ELOGIO DE LA NUEVA MILICIA DE CRISTO




Hugo de Payens, fundador de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo.

El venerable nombre de los caballeros templarios yace en la ignominia. Una pléyade de organizaciones se auto-nombran a la ligera "templarias" (ofreciendo un ponzoñoso bebedizo de esoterismo y gnosis). Ante la adulteración, por intereses bastardos, del fenómeno histórico de los templarios proponemos la lectura de un libro de D. Ricardo de la Cierva "Templarios: la historia oculta" (ed. Fénix, Madrid, 1998, 496 págs). Confiando en que muy pronto los genuinos templarios sean descubiertos por todos aquellos corazones que los buscan (y con tanta frecuencia se pierden en sectas), ofrecemos esta reparación, presentando un texto imprescindible compuesto por San Bernardo para ellos. Y es que no pueden ser tenidos como templarios aquellos que se disfrazan de tales, enfundándose en una capa, no viviendo los consejos evangélicos y no entrando en religión, tal como vivieron los auténticos templarios. Para su edificación, San Bernardo compuso su inmortal "Elogio de la Nueva Milicia", del que hoy ponemos un pasaje, para edificación de la Nueva Milicia de Cristo.

SERMÓN PARA EXHORTACIÓN A LOS POBRES CABALLEROS DE CRISTO

Óyese decir que un nuevo género de milicia acaba de nacer en la tierra, y precisamente en aquella región donde antaño viniera a visitarnos en carne el Sol Oriente, para que allí mismo donde Él expulsó con el poder de su robusto brazo a los príncipes de las tinieblas extermine ahora a los satélites de aquellos, hijos de la infidelidad y de la confusión, por medio de estos fuertes suyos, rescatando también al pueblo de Dios y suscitando un poderoso Salvador en la casa de David su siervo.

Sí, un nuevo género de milicia ha nacido, desconocido en siglos pasados, destinado a pelear sin tregua un doble combate contra la carne y sangre y contra los espíritus malignos que pueblan los aires. Cierto, cuando veo combatir con las solas fuerzas corporales a un enemigo también corporal, no solo no lo tengo por caso maravilloso, pero siquiera lo juzgo raro. Cuando observo igualmente como las fuerzas del alma guerrean contra los demonios, tampoco me parece esto asombroso, aunque sí muy digno de loa, pues lleno está el mundo de monjes, y todos suelen sostener estas luchas. Mas cuando se ve que un solo hombre cuelga al cinto con ardimiento y coraje su doble espada y ciñe sus lomos con un doble cíngulo, ¿quién no juzgará caso insólito y digno de grandísima admiración? Intrépido y bravo soldado aquel que, mientras reviste su cuerpo con coraza de acero, guarece su alma bajo la loriga de la fe; puede gozar de completa seguridad, porque pertrechado con estas dobles armas defensivas, no ha de temer a los hombres ni a los demonios. Es más ni siquiera teme a la muerte, antes la desea. ¿Qué podría espantarle ni vivo ni muerto, cuando su vivir es Cristo? Pero desearía más bien acabar de soltarse del cuerpo para estar con Cristo, siendo esto lo mejor.

Marchad, pues, soldados, al combate con paso firme y marcial y cargad con ánimo valeroso contra los enemigos de Cristo, bien seguros de que ni la muerte ni la vida podrán separaros de la caridad de Dios, que está en Cristo Jesús. En el fragor del combate proclamad: Ya vivamos, ya muramos, del Señor somos. ¡Cuán gloriosos vuelven al regreso triunfal de la batalla! ¡por cuán dichosos se tienen cuando mueren como mártires en el campo de combate! Alégrate, fortísimo atleta, si vives y vences en el Señor; pero regocíjate más y salta de alegría si mueres y te unes al Señor. La vida te es ciertamente provechosa y de gran utilidad, y el triunfo te acarrea verdadera gloria; pero no sin gran razón se antepone a todo eso una santa muerte. Porque si son "bienaventurados los que mueren en el Señor", ¡cuánto mas lo serán los que sucumben por Él!

Verdad certísima es que, ya los visite en el lecho, ya los sorprenda en el fragor del combate, siempre será preciosa en el acatamiento del Señor la muerte de sus santos. Pero en el ardor de la refriega será tanto más preciosa cuanto más gloriosa. ¡Oh vida segura cuando va acompañada de buena conciencia! ¡Oh vida segurísima, repito, cuando ni siquiera la muerte se espera con recelo, antes se la desea con amorosas ansias y se las recibe con dulce devoción! ¡Oh verdaderamente santa y segura milicia, libre de aquel doble peligro que con frecuencia suele espantar a los hombres cuando no es Cristo quien los pone en la pelea! ¡Cuántas veces, al trabar combate con tu enemigo, tú, que militas en los ejércitos del siglo, has de temer que, matándole a él en el cuerpo, matas también tu alma! O que, siendo tú muerto por el acero de tu rival, pierdas juntamente la vida del alma y la vida del cuerpo. Porque no es por el resultado material de la lucha, sino por los sentimientos del corazón por lo que juzgamos los cristianos acerca del riesgo corrido en una guerra o de la victoria ganada; porque si la causa es buena, no podrá ser nunca malo el resultado, sea cual fuere el éxito, así como no podrá tenerse por buena la victoria al final de la campaña, cuando la causa por la que se inició no lo fue y los que la provocaron no tuvieron recta intención. Si, queriendo dar muerte a otro, eres tú el muerto, mueres ya homicida. Y si prevaleces sobre tu contrario y, llevado del deseo de vencerle, le matas, aunque vivas, eres también homicida. ¡Infausta victoria en la que, triunfando del hombre, sucumbes al pecado! Y si la ira o la soberbia te avasallan, vanamente te ufanas por haber dominado a tu contrincante. Dase otro caso, amén de los dichos, y es el de quien mata, no por celo de venganza, ni por la perversidad de gozar del triunfo, sino por evitar él mismo la muerte. Pero tampoco diré sea buena tal victoria; porque de entre dos males, como son la muerte del alma o la muerte del cuerpo, preferible es el segundo; pues no porque muera el cuerpo muere también el alma, sino el alma que pecare, ella morirá.


Maestro Gelimer

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