ALABANZA DE ALDEA Y VITUPERIO DE VIAJAR
En señor tan poco viajero como el hidalgo de aldea, cúmplense los versos de Lao Tzé:
“Sin salir de su propia casa,
Puede conocer el mundo.
Sin mirar por la ventana,
Puedes conocer el Tao del cielo.
Cuantos más lejos vayas,
Más menguado será tu saber.
Por eso el sabio conocer sin viajar,
Distingue sin mirar,
Realiza su obra sin actuar.” (Tao Te Ching.)
Sin embargo, nuestro hidalgo durante estos días ha tenido que montar en caballería, realizando una incursión al norte peninsular. Es el septentrión ibérico uno de los lugares más amados por el hidalgo, pues no pocos de sus antepasados eran de linaje vizcaíno y navarro, entre los que figuran, a saber: los Zarauz, los Guevara y los Uroz, que a las venas del hidalgüelo vinieron a desembocar por tortuosas ramas genealógicas, en una torrentera de sangre sin mezcla de marrano ni tornadizo. Por eso, nuestro hidalgo llama a aquellas tierras: la Tierra de los Antepasados.
Y pasado que fue el noble reino de Aragón, en donde el hidalgo rindió pleitesía a Nuestra Señora del Pilar, de la que es muy devoto, se puso en un santiamén en Pamplona y de allí, en un verbo, saltó a San Sebastián. Zaragoza es un Pilar, Pamplona es un Baluarte y San Sebastián, un Puerto.
San Sebastián: Caricias mil han hecho al corazón del hidalgo el aire de aquellos paisajes. La visión de aquéllas bravas montañas. Los estampidos de aquéllas bravías olas cantábricas que rompían en las rocas, haciéndose añicos de gotas que salpicaban al aldeano. San Sebastián, como en todos los pocos viajes del hidalgo, ha sido vivencia entrañable, ciudad noble y bizarra; pero, ¿y sus gentes?
El hidalgo se las ha encontrado hoscas, desabridas, inhóspitas; no como otras veces, cuando en otras visitas vio siempre a los vascos hospitalarios y amables, o sea: vascos. Quisieron decirle al hidalgo que todo eran razones políticas, pero el hidalgo sabe que es algo más que política lo que amustia el genio alegre de los vascos. Rostros recelosos que pasan por la acera, miran un momento y vuelven la cara –con desprecio, con asco, con indiferencia, con remordimiento… Pues han reconocido al hidalgo como alguien alegre.
Consideraciones sobre este particular –a tenor de los morros de los vascos- ha hecho el hidalgo en la vigilia de regreso.
La gente no es feliz, se ha dicho el hidalgo a sí mismo en sus cavilaciones: ni aquí ni allá. ¿Por qué pensáis que todo el mundo incita a viajar, como si fuese la misión del hombre sobre la tierra? Se confunde la felicidad con un lugar espacial y físico, geográfico, desde que se inventó la “utopía”. Se difunden infundios, para que nos afanemos a la zaga de una caricatura de alegría.
La gente no es dichosa ni allá ni acullá. ¿Y quién creerá que se será más feliz el día en que se consuma del todo esta “aldea global”? Quien lo piensa es un iluso. Dando saltitos continuamente, en avión, en tren, en barco, en autobús… el iluso hombre moderno busca la felicidad. “Por favor, un billete a la ciudad de la Felicidad” –dice el pasajero en taquilla.
El viajero con su equipaje monta en el transporte público de ilusos con destino a la ciudad de la Felicidad. Y feliz, con una sonrisa en la cara, mira su billete a la Felicidad. Después de un tiempo de trayecto, sea mayor o menor la distancia a cubrir entre la ciudad de la Infelicidad y la ciudad de la Felicidad… El viajero se apea. No lo espera nadie o lo aguarda alguien; lo mismo da.
Y al cabo de unas horas, el recién llegado descubre atónito que esa ciudad que él conceptuaba como la ciudad de la Felicidad se parece, como una gota a otra gota, a la ciudad de la Infelicidad que él abandonó. Y son las mismas caras: más o menos largas, las narices más o menos chatas o aguileñas, las mujeres guapas y las feas, los viejos canosos o calvos… Son las mismas caras de profundo descontento, en que a veces se entrevera la angustia. Y son los mismos rostros de tristeza, hasta cuando se carcajean.
El viaje de la ciudad de la Infelicidad a la ciudad de la Felicidad es una más de las muchas patrañas a las que tan propensos son los hombres modernos. Es mucho más certero el análisis de San Agustín en su “De civitate Dei”: ambas ciudades (la de la Felicidad y la de la Infelicidad) son invisibles, el Obispo de Hipona las llama “civitas Dei” y “civitas terrena”. Ambas fueron fundadas sobre dos amores: la ciudad de Dios, fundada sobre el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo; la ciudad terrena, fundada sobre el amor propio a uno mismo, hasta el desprecio de Dios. Y la ciudad terrena, fundada sobre el egoísmo, alternará entre la “falsa felicidad y la verdadera miseria”.
Falsa felicidad la que procuran las drogas, el sexo, los chismes y las mentiras a las que el hombre moderno es un adicto compulsivo. Verdadera miseria en la que se apea, tras el viaje de la falsa felicidad, el egoísta que vive en la ciudad terrena. Por eso, cuando toca fondo, el egoísta busca la ciudad de la Felicidad poniendo tierra de por medio. No leyó a Lao Tzé, pero tampoco a Horacio:
“Coelum non animum mutante qui trans mare corrunt.”
Ni tampoco a nuestro genial Quevedo:
“…pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.”
Si estamos tan tristes, en San Sebastián como en el Puerto de Santa María, no lo dudemos: no hay que cambiar de lugar, mudemos de costumbres y de vida. Y la alegría, ¿dónde está? En la vida virtuosa y piadosa.
Y la felicidad, ¿en qué punto del mapa estará? Muy pocos son los que, como nuestro hidalgo, lleva la alegría dentro como un viático inagotable. Nuestro hidalgo sabe que la alegría está en esta tierra, como aperitivo de la felicidad que está en el cielo.
Y quisiera que todos los hombres modernos, comprendiendo esto, se embarcaran en el mismo barco que es alegría y a la felicidad nos lleva: una nave a cuyo timón está desde hace 2000 años un pescador de Galilea llamado San Pedro.
Maestro Gelimer
http://librodehorasyhoradelibros.blogspot.com/
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