Conspiracionismo
En esta entrada, y en otras posteriores, trataremos desde una perspectiva teológica sobre los errores más frecuentes en el «conspiracionismo».
I. Maniqueísmo.
El primer error subyacente es el maniqueísmo. Es un sistema complejo, integrado por elementos doctrinales heterogéneos, ensamblados de modo sincrético. Hay dos puntos que deben mencionarse:
1) Dualismo radical.
«El principio fundamental del Maniqueísmo es el dualismo entre el espíritu y la materia, entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal. El principio del bien es Dios identificado con la luz: el principio del mal es la materia identificada por el pueblo con el diablo (Satanás)» (Parente).
Es de fe que el mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de la nada en la totalidad de su sustancia. El diablo y los otros demonios, son creaturas; ángeles creados buenos por Dios, que se hicieron malos por su propia culpa.
2) Igualdad de los co-principios.
En el sistema maniqueo desde toda la eternidad hay dos principios supremos de igual orden y dignidad: el principio de la luz (el Bien) y el de las tinieblas (el Mal). Ambos principios se hallan en una situación de antítesis irreconciliable. Cada uno tiene su propio imperio: el imperio de la luz al Padre de la Grandeza y el reino del mal al Príncipe de las tinieblas. Entre los dos principios y sus respectivos reinos se entabla una guerra, en la que el reino de las tinieblas trata de destruir al de la luz.
El «conspiracionismo» no suele igualar formalmente a Dios con el demonio, lo cual sería un error demasiado grosero, pero sí atribuirle unos «super-poderes» que exceden los límites puestos por Dios a la naturaleza y obrar diabólicos. Para dar peso esta tesis errónea, se apoya en la expresión bíblica «príncipe de este mundo» (cfr. Jn 12, 31). Pero la palabra mundo no significa aquí ni el cosmos, ni la humanidad, sino «el conjunto de los hombres que rechazan someterse a Dios». Con palabras del Angélico: «Al Diablo se le llama “Príncipe de este mundo” en razón no de una dominación natural legítima, sino a causa de la usurpación de poder, en el sentido de que los hombres carnales han despreciado a Dios para someterse al Diablo» (Comentario al Evangelio de San Juan, ad 12, 31). La palabra príncipe se debe tomar, por tanto, no en sentido propio, como si se tratase de una autoridad, sino en sentido figurado.
Esta demonología maniquea es inconciliable con la omnipotencia y la perfección divinas. El demonio es un creatura y su obrar sólo es posible dentro de los límites que le fija Dios. No puede hacer nada que Dios no le permita. Dios se sirve de su malicia, perfectamente controlada, para poner a prueba a los hombres y para darles de este modo la ocasión de purificarse y de elevarse espiritualmente. Así, los ángeles rebeldes se convierten a pesar suyo en los servidores del Señor. Además, el gobierno de Dios tiene designios misteriosos que no se nos han revelado y que resulta temerario atribuir a causas preternaturales. Por último, la demonología maniquea implica una negación de la exclusiva Realeza de Cristo sobre toda la humanidad y el cosmos.
II. Determinismo pesimista.
Hay libertad física (libre de vínculos físicos, como las cadenas), moral (ante vínculos morales, como las leyes) y de la voluntad (libre albedrío) de la que aquí hablamos y que es el poder que tiene la voluntad para elegir ante una alternativa. Mientras la materia obedece necesariamente las leyes físico-químicas, y los animales siguen irresistiblemente sus instintos, el hombre es dueño de sus decisiones. Luego, sólo el hombre es un ser moral responsable de sus actos.
Los determinismos suprimen el libre albedrío. El hombre no es dueño de sus decisiones porque algo lo impulsa a obrar necesariamente en algún sentido. Para los maniqueos, hay dos principios eternos e irreductibles, uno bueno y el otro malo, y de ambos se derivan una serie de emanaciones que se entremezclan en el mundo y en el hombre. La acción de estos principios suprime el libre albedrío y, por tanto, la responsabilidad.
