Revista ¿QUÉ PASA? núm.200, 28-Oct-1967
Protesta y pastoral, bajo la República, de los obispos Manuel Irurita e Isidro Gomá
EXTRACTOS DE LA CARTA PASTORAL «EL LAICISMO POSTUMO», DEL RDMO. DR. DON ISIDRO GOMA, OBISPO DE TARAZONA, PUBLICADA EL 30 DE MARZO DE 1932.
—Con intervalo de un mes escaso se publicaron a principios del año corriente dos Decretos, insertos en la «Gaceta», sobre los que se impone un sencillo comentario en orden a la vida cristiana y a la disciplina eclesiástica. Es el primero, que lleva fecha de 8 de enero,sobre incineración de cadáveres, y el segundo, de 6 de febrero,sobre secularización de cementerios.
Contra la cremación de cadáveres
Digamos unas palabras, pocas, sobre uno de los procedimientos de sepultar los cadáveres: la cremación o combustión del cuerpo humano. Y diremos poco, porque es práctica repugnante que tenemos la seguridad de que no arraigará en nuestra tierra. Pero el reciente decreto ha dado actualidad a un tema ya viejo, que entra de lleno en el campo de la disciplina eclesiástica, y hemos además, que un Ayuntamiento de España ha propuesto ya la construcción de un horno crematorio. Recordamos haber visto uno de ellos en el cementerio de Milán; tiene sobre su pórtico una inscripción latina de sentido totalmente materialista. No es otra la tendencia del sistema crematorio, que forma parte de la ideología masónica.
El cadáver, aun siendo materia inerte, nos habla de la sobrevivencia del hombre; si desaparece el cadáver fallará en el espíritu popular, que se deja llevar de lo sensible, uno de los argumentos de la inmortalidad. Lo mismo podríamos decir del dogma de la resurrección futura; a los espíritus simples, que no conocen de sustancias, de transformación y perduración de la materia en sus primeros elementos, se les hará más difícil creer enla resurrección de un incinerado, del que no queda más puñado de informe ceniza, que en la de un sepultado por el procedimiento corriente de inhumación.
Digamos, con todo, que bajo el aspecto dogmático nada hay que oponer al sistema de cremación de los cadáveres. Pero sí que la tendencia de la cremación es antidogmática, a lo menos en la intención de sus propugnadores. Bastaría para convencernos el hecho de que entre en el programa masonizante; pero tenemos confesión de parte en un periódico órgano de la secta, en el que con ocasión de una ley «autorizando» la cremación en Francia, análoga al Decreto que se acaba de dar en España, se decía: «La ley que autoriza no es más que un preliminar de la ley que obligará. Es preciso esperar que las costumbres crematorias hayan penetrado entre los partidarios retrógrados de los sistemas viejos; entonces vendrá la ley obligatoria. Pasado algún tiempo deberá decretarse la cremación. Los cementerios serán abolidos, y vendrá con ello una nueva religión civil de las tumbas.» En el Decreto dado para España se insinúa también la posible obligatoriedad.
La Iglesia es resueltamente opuesta a la cremación de los cadáveres. Sin que deje de transigir cuando lo exija un gravísimo peligro para la comunidad de los vivos—una guerra o epidemia, por ejemplo—, pero reprueba enérgicamente la práctica de la incineración como procedimiento corriente de sepultura.
Ya en 1886 la Congregación del Santo Oficio, a requerimiento de muchos Obispos que solicitaban dirección de la Santa Sede en este punto, y por orden de León XIII, declaró que no está permitido inscribirse en las sociedades que tienen por objeto propagar la práctica de incinerar los cuerpos humanos, y que si se trata de sociedades afiliadas a la masonería, sus miembros incurren en las penas señaladas contra los masones, «declarando ulteriormente dicha Sagrada Congregación» que no está permitido ordenar la incineración del propio cuerpo o de los cuerpos de otras personas después de la muerte».
