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Hasta aproximadamente el Vaticano II, comienzo de los años 60, en España se contaban con los dedos de una mano, los sacerdotes que abandonaban cada año su ministerio, previa dispensa (“la castidad sacerdotal dimana de una disposición de derecho eclesiástico, que la misma Iglesia puede dispensar”), para contraer matrimonio, (canónico, por supuesto). El hecho suscitaba lástima: el sacerdote en cuestión habría sido “débil” y digno de compasión. Los pocos casos no suscitaban alarma. Además el asunto era silenciado debidamente: el sacerdote en cuestión cambiaba de residencia y ningún feligrés se enteraba.
Llegaron los tiempos del Vaticano II y, con él, la desbandada por millares de curas en todo el mundo (más bien jóvenes) que colgaban los hábitos, una vez descolocados ante la nueva doctrina y praxis, mundanas ambas, implantadas por el Concilio. Ahí ya no cabía el disimulo de los superiores. Para agravar el tema, Pablo VI concedía sistemáticamente la dispensa a todo cura que lo solicitaba, sin mediar papeleo. (Obispo hubo en España, por entonces, que se salió y se casó, secretamente… )
Tal situación producía un cuádruple escándalo:
-de una parte, la propia desbandada clerical;
-comprobar con qué facilidad y rapidez se liaba y se casaba la mayoría de los curas secularizados (en general, pedían la secularización porque ya estaban liados con alguna);
-comprobar que "salirse de cura" (de derecho eclesiástico) y casarse canónicamente era facilísimo, mientras todo eran trabas para los ya casados canónicamente (de derecho divino) que estaban a disgusto, tras comprobar que se habían equivocado y no poder rehacer su vida;
-y ya el colmo, contemplar estupefactos al ex-cura que rezó el rosario, confesó, consagró, y predicó contra el sexto mandamiento... pasear de la mano de su mujer embarazada, como un paisano más.
Ello motivaba una reflexión de Blas Piñar (advirtiendo que por entonces en España no había divorcio para nadie):
Revista FUERZA NUEVA, nº124, 24-May-1969
Duro de entender
Blas Piñar
Si la indisolubilidad del vínculo conyugal, por contraste con la secularización de los ordenados “in sacris” y su posible matrimonio, se plantea en términos doctrinales, no hay dificultad alguna en la comprensión. Aquella indisolubilidad surge de un precepto divino: “quod ergo Deus coniunxit homo non separet”, es decir, aquello que Dios ha unido el hombre no puede separarlo (Mc. X, 9). Por el contrario, la castidad sacerdotal dimana de una disposición de derecho eclesiástico, que la misma Iglesia puede dispensar.
Pero si la cosa está clara en el orden de los principios, no lo está tanto en el de las aplicaciones, o mejor aun, en la repercusión práctica tanto de la indisolubilidad matrimonial como de la vía ancha que hoy (1969) encuentran los sacerdotes para secularizarse y contraer matrimonio.
Para que no haya confusión, partimos de la base de que el vínculo conyugal sólo desaparece con la muerte de uno de los cónyuges, o en el caso de dispensa, tratándose de matrimonio rato y no consumado (canon 1962) y cuando se aplica el privilegio paulino (I Cor. VII, 15). Fuera de tales supuestos, un católico no puede contraer nuevas nupcias, y ello aun en los casos más estridentes e irritantes, como los de abandono inmediato por una de las partes, de sevicias crueles o de adulterio. Al esposo inocente no le queda otro camino que el de la separación de lecho, mesa y habitación, y el de la cruz, que para un católico no puede ser nunca escándalo ni locura. Esto es la doctrina de quien nos amó hasta el fin. Al oírla, los apóstoles exclamaron: “si tales la condición del hombre con respecto a la mujer, no tiene cuenta el casarse” (Mt. XIX, 10).
El gran sacramento del matrimonio, que cristifica el amor conyugal y hace que los esposos se amen con aquel sentimiento de amor con que Cristo y la Iglesia se aman, exige esta dimensión vidual, o sea, de por vida, entre el hombre y la mujer que reciben la gracia propia del misterio que representan. Toda la altura y la profundidad del misterio de Cristo se refleja así en el vínculo nupcial.