El «conspiracionismo» suele agregar al determinismo un sesgo pesimista: no sólo la humanidad (o una parte de ella) carecería de libre albedrío, sino que estaría determinada a obrar el mal, manipulada por los oscuros poderes que conforman la «gran conspiración». Al igual que los protestantes, Bayo y Jansenio, desde el «conspiracionismo» se supone que el libre albedrío habría sido totalmente extinguido, de suerte que la voluntad humana estaría incapacitada para cualquier acción buena que se desvíe del plan trazado por los conspiradores.
En el marco de este pesimismo antropológico, los «conspiracionistas» suelen negar o poner en duda verdades católicas bien establecidas por la Iglesia sobre las capacidades de la naturaleza humana (herida, pero no destruida), tanto en el orden especulativo como en el práctico, firmemente defendidas por el Vaticano I (una explicación: aquí, n. 200.3) y también sobre el importante papel de la gracia actual (v. aquí) en el obrar moral que conduce a la justificación.
La existencia de la libertad humana, la capacidad ética de la naturaleza caída y la gracia actual, son factores de incertidumbre que destruyen el fatalismo pesimista de una «conspiración infalible». El ser humano, incluso el pecador más endurecido, no es una marioneta que actúa indefectiblemente mal.
III. Errores sobre la Providencia.
Dios, que todo lo creó, con su Providencia lo conserva y gobierna. Las criaturas no tienen su causa en sí mismas, sino que tienen siempre su causa en Dios, del que reciben constantemente el ser y el obrar. Sin esta acción conservadora y providente, las criaturas «volverían en seguida a recaer en la nada» (Catecismo Romano I, 1, 21). Dios actúa en las obras de sus criaturas. Él es la causa primera que opera en y por las causas segundas. Ahora mismo, Él concurre a la acción de quien esto lee.
La Providencia divina es el gobierno de Dios sobre la creación, es la ejecución en el tiempo del plan eterno de Dios sobre el mundo. Ningún suceso, grande o pequeño, bueno o malo, sorprende el conocimiento de Dios o contraría realmente su voluntad. En este sentido, todo cuanto sucede es providencial. Pensar que la criatura pueda hacer algo que se le imponga a Dios, aunque éste no lo quiera, es algo simplemente ridículo. Dios es omnipotente. La creación nunca se le va de las manos, en ninguna de sus partes.
La armonía del orden cósmico es la manifestación primera de la Providencia de Dios (S. Th I, 2, 3). Pero toda la historia humana es providencial, la de los pueblos y la de cada hombre. «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). La historia podrá parecer muchas veces «un cuento absurdo contado por un loco», pero todo tiene un sentido profundo; nada escapa al gobierno providente de Dios, lleno de inteligencia y bondad. Esta es sin duda una de las principales revelaciones de la Sagrada Escritura. La historia de José, vendido por sus hermanos como esclavo a unos madianitas, y la de Jesús, son ejemplos de la infalible Providencia divina.
La Providencia de Dios -que se cumple en José y en Jesús- se cumple infaliblemente en todos y cada uno de los hombres. La Providencia es infalible precisamente porque es universal: nada hay en la creación que pueda desconcertar los planes de Dios. A Cristo Rey le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18) y él tiene sin duda un dominio absoluto sobre todo cuanto sucede en el mundo, grande o pequeño. No hay para él sucesos fortuitos.
La presencia del mal en el mundo, no es obstáculo a la Providencia divina. Todo lo que sucede es voluntad de Dios, positiva o permisiva. También el pecado de los hombres realiza indirectamente la Providencia de Dios. La muerte de Cristo -producida por causas segundas contingentes- se produjo «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2, 23). Y los judíos, que «no reconocieron a Jesús, al condenarlo, cumplieron las profecías» (13, 27).
