Todos los nacionalismos son espúreos, pues se basan en hechos que no son trascendentes. En España suelen girar en torno a idiomas que junto al español hablan una parte de su población (y al que injustamente catalogan como "propio", como si la lengua franca de los españoles no lo fuese). En esta dinámica delirante políticos metidos a filólogos inician una normalización agresiva. Es el caso del químico Pompeu Fabra con el catalán "normativizado" sobre la base del dialecto barceloní (el P. Batllori calificó al catalán normativizado como "infame e infecto dialecto barceloní"). En ese proceso se iniciaron grandes incongruencias lectivas y fonéticas (véase "x" "ch" "-ig", la caprichosa introducción -¿por influencia del nacionalismo vasco?- de la "tx" entre otras) siempre con el exclusivo ánimo de diferenciarse del castellano (o alavés, si al español hemos de significar por su origen), introduciendo arbitraria cientos de galicismos para excluir otros términos más cercanos a las lenguas penínsulares.
En el caso del vascuence no fue menos. Y en esta pretensión anormal y antinatural de pretender hacer del vascuence la única lengua de los vascos se cometieron no pocas barbaridades.
Sabino Arana perjudicó al vascuence
Carlos Ibáñez Quintana es ingeniero industrial
Suena muy duro, ¿no es cierto? Vamos a los hechos para ver si exagero o no.
Sabino Arana tuvo como primera lengua el castellano. Aprendió el vascuence estudiándolo. Ello prueba su amor por el idioma, pues en aquellos tiempos no abundaban los textos y los que había eran poco aptos para el estudio. Su dedicación al vascuence fue muy intensa. Pero en esto, como en política, le dio por innovar. A toda costa tenía que mantener la idea de la pureza racial de los vascos y su no «conta- minación» con extraños a lo largo de su historia. El conocimiento del vascuence que iba adquiriendo le demostraba la intensa romanización experimentada ya en los tiempos del Imperio. En efecto, en el vascuence existen palabras de origen latino que conservan la pronunciación primitiva, la de los tiempos clásicos. Sirvan de ejemplo:
parkatu (en vascuence), perdonar (en castellano) y parcere (en latín); errege (en vascuence), rey (en castellano) y rex, regis (en latín); lege (en vascuence), ley (en castellano) y lex, legis (en latín).
La cristianización constituyó otro vehículo de latinización. Es natural que los conceptos que la nueva religión importaba se expresasen en el idioma extraño, como con el fútbol se introdujeron en el castellano: «penalty», «córner», «off-side» (en mi pueblo decíamos «orsa»), etcétera.
Sabino propugnó la eliminación de todos esos términos. Había que purificar el idioma. Cada uno que eliminaba suponía un problema. Para evitar la supresión de algunos proclamó el origen vasco de los mismos, asegurando que era el latín el que había adoptado el préstamo lingüístico. Así, convirtió la palabra «lege» en «lagi» atribuyéndola una fantástica etimología. Como fantástica fue la que asignó a «arimea» (el alma), que hacía derivar de «ari» (materia) «mea» (delgada, sutil).
Movido de su espíritu reformador encontró muchos defectos en el vascuence. Como la irregularidad del tiempo pasado del verbo y la numeración vigesimal. Como tenía tiempo e imaginación para ello, inventó nuevos tiempos pasados y vocablos para las decenas prescindiendo de los «veinte y diez», «dos veinte», «dos veinte y diez», etcétera, que todo vascoparlante dice y que, hasta él, todos los escritores habían respetado.
Sabino Arana envió al señor obispo de Vitoria un «Análisis y corrección del Pater Noster del euskera usual», y el prelado le contestó que para sus experimentos lingüísticos no utilizara algo tan sagrado como la oración dominical, a la vez que le pedía que se abstuviera de difundir la nueva fórmula. Sabino no atendió la petición y dio a conocer un Padre Nuestro que no había vasco que lo entendiese.
El mismo himno a San Ignacio de Loyola no se libró de la inquisición renovadora de Sabino. En mi pueblo, a pesar de ser castellanoparlante, se cantaba dicho himno en vascuence. A raíz de la República, los seguidores de Sabino intentaron sustituir el texto «impuro» por el sabiniano. La solución que adoptó el párroco fue cantarlo en castellano.
No se puede negar la evidencia: declarando la guerra a los vocablos vascos de origen latino, Sabino Arana se manifestó enemigo de la lengua que hablaba el pueblo, del vascuence que decía defender.
Lo malo es que Sabino creó escuela. En su partido aceptaron sus aberraciones lingüísticas sin rechistar. Y empezaron a circular escritos en un idioma que decían «euzkera», pero que los vascoparlantes no entendían. No todos los nacionalistas estaban de acuerdo con las novedades sabinianas. El alcalde nacionalista de Guernica se opuso a ellas y se quejaba de que los vascoparlantes preferían leer los programas de fiestas bilingües en su versión castellana.
El mal que con ello se infringió al idioma fue considerable. Fue el primer tercio de este siglo el momento ideal para familiarizar a los vascoparlantes con el idioma escrito. El vascuence purismo de Sabino no pudo cumplir ese fin. Se perdió la oportunidad de dar vida a un mundo cultural que llenase las aspiraciones de los vascoparlantes, de manera que éstos no se sintieran impulsados a abandonar el uso de su lengua. Pero además originaba en los vascoparlantes el complejo de que el idioma que de sus padres habían aprendido era algo bajo, de poca categoría, que había que abandonar. En más de una ocasión hemos oído a personas que, aún hablando castellano, muestran la impronta que el vascuence ha dejado en ellos: «Vosotros sí lo habláis bien, pero nosotros...». ¿Y nos lo decían mientras admirábamos la elegancia con que se expresaban y la precisión con que, sin haber leído un libro, observaban las reglas gramaticales! Al principio hemos indicado la manera con que Sabino aprendió el vascuence y el amor que con ello demostró por el idioma. Pero, lamentablemente, su afán purista le llevó a unas absurdas posturas que mantuvo con obcecación y que, a la larga, han causado un gran perjuicio al idioma y han sido causa de su retroceso, mucho más que la malquerencia de ciertas autoridades, que los nacionalistas califican de persecución.
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