Evolución de la formación sacerdotal y de los seminarios en la Iglesia
Revista FUERZA NUEVA, nº 139, 6-Sep-1969
UNA LÓGICA AL REVÉS
Una revista dirigida por religiosos comentaba, en su número de abril (1969) la crisis de los sacerdotes que abandonan su vocación y se casan.
Nada tenemos contra la licitud de estos matrimonios. El sacerdote seguirá siéndolo, y llevará siempre el carácter sacramental impreso en su alma. Pero la Iglesia no le obliga ya a ejercer sus ministerios específicos, y le dispensa de las cargas impuestas a su vocación por el derecho meramente eclesiástico. Si una autoridad promulga una ley, puede también dispensar de ella y aun abolirla cuando le plazca. El rezo del oficio divino y el celibato no son leyes impuestas por Dios -en éstas ninguna atribución tiene la Iglesia-, sino por el derecho canónico.
Pero el artículo de la revista citada sorprende, porque nos presenta como “un testimonio admirable de fidelidad y coraje” la vuelta atrás de un hombre que nunca se hubiera ordenado “si la concepción del sacerdocio en la Iglesia hubiera sido más sana teológicamente y menos mítica”.
Estas expresiones son embrolladas y extrañas. El concilio de Trento, en el siglo XVI, al crear los seminarios, modificó de arriba abajo la disciplina vigente hasta entonces. Algunos Padres creyeron que sólo este decreto justificaría la convocatoria de aquel concilio.
“El servicio a la diócesis”
Antes de Trento, un buen número de jóvenes aspiraban al sacerdocio para regentar tranquilamente una capellanía u otro beneficio, fundado tal vez por alguno de sus ascendientes, o vinculado de una u otra manera, al patrimonio familiar. Después de brevísimos estudios y de un examen casi formulario, pasaba el candidato a recibir las sagradas órdenes.
Aquel concilio no pudo acabar fulminantemente con dicha situación. Todavía a fines del siglo XVIII, vemos por Europa a unos y otros personajillos que solicitan las órdenes y aun la consagración episcopal para situarse en su prebenda. La costumbre había adquirido ya carta de naturaleza y era imposible extirparla tan pronto y de raíz.
De aquello ya no quedan ni escombros. Los obispos exigirán, en adelante, una larga y adecuada preparación, y el “servicio a la diócesis” como título para recibir el sacerdocio. Los candidatos tuvieron que ir despidiéndose así de aquellas miras o intereses humanos que antes guiaban hacia las dignidades y beneficios eclesiásticos.
En Trento, añadieron los Padres otros requisitos, hasta entonces ignorados, para recibir las sagradas órdenes. El seminario, por ejemplo, no había de contentarse tampoco con suministrar las enseñanzas necesarias a un simple sacerdote. Para estudiar filosofía y teología bastaban las universidades europeas y las que se iban fundando en la América española; la ciencia sagrada no desapareció de ellas hasta entrado el siglo XIX. Pero San Carlos Borromeo (siglo XVI), en sus “Instituciones” ordenaba ya despedir al alumno que no quisiera cursar dichas disciplinas dentro del seminario en régimen de internado, porque solamente éste podía suministrar una concepción teológicamente sana del sacerdocio, y sin mitos.
Para reafirmarse en esta trayectoria, la Santa Sede funda en Roma, el año 1915, su Ministerio de Cultura Superior, es decir, la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades. Y el Código de Derecho canónico, en 1918, recoge con los decretos tridentinos la experiencia de tres siglos y medio, y lo acomoda todo a los tiempos actuales (*).
Nuestros seminarios españoles, después de la Cruzada y hasta las estridencias espectaculares del Vaticano II, nunca conocieron un periodo tan venturoso. Su espíritu, la competencia de su cuerpo de profesores, selecto y preparado, la seriedad y la comprensión a la vez de su régimen disciplinar, llegaron al cénit. Al mismo tiempo mejoraban las condiciones materiales, y más de diez edificios se erigieron de nueva planta, ampliados y mejorados muchos otros, gracias a la espléndida ayuda del Estado español.
No pudo la Iglesia adoptar precauciones tan acertadas para que la concepción del sacerdocio fuera siempre más sana teológicamente y menos mítica.
¿Dónde están “la fidelidad y el coraje”?
Dentro ya de esta estructura, todo aspirante, antes de ser admitido a unas obligaciones perpetuas y tan firmes, sagradas y solemnes, como son las órdenes sacerdotales, ha de someterse a largos años de estudio y dirección. Los superiores y consejeros del seminario, conscientes de su responsabilidad, tienen que desplegar con relieve, ante cualquier candidato, todos los problemas que el estado sacerdotal lleva consigo, y ponderar la gravedad y las consecuencias de esa elección, sin disimular ni minimizar nada. (…)
Dejar que se marchite, después de las órdenes, la flor de una verdadera vocación sacerdotal, es mucho más fácil y verosímil que cultivarla la fuerza y sostenerla durante doce años de carrera, en un medio hostil, teológicamente insano y mítico. Sin embargo, este caso violento, aunque rarísimo y excepcional, no es imposible. Pasado largos años de prueba, estudio y reflexión en el seminario, un candidato puede acercarse al altar sin sentir verdadera vocación, y ligarse con juramento a un género de vida inmutable, libremente elegido desde luego, porque una coacción cualquiera, aunque sea moral, invalida el voto. Pronunciado éste en la circunstancias más solemnes y conmovedoras, y presentes los testigos de mayor excepción, el candidato dará un testimonio admirable de fidelidad si cumple su palabra y guarda ese juramento. Quebrantarlo será, por el contrario, una afirmación rotunda y deplorable de infidelidad. (…)
V. FELIU
(*) Hasta la llegada de las mutaciones doctrinales del Vaticano II
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Última edición por ALACRAN; Hace 5 días a las 14:16
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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