Prólogo a una colonia: la estación naval de Guinea (1858-1900)
Articulo extraido de Asodegue.org Prólogo a una colonia: la estación naval de Guinea (1858-1900)
de Agustín R. Rodríguez González
Artículo publicado en "Cuadernos de Historia Contemporánea", nº extraordinario, páginas 237-246, 2003. Su autor, Agustín R. Rodríguez González, es profesor de la Universidad San Pablo CEU y ha publicado numerosos estudios en especial sobre historia naval española.
"Antes de la constitución regular de su administración como colonia, tras el tratado hispano-francés de límites de 1900, y a semejanza de otras pequeñas y distantes posesiones coloniales españolas del siglo XIX, en las de Guinea el gobierno metropolitano estuvo básicamente, y hasta casi en exclusiva durante largos años, representado por un pequeño destacamento naval. Práctica común por otra parte en otras potencias coloniales de la época, pero poco recordada en España. Ese protagonismo de un grupo profesional: los oficiales de la Armada, tanto en el gobierno como en la vida de la incipiente colonia, marcará en muchos aspectos tanto su vida interna como los prolongados conflictos de límites con otras potencias.
Los inicios de la colonia
Como es bien sabido, por el Tratado de San Ildefonso de 1778, Portugal cedía a España la posesión de sus territorios insulares de Fernando Póo, Corisco, los dos Elobeyes y Annobón, así como los puertos y costas opuestos a estas islas e islotes en el continente Africano. La expedición del conde de Argelejos de ese mismo año, y pese a recibir sucesivos refuerzos, concluyó en un desastre debido a las enfermedades tropicales.
Tras aquella fallida toma de posesión, la atención de los gobiernos españoles por el área declinó en los años siguientes hasta la inacción. Pero otros fueron más tenaces y desarrollaron allí sus intereses, especialmente Gran Bretaña, tanto en el terreno colonial y comercial como en la represión de la trata de esclavos. El desinterés español por aquella olvidada posesión, llevó a considerar la venta del archipiélago a los británicos en 1841, pero ante el anuncio de la iniciativa, una activa oposición en prensa y parlamento la paralizó, insistiendo en que, por el contrario, España debía hacerse cargo de la olvidada colonia (1).
El primer acto de presencia lo efectuó el bergantín de 14 cañones «Nervión», al mando del capitán de fragata don José de Lerena, que zarpando de Ferrol el 18-XII- 842, dio vista el 23 de febrero siguiente a Fernando Póo. En sus instrucciones llevaba la curiosa orden de aplicar a los naturales las «Leyes de Indias», algo que a primera vista puede parecer anacrónico, pero que en las circunstancias del momento tenía un significado muy preciso: no se pensaba esclavizar a los indígenas.
Lerena tomó posesión oficial de la isla, nombró un gobernador interino y un embrionario tribunal de justicia, promulgó la prohibición de corta y extracción de madera así como algunos impuestos, y cambió el nombre de la capital, Clarence, por el de Santa Isabel, así como estableció nuevas jefaturas indígenas. Sin embargo no se produjo un asentamiento, hecho que se quiso corregir con una nueva expedición, ahora de siete buques y al mando del propio Lerena al año siguiente, pero por diversos motivos, tal expedición no tuvo lugar.
En su lugar se envió en 1845 al de la misma graduación D. Nicolás de Manterola con la corbeta «Venus», acompañado del cónsul español en Sierra Leona, D. Adolfo Guillemard de Aragón y los dos primeros misioneros: D. Jerónimo Usera y D. Juan Cerro, quienes se afincaron en Corisco. De nuevo parece apagarse el interés por el área, y sólo en 1854 la expedición de Vargas vuelve a establecer el contacto, aunque ahora los temores se agravan, especialmente ante el expansionismo francés desde la vecina Gabón.
