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Tema: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

  1. #1
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    Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Madrid, noviembre 2008. Para inaugurar sus seminarios de formación del curso 2008/2009, el Círculo Cultural Antonio Molle Lazo recibe a Krzysztof Urbanek, filósofo polaco, profesor universitario, traductor de la obra de Nicolás Gómez Dávila y responsable de la editorial Furta Sacra. Este seminario, que se celebrará (D.m.) el sábado 29 de noviembre, a las doce y cuarto del mediodía, lleva por título: "Nicolás Gómez Dávila, ¿un criptocarlista colombiano?"

    Más información: teléfono 639571159. Correo electrónico



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  2. #2
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Breve introducción al pensamiento de Nicolás Gómez Dávila
    Nicolás Gómez Dávila escribe desde las posiciones que denomina “reaccionarias”.
    Según su opinión ser reaccionario en nuestro tiempo consiste en oponerse a las ideas de igualdad y
    libertad ilimitada, de progreso y democracia, de materialismo, socialismo, capitalismo y revolución.
    Con otras palabras: oponerse a todo lo que se considera actual y universalmente aceptado. Por otro
    lado ser reaccionario está fuertemente vinculado con el sentimiento de propia impotencia.
    El pensador se aparta decididamente de todo lo contemporáneo y mantiene que incluso
    el conservadurismo carece de sentido porque en el mundo moderno casi no hay cosas dignas de ser
    conservadas. En su opinión, vivimos en la época de la barbarie completa, época llena de falsos
    dioses y sus profetas, y de ideas viles y estúpidas. Claro está que incluso hoy se pueden encontrar
    las últimas huellas de la antigua cultura de Occidente, pero hacia esas huellas el hombre moderno
    tiene la actitud inequívocamente negativa y anhela eliminarlas tan pronto como le sea posible. En
    esta situación los reaccionarios, privados de influencia sobre la realidad, tienen solamente una
    misión: conspirar. Sin embargo, la conspiración no puede reducirse a aumentar el caos
    revolucionario, sino que debe consistir en guardar el legado cultural y civilizador, ese fermento del
    que milagrosamente –la intervención de Dios le parece a Gómez Dávila imprescindible– algún día
    podría renacer la estructura sana del universo humano. En su trabajo de comentarista Nicolás
    Gómez Dávila no busca novedades, sino las verdades antiguas y comprobadas, las verdades que
    llama “lugares comunes”.
    Según el autor de los escolios la situación de los reaccionarios ha empeorado
    considerablemente después del II Concilio Vaticano (1962 – 1965). La Iglesia pre-conciliar
    comprendía que su tarea primordial era proclamar el Reino de Dios y oponerse al mundo
    corrompido por naturaleza. Mientras que la Iglesia post-conciliar ha firmado una alianza con el
    mundo y ha empazado a pudrirse. El pensador colombiano rechaza rotundamente los cambios
    litúrgicos, en particular la abolición del latín, porque piensa que el rito es más importante que las
    palabras y que la participación de los fieles se acerca demasiado a la profanación. Aunque Gómez
    Dávila está auténticamente escandalizado y asustado por lo que denomina la “protestantización”,
    democratización y secularización de la Iglesia Católica y critica la Iglesia actual sin piedad, hay que
    señalar que a diferencia de la mayoría de los críticos contemporáneos el solitario de Bogotá
    combate desde dentro de la Iglesia.
    Gómez Dávila odia la democracia y le contrapone la antigua sociedad feudal cuya
    ampliamente desarrollada estructura jerárquica permitía disfrutar de la auténtica libertad. La
    libertad, según el reaccionario, consiste en libre elección del amo. El pensador mantiene que la
    jerarquía es algo natural y bello, y que únicamente la sociedad jerárquicamente ordenada puede ser
    buena y realmente reflejar el sano organismo vivo. Gómez Dávila recuerda que antes estaba en la
    cabeza de la sociedad la aristocracia que se destacaba por la experiencia acumulada durante siglos,
    por la valentía y el gusto. En las manos de los mejores se encontraba la responsibilidad de otros
    grupos sociales y la licencia de hacer uso de la fuerza.
    Entretanto ahora todo sucede, según Gómez Dávila, en el ambiente absurdo del
    igualitarismo y la ilimitada libertad, y la única –porque bien organizada– clase social real es la
    burocracia que oprime todas las demás. Otro problema de nuestro tiempo es la muchedumbre –
    mantenida en el hervor revolucionario y sometida a las manipulaciones políticas, económicas y
    psicológicas– que es capaz de imponer todas las soluciones. Lo trágico es que ahora se trata de
    ocultar los valores eternos, antes vigilados y cultivados por los mejores, con los nuevos, ratificados
    en los plebiscitos populares.
    Nicolás Gómez Dávila se lamenta de la fealdad del mundo moderno, del mundo en el
    que se olvida de lo bueno, lo verdadero y lo bello, y se alaba lo chillón o simplemente lo útil. En
    vez de las catedrales, los castillos, los conventos y los palacios se construyen horribles objetos
    utilitarios que, traicionando la vileza de las almas de sus constructores, embotan la sensibilidad y
    corrompen el gusto de los demás. Casi todo el arte moderno, según el pensador, está pendiente de la
    moda y predispuesto a satisfacer los instintos más bajos del público. De vez en cuando resuenan
    todavía algunos ecos del bueno y noble arte clásico, sin embargo esto suele ocurrir sobre todo por
    casualidad. Los artistas, como la mayoría de la gente que se ocupa de la “producción cultural”,
    están depravados, carecen de la educación, anhelan el aplauso y los provechos materiales. En
    consecuencia, son estériles. El reaccionario frecuentemente se refiere a la creación artística de los
    siglos pasados. Percibe en ella los valores que le permitían al individuo desarrollar y conservar su
    propia humanidad, y encontrar lo trascendental: en última instancia, encontrar a Dios. Hay que
    señalar que el pensador colombiano reconoce el arte como el último baluarte de la tradición: porque
    todo es destruible, salvo lo bello que es inmortal.
    Gómez Dávila dedica mucho espacio a la filosofía. Se puede arriesgar la tesis de que él
    mantiene el diálogo con todos los filósofos importantes del pasado y expresaba su opinión respecto
    a casi todos los básicos problemas filosóficos. Para él, filosofar es intentar responder siempre a las
    mismas preguntas con un vocabulario cambiante. Pero cree que para cultivar una gran reflección
    filosófica se necesita no solamente la competencia técnica y la capacidad de analizar, sino también
    el talento literario y la habilidad de utilizar las metáforas. Nicolás Gómez Dávila es enemigo de
    todas las corrientes del pensamiento humano que ignoran la complejidad y la pluralidad interna de
    la realidad humana. Se opone a los monismos, los racionalismos parciales, los grandes sistemas
    idealistas. Está en contra de los materialismos, los utilitarismos y los determinismos. De entre los
    pensadores que rechazaban sistematicamente los conceptos teístas, sólo siente auténtica simpatía –
    por lo menos da esa impresión– por Nietzsche, porque considera que solamente este filósofo es
    plenamente consecuente y verdaderamente valiente.
    Gómez Dávila presta mucha atención a Marx, cuyos logros reconoce, y a los marxistas,
    a quienes juzga malogrados y arribistas. El reaccionario estima altamente a Platón y a los
    pensadores cristianos que se basaron en su enseñanza. Además, aprecia a filósofos como Descartes,
    Pascal, Kant y Schopenhauer. Gómez Dávila advierte las consecuencias funestas de las doctrinas
    estoicas, hegelianas y las relacionadas con la Ilustración francesa.
    El solitario de Bogotá se presenta como pensador teocéntrico, que en el conflicto entre
    los racionalistas y los voluntaristas se identifica con los últimos, destacando constantemente el
    carácter fundamental de la gracia y de la obra redentora de Cristo. Él no puede aceptar ni la
    tendencia actual de situar al hombre en el centro del universo, ni el gnosticismo. Tampoco comparte
    la fe moderna en la fuerza liberadora del progreso y el desarrollo científico y técnico. En cambio,
    espera un milagro y pone su confianza en la eficacia de la plegaria repetida con paciencia.
    En sus comentarios Nicolás Gómez Dávila toca una gran variedad de temas y cuestiones,
    y es imposible enumerarlas todas aquí. Concluyendo, pues, quisiera subrayar que para mí lo más
    importante en la obra del pensador colombiano es que se puede ver en ella la epifanía del espíritu de
    la cultura europea y occidental, el espíritu heleno, latín y cristiano, el espíritu que en el Viejo
    Continente parece estar en agonía. Y la divulgación de los escolios que presenciamos hoy día se
    puede considerar un milagro gracias al que también nosotros tenemos la oportunidad de divisar los
    fundamentos casi olvidados de nuestra conciencia, las bases que a menudo desaparecen bajo las
    pilas de basura y escombros. El “texto” deconstruído y mancillado muchas veces es simplemente
    inalcanzable, sin embargo quedan los escolios que nos ofrecen su esencia. Creo que los volumenes
    que nos ha dejado Nicolás Gómez Dávila pueden jugar el papel de la llamada a volvernos a nuestras
    auténticas raices. Quien ama la profundidad y la claridad de esos tomos no parará hasta que no
    llegue a su fuente subyacente.
    Krzysztof Urbanek

  3. #3
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    GOMEZ DAVILA VISTO DESDE LA PROGRESIA...




