Discurso de Juan Manuel Rozas en la Cena de Cristo Rey 2013



Brasas de Rescoldo



En la fiesta de Cristo Rey del año de gracia de 2013: brasas de rescoldo, a la espera de buenos vientos
Juan Manuel Rozas
Reverendos padres, queridos amigos:
En 1965, hace ya casi 50 años, ante las noticias y los aires preocupantes que llegaban de Roma en relación con los debates conciliares sobre los documentos que llegarían a ser la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia y el mundo de hoy (el mundo de entonces, ha pasado ya medio siglo) y la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, aprobados ambos al final de ese año 65 en la última sesión del II Concilio Vaticano, se convocó en España por defensores de la doctrina tradicional de la unidad católica un concurso, destinado a premiar la mejor defensa de esa doctrina tradicional, que fue ganado por Rafael Gambra con el libro definitivo que lleva por título La unidad religiosa y el derrotismo católico. Me falta el dato de cuántas obras se habrían presentado a ese concurso, pero sospecho que debieron de ser pocas, porque ya entonces el derrotismo católico (que campa en el título del libro premiado) era por desgracia la tendencia dominante. En ese libro el maestro Gambra cita unas palabras de José Luis López Aranguren, un catedrático de filosofía, democristiano de origen y que ya entonces había realizado con éxito el trasbordo al progresismo. López Aranguren (los que son algo mayores se acordarán de él) había escrito que pronto la relevancia social, política, de la religión llegaría a ser semejante a la relevancia social, política, del bridge, que como saben ustedes es un juego de naipes, bastante elegante. Salto ahora hasta Andrés Ollero, otro catedrático, éste de filosofía del derecho, antiguo diputado del partido popular y hoy magistrado del tribunal constitucional, un hombre inteligente, una de las lumbreras del catolicismo liberal-conservador de nuestros días. Pues bien, Ollero ha escrito varias veces que la relación del Estado con la religión debe ser parecida a la que tiene con el fútbol, no ya con el bridge sino con el fútbol. El ejemplo está mejor tomado, es más popular, mayoritario, no como el bridge. El fútbol es algo importante, muy presente en la sociedad, el Estado no puede ignorarlo, debe mantener relaciones positivas con él (laicidad positiva, la llaman), encauzarlo, incluso fomentarlo, pero no puede tomar partido, no puede ser ni del Real Madrid ni del Barcelona ni del Racing de Santander. Tampoco el Estado debe tomar partido por ninguna religión, ni por la católica ni por la mahometana ni por ninguna otra. Hablamos de nuestra santa religión católica, la única revelada por Dios, la única religión verdadera, en rigor la única verdadera religión (las demás no son formas de religión sino de infidelidad; infidelidades, las llama santo Tomás de Aquino, como nos ha recordado hace poco José Miguel Gambra). Pues bien, aquí la tenemos rebajada la Iglesia, no ya al nivel de las demás religiones (en eso consiste la peste del laicismo) sino al nivel de un equipo de fútbol, y no por un ateo sino por un católico bastante oficial. Los que estamos aquí esta noche, un año más, en la víspera de la fiesta de Cristo Rey, seguimos sin aceptar que el Estado, la comunidad política, deba relacionarse con la religión como con el bridge, un juego de cartas, o como con el fútbol. Seguimos sabiendo que nuestro Señor Jesucristo, hoy expulsado de los parlamentos y de los tribunales, debe reinar sobre las naciones, que las instituciones y las leyes de las naciones deben someterse a la sabiduría divina, que los pueblos y sus gobernantes deben rendir culto públicamente a Dios, con el único culto (el católico) que agrada a Dios. Todo esto está escrito, con estas mismas o semejantes palabras, en la encíclica Quas primas, con la que Pío XI instituyó en 1925 la fiesta de Cristo Rey. Para su celebración en el último domingo de octubre, como fiesta en cierto modo de la Iglesia militante (la formada por quienes en este mundo debemos combatir por el reinado de Cristo), antes del 1º de noviembre (festividad de Todos los Santos, fiesta de la Iglesia triunfante, la formada por quienes gozan de Dios en el cielo) y antes también del 2 de noviembre (conmemoración de