DISPARADOR
La realidad versus lo políticamente correcto
Marcelo A. Moreno
mmoreno@clarin.com
En un país abarrotado, agotado, de sindicalistas, dirigentes deportivos, ministros, senadores, agentes de policía, gobernadores, futbolistas, conductores de automóviles, jueces, animadores de TV, intendentes, militares, periodistas, colectiveros, diputados, empresarios, árbitros, concejales, comisarios
políticamente incorrectos por donde se los mire, el movimiento globalizado de lo políticamente correcto parece avanzar por el único sitio que le dejan libre: las palabras.
Si uno echa una mirada sobre las necrológicas de este diario o de cualquier otro, notará que en esa sección
no consigna ni una muerte. Son todos fallecimientos o decesos.
Borges no tenía problema en autodenominarse ciego, que era en lo que se había convertido en la vejez. Hoy se vería en dificultades, ya que
se negaría rotundamente a llamarse invidente o discapacitado visual.
Hace poco en el diario
El País, de Madrid, se seguía
el sinuoso recorrido de una denominación: el antiguo tullido pasó a ser lisiado para no tardar convertirse en inválido que pronto derivó en minusválido para transformarse en deficiente físico, luego discapacitado y hoy persona con disfunción motora.
Entre nosotros, la antigua sirvienta —ofensivamente llamada sierva— pasó a ser mucama, la chica y, después, muchacha.
Hoy es "la señora que ayuda en casa", aunque tenga 18 años y goce de una inapelable soltería. Se admite una variación: "la empleada", como si fuera la única del orbe.
Y los
maricones del pasado devinieron en invertidos y tuvieron su estatus de homosexuales, aunque por ahora son gays.
Digamos que resulta
francamente antipático —e injusto— oponerse a algunas de estas derivaciones, ya que muchas veces el racismo y la discriminación, cuando no el simple insulto, habitaban esas maneras de nombrar. Pero también es cierto que, atrapados en la red de los eufemismos, podemos terminar en una realidad difuminada, sin riqueza ni matices, en la que todos llamamos a todos de la misma repetida y tediosa forma.
Así, vivimos en una realidad sin viejos —son mayores—, ni gordos —personas con sobrepeso—, ni drogadictos —gente con problemas de adicción—, ni borrachos —individuos con inconvenientes con el alcohol—, ni impotentes —pacientes con disfunción eréctil—,
ni deficientes mentales, ya que se trata ahora de personas con capacidades distintas. Si seguimos así, pronto a los chorros los llamaremos cleptómanos.
El poeta Juan Gelman supo hacer notar que la tan mentada
flexibilización laboral es una manera descafeinada de denominar la despiadada pérdida de los derechos laborales.
Según la Real Academia, el eufemismo es la "manifestación suave o decorosa de ideas cuya
recta y franca expresión será dura o malsonante".
El riesgo de tanta corrección es convertir
el discurso sobre la realidad en una materia pasteurizada, maquillado con una paleta de tonos estereotipados y libre de humo, un discurso que funcione como un vidrio oscuro que impida ver la cruda realidad de las cosas.
Lo contrario sería hablar como se debe: al pan, pan; al vino, vino;
las cosas por su nombre y a calzón quitado. Será áspero, pero siempre mejor que conformarse con la versión de un cosmos saborizado con una mueca de amabilidad hipócrita.
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