En las cuestiones referidas a la antropología y al modelo de sociedad, El País y El Mundo tienen una afinidad casi completa. La publicidad de lanzamiento de Público lo presenta como destinado a una generación que no está representada. Sin embargo, en cada uno de sus mensajes se refiere a cuestiones en las que El País y El Mundo coinciden. Por supuesto, en el no a la guerra de Iraq o en la aversión a Bush, también en el matrimonio gay y en cualesquiera de las cuestiones accidentales que la campaña de lanzamiento reseña, como si pugnaran por encontrar un cauce a través del que expresarse, cuando son más bien el pensamiento único del momento.

El consenso pagano parte de la reclusión de toda idea religiosa a la más estricta privacidad, negando capacidad de influencia en la sociedad y mucho más en la legislación: laicismo, cultura de la muerte y anticlericalismo. Una tríada en la que coinciden, como dos gotas de agua, El País y El Mundo (y en la que Juan Luis Cebrián y Pedro J. Ramírez son como las dos caras de Juno). Fue, sin duda, El País el que lanzó en una serie de editoriales sobre “ética civil” la pretensión de una moral sin referencias religiosas, alejada de la Ley Natural, pero por esa senda ha caminado, indubitablemente, El Mundo. Su director, Pedro J. Ramírez, en un artículo publicado el 3 de Abril del 2005, se definía como “uno de esos millones de españoles que, habiendo tenido educación religiosa, defendemos los valores de una sociedad laica y apoyamos el racionalismo, el progreso y la capacidad de cada individuo para tomar las decisiones que le afectan, incluidas las encaminadas a poner fin a la propia vida”. Rancia doctrina presentada con aires de posmodernidad.

La aparente competencia entre los dos diarios es, en este terreno, un espejismo. El País y El Mundo difieren en los intereses, pero coinciden en los principios, respecto a estas cuestiones antropológicas, o en la falta de ellos. Establecen sus estrategias en relación con sus partidos de referencia, pero tiene una misma visión de la modernidad o de la posmodernidad. Ambos rotativos niegan, por ejemplo, cualquier capacidad a los católicos para intervenir en la vida pública y rechazan la posibilidad de que las doctrinas católicas puedan influir en la legislación. Así, El País negaba en un reciente editorial incluso la posibilidad de que el personal sanitario pudiera acogerse a la objeción de conciencia frente al aborto. Su primera campaña contra el derecho a la vida se basaba en que el aborto no era obligatorio, pertenecía al ámbito de la conciencia personal. Es el mismo argumento que utiliza El Mundo en un editorial (29-11-2000) para propugnar la eutanasia, porque “las normas que regularán esta práctica no son de obligado cumplimiento, ni por parte del médico ni del enfermo. Son un derecho, pero no una obligación. Su legalidad no está en contraposición con la libertad moral”, porque se trata de “una cuestión que atañe a la dignidad del ser humano, que debe tener la posibilidad de poner término a la vida cuando ésta se ha convertido en un suplicio sin esperanza”. Para El País (18-01-2007) “sorprende que los políticos no se atrevan a debatir la eutanasia, vetando el derecho que todos tenemos a una muerte digna cuando la enfermedad sea irreversible y nos cause dolores innecesarios”.

Rememorando la manifestación contra el matrimonio homosexual, El País habla de “intolerancia inquisitorial” (26-06-2005) y aduce que “no toda la Iglesia es como la que se manifestó el día 18. Si ni siquiera en la prensa se nos menciona los que, siendo católicos, apoyamos los matrimonios entre homosexuales”. Subyace la idea de que toda postura está basada en un dogma, sin relevancia en una sociedad laica. Es la misma posición sostenida por El Mundo. El 1 de Agosto del 2003, en relación con la puesta en marcha de legislaciones en naciones europeas, ese diario editorializa que “se podría argumentar que es lícito que la Santa Sede apele a todos los católicos, políticos incluidos, a defender activamente su dogma. Sin embargo, lo que el Vaticano pretende -y no es la primera vez- va más lejos de la admonición pastoral: desea que los católicos se movilicen para defender una eventual legislación que afecta a sociedades laicas y modernas”. He aquí la democracia (entendida en un sentido restrictivo y metafóricamente inquisitorial) identificada, como un dogma sin fundamento alguno, con laicismo. “Un católico” -prosigue El Mundo- “puede perfectamente reprobar, personalmente, tipos de matrimonio contrarios a su concepción religiosa, pero no debería interferirse en una eventual decisión que se mantiene en el ámbito político de la sociedad y el Derecho”. Cualquier criterio basado en la Ley Natural queda abolido y contemplado como una imposición, que ha de restringirse al ámbito privado, en reclamación directa de incoherencia, porque El Mundo es estricta y militantemente posibilista: “Las democracias modernas no se rigen por el dogma, sino por la prudencia política y sociológica; cuando una sociedad evoluciona hacia la tolerancia de las uniones homosexuales, es normal que éstas se despenalicen”. Sin embargo, sin Ley Natural, sin respeto al código ético de la naturaleza humana, las sociedades no sobreviven. Incluso el patriotismo sin Ley Natural deviene en vocinglero fascismo emotivo. La cuestión es que tanto El Mundo como El País tienen como objetivo destruir todo vestigio de respeto a la Ley Natural y, por ende, descristianizar España.