Por fin y en 1858, el esfuerzo se concreta y tiene éxito: el capitán de fragata D. Carlos Chacón y Michelena, al mando de una flotilla compuesta por el vapor «Vasco Nüñez de Balboa», el bergantín «Gravina», la goleta «Cartagenera» y la urca «Santa María», zarpa de Cádiz el 19 de abril y llega a Fernando Póo el 21 de mayo.
Chacón toma el puesto de gobernador, siendo así en primero español en la larga serie hasta la concesión del gobierno autónomo a Guinea en 15-VII-1964. Queda así asentada la soberanía española, al menos sobre el territorio insular, y desde entonces, las visitas de buques de la Armada son constantes a la naciente colonia. La preponderancia de dicha institución se pone de manifiesto en los presupuestos de la colonia: en el de 1861, por ejemplo, que ascendía a 547.481 escudos, casi la mitad correspondían al Ministerio de Marina, con un total de 246.854, sólo 95.566 al de Guerra, 115.917 al de Fomento,34.400 a Gobernación, 33.288 a Gracia y Justicia y 21.445 a Hacienda.
La mayor parte del gasto deriva de los sueldos de los funcionarios allí enviados, y en cuanto a la fuerza militar, la del Ejército se limitaba a una «Compañía de Infantería de Fernando Póo» con 174 hombres de todas graduaciones, muy superada por el contingente naval, que suma las dotaciones de dos fragatas-pontones, un bergantín de seis cañones, una goleta de hélice y un vapor (2).
El cambio de la situación se reflejará inmediatamente en la prohibición de todo culto que no sea el católico, en detrimento de las misiones británicas, encomendado a un puñado de jesuitas dirigido por el prefecto de la Compañía, D. José Irisarri. También en que la goleta «Santa Teresa» intervenga para poner orden en la disputa entre dos reyezuelos o que la «Ceres» haga abandonar los Elobeyes a varios buques de guerra franceses.
Sin embargo, y pese a la firme voluntad política, los intentos de colonización fracasan casi totalmente: primero el asentamiento de colonos valencianos, debido fundamentalmente al azote de la malaria que causó veintiún muertos en un año de los originales, y después con los sucesivos asentamientos de negros libres cubanos, en principio más resistentes a la enfermedad, pero también menos motivados, mal pagados y tratados y de los que, de 200 enviados en 1862, apenas quedaban 60 doce años después (3).
Paralelamente, Guinea se va convirtiendo en una colonia penal, por citar un ejemplo, en 1866 fueron allí enviados (lo que era entonces poco menos que una condena de muerte) 19 revolucionarios españoles y 176 cubanos. También se esperaba que parte de ellos se terminaran por radicar en la colonia, pero nuevamente la iniciativa fracasó, por el tributo que se cobraban el clima y las enfermedades, y por el hecho obvio de la renuencia a establecerse en un lugar que sólo habían conocido como castigo.
Así, el interés por la distante, insana y tan improductiva como costosa posesión decreció considerablemente en España. Los gobiernos de la «Gloriosa» fueron especialmente críticos y ya el 12-XI-1868 y por Real Decreto, se redujo la presencia del Estado en Guinea a la Estación Naval, cuyo jefe sería además el Gobernador. Pero además, toda la estructura administrativa se reducía al personal de la Estación con la única excepción de la delegación del Ministerio de Fomento existente en la colonia, de la que dependían la mayoría de los servicios del Estado en la isla: escuela, hospital y personal de obras públicas y agronomía. A tal punto llegaron las cosas que en 1870 se llegó a proponer seriamente el abandono de las malhadadas islas (4).