    El reaccionario inconformista

    "Lo contrario de lo absurdo no es la razón sino la dicha", dice Nicolás Gómez Dávila. Sus Escolios a un texto implícito muestran la lucidez de su pensamiento

    FERNANDO SAVATER 29/12/2007




    A comienzos de diciembre, tuvo lugar en el Instituto Cervantes de Berlín un encuentro internacional sobre el pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila (1913-1994). Participaron Franco Volpi (que ha preparado la edición de las obras completas del autor y lo ha traducido al italiano), Carlos B. Gutiérrez (catedrático de la Universidad de los Andes), Krysztof Urbanek (traductor al polaco) y el que suscribe. También intervino Peter Brokmeier, presentando y leyendo textos inéditos de Botho Strauss, un escritor entusiasta de Gómez Dávila como también lo fueron el dramaturgo Heiner Müller y el mismísimo Ernst Jünger. Esta enumeración demuestra el progresivo interés internacional por la obra de un pensador que pertenece a la estirpe de esos "raros y exquisitos" que a veces alcanzan finalmente el reconocimiento, como Cioran o Canetti, en ocasiones quedan a medio camino, como Antonio Porchia, y a menudo siguen a la intemperie, como Albert Caraco.







    La obra de Gómez Dávila se compone de miles de unos aforismos que él llamaba "escolios a un texto implícito" y que presentaba como notas al margen de un sistema filosófico que nunca escribió. Ese conjunto monumental, secreto y provocador constituye algo así como una "estética de la resistencia" a las ideologías y modos de vida dominantes en la sociedad moderna, desde la óptica de un declarado reaccionario que por sus magistrales desplantes ("los tres enemigos del hombre son el demonio, el Estado y la técnica") puede descolocar tanto a la derecha como a la izquierda tradicionales.
    Para comenzar, debo decir que los fundamentos que subyacen al pensamiento de Nicolás Gómez Dávila me resultan perfectamente ajenos. Es más, en la medida en que uno puede atreverse a hacer aseveraciones metafísicas tajantes, creo que son completamente erróneos. La concepción ultracatólica de la realidad como coartada positiva de un escepticismo radical, la vieja y obstinada querella contra la democracia (tan antihistórica, porque en la idea de democracia se reúne lo mejor de Grecia y lo mejor del cristianismo occidental), la fruición en denunciar los ideales de ilustrados de Igualdad, Justicia, Progreso, etcétera... (ninguno de los cuales obliga a una fe ciega, porque, como el mismo Gómez Dávila nos dijo, "ser civilizado es poder criticar aquello en que creemos sin dejar de creer en ello")... todas estas concepciones de fondo me parecen inconsistentes y desde luego no me mueven a ninguna simpatía. Incluso diré que cuando afloran a través de algunos de los rarísimos aforismos de Gómez Dávila que incurren en su detestada bêtise, siento un cierto alivio: por ejemplo, cuando dice "quien no vuelve la espalda al mundo actual se deshonra" o también "aun la derecha de cualquier derecha me parece siempre demasiado a la izquierda".
    En efecto, es tranquilizador para un progresista -y no tengo más remedio que confesarme como tal, más allá de las estrictas demarcaciones de la izquierda y la derecha- considerar rechazables las conclusiones que obtiene un reaccionario militante de sus presupuestos ideológicos. Lo malo es que, en el caso de Gómez Dávila, esa tranquilizadora concordancia es la excepción y no la regla. En la mayoría de las ocasiones, los aforismos del pensador colombiano son demoledoramente certeros y tan válidos desde mis propios presupuestos como puedan serlo desde los de quienes compartan los suyos, tan opuestos.
    De ahí lo contradictorio y casi agónico de mi pasión por Gómez Dávila: no comparto ninguno de sus axiomas, pero sí la mayoría de lo que deduce de ellos. Sobre todo cuando niega y rechaza, aunque mucho menos cuando afirma. Lo cual no le resta interés, porque, como él mismo escribió, "muchas doctrinas valen menos por los aciertos que contienen que por los errores que rechazan". Insisto en este punto, ya que no admiro sus Escolios simplemente por su espléndido tino expresivo, duro como la roca y trémulo como la rama según su propia inolvidable descripción, ni tampoco por su evidente ingenio y su tonificante humor sino ante todo porque da la casualidad -lo mismo que advirtió Borges sobre las aparentes boutades de Oscar Wilde- de que suele decir verdades, sobre todo cuando critica. Y para mí, que no soy posmoderno y mucho que lo lamento, la verdad es más importante que el estilo, que el ingenio y al menos tan importante como el mismísimo humor.
    Quizá el aspecto más interesante del pensamiento de Gómez Dávila consista en que no puede ser sencillamente clasificado como un pesimista a lo Cioran o como un nostálgico de los felices tiempos pasados, como tantos aristocratizantes que no echan de menos la ilusoria armonía perdida de la sociedad antigua sino sólo sus desaparecidos privilegios. Gómez Dávila no es ese laudator temporis acti de que habla Horacio en su Arte poética. Por el contrario, revela frecuentemente una sensibilidad desprejuiciada -por crítica que sea- ante los ritos y mitos de la modernidad. El escolio en que afirma "el bárbaro o totalmente afirma o totalmente venera. La civilización es sonrisa que mezcla discretamente ironía y respeto" entronca con un comentario muy parecido de Isaiah Berlin, quien señaló en oposición al fanatismo del bárbaro que la persona civilizada está dispuesta a luchar e incluso morir por ideas en las que no cree del todo. No es el pesimismo, sino la lucidez la que le lleva a afirmar "madurar no consiste en renunciar a nuestros anhelos, sino en admitir que el mundo no está obligado a colmarlos". Ningún verdadero pesimista admite nunca del todo que la auténtica cordura implica frustración pero no se reduce a ella.
    Otro punto interesante, aunque sea ocasional, es su franco interés por la sexualidad. En ese campo, rechaza las soluciones fáciles, tanto convencionales como más a la moda: "El problema no es la liberación sexual ni la represión sexual, sino el sexo". Por supuesto, es desde luego la ideología en boga la que se lleva sus más acerados dicterios, pero no desde el estrecho puritanismo: "Nada más repugnante que lo que el tonto llama 'una actividad sexual armoniosa y equilibrada'. La sexualidad higiénica y metódica es la única perversión que execran tanto los demonios como los ángeles". Y tampoco enlaza precisamente con la mentalidad mojigata una de sus afirmaciones positivas más discutibles y a la vez más gloriosas: "Un cuerpo desnudo resuelve todos los problemas del universo". Y también este dogma erótico: "Quisiéramos no acariciar el cuerpo que amamos, sino ser la caricia". Incluso me atrevería a decir que en ocasiones se arriesga a propósitos que podría suscribir cualquier materialista: "Sólo hay instantes". Y por encima de todo el aforismo que prefiero sobre cualquier otro de los suyos, una declaración desesperadamente triunfal que se sitúa más allá de la falsa dicotomía entre pesimismo y optimismo, desde luego mucho más allá del escepticismo limitado y limitador: "Lo contrario de lo absurdo no es la razón sino la dicha".
    -

    Nicolás Gómez Dávila. Escolios a un texto implícito (Selección). Prólogo de Mario Laserna Pinzón. Epílogo de Franco Volpi. Villegas Editores. Bogotá, 2001. Escolios a un texto implícito. Obra Completa. Prólogo de Franco Volpi. Villegas Editores. Bogotá, 2005. Escolios escogidos. Selección de Juan Arana Cañedo-Argüelles. Los Papeles del Sitio, 2007. 208 páginas, 15,95 euros. Sucesivos escolios a un texto implícito. Altera. Barcelona, 2002. 157 páginas. 14 euros.

  4. #4
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    COMPILACIÓN DE AFORISMOS

    por Nicolás Gómez Dávila

    <H3>

    CONTRA LA MODERNIDAD





    La vida del moderno se mueve entre dos polos; negocio y coito.

    La palabra moderno ya no tiene prestigio automático sino entre tontos.

    El moderno llama cambio caminar más rápidamente por el mismo camino en la misma dirección. El mundo en los últimos trescientos años, no ha cambiado sino en ese sentido. La simple propuesta de un verdadero cambio escandaliza y aterra al moderno.

    En la época moderna hay que optar entre opiniones anacrónicas y opiniones viles.

    Los Evangelios y el Manifiesto comunista palidecen; el futuro del mundo está en poder de la coca-cola y la pornografía.

    La diferencia entre Medievo y mundo moderno es clara: en el Medievo la estructura es sana, y apenas ciertas coyunturas fueron defectuosas; en el mundo moderno, ciertas coyunturas han sido sanas, pero la estructura es defectuosa.

    La palabra progreso designa una acumulación creciente de técnica eficaces y de opiniones obtusas.

    El moderno cree vivir en un pluralismo de opiniones, cuando lo que impera es una unanimidad asfixiante.


    Cada día resulta más fácil saber lo que debemos despreciar: lo que el moderno aprecia y el periodista elogia.


    El hombre habrá construido un mundo a imagen y semejanza del infierno cuando habite en un medio totalmente fabricado con sus manos.

    La prensa aporta al ciudadano moderno el embrutecimiento matutino, la radio su embrutecimiento meridiano, la televisión su embrutecimiento vespertino.

    El moderno se ingenia con astucia para no presentar su teología directamente, sino mediante nociones profanas que la impliquen. Evita anunciarle al hombre su divinidad, pero le propone metas que solo un dios alcanzaría o bien proclama que la esencia humana tiene derechos que la suponen divina.

    Dios es el estorbo del hombre moderno.

    El suicidio más acostumbrado en nuestro tiempo es pegarse un balazo en el alma.

    Llámase mentalidad moderna al proceso de exculpación de los pecados capitales.

    El mundo moderno no será castigado. Es el castigo.

    El mundo moderno ya no censura sino al que se rebela contra el envilecimiento.

    La mentalidad moderna no aprueba sino un Cristianismo que se reniegue a sí mismo.



    </H3>
    Jarauta dio el Víctor.

  5. #5
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    El reaccionario auténtico



    por Nicolás Gómez Dávila

    <H3>

    Revista Universidad de Antioquia, 240. Medellín, Colombia (abril-junio, 1995): pp.16-19.