los fieles difuntos, fiesta de la Iglesia purgante, la formada por las benditas ánimas del purgatorio). Los progresistas al estilo de López Aranguren, el del bridge, los que formaban entonces y siguen hoy formando la vanguardia del modernismo social y religioso, agravado con cada nueva aceleración (y acabamos de entrar ahora en una nueva fase de aceleración), aceptan que esa que he recordado fue la doctrina política de la Iglesia. La consideran felizmente abandonada, superada, obsoleta, pero al menos nos reconocen que fue la enseñada por el magisterio eclesiástico hasta el último concilio general, y vivida durante siglos por los pueblos y los príncipes cristianos. Los del bridge nos quitan el presente, nos excluyen del futuro (el progreso irreversible de la Humanidad nos habría arrojado a las cunetas de la Historia, dicen), pero al menos tienen la honradez intelectual de reconocernos el pasado. Los conservadores al estilo de Ollero, el del fútbol, los que formaban entonces y siguen hoy formando la retaguardia de ese mismo modernismo social y religioso, son incluso más crueles con nosotros, ya que no sólo nos quitan el presente y el futuro, sino que llegan incluso a privarnos del pasado, faltando a la verdad y a la honradez intelectual. Un correligionario de Ollero, el historiador Gonzalo Redondo, escribió que la fiesta de Cristo Rey nada tenía que ver “-salvo para la mentalidad estrecha de los tradicionalistas- con orientaciones político-culturales ……… se buscaba recordar que el hombre perfecto es el que sabe hacer libremente suyas las indicaciones [adviértase, no mandatos, no preceptos, “indicaciones”] que Dios le proporciona para su vida personal en el mundo” (Política, cultura y sociedad en la España de Franco, 1939-1975. Tomo II/2, Pamplona, Eunsa, 2009, nota 377, pág. 782). Seguramente Redondo debió de contar con que ya nadie leería la encíclica Quas primas y, en consecuencia, ya nadie descubriría la superchería; no andaba en eso muy alejado de la verdad puesto que, por desgracia, son poquísimos quienes hoy consultan el texto de esa gran encíclica política de Pío XI. Pero aquí seguimos los tradicionalistas de mentalidad estrecha, que sabemos leer y todavía leemos en la encíclica Quas primas (núm. 8): “Y en esta extensión universal del poder de Cristo no hay diferencia alguna entre los individuos y el Estado, porque los hombres están bajo la autoridad de Cristo, tanto considerados individualmente como colectivamente en sociedad. Cristo es, en efecto, la fuente del bien público y del bien privado. …………. No nieguen, pues, los gobernantes de los Estados el culto debido de veneración y obediencia al poder de Cristo, tanto personalmente como públicamente”. Fin de la cita. Muchos, si nos oyen reafirmar esta verdad católica cuando, fuera de estas ocasiones entre nosotros, tenemos la imprudencia de recordarla, sonríen y menean la cabeza, con más o menos simpatía o conmiseración, y nos replican dos cosas: Primero, que no es ya verdad católica una que ha dejado de enseñarse por las autoridades de la Iglesia, cuando no se enseña como católico precisamente el error opuesto, que es el laicismo: la bondad de la separación entre la Iglesia y el Estado, esto es, la neutralidad religiosa del Estado tomada como ideal cristiano, no como desgracia de los tiempos que haya que sufrir o conllevar. Segundo, que, a suponer incluso que hayan existido tiempos felices en que los pueblos se rigieron por el Evangelio (como afirmó León XIII en la encíclica Immortale Dei), esos tiempos de Cristiandad (felices o no, algunos lo conceden y otros lo niegan) ni desde luego son los tiempos de hoy ni han de volver nunca, por lo que es inútil mantenerse en los trece de la doctrina tradicional, y lo que procede es conformarse al mundo secularizado y pactar con él una laicidad positiva o benevolente. A esas dos objeciones clásicas, experiencia frecuente de todos nosotros, quiero responder esta vigilia de Cristo Rey no con mis propias palabras, sino con algunas citas extraídas de Rescoldo, una magnífica novela sobre la segunda Cristiada mexicana, escrita por Antonio Estrada, hijo de un jefe cristero muerto en combate y que con su madre y la familia entera anduvo de niño emboscado en las sierras, huyendo de las tropas del gobierno