El canon 1.240 prohíbe se dé sepultura eclesiástica a quien ordenare la cremación de su propio cadáver. «Los cuerpos de los fieles difuntos—dice el canon 1.203—deben ser sepultados, reprobándose su cremación. Si alguien mandare en cualquier forma que su cuerpo sea quemado, es ilícito ejecutar su voluntad, y si ésta fuese consignada en algún contrato, testamento u otro acto cualquiera, téngase por no consignada. El difunto pudo en vida elegir lugar y forma de sepultura; toda civilización digna de tal nombre ha reconocido este derecho. Pero si no ha declarado su voluntad, ¿quién tendrá el derecho de señalar forma y lugar de sepultura? Nosotros decimos que prevalece el derecho de la sociedad religiosa, en nuestro caso el de la Iglesia, sobre todo otro derecho.
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Contra la secularización de los cementerios católicos
Los enemigos de la vida cristiana, de la fe, de la esperanza, del amor cristianos, después de haber suprimido a Dios de la vida del Estado y de los organismos oficiales subalternos, la escuela, la familia, la vida ciudadana, habían de penetrar en el santuario de la muerte y arrancarla, cuando está de su parte, de las manos de Dios y de su Iglesia.
«Municipalizar» el cementerio es arrancarle de manos de la Iglesia, que aun prescindiendo del derecho de propiedad, que puede alegar sobre gran parte de ellos, por títulos de orden civil y canónico, tiene sobre la totalidad de ellos una jurisdicción que arranca de la consagración o bendición de aquellos santos lugares y de la profesión de fe y de la vida cristiana de sus hijos en ellos sepultados. Es inferir agravio a éstos, que entregaron sus cadáveres en los brazos amorosos de la Iglesia para que los amparara y guardara sus tumbas, no en manos del Estado, a quien nadie llamó jamás para una función que, bajo todo cielo, ha sido un acto íntimo de la vida doméstica, o una función pública de religión.
«Secularizar» el cementerio es lanzar a Dios de un recinto, donde Dios, como en los templos, de los que el cementerio cristiano es una prolongación, habita de una manera especial, por la dedicación del lugar, por la capilla que suele tener su recinto, por la santificación del cuerpo humano del que es morada, por la Cruz bendita, que en lugar visible y como bandera santa de la única religión verdadera lo preside.
Negar a la Iglesia el derecho de tener cementerios propios y proclamar el derecho de incautación de los mismos, es intrusismo y abuso de fuerza.
Lo primero, porque la sepultura es algo que afecta a las creencias y por lo mismo a la conciencia, y el Estado no puede, por ningún título, interponerse entre la conciencia del creyente y su Dios que la regula no por medio del Estado, sino de la Iglesia.
Lo segundo, porque de la profesión de fe nace un derecho por parte del creyente, el de la elección de sepultura en el recinto que su Madre la Iglesia acote para todos sus fieles y la ley civil lo viola, obligándole a la sepultura en cementerios municipales que, como dice el artículo primero de dicha ley, «serán comunes a todos los ciudadanos, sin diferencias fundadas en motivos confesionales».
Igual razón vale por lo que atañe a la Iglesia,contra cuyos derechos de propiedad se atenta al negarla la facultad de poseer cementerios propios, y contra su jurisdicción, al «desespiritualizar» unos recintos que, aun no considerándose propiedad de la Iglesia muchas veces habían sido constituidos en lugares píos por la bendición o consagración general con que loshabía santificado y dedicado a enterrar «sus» muertos, y no los de otra confesión cualquiera.
Públicamente, en pleno Parlamento, se ha argüido contra el espíritu de caridad de la Iglesia por rechazar de sus cementerios a los indignos de sepultura eclesiástica. Y si tanto se urgen las exigencias de la ley de la caridad cristiana, ¿por qué no se recuerdan las tremendas palabras del mismo Cristo: «Ite, maledicti...», cuando en el día último del mundo se constituya definitivamente la comunión eterna de la sociedad de los bienaventurados con exclusión absoluta de los precitos?
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