    La existencia del reaccionario auténtico suele escandalizar al progresista. Su presencia vagamente lo incomoda. Ante la actitud reaccionaria el progresista siente un ligero menosprecio, acompañado de sorpresa y desasosiego. Para aplacar sus recelos, el progresista acostumbra interpretar esa actitud intempestiva y chocante como disfraz de intereses o como síntoma de estulticia; pero solos el periodista, el político, y el tonto, no se azoran, secretamente, ante la tenacidad con que las más altas inteligencias de Occidente, desde hace ciento cincuenta años, acumulan objeciones contra el mundo moderno. Un desdén complaciente no parece, en efecto, la contestación adecuada a una actitud donde puede hermanarse un Goethe a un Dostoievski. Pero si todas las tesis del reaccionario sorprenden al progresista, la mera postura reaccionaria lo desconcierta. Que el reaccionario proteste contra la sociedad progresista, la juzgue, y la condene, pero que se resigne, sin embargo, a su actual monopolio de la historia, le parece una posición extravagante. El progresista radical, por una parte, no comprende cómo el reaccionario condena un hecho que admite, y el progresista liberal, por otra, no entiende cómo admite un hecho que condena. El primero le exige que renuncie a condenar si reconoce que el hecho es necesario, y el segundo que no se limite a abstenerse si confiesa que el hecho es reprobable. Aquel lo conmina a rendirse, éste a actuar. Ambos censuran su pasiva lealtad a la derrota. El progresista radical y el progresista liberal, en efecto, reprenden al reaccionario de distinta manera, porque el uno sostiene que la necesidad es razón, mientras que el otro afirma que la razón es libertad. Una distinta visión de la historia condiciona sus críticas. Para el progresista radical, necesidad y razón son sinónimos: la razón es la sustancia de la necesidad, y la necesidad el proceso en que la razón se realiza. Ambas son un solo torrente de existencias.

    La historia del progresista radical no es la suma de lo meramente acontecido, sino una epifanía de la razón. Aun cuando enseñe que el conflicto es el mecanismo vector de la historia, toda superación resulta de un acto necesario, y la serie discontinua de los actos es la senda que trazan, al avanzar sobre la carne vencida, los pasos de la razón indeclinable. El progresista radical sólo adhiere a la idea que la historia cauciona, porque el perfil de la necesidad revela los rasgos de la razón naciente. Desde el curso mismo de la historia emerge la norma ideal que lo nimba. Convencido de la racionalidad de la historia, el progresista radical se asigna el deber de colaborar a su éxito. La raíz de la obligación ética yace, para él, en nuestra posibilidad de impulsar la historia hacia sus propios fines. El progresista radical se inclina sobre el hecho inminente para favorecer su advenimiento, porque al actuar en el sentido de la historia la razón individual coincide con la razón del mundo. Para el progresista radical, pues, condenar la historia no es, tan solo, una empresa vana, sino también una empresa estulta. Empresa vana porque la historia es necesidad; empresa estulta porque la historia es razón.

    El progresista liberal, en cambio, se instala en una pura contingencia. La libertad, para él, es sustancia de la razón, y la historia es el proceso en que el hombre realiza su libertad. La historia del progresista liberal no es un proceso necesario, sino el ascenso de la libertad humana hacia la plena posesión de sí misma. El hombre forja su historia imponiendo a la naturaleza los fallos de su libre voluntad. Si el odio y la codicia arrastran al hombre entre laberintos sangrientos, la lucha se realiza entre libertades pervertidas y libertades rectas. La necesidad es, meramente, el peso opaco de nuestra propia inercia, y el progresista liberal estima que la buena voluntad puede rescatar al hombre, en cualquier instante, de las servidumbres que lo oprimen.

    El progresista liberal exige que la historia se comporte de manera acorde con lo que su razón postula, puesto que la libertad la crea; y como su libertad también engendra las causas que defiende, ningún hecho puede primar contra el derecho que la libertad establece. El acto revolucionario condensa la obligación ética del progresista liberal, porque romper lo que la estorba es el acto esencial de la libertad que se realiza. La historia es una materia inerte que labra una voluntad soberana. Para el progresista liberal, pues, resignarse a la historia es una actitud inmoral y estulta. Estulta porque la historia es libertad; inmoral porque la libertad es nuestra esencia.

    El reaccionario, sin embargo, es el estulto que asume la vanidad de condenar la historia, y la inmoralidad de resignarse a ella. Progresismo radical y progresismo liberal elaboran visiones parciales. La historia no es necesidad, ni libertad, sino su integración flexible. La historia, en efecto, no es un monstruo divino. La polvareda humana no parece levantarse como bajo el hálito de una bestia sagrada; las épocas no parecen ordenarse como estadios en la embriogenia de un animal metafísico; los hechos no se imbrican los unos con los otros como escamas de un pez celeste. Pero si la historia no es un sistema abstracto que germina bajo leyes implacables, tampoco es el dócil alimento de la locura humana. La antojadiza y gratuita voluntad del hombre no es su rector supremo. Los hechos no se amoldan, como una pasta viscosa y plástica, entre dedos afanosos.

    En efecto, la historia no resulta de una necesidad impersonal, ni del capricho humano, sino de una dialéctica de la voluntad donde la opción libre se desenvuelve en consecuencias necesarias. La historia no se desarrolla como un proceso dialéctico único y autónomo, que prolonga en dialéctica vital la dialéctica de la naturaleza inanimada, sino en un pluralismo de procesos dialécticos, numerosos como los actos libres y atados a la diversidad de sus suelos carnales. Si la libertad es el acto creador de la historia, si cada acto libre engendra una historia nueva, el libre acto creador se proyecta sobre el mundo en un proceso irrevocable. La libertad secreta la historia como una araña metafísica la geometría de su tela. La libertad, en efecto, se aliena en el mismo gesto en que se asume, porque el acto libre posee una estructura coherente, una organización interna, una proliferación normal de secuelas. El acto se despliega, se dilata, se expande en consecuencias necesarias, de manera acorde con su carácter íntimo y con su naturaleza inteligible. Cada acto somete un trozo de mundo a una configuración específica.

    La historia, por lo tanto, es una trabazón de libertades endurecidas en procesos dialécticos. Mientras más hondo sea el estrato donde brota el acto libre, más variadas son las zonas de actividad que el proceso determina, y mayor su duración. El acto superficial y periférico se agota en episodios biográficos, mientras que el acto central y profundo puede crear una época para una sociedad entera. La historia se articula, así, en instantes y en épocas: en actos libres y en procesos dialécticos. Los instantes son su alma fugitiva, las épocas su cuerpo tangible. Las épocas se extienden como trechos entre dos instantes: su instante germinal, y el instante donde la clausura el acto incoativo de una nueva vida. Sobre goznes de libertad giran puertas de bronce. Las épocas no tienen una duración irrevocable: el encuentro con procesos surgidos desde mayor hondura puede interrumpirlas, la inercia de la voluntad puede prolongarlas. La conversión es posible, la pasividad familiar. La historia es una necesidad que la libertad engendra, y la casualidad destroza.

    Las épocas colectivas son el resultado de una comunión activa en una decisión idéntica, o de la contaminación pasiva de voluntades inertes; pero mientras dura el proceso dialéctico en que las libertades se han vertido, la libertad del inconforme se retuerce en una ineficaz rebeldía. La libertad social no es opción permanente, sino blandura repentina en la coyuntura de las cosas. El ejercicio de la libertad supone una inteligencia sensible a la historia, porque ante la libertad alienada de una sociedad entera el hombre sólo puede acechar el ruido de la necesidad que se quiebra. Todo propósito se frustra si no se inserta en las hendiduras cardinales de una vida.

    Frente a la historia sólo surge la obligación ética de actuar cuando la conciencia aprueba la finalidad que momentáneamente impera o cuando las circunstancias culminan en una conjuntura propicia a nuestra libertad. El hombre que el destino coloca en una época sin fin previsible, y cuyo carácter hiere los más hondos nervios de su ser, no puede sacrificar, atropelladamente, su repugnancia a sus bríos, ni su inteligencia a su vanidad. El gesto espectacular y huero merece el aplauso público, y el desdén de aquellos a quienes la meditación reclama. En los parajes sombríos de la historia, el hombre debe resignarse a minar con paciencia las soberbias humanas. El hombre puede, así, condenar la necesidad sin contradecirse, aunque no pueda actuar sino cuando la necesidad se derrumba. Si el reaccionario admite la actual esterilidad de sus principios y la inutilidad de sus censuras, no es porque le baste el espectáculo de las confusiones humanas. El reaccionario no se abstiene de actuar porque el riesgo lo espante, sino porque estima que actualmente las fuerzas sociales se vierten raudas hacia una meta que desdeña. Dentro del actual proceso las fuerzas sociales han cavado su cauce en la roca, y nada torcerá su curso mientras no desemboquen en el raso de una llanura incierta. La gesticulación de los náufragos sólo hace fluir sus cuerpos paralelamente a distinta orilla. Pero si el reaccionario es impotente en nuestro tiempo, su condición lo obliga a testimoniar su asco. La libertad, para el reaccionario, es sumisión a un mandato.

