La ambición de un anciano Hernán Cortés: conquistar Argel con un puñado de hombres
César Cervera
El conquistador de México acompañó a Carlos I de España en una fracasada campaña contra el Norte de África. Cuando el Monarca dio orden de retirada, el extremeño pidió 400 hombres para tomar en persona la ciudad. Su plan no fue ni siquiera sopesado
ABC
Retrato de Hernán Cortés en sus últimos años
Carlos I de España acometió la empresa de invadir Argel en 1541 con el objetivo de acabar con un importante enclave de la piratería en el Mediterráneo. La campaña, que acabó en un completo desastre a causa de los temporales, contó con la presencia de un centenar de grandes nobles y militares llegados de todos los confines del imperio de su Cesarea Majestad. Uno de los primeros en responder a la llamada de su monarca fue Hernán Cortés, conquistador de México y especialista en los combates contra fuerzas superiores en número. Sin embargo, cuando la situación amenazaba con convertirse en un desastre, el Emperador ordenó la retirada contra el consejo de Hernán Cortés, quien proponía tomar la ciudad argelina con la ayuda de un puñado de hombres. Su mala sintonía con el Rey fue puesta sobre la mesa: el hombre que había entregado un imperio era ninguneado en la Corte española.
Una de las claves del éxito de Hernán Cortés en su lucha contra el Imperio azteca fue el saberse respaldado directamente por Carlos I. Así, para prevenirse de las desconfianzas del gobernador de Cuba – Diego de Velázquez–, el extremeño mandó ingentes cantidades de metales preciosos y cartas detalladas de sus avances a la Corte española desde el principio de su aventura. Dos capitanes fieles a Cortés, Portocarrero y Montejo, viajaron a Europa en busca del favor real para su capitán, cuando fue acusado de rebelión por el gobernador de Cuba. Y, si bien el nombramiento de Velázquez como Adelantado en el Caribe parecía dar ventaja a sus detractores, los informes que manejaba Carlos I eran favorables a apoyar al extremeño porque «está muy fuerte, los suyos le son fieles y le apoyan muchos pueblos indígenas». El resto del favor real lo ganaron sus victorias y el oro que vino con ellas.
Tras consolidar sus conquistas, el extremeño viajó a España en 1529 para dar cuenta en persona de su aventura al Emperador. El prestigio de Cortés en los nuevos territorios era indiscutible, pero en España seguía contando con muchos detractores que le acusaban de saltarse las órdenes de Velázquez. El conquistador acudió al Consejo de Indias a limpiar su nombre y a protestar por los ataques sufridos desde la Península: no se le habían concedido los vasallos que él reclamaba y sus propiedades y privilegios habían sido usurpados por sus enemigos. Carlos I, que durante la comparecencia estaba ausente, denegó la reclamación de Cortés de ser gobernador de Nueva España, pero a cambio le concedió el título de Capitán General de todo el territorio conquistado, 23.000 vasallos y el marquesado del Valle de Oaxaca.
La amistad con el Emperador y las intrigas
La visita a su país natal también sirvió a Cortés la ocasión de reunirse en privado con el Emperador. Se conocen pocos datos sobre el encuentro, salvo que fue una conversación larga y en primera instancia se causaron una buena impresión. La franqueza y sinceridad de sus palabras, propias del carácter del conquistador, agradó a Carlos I, que le mantuvo entre sus cercanos durante varios años. Y aunque la relación fue durante un tiempo cordial, lo cierto es que Cortés pasó a engrosar contra su voluntad la lista de nobles que rodeaban al Rey mendigando por cargos y prebendas. El extremeño, no obstante, se consideraba merecedor de reconocimientos sin necesidad de estar reclamando favores. La pobredumbre de las intrigas cortesanas terminaron afectando a su aparatoso orgullo.
Museo del Prado
Retrato a caballo del Emperador Carlos V
«¿Es que su Majestad no tiene noticia de ello o es que no tiene memoria?», escribió Hernán Cortés, sin pelos en la lengua, ante las promesas incumplidas del Monarca. La cautela de Carlos I a la hora de otorgarle mercedes se sostenía en su menosprecio por los asuntos del Nuevo Mundo cuando había prioridades en Europa de por medio y por los pocos apoyos con los que contaba el conquistador en la Corte. Para los europeos, los méritos en América sonaban a poca cosa. Así y todo, le concedió un botín considerable –extensas tierras, el cargo de Capitán y el hábito de la Orden de Santiago–, acaso insuficiente a ojos de Cortés.