anticatólico y luchando contra ellas. Pasados los años, en la década de los 60 del pasado siglo, Estrada escribió esta gran novela autobiográfica que sinceramente les recomiendo ya que, superado el obstáculo de la abundancia de localismos mexicanos, es una lectura hermosa y conmovedora; en España ha sido recientemente publicada por Ediciones Encuentro. Primera cita, la de un sacerdote que, comisionado por el obispo, sube a la sierra para ordenar a los cristeros que depongan las armas: “Vengo a decirles que se dejen una vez más de revoluciones, señores. En nombre de la Iglesia Católica, depongan las armas. ………………. El Santo Padre ya les dispensó su juramento, hijitos, si es que en él se basan para otra lucha inútil. ……………. Lo que les corresponde es obedecer ciegamente a sus superiores.” Obediencia ciega, qué familiar nos suena esta exigencia desorbitada. Y la respuesta del jefe cristero: “No creo que usted nos pueda mandar esto, padrecito …….. ¿A quién vamos a creer? [añado yo ¿al magisterio de siglos o al de estos últimos tiempos? ] ……….. Perdone otra vuelta mi mala cabeza, padrecito ….. Pero aunque seamos unos rancheros de lo más cerrados [tradicionalistas de mentalidad estrecha, vuelvo a añadir yo], sabemos dos cosas. Si el Papa nos quitó el compromiso, nuestros adentros ya nunca lo podrán hacer. No le hace que los demás hayan corrido. Mire, señor cura: en esta tierra acostumbramos cumplir la palabra empeñada a cualquier hombre. Cuánto menos nos vamos a rajar con Dios ……”. Y otra cita del jefe cristero, que explica la finalidad del combate por Cristo Rey, que algunos consideraban inútil en el México de aquellos años 20 y 30 del pasado siglo XX, y muchos más consideran todavía más inútil, rematadamente inútil, en la España de nuestros días: “Nomás queremos ser como brasas de rescoldo, ……. Que aunque sea nosotros guardemos la lumbrita bajo las cenizas. Y nomás en la espera de que soplen buenos vientos y nos arrimen [hojarasca], para que de vuelta se prenda la cristiada en todo México.” De la Cristiandad, la gran obra temporal de la Iglesia, sólo quedan cenizas, es verdad, pero nosotros guardemos la lumbre, las brasas de rescoldo, bajo las cenizas. En la espera de que algún día, cuando Dios quiera, si Dios lo quiere, como Dios quiera, soplen buenos vientos, y entonces nos arrimen hojarasca (la masa indiferente, la multitud que siempre sigue la corriente, la que aclama a Cristo el Domingo de Ramos y a Barrabás el Viernes Santo) y otra vez arda la hoguera y se realice la Cristiandad. Pero para ello hace falta que se conserven las brasas de rescoldo bajo las cenizas, porque ordinariamente Dios no prescinde de instrumentos humanos (por pobres, por pequeños que sean) sino que quiere servirse de nosotros y, sin nosotros, no realiza su obra. Sin brasas no volverá a arder el fuego. Pío XII nos enseñó que “De la forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas, depende y se insinúa también el bien o el mal en las almas, es decir, el que los hombres, llamados todos a ser vivificados por la gracia de Jesucristo, en los trances del curso de la vida terrena respiren el sano y vital aliento de la verdad y de la virtud moral o el bacilo morboso y muchas veces mortal del error y de la depravación” (radiomensaje de 1 de junio de 1941, núm. 5). Por lo tanto, la salvación eterna de la mayoría de las almas, de la multitud, depende mucho de la forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas. Esa salvación de la multitud sólo es ordinariamente posible en un ambiente social cristiano, fundado en instituciones, costumbres y leyes cristianas, donde ese ambiente coopere al conocimiento de la verdad y la práctica de la virtud, en lugar de fomentar, como hoy ocurre, el error y el vicio. Por ello, quienes renuncian al reinado social de Cristo, arrojan las banderas y las dejan caídas por tierra, con esa renuncia doctrinal asumen una gravísima responsabilidad. De ese modo hacen imposible que Dios, ordinariamente, realice su obra. Nosotros mantengamos en alto la bandera de Cristo Rey, la doctrina íntegra, las brasas de rescoldo bajo las cenizas, a la espera de que, cuando Dios quiera, si Dios lo quiere, como Dios quiera, soplen de nuevo buenos vientos.


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