    En efecto, aun cuando no sea ni necesidad, ni capricho, la historia, para el reaccionario, no es, sin embargo, dialéctica de la voluntad inmanente, sino aventura temporal entre el hombre y lo que lo trasciende. Sus obras son trazas, sobre la arena revuelta, del cuerpo del hombre y del cuerpo del ángel. La historia del reaccionario es un jirón, rasgado por la libertad del hombre, que oscila al soplo del destino. El reaccionario no puede callar, porque su libertad no es meramente el asilo donde el hombre escapa al tráfago que lo aturde, y adonde se refugia para asumirse a sí mismo. En el acto libre el reaccionario no toma, tan sólo, posesión de su esencia. La libertad no es una posibilidad abstracta de elegir entre bienes conocidos, sino la concreta condición dentro de la cual nos es otorgada la posesión de nuevos bienes. La libertad no es instancia que falle pleitos entre instintos, sino la montaña desde la cual el hombre contempla la ascensión de nuevas estrellas, entre el polvo luminoso del cielo estrellado. La libertad coloca al hombre entre prohibiciones que no son físicas e imperativos que no son vitales. El instante libre disipa la vana claridad del día, para que se yerga, sobre el horizonte del alma, el inmóvil universo que desliza sus luces transeúntes sobre el temblor de nuestra carne. Si el progresista se vierte hacia el futuro, y el conservador hacia el pasado, el reaccionario no mide sus anhelos con la historia de ayer o con la historia de mañana. El reaccionario no aclama lo que ha de traer el alba próxima, ni se aterra a las últimas sombras de la noche. Su morada se levanta en ese espacio luminoso donde las esencias lo interpelan con sus presencias inmortales. El reaccionario escapa a la servidumbre de la historia, porque persigue en la selva humana la huella de pasos divinos. Los hombres y los hechos son, para el reaccionario, una carne servil y mortal que alientan soplos tramontanos. Ser reaccionario es defender causas que no ruedan sobre el tablero de la historia, causas que no importa perder. Ser reaccionario es saber que sólo descubrimos lo que creemos inventar; es admitir que nuestra imaginación no crea, sino desnuda blandos cuerpos. Ser reaccionario no es abrazar determinadas causas, ni abogar por determinados fines, sino someter nuestra voluntad a la necesidad que no constriñe, rendir nuestra libertad a la exigencia que no compele; es encontrar las evidencias que nos guían adormecidas a la orilla de estanques milenarios. El reaccionario no es el soñador nostálgico de pasados abolidos, sino el cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas.

    </H3>

  6. #6
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    [FARO] Krzysztof Urbanek en España. Seminario sobre Nicolás Gómez Dávila

    Madrid, 30 noviembre 2008. El pasado jueves llegaba a la villa y ex corte de Madrid el filósofo polaco, y responsable de la editorial Furta Sacra, Krzysztof Urbanek, quien fue recibido por el profesor José Díaz Nieva, vicepresidente del Círculo Cultural Antonio Molle Lazo.

    El sábado 29, tras una jornada cultural en Segovia, se celebró en Madrid el seminario de formación ya anunciado por FARO, y en el que, bajo el título "Nicolás Gómez Dávila, ¿un criptocarlista colombiano?", el profesor Urbanek trató diversos aspectos del citado pensador reaccionario colombiano.

    Entre los cerca de una veintena de asistentes destacaba la presencia de Ángel d'Ors, José Miguel Gambra, José Antonio Gallego, José Díaz Nieva y Carlos Rodríguez Camacho. Tras la charla el profesor Urbanek fue agasajado con un almuerzo en el que participaron diversos miembros de la Secretaría Política de Don Sixto Enrique de Borbón y del Círculo Cultural Antonio Molle.

    El domingo, antes de su partida pudo mantener una reunión de trabajo con el profesor Miguel Ayuso, recién llegado de su estancia en Méjico.



    _____________________________________________________
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  7. #7
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Blog sobre Nicolás Gómez Dávila:

    http://angel-cautivo-en-el-tiempo.blogspot.com/

  8. #8
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  9. #9
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Veo que hay otro hilo sobre Gómez Dávila:

    Escolios antidemocráticos

    Quizá se podrían juntar en uno solo. Hay también otro en Enlaces Hispánicos, pero está bien porque simplemente remite a un blog sobre Nicolás Gómez Dávila. Y también hay otros dos, con el mismo título, pero uno en inglés y otro en italiano, para los hablantes de esos idiomas que estén interesados. Estos, claro, están bien donde están.

