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Hoy miércoles, a las 20:00, concentración contra el aborto frente a la sede del Parlamento Foral de Navarra (C/. Navas de Tolosa, 1).
Et dabo pueros principes eorum, et effeminati dominabuntur eis. «Y les daré niños por príncipes y los afeminados los dominarán» (Isaías, c. III. v. 4).
El jefe del Estado parlamentario, Juan Carlos que se dice “de Borbón”, es el resposable máximo del delito abominable del aborto que asesina nuestros niños antes de que pueden nacer, sancionando la “ley” del aborto el 5 de julio de 1985 y “mandando a todos los españoles, particulares y autoridades guardar y hacer guardar esa ley orgánica”. Cf. la Ley Orgánica 9/1985, de 5 de julio, del aborto:
Veamos qué dice el Código de Derecho Canónico de 1983 al respecto:
Can. 1398: «Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae» (cf. Código de Derecho Canónico de 1917, can. 2350, § 1.)
Y el Magisterio Pontificio:
«La responsabilidad [sobre la muerte del niño aún no nacido] implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar abortos». Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 59 (25 de marzo de 1995).
«No es lícito que los que gobiernan los pueblos y promulgan las leyes echen en olvido que es obligación de la autoridad pública defender la vida de los inocentes con leyes y penas adecuadas; y esto, tanto más cuanto menos pueden defenderse aquellos cuya vida se ve atacada y está en peligro, entre los cuales, sin duda alguna, tienen el primer lugar los niños todavía encerrados en el seno materno. Y si los gobernantes no sólo no defienden a esos niños, sino que con sus leyes y ordenanzas les abandonan, o prefieren entregarlos en manos de médicos o de otras personas para que los maten, recuerden que Dios es juez y vengador de la sangre inocente, que desde la tierra clama al cielo (cf. Gen. 4,10)». Pío XI, Enc. Casti connubii, 23 (31 de diciembre de 1930).
«Mi embrión tus ojos lo veían» (Ps 138,16 Vulgata): el delito abominable del aborto
«Con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos –que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina–, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia» (Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 62).
58. «Resuena categórico el reproche del Profeta: Vae qui dicitis malum bonum, et bonum malum; ponentes tenebras lucem, et lucem tenebras! “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad” (Is 5, 20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de “interrupción del embarazo”, que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento» (Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 58).
A lo largo de toda la historia, los Padres de la Iglesia, sus pastores, sus doctores, han enseñado la misma doctrina:
En la Didaché se dice claramente:
«No matarás con el aborto al fruto del seno y no harás perecer al niño ya nacido» (Didaché Apostolorum, ed. Funk, Patres Apostolici, V. 2).
La Carta de Bernabé utiliza las mismas expresiones (Carta de Bernabé, 19, 5, Funk, 1. c. 91-93).
Atenágoras hace notar que los cristianos consideran homicidas a las mujeres que toman medicinas para abortar; condena a quienes matan a los hijos, incluidos los que viven todavía en el seno de su madre, «donde son ya objeto de solicitud por parte de la Providencia divina» (Atenágoras, En defensa de los cristianos, 35, PG 6, 970: Sources Chrétiennes, 33, pp. 166-167).
En la Carta de Diogneto se dice de los cristianos:
«Ellos procrean niños, pero no abandonan fetos» (Carta de Diogneto V, 6, Funk, o.c. I, 399: S. C. 33).
Tertuliano no deja de afirmar con la misma claridad el principio esencial:
«Es un homicidio anticipado el impedir el nacimiento; poco importa que se suprima la vida ya nacida o que se la haga desaparecer al nacer. Es ya un hombre aquel que está en camino de serlo» (Tertuliano, Apologeticum, IX, 8, PL I, 371-372; Corp. Chris. I, p. 103, 1, 31-36).
Durante la Edad media se recurre frecuentemente a la autoridad de San Agustín, que escribe a este respecto en De nuptius et concupiscentia:
«A veces esta crueldad libidinosa o esta libido cruel llegan hasta procurarse venenos para causar la esterilidad. Si el resultado no se obtiene, la madre extingue la vida y expulsa el feto que estaba en sus entrañas, de tal manera, que el niño perezca antes de haber vivido o, si ya vivía en el seno materno, muera antes de nacer» (San Agustín, De nuptius et concupiscentia, c. 15, PL 44, 423-424: CSEL 33, 619).
El primer Concilio de Maguncia (Alemania), en el año 847, reafirma las penas decretadas por concilios anteriores contra el aborto (Concilio de Elvira, canon 63, Mansi 2, p. 16 y el de Ancira, canon 21, ib., 519) y determina que sea impuesta la penitencia más rigurosa «a las mujeres que provoquen la eliminación del fruto concebido en su seno» (Canon 21, Mansi 14, p. 909).
El Decreto de Graciano refiere estas palabras del papa Esteban V: «Es homicida quien hace perecer, por medio del aborto, lo que había sido concebido» (Graciano, Concordantia discordantim canonum, c. 20, C. 2, q. 2). Véase también el Decreto de Graciano, q. 2, C. 32, c. 7 y el decreto de Gregorio III relativo a la penitencia que se ha de imponer a aquellos que se hacen culpables de este crimen (Mansi 12, 292, c. 17).