Ofendido y sin obtener lo que creía suyo por derecho, Hernán Cortés regresó a Nueva España para administrar sus propiedades. En 1540, una vez de vuelta a Castilla para resolver los interminables pleitos con la Audiencia y el Virrey de México, Cortés decidió acompañar al Emperador, con el cual para entonces mantenía una relación fría, en su cruzada para conquistar Argel, un foco de piratas berberiscos.
Argel, llamada por algunos «la ladronera de la Cristiandad», era una importante base naval desde donde los piratas realizaran sus ataques contra los barcos procedentes de las posesiones italianas de Carlos I y sus aliados. Al frente de 65 galeras, 450 navíos de menor tamaño y 24.000 soldados, Carlos I y un centenar de nobles procedentes de distintos rincones de su imperio se propusieron demostrar que la ciudad musulmana, con fama de invencible, era tan vulnerable como cualquiera. Y entre aquellos nobles estaba el marqués del Valle de Oaxaca, Hernán Cortés, de 56 años (una edad elevada en esa época), acompañado de sus hijos Martín y Luis, que había costeado de su propio bolsillo un barco capitaneado por Enrique Enríquez.
El fracaso de Argel: humillado y agotado
La enorme flota de invasión fue castigada desde el principio por las tempestades propias del otoño en el Mediterráneo, cuyos efectos habían llevado al marino Andrea Doria a aconsejar que se pospusiera la expedición. Nada hizo cambiar de opinión a Carlos I que ordenó el 25 de octubre de 1541 desembarcar a pocos kilómetros de Argel, una ciudad defendida por una guarnición de 800 turcos y 5.000 berberiscos. El viento hizo que poco más de una decena de bajeles pudiera tomar tierra, causando la pérdida de 150 navíos y 20 galeras en el intento. Los soldados de los tercios españoles al mando del Duque de Alba, la vanguardia de los ejércitos imperiales, consiguieron hacerse fuertes en la costa de Argel a la espera de refuerzos.
Todavía empeorarían más las condiciones climáticas antes de que el Emperador convocara un consejo de guerra en el cabo de Matifou, donde la mayoría de nobles se inclinó por retirarse a más faltar. No obstante, algunos como Hernán Cortés o Martín de Córdova y Velasco, conde de Alcaudete, estimaban deshonrosa una retirada en ese momento y propusieron distintas alternativas. En concreto, el conquistador extremeño se ofreció a encabezar un desembarco de un puñado de hombres, algunas fuentes afirman que 400 soldados como los usados al inicio de la conquista de México, para tomar por sorpresa la ciudad. Apreciaba el extremeño –con bastante buen juicio en opinión del hispanista William S. Maltby en su libro «El Gran Duque de Alba» (biografía sobre el III Duque de Alba, también presente en esa reunión)– que, habiendo desembarcado ya algunas tropas, los riesgos que estuvieran por venir eran menores que exponerse a una retirada desordenada. Su plan, además, era valiente y corría a cargo de un hombre especialista en enfrentarse a fuerzas muy superiores, pero fue desechado sin ser siquiera considerado por el Emperador.
Grabado de la ciudad de Argel en el siglo XVI
«Por extraño que parezca, las opiniones de este gran soldado no eran seriamente consideradas en Europa, y no se le prestó ninguna atención», destaca William S. Maltby en el mencionado libro. Ciertamente, Carlos I hizo oídos sordos a la sugerencia del hombre que derrumbó el imperio más poderoso de Norteamérica, y ordenó una retirada ese mismo día. El repliegue fue desastroso y hubo que echar al agua a los caballos para hacer sitio a toda la gente naufragada en el proceso, entre ellos a Cortés y a sus hijos. El viaje hasta España fue también muy accidentado, de modo que la flota cristiana quedó dispersa por una decena de puertos. Como si fuera un castigo divino, el Emperador tardó un mes en llegar a las costas españolas.
Agotado y enfermo por el viaje, Hernán Cortés nunca recuperó las fuerzas perdidas en la que fue su última expedición guerrera. Además, el extremeño extravió la enorme fortuna que portaba en su barco naufragado, 100.000 ducados en oro y esmeraldas. En los siguientes años se estableció en Valladolid, donde retomó su actividad empresarial y se arropó de un ambiente humanista. Allí observó impotente como sus protestas al Emperador eran sepultadas una y otra vez por las intrigas de la Corte. A finales de 1545, el conquistador se trasladó a Sevilla con la intención de viajar una vez más a México, quizás con el empeño de acabar sus días allí. No en vano, murió en esta ciudad dos años después sin ver cumplidas sus demandas a la Corona y sin poder viajar a su querida Nueva España una última vez.
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