La voluntad antecedente de Dios que todos seamos santos no siempre se realiza, pues no es una voluntad absoluta, sino condicionada: Dios quiere la santidad de cada hombre, si no se opone a ello un bien mayor, por él mismo querido. Pero la voluntad consecuente de Dios versa, en cambio, sobre lo que él quiere en concreto, aquí y ahora; y esta voluntad es absolutamente eficaz e infalible. Esta tradicional distinción teológica, lo mismo que otras consideraciones especulativas, puede ayudar un poco a explicar el misterio; pero la Providencia divina siempre será para el hombre un gran misterio.
En todo caso, la fe nos enseña ciertamente que el Señor gobierna a sus criaturas con una Providencia infinitamente amorosa y eficaz. Toda nuestra historia personal o social, salud o enfermedad, victoria o derrota, encuentro o alejamiento, todo está regido providentemente por un Dios que nos ama, y que todo lo domina como «Señor del cielo y de la tierra». Ni siquiera el mal, el pecado del hombre, altera la Providencia divina, desconcertándola. Del mayor mal de la historia humana, que es la cruz, saca Dios el mayor bien para todos los hombres. Por eso la rebeldía de los hombres contra el Señor es inútil y ridícula.
El hombre ignora los designios concretos de la Providencia: son para él un abismo insondable de sabiduría y amor (Rm 11,33-34). Muchas veces los pensamientos y caminos de Dios no coinciden con los pensamientos y caminos del hombre (Is 55,6). Por eso en este mundo el creyente camina en fe oscura y esperanza cierta, confiándose plenamente a la Providencia divina, como supieron hacerlo nuestros antecesores en la fe (Heb 11).
Sabemos por la fe que hasta los males aparentemente más absurdos y lamentables no son sino pruebas providenciales que el Señor dispone para nuestro bien. Así nos purifica del pecado con penas medicinales; así hace que nuestras virtudes crezcan.
Pero el «conspiracionismo» suele malentender o errar acerca de estas verdades de fe.
En primer lugar, atribuye a la «gran conspiración» una potencia superior a la que es propia de causas segundas. Así la «gran conspiración» sería una causa segunda cuasi-divina, que pretende disputarle a Dios la causalidad primera del obrar creado o interferir en ella.
Otro error frecuente es concebir un Dios distante de la creación, que no se entromete en el gobierno del mundo, ni en lo pequeño ni en lo grande, sino que lo abandona en manos de la «gran conspiración». En este aspecto, las teorías conspirativas se asemejan al ideario de la Masonería.
Un tercer error está en cierta incapacidad para comprender el papel del mal en el mundo. Para la Providencia divina no hay sucesos fortuitos. Enseña Santo Tomás que Dios permite el mal «para que no sean impedidos mayores bienes o para evitar males peores» (S. Th. II-II, q. 10, a. 11) y sabe perfectamente cuál es el bien mayor que saca o el mal mayor que evita. Pero no ha revelado por qué permite ciertos males concretos, históricamente determinados. Sin embargo, el «conspiracionismo» pretende dar una explicación cierta de lo que Dios ha querido dejar velado en el misterio.
Por último, mientras el creyente camina con esperanza cierta, confiando plenamente en Dios providente, el «conspiracionismo» siembra desesperanza, desconfía de la Providencia en el gobierno del mundo y de la Iglesia. Y en este aspecto implica un «quietismo» paralizante: si la conspiración es algo tan grande, tan poderoso; los creyentes deben sufrir pasivamente los males, sin combatirlos por la oración y el apostolado.
IV. Teología de la historia.
La expresión «Teología de la historia» tiene varias acepciones. Por lo general se entiende como una reflexión sobre el significado teológico de la historia humana a partir de las premisas y del método teológico. La cual debe distinguirse de la «historia de la salvación», que es el conjunto de acontecimientos que se desarrollaron en el espacio y en el tiempo, a través de los cuales el Dios se manifiesta y conduce a los hombres según sus designios salvíficos. La «historia de la salvación» trata acerca de algunos acontecimientos históricos sobre los cuales Dios ha hablado directamente: la Creación, la Alianza con Israel, la Encarnación de Cristo, su Resurrección, etc. Se puede dividir en tres grandes tiempos históricos: el tiempo de Israel, el tiempo de Jesucristo y el tiempo de la Iglesia. Concluirá con la Parusía.
