su dignidad”. Ha tomado mayor conciencia de sí mismo “a tal punto que se puede hablar de metamorfosis social y cultural, cuyos efectos repercuten en la vida religiosa… El movimiento mismo de la historia se ha vuelto tan rápido que apenas se puede seguir… En suma, el género humano pasa de una noción estática del orden de las cosas a una concepción más dinámica y evolutiva. De ahí nace una inmensa y nueva problemática que provoca nuevo análisis y nuevas síntesis”. Estas frases de admiración, que figuran con otras muchas parecidas en el preámbulo de la constitución apostólica Lumen Gentium, no presagian nada bueno sobre el regreso al espíritu evangélico, que no parece que pueda sobrevivir fácilmente con tantos movimientos y transformaciones.
“Una sociedad de tipo industrial se va difundiendo poco a poco y está transformando radicalmente los conceptos de la vida social”.
¿Cómo hay que entender esto? No parece sino que se da como un hecho lo que realmente se desea, es decir, una concepción de la sociedad que no tiene nada que ver con la concepción cristiana, según la doctrina social de la Iglesia. Premisas como esta sólo conducen a un Evangelio nuevo y a una nueva religión. Y aquí viene:
“Que vivan pues [los creyentes] en unión muy estrecha con los demás hombres de su tiempo y se esfuercen por comprender a fondo sus maneras de pensar y de sentir tal como las expresa la cultura. Que unan el conocimiento de las ciencias y de las teorías nuevas, así como el de los descubrimientos más recientes, con los usos y las enseñanzas de la doctrina cristiana, para que el sentido religioso y la rectitud moral corran en ellos a la par con el conocimiento científico y los incesantes progresos técnicos. Así podrán apreciar e interpretar todas las cosas con una sensibilidad auténticamente cristiana”. (Gaudium et Spes 62, 6).
¡Vaya consejos, siendo que el Evangelio nos pide que evitemos las doctrinas perversas! No se nos diga que se pueden entender de dos maneras, pues la catequesis actual las entiende como quería Schillebeeckx, y aconseja a los niños que escuchen a los ateos porque tienen mucho que enseñarles y porque además vale la pena que sepan las razones que tienen para no creer en Dios.
[…]La raíz del desorden actual está en ese espíritu moderno o, mejor dicho, modernista, que se niega a reconocer el Credo, los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, los sacramentos y la moral cristiana como única fuente de renovación para todos los tiempos hasta el fin del mundo. Deslumbrados ante “los progresos de la técnica que llegan hasta transformar la faz de la tierra y ya se lanzan a la conquista del espacio” (Gaudium et Spes, 5, 1), parece que los hombres de la Iglesia piensan que Nuestro Señor no podía prever la evolución tecnológica de nuestra época y que, por consiguiente, su mensaje no está adaptado a ella.
El sueño de los liberales desde hace un siglo y medio consiste en conciliar la Iglesia con la Revolución. Durante ese mismo siglo y medio, los Papas condenaron ese catolicismo liberal. Citemos, entre los documentos más importantes, la bula Auctorem fidei de Pío VI contra el concilio de Pistoya; la encíclica Mirari vos de Gregorio XVI contra Lamennais; la encíclica Quanta curay el Syllabus de Pío IX; la encíclica Immortale Dei de León XIII contra el “derecho nuevo”; las Actas de San Pío X contra el sillonismo y el modernismo, y especialmente el decreto Lamentabili; la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI contra el comunismo; y la encíclica Humani Generis del Papa Pío XII.
Todos los Papas repudiaron ese ‘matrimonio’ de la Iglesia con la Revolución, que sería una relación adúltera. De una unión adúltera, sólo pueden nacer hijos bastardos. El rito de la nueva Misa es un rito bastardo; los sacramentos son bastardos, porque ya no sabemos si dan la gracia o no; y los sacerdotes que salen de los seminarios son bastardos, porque no saben ni qué son ni que han sido constituidos para subir al altar, ofrecer el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo y dar a Jesucristo a las almas.
Monseñor Marcel Lefebvre+
CARTA ABIERTA A LOS CATÓLICOS PERPLEJOS.


Fuente: La unión de la Iglesia con la Revolución - Palabras de Monseñor Lefebvre - Distrito de México