Una sola línea editorial, militante de la cultura de la muerte y basada en el magma relativista: aborto, eutanasia, sacrificio de seres humanos en etapa embrionaria. Y, por supuesto, matrimonio homosexual. Proges a machamartillo tanto El País como El Mundo. Carreras para ver quién lo es más. En su prejuicio anticatólico cualquier intervención eclesiástica es entendida como una intromisión. Se parte de la base de que aquello que defienden es desacreditado por el hecho por el hecho de ser expuesto por un obispo. Y cuando se trata de laicos de manera inmediata se les sitúa como confesionales. Lo más curioso de los progres -y ambos periódicos lo son, aunque El Mundo con más ambigüedad- es que no se conforman con adoptar un prejuicio anticatólico y anticlerical, sino que pretenden marcar la agenda de la Iglesia católica y cambiar su doctrina. No se conforman con ser transgresores, sino que intentan ser considerados como virtuosos. La Kulturkampf, la apropiación por el Estado de todo ámbito de cultural y de la sociedad civil, forma parte del patrimonio de este consenso pagano. El País diferencia entre una Iglesia “progresista”, de base, buena, y una Iglesia “conservadora”, jerárquica, mala, pero -que se sepa- Juan Luis Cebrián no es el fundador de la Iglesia, ni sucesor de Pedro, ni uno de los padres de la Iglesia. Tampoco, por cierto, Pedro J. Ramírez, cuyas ínfulas de moralista son parejas.

Con motivo de la muerte de Juan Pablo II, El País señalaba que “nunca le tembló el pulso cuando tuvo que enfrentarse a la teología de la liberación o las interpretaciones heterodoxas como la de Hans Kung, partidarios de una línea progresista que nunca ha secundado el Papa, mucho más cercano a visiones como las del Opus Dei. El pontífice se ha mantenido inflexible en materia de costumbres, rechazando sin matices el aborto, el divorcio, las relaciones sexuales prematrimoniales, el uso de los preservativos y la experimentación con embriones” (3-04-2005). La postura de Pedro J. Ramírez es calcada. Ese mismo día, escribe en El Mundo: “En la práctica totalidad de esos conflictos -libertad sexual, control de natalidad, aborto, investigación con embriones, clonación terapéutica- las posiciones del Papa se han ido quedando en menguante minoría, desbordada por la realidad de unos avances científicos que han ampliado el margen de decisión de los individuos y por unas leyes permisivas que reflejan en anhelo colectivo de buscar libremente la felicidad en esta vida”. Y, por prejuicio anticatólico, El Mundo puede alinearse, sin rubor, con posiciones marxistas. Con motivo de la elección de Benedicto XVI, este diario, más crítico aún que El País, no perdona que Ratzinger se opusiera a la teología de la liberación. “Cabe cuestionarse si el nuevo Papa posee un adecuado conocimiento de las gentes y sus problemas cotidianos y cómo el nuevo Papa va a gobernar la Iglesia en otros continentes como Latinoamérica o África, donde los sacerdotes de base mantienen una estrecha vinculación con la población y se alejan con frecuencia de esa visión ortodoxa que ha propugnado el cardenal Ratzinger, verdadero azote de la teología de la liberación”. Y recuerda que “en 1984 condenó formalmente a la teología de la liberación, destrozando la idea de una Iglesia más popular y más fiel al Evangelio de los pobres”. Benedicto XVI fue presentado por El Mundo como “un burócrata que decapitó primero y domesticó después a la teología de la liberación, convirtiendo a la Iglesia en una institución intelectualmente inhabitable, cuyo culmen de la represión teológica se alcanza con la publicación del Catecismo de la Iglesia católica”. Resulta curioso ver alineado a El Mundo con el comunismo, pues la teología de la liberación es una de sus líneas más esotéricas (la religión es el opio del pueblo, decía Marx), pero hasta ese tipo de desfondes llevan los prejuicios antirreligiosos.

En todo lo relacionado con la cultura de la muerte, los dos diarios coinciden al milímetro. Con el aborto como “derecho”, sin límites ni restricciones legales, aunque Pedro J. Ramírez ha mostrado reparos personales. También coinciden en la postura favorable y sin matices a favor de la investigación con embriones. Ramírez llega a afearle a monseñor Rouco que la Iglesia mantenga la defensa del embrión. Ésta es la pregunta que le hizo el director de El Mundo: “A la gran mayoría de los que tenemos una opinión independiente nos produce una gran perplejidad la insistencia de la Iglesia respecto al hecho de que el embrión es ya una persona, un bien jurídico a proteger”. El consenso pagano es, en términos de geometría política, bien curioso. Aunque El País está próximo al PSOE (hasta que a Zapatero le ha dado por apostar por La Sexta y Mediapro) y El Mundo al PP (desde que el PSOE le negó la televisión analógica), trasplantados a Estados Unidos ambos estarían en la extrema izquierda del Partido Demócrata. Aunque, bien visto, el antiamericanismo es también una seña de identidad de El País y El Mundo. Lo que hace difícil la aventura de Público es que busca hacerse un hueco en un espacio copado, en el que la oferta está sobredimensionada. Los mismos principios, diferentes intereses. La misma falta de principios, distintos partidos de referencia. Ahí está el juego. En eso consiste la farsa. No hay más. La mentira y la manipulación de han convertido en el extraño cordón umbilical del consenso pagano: izquierda y derecha mediáticas paganas.


artículo de la revista Época.