  10. #10
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    LA DEMOCRACIA

    Nicolás Gómez Dávila


    Indiferente a la originalidad de mis ideas, pero celoso de su coherencia, intento trazar aquí un es*quema que ordene, con la menor arbitrariedad po*sible, algunos temas dispersos, y ajenos. Amanuense de siglos, sólo compongo un centón[1] reaccionario.
    Si un propósito didáctico me orientara, habría es*cuchado sin provecho la dura voz reaccionaria. Su escéptica confianza en la razón nos disuade tanto de las aseveraciones enfáticas, como la de las im*pertinencias pedagógicas. Para el pensamiento re*accionario, la verdad no es objeto que una mano entregue a otra mano, sino conclusión de un proce*so que ninguna impaciencia precipita. La enseñanza reaccionaria no es exposición dialéctica del univer*so, sino diálogo entre amigos, llamamiento de una libertad despierta a una libertad adormecida.
    Demasiado consciente de fundarse sobre eviden*cias circunscritas, sobre raciocinios cuya validez se confina en determinados universos de discurso, so*bre un cauteloso acecho a la novedad de la vida, el pensamiento reaccionario teme la postiza simetría de los conceptos, los automatismos de la lógica, la fascinación de las simplificaciones ligeras, la falacia de nuestro anhelo de unidad.
    Estas páginas sistemáticas no descuidan sus pre*ceptos. Para un pensamiento precavido, los siste*mas no degeneran en retórica de ideas. Lejos de paralizarnos en una complacencia dogmática, los sistemas nos obligan a una creciente perspicacia. Ante el sistema, donde se objetiva y se plasma, el pensamiento se asume. Su espontaneidad ciega se muda en conciencia de sus postulados, de su es*tructura, y de sus fines. Cada sistema sucesivo viola sucesivas inocencias. Cada sistema restaura una meditación que nos libera.
    Este parcial intento es artificio de un pensamiento reaccionario. Morada pasajera de un huésped obsti*nado. No inicio catequización alguna ni ofrezco recetarios prácticos. Ambiciono, tan solo, trazar una curva límpida.
    Tarea ociosa. Lucidez estéril. Pero los textos reac*cionarios no son más que estelas conminatorias en*tre escombros.
    El diálogo entre democracias burguesas y demo*cracias populares carece de interés, aun cuando no carezca de vehemencia, ni de armas.
    Tanto capitalismo y comunismo, como sus formas híbridas, vergonzantes o larvadas, tienden, por ca*minos distintos, hacia una meta semejante. Sus par*tidarios proponen técnicas disímiles, pero acatan los mismos valores. Las soluciones los dividen; las am*biciones los hermanan. Métodos rivales para la consecución de un fin idéntico. Maquinarias diversas al servicio de igual empeño.
    Los ideólogos del capitalismo no rechazan el ideal comunista; el comunismo no censura el ideal bur*gués. Al investigar la realidad social del concurren*te, para denunciar sus vicios, o disputar la identificación exacta de sus hechos, ambos juzgan con criterio análogo. Si el comunismo señala las con*tradicciones económicas, la alienación del hombre, la libertad abstracta, la igualdad legal de las socie*dades burguesas, el capitalismo subraya, paralela*mente, la impericia de la economía, la absorción totalitaria del individuo, la esclavitud política, el res*tablecimiento de la desigualdad real en las socieda*des comunistas. Ambos aplican un mismo sistema de normas, y su litigio se limita a debatir la función de determinadas estructuras jurídicas. Para el uno la propiedad privada es estorbo, para el otro, estí*mulo; pero ambos coinciden en la definición del bien que la propiedad estorba o estimula.
    Aunque insistan ambos sobre la abundancia de bienes materiales que resultará de su triunfo, y aun cuando sean ambos augurios de hartazgo, tanto la miseria que denuncian como la riqueza que enco*mian sólo son las más obvias especies de lo que rechazan o ambicionan. Sus tesis económicas son vehículo de aspiraciones fabulosas.
    Ideologías burguesas e ideologías del proletaria*do son, en distintos momentos, y para distintas cla*ses sociales, portaestandartes rivales de una misma esperanza. Todas se proclaman voz impersonal de la misma promesa. El capitalismo no se estima ideo*logía burguesa sino construcción de la razón huma*na; el comunismo no se declara ideología de clase sino porque afirma que el proletariado es delegado único de la humanidad. Si el comunismo denuncia la estafa burguesa, y el capitalismo el engaño comu*nista, ambos son mutantes históricos del principio democrático; ambos ansían una sociedad donde el hombre se halle, en fin, señor de su destino.
    Rescatar al hombre de la avaricia de la tierra, de las lacras de su sangre, de las servidumbres sociales es su común propósito. La democracia espera la re*dención del hombre, y reivindica para el hombre la función redentora.
    Vencer nuestro atroz infortunio es el más natural anhelo del hombre, pero sería irrisorio que el ani*mal menesteroso, a quien todo oprime y amenaza, confiara en su sola inteligencia para sojuzgar la ma*jestad del universo si no se atribuyese una dignidad mayor y un origen más alto. La democracia no es procedimiento electoral, como lo imaginan católi*cos cándidos; ni régimen político como lo pensó la burguesía hegemónica del siglo XIX; ni estructura social como lo enseña la doctrina norteamericana; ni organización económica como lo exige la tesis comunista.
    Quienes presenciaron la violencia irreligiosa de las convulsiones democráticas creyeron observar una sublevación profana contra la alienación sagrada. Aun cuando la animosidad popular sólo estalle esporádicamente en tumultos feroces o burlescos, una crítica sañuda del fenómeno religioso y un lai*cismo militante acompañan, sorda y subrepticiamen*te, la historia democrática. Sus propósitos explícitos parecen subordinarse a una voluntad más honda —a veces oculta, a veces pública, callada a veces, a ve*ces estridente— de secularizar la sociedad y el mun*do. Su fervor irreligioso, y su recato laico, proyectan limpiar las almas de todo excremento místico.
    Sin embargo, otros observadores de sus instantes críticos o de sus formas extremas han repetidamente señalado su coloración religiosa. El dogmatismo de sus doctrinas, su propagación infecciosa, la consa*gración fanática que inspira, la confianza febril que despierta han sugerido paralelos inquietantes. La sociología de las revoluciones democráticas resucita categorías elaboradas por la historia de las religio*nes: profeta, misión, secta. Metáforas curiosamente necesarias.
    El aspecto religioso del fenómeno democrático suele explicarse de dos maneras distintas: para la sociología burguesa, las semejanzas resultan del sa*cudimiento que tumultos sociales propagan en los estratos emotivos en donde estiman que la religión se origina; para la sociología comunista, la simili*tud confirma el carácter social de las actitudes reli*giosas. Allí toda emoción intensa asume formas religiosas; aquí toda religión es disfraz de fines sociales.
    La sociología burguesa no alcanza la penetración de las tesis marxistas. Las vagas genealogías con que se satisface no se comparan a la identificación precisa que el marxismo define. El rigor del sistema marxista lo precave de equívocos; espejo de la ver*dad, podría decirse que basta invertirlo para no errar.
    Las filosofías de la historia, más que síntesis ambi*ciosas son herramientas del conocimiento históri*co. Cada filosofía se propone definir la relación entre el hombre y sus actos.
    El problema de la filosofía de la historia es de una generalidad absoluta porque todo objeto de la con*ciencia es acto anteriormente a la definición de su estatuto metafísico, que es acto también. La manera de definir la relación entre el hombre y sus actos determina toda explicación del universo.
    Las definiciones filosóficas de la relación concre*ta son teorías de la motivación humana. Las teorías interrogan los hechos para despertarlos de su iner*cia insignificativa, y penetran, como nexos inteligi*bles, en su masa amorfa. Ninguna teoría es falsa porque la relación concreta es estructura compleja y rica; pero cada una, aisladamente, sacrifica la es*pesa trama histórica a una ordenación arbitraria y descarnada. Para evitar falsificaciones patentes, el historiador emplea, simultánea o sucesivamente, las diversas teorías propuestas: urgencia del instinto, determinación étnica, condicionamiento geográfi*co, necesidad económica, progresión intelectual, propósito axiológico, resolución caprichosa; pero aún si el tacto de la imaginación lo protege de las torpezas sistemáticas, la incoherencia de su proce*dimiento lo limita a una yuxtaposición casual de factores. Las diversas teorías no forman sendos sistemas cerrados, ni su agrupación accidental sobre*pasa aciertos esporádicos y fortuitos.
    Toda situación histórica encierra la totalidad de motivaciones posibles (con una predominancia al*ternada), y las concretas configuraciones de motivos dependen de un principio general que las ordena. A cualquier tipo de motivación a que preferencialmente pertenezca, y en cualquier configuración en donde se sitúe, todo acto cualquiera se halla orientado por una opción religiosa previa.
    Tanto los encadenamientos lineales de actos de igual especie, como los vínculos entre agrupaciones de actos heterogéneos, son función de su campo religioso. El individuo ignora usualmente la opción primigenia que lo determina; pero el rumbo de sus instintos, la pre*eminencia de tal o cual carácter étnico, la prevalencia de diversas influencias geográficas, la vigencia de determinada necesidad económica, la preponderación de ciertas conclusiones especulativas, la validez de unos u otros fines, la primacía de voliciones distintas, son efectos de una opción radical ante el ser, de una postura básica ante Dios.
    Todo acto se inscribe en una multitud simultánea de contextos; pero un contexto unívoco, inmoto y último los circunscribe a todos. Una noción de Dios, explícita o tácita, es el contexto final que los ordena.
    La relación entre el hombre y sus actos es una relación mediatizada. La relación entre el hombre y sus actos es relación entre definiciones de Dios y actos del hombre. El individuo histórico es su opción religiosa.
    Ninguna situación concreta es analizable sin resi*duos o dilucidable coherentemente mientras no se determine el tipo de fallo teológico que la estruc*tura. El análisis religioso que permite dibujar las articulaciones de la historia, la disposición interna de los hechos, y el orden auténtico de la persona es de carácter empírico, y no presupone, ni para definir*lo, ni para aplicarlo, una fe cualquiera. Sin presumir la objetividad de la experiencia religiosa, constatan*do tan solo su realidad fenomenal, el análisis la asume, metódicamente, como factor determinante de toda condición concreta.
    Sólo el análisis religioso, al sondar un hecho de*mocrático cualquiera, nos esclarece la naturaleza del fenómeno y nos permite atribuir a la democracia su dimensión exacta. Procediendo de distinta manera nunca logramos establecer su definición genética, ni mostrar la coherencia de sus formas, ni relatar su historia.
    La democracia es una religión antropoteísta. Su principio es una opción de carácter religioso, un acto por el cual el hombre asume al hombre como Dios.
    Su doctrina es una teología del hombre-dios; su práctica es la realización del principio en comporta*mientos, en instituciones y en obras.
    La divinidad que la democracia atribuye al hom*bre no es figura de retórica, imagen poética, hipérbole inocente, en fin, sino definición teológica es*tricta. La democracia nos proclama con elocuencia, y usando de un léxico vago, la eminente dignidad del hombre, la nobleza de su destino o de su ori*gen, su predominio intelectual sobre el universo de la materia y del instinto. La antropología democráti*ca trata de un ser a quien convienen los atributos clásicos de Dios.
    Las religiones antropoteístas forman un grupo homogéneo de actitudes religiosas que no es lícito confundir con las teologías panteístas. El dios del panteísmo es el universo mismo como vuelo de un gran pájaro celeste; para el antropoteísmo el uni*verso es estorbo o herramienta del dios humano.
    El antropoteísmo, ante la miseria actual de nues*tra condición, define la divinidad del hombre como una realidad pasada, o como una realidad futura. En su presente de infortunio el hombre es un dios caí*do o un dios naciente. El antropoteísmo plantea un primer dilema al dios bifronte.
    Las cosmogonías órficas y las sectas gnósticas son antropoteísmos retrospectivos; la moderna religión democrática es antropoteísmo futurista. Aquellas son doctrina de una catástrofe cósmica, de un dios desmembrado, de una luz cautiva; ésta es doctrina de una teogonía dolorosa.
    El antropoteísmo retrospectivo es un dualismo sombrío; el antropoteísmo futurista, un monismo jubiloso. La doctrina dualista enseña la absorción del hombre en la materia prava[2] y el retorno penoso a su esplendor pretérito; la doctrina monista anuncia la germinación de su gloria. Dios prisionero en la torpe inercia de su carne, o dios que la materia levanta como su grito de victoria. El hombre es ves*tigio de su condición perdida, o arcilla de su condi*ción futura.
    Antropoteísmos dualistas y antropoteísmo monista son anomismos éticos. Ambos se compactan en secta de elegidos. Ambos son insurrecciones metafísicas.
    La doctrina democrática es una superestructura ideológica, pacientemente adaptada a sus postula*dos religiosos. Su antropología tendenciosa se pro*longa en apologética militante. Si la una define al hombre de manera compatible con su divinidad postulada, la otra, para corroborar el mito, define al universo de manera compatible con esa artificiosa definición del hombre. La doctrina no tiene finali*dad especulativa. Toda tesis democrática es argu*mento de litigante, y no veredicto de juez.
    Una breve definición mueve su máquina doctri*nal.
    Con el fin de cumplir su propósito teológico, la antropología democrática define al hombre como voluntad.