Santo Tomás, Doctor común de la Iglesia, enseña que el aborto es un pecado grave, contrario a la ley natural (Santo Tomás, Comentario sobre las Sentencias, libro IV, dist. 31, exposición del texto).
En la época del Renacimiento, el papa Sixto V condena al aborto con la mayor severidad (Sixto V, Constitución Effrenata en 1588, Bullarium Romanum, V, 1. pp. 25-27; Fontes Iuris Canonici, I, n. 165, pp. 308- 311).
Un siglo más tarde, Inocencio XI reprueba las proposiciones de ciertos canonistas laxistas que pretendían disculpar el aborto provocado antes del momento en que algunos colocaban la animación espiritual del nuevo ser (Denz. Sch. 1184)
En nuestros días, los últimos pontífices romanos han proclamado con la máxima claridad la misma doctrina:
El Beato Pío IX en la Constitución Apostolicae Sedis (Acta Pío IX, V, 55-72; AAS 5, 1869, pp. 305-331; Fontes Iuris canonicis, III, n. 552, pp. 24-31).
Pío XI ha excluido claramente todo aborto directo, es decir, aquel que se realiza como fin o como medio en la Encíclica Casti connubii, 23 (AAS 22, 1930, 562-565; Denz. Sch. 3719-21).
23. «Todavía hay que recordar, Venerables Hermanos, otro crimen gravísimo con el que se atenta contra la vida de la prole cuando aun está encerrada en el seno materno. Unos consideran esto como cosa lícita que se deja al libre arbitrio del padre o de la madre; otros, por lo contrario, lo tachan de ilícito, a no ser que intervengan causas gravísimas que distinguen con el nombre de indicación médica, social, eugenésica. Todos ellos, por lo que se refiere a las leyes penales de la república con las que se prohibe ocasionar la muerte de la prole ya concebida y aún no dada a luz, piden que las leyes públicas reconozcan y declaren libre de toda pena la indicación que cada uno defiende a su modo, no faltando todavía quienes pretenden que los magistrados públicos ofrezcan su concurso para tales operaciones destructoras; lo cual, triste es confesarlo, se verifica en algunas partes, como todos saben, frecuentísimamente.
Por lo que atañe a la indicación médica y terapéutica, para emplear sus palabras, ya hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto Nos mueve a compasión el estado de la madre a quien amenaza, por razón del oficio natural, el peligro de perder la salud y aun la vida; pero ¿qué causa podrá excusar jamás de alguna manera la muerte directamente procurada del inocente? Porque, en realidad, no de otra cosa se trata.
Ya se cause tal muerte a la madre, ya a la prole, siempre será contra el precepto de Dios y la voz de la naturaleza, que clama: ¡No matarás! (Ex. 20, 13; cf. Decr. S. Off., 4 maii 1898, 24 iul. 1895, 31 maii 1884). Es, en efecto, igualmente sagrada la vida de ambos y nunca tendrá poder ni siquiera la autoridad pública, para destruirla. Tal poder contra la vida de los inocentes neciamente se quiere deducir del derecho de vida o muerte, que solamente puede ejercerse contra los delincuentes; ni puede aquí invocarse el derecho de la defensa cruenta contra el injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará injusto agresor a un niño inocente?); ni existe el caso del llamado derecho de extrema necesidad, por el cual se puede llegar hasta procurar directamente la muerte del inocente. Son, pues, muy de alabar aquellos honrados y expertos médicos que trabajan por defender y conservar la vida, tanto de la madre como de la prole; mientras que, por lo contrario, se mostrarían indignos del ilustre nombre y del honor de médicos quienes procurasen la muerte de una o de la otra, so pretexto de medicinar o movidos por una falsa misericordia».
Pío XII ha dado una respuesta explícita a las objeciones más graves. Las declaraciones de Pío XII son expresas, precisas y numerosas; requerirían por sí solas un estudio aparte. Citemos solamente, porque formula el principio en toda su universalidad, el Discurso a la Unión Médica Italiana San Lucas, del 12/9/44:
«Mientras un hombre no sea culpable, su vida es intocable, y es por tanto ilícito cualquier acto que tienda directamente a destruirla, bien sea que tal destrucción se busque como fin, bien sea que se busque como medio para un fin, ya se trate de vida embrionaria, ya de vida camino de su total desarrollo o que haya llegado ya a su término» (Discorsi e radiomessaggi, VI, 183 ss.)
Benedicto XVI, en su Discurso a los participantes en el Encuentro de los Presidentes de las Comisiones Episcopales para la Familia y la Vida de Hispanoamérica (3 de diciembre de 2005):
5. «Por eso es necesario ayudar a todas las personas a tomar conciencia del mal intrínseco del crimen del aborto que, al atentar contra la vida humana en su inicio, es también una agresión contra la sociedad misma. De ahí que los políticos y legisladores, como servidores del bien social, tienen el deber de defender el derecho fundamental a la vida, fruto del amor de Dios».
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