La penosa situación es rotundamente descrita por el Capitán de Navío D.Federico Amich a comienzos de 1871:
«Hoy he entrado en este puerto…y en el mismo día me he encargado, con las formalidades debidas, del gobierno de estas islas, o mejor dicho, de esta isla, pues las demás están abandonadas a su propia fuerza. Triste y desconsoladora es la impresión que a mi ánimo causa la situación de esta colonia: una población inglesa en su mayoría, toda en ese atónico calenturiento (sic) que es natural, y según me enteré, es el mejor estado de salud para esta población. El atraso de cuatro meses a todas las clases que dependen del Estado….He aquí, Excmo Sr, desnuda de toda ficción, el verdadero estado de la representación de nuestra nación en esta apartada región de África en que carecemos de todo recurso por rentas para atender a las primeras necesidades de la vida. A la alta penetración de VE y no desmentido españolismo y humanitarias dotes, dejo canto es necesario encarecer a SM (q.D.g) la necesidad de enviar dinero a esta colonia con regularidad para evitar, por lo menos el decaimiento moral de nuestra bandera, máxime cuando los ingleses, cuya habla es natural en casi todos los habitantes de esta parte del mundo, no dejarán para engrandecerse, de establecer el paralelo con nosotros en tan palmario estado» (5).
La Restauración (1875-1888)
La situación no varió con el cambio de régimen, antes bien, empeoró, pues por Real Decreto de 6-IX-1878 se rebajó de nuevo el presupuesto colonial, suprimiendo el puesto de secretario del gobernador, las dos plazas de maestros y ordenando que el médico naval lo fuera también de la colonia. Como en tantos otros casos parecidos, la pretendida factoría comercial y agrícola se había convertido en un olvidado destacamento naval y presidio.
Incluso la Estación Naval había visto reducidos sus efectivos de los originales: ahora su jefe sería simplemente un Capitán de Fragata o Teniente de Navío, que mandaba una vieja goleta de hélice, buques entonces ya tan anticuados como de escaso valor militar, aparte de hallarse en mediocres condiciones de navegación, y un pontón, un viejo casco inútil fondeado en el puerto de Santa Isabel, servidos ambos por menos de un centenar de marinos europeos y una veintena de negros contratados: los «krumanes».
El uso de pontones, tan general entonces en las más pequeñas y aisladas posesiones españolas, se explica por ser la manera más fácil y económica de situar un alojamiento y fortín para una pequeña guarnición. También, aunque entonces no se conociera que la malaria era trasmitida por un mosquito, un emplazamiento más saludable, al hallarse fondeados a alguna distancia de la orilla. Entre los buques que allí terminaron arrumbados sus vidas operativas, cabe señalar la fragata «Perla» construida nada menos que a fines del XVIII y la corbeta «Ferrolana», entre otros (6).
La única adquisición de material nuevo fue la pequeña lancha de vapor «Trinidad», comprada en Inglaterra y utilizada para patrullar los ríos del continente.
Pero el desinterés oficial estaba contrarrestado por la iniciativa de algunas fuerzas vivas, en especial las movilizadas por el Primer Congreso de Geografía Colonial y Mercantil, celebrado en Madrid en noviembre de 1883, con participaciones tan destacadas como la de Joaquín Costa. En ese marco de iniciativas particulares cabe recordar las sucesivas exploraciones de Iradier.
Al mismo tiempo, la Armada, o mejor dicho, algunos de sus oficiales, empezaron a tomar un papel más activo en la reivindicación de una mayor atención hacia la olvidada posesión. Uno de los protagonistas fue el Teniente de Navío de Primera Clase D. José Montes de Oca, participante en el referido Congreso y buen conocedor de la colonia, de la que había sido gobernador el año antes y lo volvió a ser en varias ocasiones, protagonizando varias exploraciones. Ello no tiene nada de raro si se recuerda que en el mismo congreso se abogó por la reconstrucción de la escuadra y por el ya mencionado monopolio de los marinos en la administración y defensa de la colonia, y así pronto la oficial Revista General de Marina se hizo eco del congreso en varios trabajos y de la necesidad de mantener allí la presencia española (7).