    Para que el hombre sea dios, es forzoso atribuirle la voluntad como esencia, reconocer en la voluntad el principio y la materia misma de su ser. La volun*tad esencial, en efecto, es suficiencia pura. La volun*tad esencial es atributo tautológico de la autonomía absoluta. Si la esencia de un ser no es su voluntad el ser no es causa de sí mismo sino efecto del ser que determina su esencia. Si la esencia humana excede la voluntad del hombre ese excedente lo sujeta a una voluntad externa. El hombre democrá*tico no tiene naturaleza sino historia: voluntad in*violable que su aventura terrestre disfraza pero no altera.
    Si la voluntad es su esencia el hombre es libertad pura porque la libertad es determinación autónoma. Voluntad esencial, el hombre es esencial libertad. El hombre democrático no es libertad condicionada, li*bertad que una naturaleza humana supedita, sino li*bertad total. Sólo sus actos libres son actos de su esencia, y lo que aminora su libertad lo corroe. El hombre no puede someterse sin dimitir. Su libertad no prescribe porque una esencia no prescribe.
    Como su libertad no es concesión de una volun*tad ajena sino acto analítico de su esencia la auto*nomía de la voluntad es irrestricta, y su soberanía, perfecta. Sólo la volición gratuita es legítima, por*que sólo ella es soberana.
    Siendo soberana, la voluntad es idéntica en to*dos. Accidentes que no alteran la esencia nos distin*guen. La diferencia entre los hombres no afecta la naturaleza de la voluntad en ninguno, y una des*igualdad real violaría la identidad de esencia que los funda. Todos los hombres son iguales a pesar de su variedad aparente.
    Para la antropología democrática los hombres son voluntades libres, soberanas e iguales.
    Después de asentar su definición antropológica la doctrina procede a elaborar las cuatro tesis ideo*lógicas de su apologética.
    La primera, y la más obvia, de las ideologías de*mocráticas es el ateísmo patético.
    La democracia no es atea porque haya compro*bado la irrealidad de Dios sino porque necesita ri*gurosamente que Dios no exista. La convicción de nuestra divinidad implica la negación de su existen*cia. Si Dios existiese el hombre sería su criatura. Si Dios existiese el hombre no podría palpar su divi*nidad presunta. El Dios trascendente anula nuestra inútil rebeldía. El ateísmo democrático es teología de un dios inmanente.
    Para confirmar nuestra divinidad problemática el ateísmo enseña que los otros dioses son inventos del hombre: hijos del terror o del sueño; símbolos de la sociedad o de nuestras raíces obscenas; mitos que cumplen la alienación suprema. La democracia afirma que la carroña de la libertad humana es cuna de los enjambres sagrados.
    La idea del progreso es la teodicea[3] del antropoteísmo futurista, la teodicea del dios que despierta desde la insignificancia del abismo. El progreso es la justificación de la condición actual del hombre y de sus ulteriores teofanías.
    El ser que reprime, con ritos precarios, el murmullo de su animalidad recalcitrante no cree en su divinidad oculta sino imagina que la materia primitiva es máqui*na productora de dioses. Si un proceso de perfeccionamiento inevitable no suplanta la reiteración del tiempo, si lo complejo no proviene de lo simple, si lo inferior no engendra los términos superiores de las series, si la razón no emerge de una neutralidad pretérita, si la noche no es preparación evangélica a la luz, si el bien no es faz del mal arrepentido, el hombre no es dios. No bastan las recetas que almacena para que su inteligencia presienta, en el cálculo de comportamientos externos, premisas de su omnisciencia futura. No basta la leve impronta de sus gestos sobre la corte*za de la tierra para presumir que la astucia de sus manos le prepara una omnipotencia divina. El progre*so es dogma que requiere una fe previa.
    Para garantizar al hombre que transformará el uni*verso y logrará labrarlo a la medida de su anhelo la democracia enseña que nuestro esfuerzo demiúrgico prolonga el ímpetu que solevanta la materia. Que el motor del progreso sea una dialéctica interna, un pasaje de la homogeneidad primitiva a una hetero*geneidad creciente, una serie de emergencias suce*sivas, o el empeño atrevido de un aborto de la necesidad, la doctrina supone que un demiurgo au*sente, desde su inexistencia primera, elabora el ali*mento de su epifanía futura.
    La teoría de los valores es la más espinosa empresa de la ideología democrática. Ateísmo y progreso sólo piden una retórica enfática porque la existencia de Dios no es obvia, porque un simple ademán hacia el futuro confirma la fe de un progresista vacilante; mientras que la presencia de valores es hecho que anula los postulados democráticos con insolencia tranquila.
    Si placer y dolor ya muestran una independencia inquietante, ¿qué subsiste de nuestra divinidad proclamada si la verdad nos ata a una naturaleza de las cosas, si el bien obliga como un llamamiento irresistible, si la belleza existe en la pulpa del objeto? Si el hombre no es el supremo hacedor de los valores el hombre es un viajero taciturno entre misterios, el hom*bre atraviesa los dominios de un incógnito monarca.
    Según la doctrina democrática el valor es un esta*do subjetivo que comprueba la concordancia entre una voluntad y un hecho. La objetividad del valor es función de su generalidad empírica, y su carácter normativo proviene de su referencia vital. Valor es lo que la voluntad reconoce como suyo.
    La reducción del valor a su esquema básico pro*cede con astucias diversas. Ciertas teorías prefieren una reducción directa, y enseñan que valor es mera*mente lo que el hombre declara serlo. Pero las teo*rías más usuales eligen rutas menos obvias. La función biológica, o la forma social, suplantan la voluntad desnuda y representan su manifestación concreta.
    Placer y dolor aparecen como síntomas de una vida que se cumple o que fracasa; el bien es el sig*no de un feliz funcionamiento biológico o de un acto propicio a la supervivencia social; la belleza es indicio de una posible satisfacción de instintos, de una exaltación posible de la vida, o expresión au*téntica de un individuo, reflejo auténtico de una sociedad; verdad, en fin, es el arbitrio que facilita el apoderamiento del mundo. Éticas utilitarias o socia*les, estéticas naturalistas o expresionistas, epistemo*logías pragmáticas o instrumentales intentan reducir el valor a su esquema prepuesto y no son más que artefactos ideológicos.
    La última tesis de la apologética democrática es el determinismo universal. Para afianzar sus profecías, la doctrina necesita un universo rígido. La acción eficaz requiere un comportamiento previsible, y la indeterminación casual suprime la certeza del pro*pósito. Como el hombre no sería soberano sino en un universo regido por una necesidad ciega, la doc*trina refiere a circunstancias externas los atributos del hombre. Si el mundo, la sociedad y el indivi*duo no son, en efecto, reductibles a meras constan*tes casuales, aún el empeño más tenaz, más inteligente y más metódico puede fracasar ante la naturaleza inescrutable de las cosas, ante la insospechable his*toria de las sociedades, ante las imprevisibles deci*siones de la conciencia humana. La libertad total del hombre pide un universo esclavizado. La soberanía de la voluntad humana sólo puede regentar cadáve*res de cosas.
    Como un determinismo universal arrastra la liber*tad misma que lo proclama, la doctrina recurre, para esquivar la contradicción que la anula, a una acro*bacia metafísica que transporta al hombre, desde su pasividad de objeto, hasta una libertad de dios re*pentino.
    Al realizarse en comportamientos, en institucio*nes y en obras, el principio democrático procede con severa coherencia. La aparente confusión de sus fenómenos patentiza la extraordinaria constancia de la causa. En circunstancias diversas los rumbos son distintos para que el propósito permanezca intacto.
    Dos formas sucesivas del principio inspiran la prác*tica democrática: el principio como voluntad sobe*rana o como voluntad auténtica.
    No concediendo legitimidad sino a la voluntad gratuita, la democracia individualista y liberal tradu*ce, en norma inapelable, los equilibrios momentá*neos de voluntades afrontadas en un múltiple mercado electoral. El correcto funcionamiento del mercado supone un campo raso expurgado de resabios éticos, escamondado de prestigios pretéritos, limpio de los despojos del pasado. La validez de las decisiones políticas y de las decisiones económi*cas es función de la presión que ejerce la voluntad mayoritaria. Las reglas éticas y los valores estéticos resultan del mismo equilibrio de fuerzas. Los meca*nismos automáticos del mercado determinan las normas, las leyes y los precios.
    Para la democracia individualista y liberal la voli*ción es libre de obligaciones internas pero sin dere*cho de apelar a instancias superiores contra las normas populares, contra la ley formalmente pro*mulgada o contra el precio personalmente estable*cido. El demócrata individualista no puede declarar que una norma es falsa sino que anhela otra; ni que una ley no es justa sino que quiere otra; ni que un precio es absurdo sino que otro le conviene. La justicia, en una democracia individualista y liberal, es lo que existe en cualquier momento. Su estructu*ra normativa es configuración de voluntades, su es*tructura jurídica suma de decisiones positivas, y su estructura económica conjunto de actos realiza*dos.
    La democracia individualista suprime toda institu*ción que suponga un compromiso irrevocable, una continuidad rebelde a la deleznable trama de los días. El demócrata rechaza el peso del pasado y no acepta el riesgo del futuro. Su voluntad pretende borrar la historia pretérita y labrar sin trabas la his*toria venidera. Incapaz de lealtad a una empresa remitida por los años su presente no se apoya so*bre el espesor del tiempo; sus días aspiran a la dis*continuidad de un reloj siniestro.
    La sociedad regida por la primera forma del prin*cipio democrático inclina hacia la anarquía teórica de la economía capitalista y del sufragio universal.
    El principio reviste su segunda forma cuando el uso de la libertad amenaza los postulados democrá*ticos. Pero la transformación de la democracia libe*ral e individualista en democracia colectiva y despótica no quebranta el propósito democrático ni adultera los fines prometidos. La primera forma contiene y lleva la segunda como una prolongación histórica posible y como una consecuencia teórica necesaria.
    En efecto; si todos los hombres son voluntades li*bres, soberanas e iguales ninguna voluntad puede sojuzgar legítimamente a las otras; pero como la voluntad no puede tener más objeto legítimo que su pro*pia esencia, como toda voluntad que no tenga su esencia por objeto se niega y se anula, cualquier voluntad individual que no tenga por objeto su libertad, su soberanía y su igualdad peca contra su esencia auténtica, y puede ser legítimamente obligada por una voluntad recta a obedecerse a sí misma. No importa que la rebeldía contra su propia esencia sea acto de una sola voluntad, de una multitud de voluntades, de la cuasi totalidad de voluntades existentes en un ins*tante preciso o de la totalidad misma porque la doc*trina democrática necesariamente postula, frente a las voluntades pervertidas e insurrectas, una voluntad ge*neral proba consigo misma, leal a su esencia, cuya legitimidad puede ser representada por una sola vo*luntad recta. Mayoría, partido minoritario o individuo, la legitimidad democrática no depende de un meca*nismo electoral sino de la pureza del propósito.
    La democracia colectivista y despótica somete las voluntades apóstatas a la dirección autocrática de cualquier nación, clase social, partido o individuo que encarne la voluntad recta. Para la democracia colectivista y despótica, la realización del propósito democrático prima sobre toda consideración cualquiera. Todo es lícito para fundar una igualdad real que permita una libertad auténtica donde la sobe*ranía del hombre se corona con la posesión del uni*verso. Las fuerzas sociales deben ser encauzadas con decisión inquebrantable hacia la meta apocalíptica, barriendo a quien estorbe, liquidando a quien resista. La confianza en su propósito co*rrompe al demócrata autoritario, que esclaviza en nombre de la libertad y espera el advenimiento de un dios en el envilecimiento del hombre.
    La realización práctica del principio democrático re*clama, en fin, una utilización frenética de la técnica y una implacable explotación industrial del planeta.
    La técnica no es producto democrático, pero el culto de la técnica, la veneración de sus obras, la fe en su triunfo escatológico, son consecuencias nece*sarias de la religión democrática. La técnica es la herramienta de su ambición profunda, el acto posesorio del hombre sobre el universo sometido. El demócrata espera que la técnica lo redima del pecado, del infortunio, del aburrimiento y de la muerte. La técnica es el verbo del hombre-dios.
    La humanidad democrática acumula inventos téc*nicos con manos febriles. Poco le importa que el desarrollo técnico la envilezca o amenace su vida. Un dios que forja sus armas desdeña las mutilaciones del hombre.
    Demonios y dioses nacen lejos de la mirada de los hombres, y su infancia se aletarga en moradas subterráneas. La religión democrática anida en las criptas medievales, en la sombra húmeda donde bullen las larvas de textos heréticos.
    La predicación clandestina de mitos dualistas no calla bajo el despotismo de los emperadores orto*doxos. Los anatemas conciliares, las sentencias de los prefectos imperiales, los tumultos de la piedad popular, sofocan temporariamente la voz nefanda, pero sus ecos resucitan en villorrios montañeses, en conventículos de ciudades fronterizas y entre las legiones del imperio.
    De sus tierras de exilio la evangelización dualista se propaga, lejos de la vigilante burocracia bizantina, hacia los laxos señoríos de Occidente. Las aguas de la turbia riada sumergen sedes episcopales y baten el granito del trono pontificio.
    La sombra tutelar y sangrienta del tercer Inocencio restaura la unidad quebrada, pero en tierras aparta*das y distantes, en Calabria, sobre el Rhin, entre te*lares flamencos, una nueva religión ha nacido.
    La moderna religión democrática se plasma cuan*do el dualismo bogomilo[5] y cátaro[6] se combina y fusiona con el mesianismo apocalíptico. En los pa*rajes de su nocturna confluencia una sombra ambi*gua se levanta.