Entre «historia de la salvación» e «historia profana», aunque sean distintas, existe una relación íntima, pues Dios está encarnado e inserto en la historia. Para un cristiano, la historia tiene un sentido. La fe cristiana excluye, en primer lugar, toda visión cíclica del acontecer para describirlo en cambio como una sucesión de eventos, individuales e irrepetibles, orientados hacia la consumación final. Excluye también, toda filosofía del absurdo y toda interpretación que vea la existencia humana abocada a la nada o a la destrucción; la última palabra no la tienen el mal o el pecado, sino la gracia y la voluntad salvadora de Dios. Ese convencimiento afecta no sólo a la totalidad del acontecer histórico, sino a cada acontecimiento en concreto; la fe da al cristiano el conocimiento de que, por muy oscura y dolorosa que sea una situación, en ella se contiene una llamada de Dios y, por tanto, la promesa de la gracia para saber manifestar allí la caridad, que es la esencia de la ley cristiana.
Pero la Revelación no se expresa sobre los hechos que constituyen la trama de la «historia profana». ¿Qué enseña la Biblia sobre la revolución rusa de 1917? ¿Qué datos hay en la Tradición sobre la bomba de Hiroshima? ¿Acaso los Santos Padres enseñaron unánimemente sobre el «Brexit»? La Revelación tampoco permite desentrañar de modo cierto las razones por las que Dios ha permitido o querido determinados hechos: por qué ha nacido el Islam, por qué quiso Dios que los reinos de Francia y de Gran Bretaña fueran distintos, enviando para eso a Juana de Arco, etc.
Sabemos con certeza que la «historia profana» como totalidad está gobernada por la Providencia y orientada a la realización escatológica. Está revelado que existe un tiempo histórico y ese tiempo no es vacío e inútil, sino que desempeña una función imprescindible para la realización plena del plan divino de salvación. Pero no ha sido revelado el sentido que tienen los acontecimientos singulares, ni los procesos más generales, que constituyen la «historia profana». Es un misterio. Y todo intento de descifrar certeramente este misterio de la historia está condenado al fracaso, pues tal conocimiento sólo puede ser obtenido desde Dios y, por tanto, está reservado al fin de los tiempos, al juicio final.
Hay que insistir en que la «Teología de la historia», si bien se propone reflexionar sobre la «historia profana», en la consideración de los hechos y procesos, se encuentra con un límite enorme, conocido y respetado por los teólogos serios, aunque soslayado por los adeptos al «conspiracionismo»: el misterio, lo oscuro, aquello que Dios pudo revelar pero no quiso y que, de hecho, no manifestó. Este límite debiera poner freno a la «arrogancia» de algunas teorías conspirativas que se camuflan de «Teología de la historia». Porque, en efecto, el conocimiento humano del devenir histórico no es Ciencia Divina*. El cristiano no puede conocer los designios de la providencia al detalle, con una curiosidad exigente; es incapaz de «comprender» a Dios dominándolo -saber es dominar- tratando vanamente de «ser como Dios» (Gén 3,5).
El cristiano, sin ceder a la «tentación gnóstica», no niega la providencia de Dios en la historia, ni la olvida, sino que humildemente la contempla día a día, en la adoración del Inefable. Está bien dispuesto respecto de una sana «Teología de la historia» -que no es Ciencia Divina, sino ciencia creada- pero es consciente del diferente valor epistémico que tienen sus posibles afirmaciones. Pues sabe que sólo al final de los tiempos habrá un desvelamiento completo del proyecto divino, el cual ahora es cognoscible sólo de modo limitado.