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Por otra parte, sacerdocio y celibato no son inseparables “per se”, como reitera el magisterio pontificio. Pero la Iglesia, que tiene poder para atar y desatar, ha querido que el ordenado “in sacris” sea célibe, apoyando su decisión en múltiples argumentos, el primordial, sin duda, el del sacerdocio virginal de Cristo, del que participa el sacerdote de un modo cualificado. A ese argumento se añaden, entre otros, el de San Pablo, sobre el corazón dividido (I Cor. VII, 32-33)y el de las nupcias que el ordenado “in sacris” contrae con la Iglesia, para hacerla fecunda con su paternidad espiritual, ejercida a través de la tarea santificadora. Por ello, el Código de Derecho canónico (año 1917) establece en su canon 132 prf. 1º que “los clérigos ordenados de mayores no pueden contraer matrimonio y están obligados a guardar castidad”, añadiendo el canon 213 que “el clérigo de órdenes mayores” aun legítimamente reducido al estado laical “queda obligado al celibato”.
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La cuestión que hoy (1969) tanto preocupa y conturba a los fieles se desdobla. De una parte, los clérigos ordenados de mayores no pueden contraer matrimonio. De otra, los que fueron reducidos al estado laical, hoy, previa la dispensa eclesiástica, pueden contraerlo. Y de hecho son numerosos los casos de secularización seguida de matrimonio, o quizá, para ser más concretos, los de reducción al estado laical por razón de matrimonio proyectado.
La multiplicación de estos casos no sólo confunde sino que escandaliza al pueblo de Dios, precisamente cuando estamos viviendo en una época caracterizada por el pastoralismo.
A las gentes sencillas es muy difícil convencerlas con apelaciones a instancias doctrinales, frente a la tensión de un hombre o de una mujer jóvenes que se equivocaron a la hora de elegir esposo, y a la facilidad prodigada en los últimos tiempos con que el sacerdote secular o regular -con el que hemos confesado, que ha dirigido nuestras conciencias, que ha ejercido un magisterio espiritual en un ambiente concreto-, se le autoriza para casarse. Si, además, con falta de prudencia, el sacerdote continúa en el mismo pueblo, se exhibe sin recato con su mujer o con sus hijos y trata con una vida alegre de romper con su pasado conocido, el escándalo se agranda y la fe de muchos se tambalea. Las palabras de Cristo parecen resonar con la misma fuerza con que fueron pronunciadas: “¡Ay de aquél hombre que causa el escándalo!”
Bien es verdad que todos somos responsables de escándalo, y que incluso la defección sacerdotal puede ser imputable a los fieles que no hemos ayudado y no hemos orado lo suficiente por nuestros pastores. Pero la realidad viva y punzante está ahí y no creo que nadie deje de sentirla como una llaga propia, como un mal de la Iglesia de hoy a la que pertenecemos y amamos.
Oí a un sacerdote en situación irregular, secularizado y con una hija, que la Iglesia tendría que buscar una solución -como la ha encontrado de hecho y derecho- para no ser tenida como madrastra. La solución ha consistido en autorizar el matrimonio, en regularizar, ante Dios, la conciencia y la ley, unas relaciones y el fruto de las mismas. Pero ¿y los otros?, ¿y los sencillos?, ¿y los angustiados por un vínculo matrimonial que no pueden disolver? Muchos de ellos miran a la Iglesia, y sin atenerse a razones la tratan de injusta y la tildan, para con ellos, de madrastra, que impide su felicidad mientras la facilita a los que llaman “del gremio”.
Dios me libre de poner en tela de juicio lo que para mí es sólido e inconmovible, como es la indisolubilidad del matrimonio o la dispensa de una ley eclesiástica, posible y lícita, como es la del celibato matrimonial. Pero no cabe la menor duda que la presunción fundada de la dispensa debilita la guarda de la castidad, como el indulto anunciado haría más frecuente la comisión del delito.
He aquí un tema que, a la hora de dar testimonio eclesial, debe ser considerado con detenimiento. La ternura llena de caridad hacia aquellos que no perseveran no puede convertirse en aliento para que no perseveren los otros, y en invitación a la desconfianza y a la rebeldía para aquellos que no pueden casarse -porque ya están casados-. La caridad con relación a los unos podría ser una inmensa falta de caridad, cierta y aparente, según los casos, para con muchos. No puede la Iglesia dejar este asunto como superfluo. Con las almas -con su tesoro de fe- no puede jugarse.
Blas PIÑAR
Última edición por ALACRAN; 05/09/2024 a las 15:52
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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