    La esperanza mesiánica que el cristianismo cum*ple, y a su vez renueva, irrita reiteradamente la fe*bril paciencia del hombre.
    En inmensos aposentos de adobe y bitumen[7], crá*neos glabros, inclinados ante el monarca que apre*sa las manos sagradas, entonan himnos de victoria que un salmista plagia para la unción de reyezuelos. Las adulaciones irrisorias se transmutan bajo la lla*mada profética y el ungido terrestre prefigura al ungido divino. Cuando al templo destruido sólo su*cede un templo profano los temas mesiánicos es*parcen su intacta virulencia. La impotencia política azuza la esperanza mesiánica.
    Mondado de sus excrecencias carnales, el mesia*nismo transmite a la Iglesia, sin embargo, el germen de sus terribles avideces. Muchedumbres esperan el descenso de la ciudad celeste y la primera encarna*ción del Paracleto[8] anuncia, entre profetisas desnu*das, las cosechas kiliásticas[9].
    La expectativa de un terrestre reino de los santos exalta la piedad de solitarios y la miseria de las tur*bas. Anhelos del alma y venganzas de la carne em*briagan, con sus jugos ácidos, corazones contritos y vanidades crispadas. El mesianismo vulgar se nutre de los más nobles sueños y de las pasiones más viles.
    Pero aún los mesianismos carnales esperan, como un don divino, la floración sangrienta. Los milenarismos militantes son arrebatos de impaciencia huma*na y no simulacros de omnipotencia divina.
    Solamente cuando el rector de la horda geme*bunda, el constructor de la Jerusalén celeste, el juez del tribunal irrecusable, es el hombre mismo, el hom*bre solo; cuando el dios caído de las heterodoxias gnósticas se confunde con la hipóstasis soteriológica[10] de la teología trinitaria; solamente cuando el Mesías prometido es la humanidad divinizada; solamente entonces el hombre-dios de la religión democrática se yergue, lentamente, de su lodo humano.
    Al abandonar la penumbra de su incubación furtiva, la religión democrática se propaga a través de los siglos elaborando, con maligna astucia, la superestructura colosal de sus ideologías sucesi*vas. Hija del orgullo humano, todo lo que inflama el orgullo enciende la fuliginosa antorcha. Su pro*pagación no requiere sino que el orgullo fulgure porque una nube fugaz vela el sol inteligible. Pero el orgullo mismo crea las tinieblas donde sólo su propia luz resplandece.
    Toda conversión acaece en las recámaras del alma, donde la libertad se rinde a las instigaciones del orgullo. Nada existe que no pueda seducirnos; una virtud que se deslumbra a sí misma, un vicio que se desfigura a sus propios ojos. Basta que un solo tema nos adule para que acatemos la doctrina entera. Cuando hemos sucumbido a la servil insidia, el des*orden aparente de nuestros actos obedece a una presión que lo orienta.
    Como la doctrina democrática puede exhibir en cualquier instante y en cualquier individuo la suma íntegra de sus consecuencias teóricas, su historia no presenta un desenvolvimiento doctrinal sino una progresiva posesión del mundo.
    La democracia registra su bautismo sobre la faz escarnecida de Bonifacio VIII. El gesto procaz envuelve en la púrpura de su insulto, como en un sudario pontificio, el Sacro Imperio[11] agonizante y la sombra indiferente de los grandes papas medieva*les. Los legistas cesáreos[12] resucitan para restaurar la potestad tribunicia. El estado moderno ha nacido.
    La proclamación de la soberanía del estado nece*sita varios siglos pero las reformas políticas y los separatismos religiosos que la preparan son suce*sos que una firme voluntad usurpa o elabora. Los estados nacionales son retorta del estado soberano.
    Antes de decretar la soberanía del hombre, la empresa democrática deslinda el recinto donde la promulgación parezca lícita. En el laberinto jurídico del estado medieval la predicación tropieza contra la libertad patrimonial de algunos, contra las usur*paciones sancionadas de otros, contra los fueros naturales de todos. Pero el estado que se estima solo juez de sus actos e instancia final de sus plei*tos, que no acata sino la norma que su voluntad adopta y cuyo interés es la suprema ley, puede cons*tituirse en dios secularizado.
    Al proclamar la soberanía del estado, Bodin conce*de al hombre el derecho de concertar su destino. El estado soberano es la primera victoria democrática.
    El estado soberano es un proyecto jurídico que el absolutismo monárquico realiza; y los legistas del rey de Francia no son los servidores de una raza sino de una idea. El monarca combate los poderes feudales, los fueros provinciales, los privilegios ecle*siásticos —para que nada restrinja su soberanía— por*que el estado debe abolir todo derecho que pretenda precederlo, toda libertad que pretenda limitarlo. La jurisdicción monárquica invade las jurisdicciones señoriales; la autoridad pública suprime la autono*mía comunal; el reformismo estatal reemplaza la lenta mutación de las costumbres; y el despotismo legis*lativo suplanta estructuras contractuales y pactadas. El absolutismo enerva las fuerzas sociales y fabrica una burocracia centralista que, al usurpar la función política, transforma los súbditos del rey en siervos del estado.
    La soberanía del estado moderno se plasma en pluralismo de estados soberanos en cuyo inestable equilibrio incuba la virulencia nacionalista que co*rona sendos centralismos sofocantes con imperialis*mos truculentos.
    Como todo episodio democrático suscita, en sus más fervientes propulsores, un espasmo de angustia ante la pretensión que se desenmascara, cada forma de la doctrina comporta una copia negativa que parece, tan solo, su imagen descolorida y pálida, pero que es, en verdad, un reflejo reaccionario ante el abismo. A medida que las supervivencias medie*vales se extinguen, la historia de la democracia se reduce al conflicto entre su principio puro y sus re*celos reaccionarios, larvados en supositicias[13] alterna*tivas democráticas.
    A la soberanía del estado contesta el derecho di*vino de los reyes, que no es formulación religiosa del absolutismo político sino la más eficaz manera doctrinal de negarlo. Proclamar el derecho divino del monarca es desmentir su soberanía y repudiar la irrecusable validez de sus actos. Sobre el monarca de derecho divino imperan, jurídicamente, con la religión que lo unge, el derecho natural que lo pre*cede y la moral que lo conmina.
    El cadalso del trágico Enero alzaría una imagen meramente patética si hubiesen asesinado tan solo un delegado impotente del despotismo monárquico, pero la imposibilidad de ratificar un cisma, violentan*do su conciencia, lleva al Borbón flácido y tonto [Luis XVI], entre el silencio de cien mil personas, y bajo el redoble de tambores, hasta el más noble de sus tronos.
    La segunda etapa de la invasión democrática se ini*cia cuando el hombre reclama, en el marco del estado soberano, la soberanía que la doctrina le concede.
    Toda revolución democrática consolida al estado. El pueblo revolucionario no se alza contra el estado omnipotente sino contra sus posesores momentáneos. El pueblo no protesta contra la soberanía que lo opri*me sino contra sus detentadores envidiados. El pue*blo reivindica la libertad de ser su propio tirano.
    Al proclamar la soberanía popular, Rousseau anti*cipa su realización plenaria pero forja la herramien*ta jurídica de las codicias burguesas.
    El heredero de las soberanías estatales, el monar*ca pululante de las sociedades allanadas, se precipi*ta sobre un mundo cedido a la avidez de su apetito utilitario. La tesis de la soberanía popular troza los ligamentos axiológicos de la actividad económica para que suceda a la búsqueda de un sustento con*gruo el afán de una riqueza ilimitada. La expansión burguesa agarrota el planeta en la red de sus trajines insaciables.
    La era democrática presenta un incomparable de*sarrollo económico porque el valor económico es parcialmente dúctil a los postulados democráticos. El valor económico tolera una indefinida dilatación caprichosa y su núcleo sólido se expande en elásti*cas configuraciones arbitrarias. El hombre no es soberano, tampoco, de los valores económicos; pero la posible alternancia de todos, y el carácter artifi*cial de muchos, permiten que el hombre presuma, ante ellos, una soberanía que el resto del universo le niega. El valor económico es el menos absurdo emblema de nuestra soberanía quimérica.
    Un notorio predominio de la función económica caracteriza la sociedad burguesa, donde la econo*mía determina la estructura, fija la meta y mide los prestigios. El poder económico en la sociedad bur*guesa no acompaña meramente, y da lustre, al po*der social, sino lo crea; el demócrata no concibe que la riqueza, en sociedades distintas, resulte de los motivos que fundan la jerarquía social.
    La veneración de la riqueza es fenómeno demo*crático. El dinero es el único valor universal que el demócrata puro acata porque simboliza un trozo de naturaleza servible y porque su adquisición es asig*nable al solo esfuerzo humano. El culto del trabajo con que el hombre se adula a sí mismo es el motor de la economía capitalista; y el desdén de la riqueza hereditaria, de la autoridad tradicional de un nom*bre, de los dones gratuitos de la inteligencia o la be*lleza, expresa el puritanismo que condena, con orgullo, lo que el esfuerzo del hombre no se otorga[14].
    La tesis de la soberanía popular entrega la dirección del estado al poder económico. La clase portadora de la esperanza democrática encabeza, inevitablemente, su agresión contra el mundo. El sufragio universal elige, en sus comicios, los más vehementes defen*sores de las aspiraciones populares; pero los parla*mentarios elegidos gobiernan, con la burguesía que absorbe los talentos, para la burguesía que multipli*ca la riqueza.
    Los mandatarios burgueses del sufragio prohíjan el estado laico para que ninguna intromisión axiológica perturbe sus combinaciones. Quien tolera que un reparo religioso inquiete la prosperidad de un negocio, que un argumento ético suprima un ade*lanto técnico, que un motivo estético modifique un proyecto político, hiere la sensibilidad burguesa y traiciona la empresa democrática.
    La tesis de la soberanía popular entrega, a cada hombre, la soberana determinación de su destino. Soberano, el hombre no depende sino de su capri*chosa voluntad. Totalmente libre, el solo fin de sus actos es la expresión inequívoca de su ser. La rapiña económica culmina en un individualismo mezqui*no, por el cual la indiferencia ética se prolonga en anar*quía intelectual. La fealdad de una civilización sin estilo patentiza el triunfo de la soberanía promulga*da, como si una vulgaridad impúdica fuese el trofeo apetecido por las faenas democráticas.[16] En las llamas de la proclamación inepta, el individuo arroja, como ropajes hipócritas, los ritos que lo amparan, las con*venciones que lo abrigan, los gestos tradicionales que lo educan. En cada hombre liberado, un simio ador*mecido bosteza y se levanta.
    La aprensión reaccionaria, que provoca cada epi*sodio democrático, inventa la teoría de los derechos del hombre y el constitucionalismo político para alambrar y contener las intemperancias de la sobe*ranía popular.
    Las consecuencias de la tesis espantan a quienes la proclaman y les sugiere remediar su error ape*lando a imprescriptibles derechos del hombre. El proyecto revela su origen reaccionario a pesar de su endeble argumentación metafísica porque subs*traer al pueblo soberano una fracción de su poder presunto, por medio de una declaración solemne de principios o de una constitución taxativa de de*rechos, es una felonía contra los postulados democráticos.
    El liberalismo político hereda el ingrato deber de sofrenar las pretensiones que parcialmente com*parte. La confusión intelectual que lo caracteriza y la lealtad dividida que lo enerva le impiden aco*gerse a su franca estirpe reaccionaria, y lo desig*nan, como víctima estupefacta e inerme, a la violencia democrática. Pero el liberalismo mantu*vo, a pesar de su incompetencia teórica, vestigios de sagacidad política.
    La tercera etapa de la conquista democrática es el establecimiento de una sociedad comunista.
    El esquema clásico del Manifiesto no requiere rec*tificación alguna: la burguesía procrea el proletaria*do que la suprime.
    La sociedad comunista surge del proceso que en*gendra un proletariado militante, una agrupación so*cial pulverizada en individuos solitarios y una economía cuya integración creciente necesita una autoridad coordinada y despótica; pero tanto el pro*ceso mismo como su triunfo político resultan del propósito religioso que lo sustenta. El comunismo no es una conclusión dialéctica, sino un proyecto deliberado.
    En la sociedad comunista la doctrina democráti*ca desenmascara su ambición. Su meta no es la feli*cidad humilde de la humanidad actual sino la creación de un hombre cuya soberanía asuma la gestión del universo. El hombre comunista es un dios que pisa el polvo de la tierra.
    Pero el demiurgo humano sacrifica la libertad posible del hombre en aras de su libertad total. Si la indocilidad de la carne irrita su benevolencia divi*na, y reclama una pedagogía sangrienta, el mito que lo embriaga le certifica la inocencia del terror. Sin embargo, un entusiasmo pueril lo protege, aún, de las abyecciones postreras.
    El propósito democrático extingue, lentamente, las luminarias de un culto inmemorial. En la soledad del hombre, ritos obscenos se preparan.
    El tedio invade el universo donde el hombre no halla sino la insignificancia de la piedra inerte o el reflejo reiterado de su cara lerda. Al comprobar la vanidad de su empeño, el hombre se refugia en la guarida atroz de los dioses heridos. La crueldad so*laza su agonía.
    El hombre olvida su impotencia y remeda la om*nipotencia divina ante el dolor inútil de otro hom*bre a quien tortura.
    En el universo del dios muerto y del dios aborta*do, el espacio, atónito, sospecha que su oquedad se roza con la lisa seda de unas alas.
    Contra la insurrección suprema una total rebeldía nos levanta. El rechazo integral de la doctrina de*mocrática es el reducto final, y exiguo, de la libertad humana. En nuestro tiempo la rebeldía es reaccio*naria o no es más que una farsa hipócrita y fácil.