Pero los gobiernos de Cánovas no parecían muy receptivos a las recomendaciones del creciente grupo de «guineanos». De hecho daba todas las muestras de querer desprenderse paulatinamente de aquellas posesiones. En nota del ministro español en Berlín al de Estado, se decía el 26-II-1885:
«En una conversación que he tenido con el Conde de Bismarck, hijo menor del canciller que ya funciona como subsecretario de Estado adjunto, he adquirido la convicción de que Alemania está dispuesta a autorizar la firma del Protocolo Joló-Borneo. Sobre Fernando Póo se hará en la forma y el momento que el gobierno español juzgue conveniente, como conviene a las buenas relaciones que existen entre ambos países. Si la cuestión de Fernando Póo hubiese de suscitar dificultades parlamentarias al Sr. Cánovas del Castillo, el gobierno alemán está dispuesto a renunciar a la concesión relativa al depósito de carbón y demás en Fernando Póo» (8).
El viraje liberal (1885-1898)
Como es bien sabido, el conflicto por la soberanía de las islas Carolinas que estalló con el Imperio Alemán en el verano de 1885 indicó que existía una nueva sensibilidad nacional ante la suerte de no importa cuán remotas e inexploradas posesiones. Acontecimientos posteriores, pero casi inmediatos, tras la muerte del rey Alfonso XII y la subida al poder del partido liberal-fusionista, mucho más proclive a emprender iniciativas coloniales, comenzaron a marcar un cambio de rumbo en toda la cuestión.
Se trataba de un lado de reforzar la presencia española en las islas, tan disminuida en los últimos tiempos como hemos visto, y de otro, continuar con las exploraciones y toma de posesión efectiva del territorio continental reivindicado por España.
Para el primer punto vino a ser una respuesta el Real Decreto de 17-II-1888 en que se reforzaba la administración colonial, reimplantando el delegado de Hacienda, con sus servicios de Correo y Policía, y el de Fomento, así como estableciendo una Junta de Sanidad, labores que dejaron de ser atendidas por los marinos.
Para el segundo, vino a raíz de la continua disputa entre marinos españoles y franceses por asegurarse la fidelidad de jefes locales y por tomar posesión con el izado de sus respectivas banderas nacionales, en diversos puntos del continente. Tales incidentes, análogos al de las Carolinas y convenientemente aireados por la prensa, fueron capaces de crear un clima favorable al reforzamiento de la Estación Naval (9).
Lo cierto es que tal cuestión era ya improrrogable, pues la guardia de los intereses españoles se había por entonces confiado a la ya decrépita goleta de hélice «Ligera», que incluso se dio por perdida en su viaje de vuelta a la Península. A ello se unió la necesidad de reprimir los ataques de ciertas tribus contra los escasos europeos allí asentados, pocos de los cuales eran españoles, por otra parte, y evitar que el castigo de tales agresiones correspondiera a las mucho más eficaces y numerosas fuerzas francesas en el área lo que les llevaría a reivindicar como propios unos territorios que ellos habían pacificado.
Resultó muy significativo que el buque enviado fuera el crucero «Isabel II» recién entregado, y pese a ser de pequeño tamaño para su clase, de doble tamaño con respecto a las anteriores goletas y de mucho mayor poder militar. A éste le substituyó hacia 1894 el «Marqués de la Ensenada» aún mejor, pero en los años siguientes las crisis cubana y filipina motivaron que los buques enviados fueran los cañoneros ya veteranos «Cocodrilo», «Salamandra» y «Pelícano», que por lo general causaron baja en aquellas aguas. No llegaron a concretarse las cañoneras blindadas para vigilancia fluvial proyectadas y reiteradamente pedidas. El total de las dotaciones sumó por entonces en torno a los dos centenares de marinos de todas graduaciones y una veintena de krumanes.
Pese a que con los nuevos aires el desarrollo de la colonia fue pronto, aunque modesto, fácilmente detectable, doblándose la población de Santa Isabel, con iniciativas tales como la nueva línea de la Trasatlántica, la mayor parte del también progresivamente incrementado presupuesto de Guinea se lo siguió llevando la Armada. En el año fiscal 1886-87, por ejemplo, el gasto total de la colonia sumó 174.349,59 pesos, de los que correspondieron 83.988 a la Estación Naval, en el de 1891-92, el gasto ascendió a 329.102,39, de los que 186.439,77 fueron para gastos navales (10).