Aristóteles estableció de modo claro los principios fundamentales en los que se debe basar todo conocimiento científico. El verdadero saber científico (scientia demonstrativa) es aquel conocimiento de las cosas «necesarias» adquirido por «demostración». No todo conocimiento silogístico es demostrativo, ya que puede existir también un silogismo dialéctico, construido a partir de premisas que son contingentes, y por lo tanto no concluyentes de modo necesario. Santo Tomás asumió esta noción aristotélica de ciencia distinguiéndola de otros conocimientos menos perfectos (ciencias en sentido moderno, según L.M. Régis, OP; cuasi-ciencias, según O. N. Derisi; ciencias imperfectas, para I. Gredt) que no son ciencia stricto sensu.
Los tomistas (un panorama, aquí y aquí) dan cuenta del carácter análogo de la noción de ciencia y coinciden en la siguiente conclusión: la Historia no es ciencia en sentido clásico, estricto, aristotélico. Porque no tiene por objeto lo universal y necesario, sino lo singular y contingente; y porque sus conclusiones, lógicamente, no alcanzan la certeza necesaria.
Una «Teología de la historia» que sea verdadera no puede ignorar el valor epistémico de los datos que le suministra la ciencia histórica. Pero el «conspiracionismo» suele suponer que los elementos historiográficos con las cuales teje sus «explicaciones» tienen una certeza propia de lo universal y necesario. Vale decir, se maneja con el supuesto «racionalista» de que la Historia sería una ciencia en sentido estricto. A lo que se debe agregar una habitual confusión entre «historia» (=realidad) e «historiografía» (=conocimiento histórico). Con un agravante: lo que el «conspiracionismo» denomina «Historia», no suele ser más que una selección historiográfica sesgada, tomada de un repertorio limitado de autores, que le sirven más para validar esquemas preconcebidos que para aproximarse a la realidad de los hechos.
La «Teología de la historia» -cuando es un disciplina seriamente cultivada- sabe diferenciar entre las grandes líneas que develan la estructura de la historia, al estilo de La ciudad de Dios de San Agustín, de las aplicaciones particulares respecto de las cuales el conocimiento histórico sólo permite arribar a conclusiones probables o enunciar modestas conjeturas.
«En el juicio final que concierne a todos los hombres en cuanto son miembros del género humano y han participado de la historia común, el sentido de la historia, de los conflictos, las guerras crueles, el progreso y la decadencia de los pueblos y las culturas nos será revelado» (L. Elders).
En el juicio final… No antes, por obra de «iluminados».
* Para la distinción entre Ciencia Divina y ciencia creada, ver S. Th. I, q. 14, aquí.
FUENTE: Infocatólica (parte 1, parte 2, parte 3, parte 4).
«Eso de Alemania no solamente no es fascismo sino que es antifascismo; es la contrafigura del fascismo. El hitlerismo es la última consecuencia de la democracia. Una expresión turbulenta del romanticismo alemán; en cambio, Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus escuelas y, por encima de todo, la razón.»
José Antonio, Diario La Rambla, 13 de agosto de 1934.
Ejemplos de conspiracionismo paranoico:
https://www.youtube.com/watch?v=JAPPIwyTSaI
"He ahí la tragedia. Europa hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma europea choca con una realidad artificial anticristiana. El europeo se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.
<<He ahí la tragedia. España hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma española choca con una realidad artificial anticristiana. El español se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.>>
Hemos superado el racionalismo, frío y estéril, por el tormentoso irracionalismo y han caído por tierra los tres grandes dogmas de un insobornable europeísmo: las eternas verdades del cristianismo, los valores morales del humanismo y la potencialidad histórica de la cultura europea, es decir, de la cultura, pues hoy por hoy no existe más cultura que la nuestra.
Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."
En la hora crepuscular de Europa José Mª Alejandro, S.J. Colec. "Historia y Filosofía de la Ciencia". ESPASA CALPE, Madrid 1958, pág., 47
Nada sin Dios
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