Resulta curioso señalar el origen de los ingresos: en el primer año mencionado, la mayor partida con mucho lo supuso la aportación de la Península, con 112.033,20 pesos, seguida de la de Filipinas (siguiendo la costumbre de que las colonias veteranas sufraguen los gastos de las nuevas y recordando su viejo papel de escala en la ruta de Oriente antes de la apertura del canal de Suez) con 57.511,14 y la aportación local, reducida a 4.805,25 pesos. En la última fecha, la peninsular ascendía a 150.000, la filipina a 77.272,73 y la local a 11.096,90, signo del desarrollo colonial, pues apenas en apenas en un quinquenio se había casi triplicado. En cualquier caso, se hace notar que más de la mitad de tales ingresos los producen residentes extranjeros allí afincados.
Un convulso fin de siglo
En cuanto a las desavenencias con Francia por los territorios continentales, se intentaron solucionar con unas negociaciones diplomáticas iniciadas en París en marzo de 1886, con seguridades mutuas respecto del «status quo», cuyas infracciones habían dado lugar a los incidentes mencionados. La parte española estaba presidida por un marino, el capitán de navío D. Cesáreo Fernández Duro, eminente historiador y geógrafo, académico de la de Lengua e Historia y secretario perpetuo de esta última.
Sin embargo pronto fracasaron, estancándose en noviembre de 1888. Reabiertas el 8-I-1891 con la propuesta francesa de arbitraje del rey Christian IX de Dinamarca, no tardaron de nuevo en paralizarse, disolviéndose la Comisión Conjunta en julio de aquel año, y volviéndose a la insatisfactoria política anterior de respeto al «status quo».
La crisis del 98 trajo nuevos problemas para la dominación española en el área, tanto por la renovación del interés alemán por conseguir la tan anhelada estación de carboneo, como por el ambiente general de rebatiña generada en las cancillerías europeas a raíz del «Desastre». De hecho, la escasa guarnición se preparó para lo peor: una agresión que podía venir de cualquier potencia.
Las cosas no llegaron hasta ese punto, pero presta mayor significado a la frase de León y Castillo, cuando ante las críticas de los africanistas al tratado firmado con Francia el 27-VI-1900, respondió que concedía: aquí y en el Sahara, más territorio del que se podía esperar y más del que se había explorado. La escasa y frágil presencia española, no exenta coyunturalmente de serias dudas y hasta de proyectos de abandono de la colonia, ya era bastante que se mantuviera y obtuviese un reconocimiento internacional, como los hechos y datos expuestos hasta aquí ponen de manifiesto (11).
Conclusión
El protagonismo de la Armada y de la Estación Naval en la primera colonización de Guinea parece evidente, pues aparte de iniciativas privadas como la de Iradier, fue la mayor y durante la Restauración, casi única representación del Estado en la incipiente colonia, sin contar que en los primeros viajes de asentamiento y luego desde 1868, el gobernador fue el jefe de la Estación Naval.
A las figuras de marinos en las tareas de reconocimiento y asentamiento como Lerena y Chacón, deben unirse las de Montes de Oca, gobernador, explorador y animador de la acción española en Guinea en diversas instancias, la del teniente de navío y también gobernador D. José de Barrasa, protagonista por parte española de los conflictos de límites con Francia, y la de Fernández Duro, jefe de la delegación que intentó negociar la cuestión en París.
Todo ello ha dejado un interesante legado documental en los archivos de la Armada, especialmente en el «Don Álvaro de Bazán» situado en El Viso del Marqués ( Ciudad Real) en el que la Estación Naval cuenta con una serie propia, aparte de los numerosos e interesantes documentos que aparecen en las anuales de Expediciones, Indiferente y Asuntos Particulares. Tales fondos, aún hoy inéditos en su mayor parte, pueden ofrecer al investigador recursos imprescindibles para reconstruir la historia colonial de Guinea, especialmente desde el asentamiento hasta 1900, fecha de la constitución regular de la colonia.
http://herenciaespanola.blogspot.com...-naval-de.html
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