    ___________


    [1] m. Obra literaria, en verso o prosa, compuesta con sentencias y expresiones de autores diversos. (Real Academia de la Lengua).
    [2] Adjetivo: Perverso, malvado y de dañadas costumbres. (Real Academia de la Lengua).
    [3] Teodicea es el tratado o estudio o discurso “natural” sobre dios: lo que el hombre, sin nada que considere revelación o palabra venida de “fuera”, puede decir sobre el ser o los seres superiores.
    [4] Determinismo significa rigidez, invariabilidad, funcionamiento mecánico perfectamente gobernable, leyes inmutables operantes en las cosas. Sin esto el hombre no sería “rey”, no podría gobernar, su voluntad libre sería como una burla.
    [5] Esta curiosa palabra significa amigo de Dios y es de procedencia eslava. Gómez Dávila se refiere a las ideas dualistas nacidas en Bulgaria en la mente de un sacerdote que así mismo se llamó de ese modo.
    [6] Los cátaros fueron unos herejes del cristianismo que, por criticar la estructura de la Iglesia y el ejercicio del poder de los eclesiásticos, y llamándose a sí mismo puros (eso significa el nombre) terminaron adoptando una fe distinta de la cristiana, maniquea.
    [7] Betún.
    [8] El Espíritu Santo, llamado así por ser abogado.
    [9] Kliasta o milenarista es quien mantiene la creencia en un reinado político de Jesucristo que durará mil años (de allí ambos nombres).
    [10] Soteriología es, en teología, el estudio de la salvación operada por Jesucristo, segunda persona de la Santísima Trinidad encarnada como hombre perfecto. Hipóstasis es la palabra griega para persona. Unión hipostática es la que ocurrió en Jesucristo, una sola persona (la Segunda de la Santísima Trinidad) pero con dos naturalezas.
    [11] Sacro Imperio Romano-Germánico se llamó el Imperio cristiano que “siguió” al Imperio Carolingio, que fue, a su vez, el intento de restablecer el antiguo Imperio Romano cristiano.
    [12] Los conocedores y redactores de las leyes imperiales del César.
    [13] Supuestas o fingidas.
    [14] El puritanismo, aunque debería aceptar sus tesis fundacional protestante de la condición actual como señal de predestinación o condenación, rinde un culto espantoso al esfuerzo, al trabajo, a la obra de las propias manos: una especie de adoración al yo creador de la propia gloria.
    [15] Quien no vea aquí el logro institucional y hecho cultura de la tentación satánica y de su consecuente control del mundo, tan notorio incluso sin comprender esta odiosa causa, o es un demócrata establecido en el poder, o es un rico avariento gozoso con su riqueza o su insaciable sed de ellas, o ya se ha creído un dios y no quiere que lo destronen del Olimpo en el que se ha instalado, imaginativamente, claro, pero con efectos bien reales.
    [16] Se entiende así la defensa cerril del propio gusto para conservar la propia elección: tan solo “buena” por ser propia, sin autoridad concedida a nadie distinta del yo soberano.

    SPES - Santo Tomás de Aquino: LA DEMOCRACIA

  11. #11
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Sobre religión: Nicolás Gómez Dávila.




    Tomamos del Blog Syllabus (15-03-2013), una serie de escolios y aforismos pertinenetes de Nicolás Gómez Dávila, una de las mentes más brillantes del pensamiento católico colombiano.


    “Ocuparse intensamente de la condición del prójimo le permite al cristiano disimularse sus dudas sobre la divinidad de Cristo y la existencia de Dios. La caridad puede ser la forma más sutil de la apostasía.”


    “La Iglesia contemporánea practica preferencialmente un catolicismo electoral. Prefiere el entusiasmo de las grandes muchedumbres a las conversiones individuales”.


    “El clero moderno, para salvar la institución, trata de desembarazarse del mensaje”.


    “La herejía que amenaza a la Iglesia en nuestro tiempo es el ‘terrenismo’”.


    “Lo que importa en el cristianismo es su verdad, no los servicios que le puede prestar al mundo profano (el apologista vulgar lo olvida)”.


    “Sólo los profetas honestos son linchados”.


    “A toda la argumentación del mundo el cristianismo opone una promesa”.


    “Ante la Iglesia actual (clero-liturgias-teología) el católico viejo se indigna primero, se asusta después, finalmente revienta de risa”.


    “Cuando el católico se defiende mejor contra los vicios que contra la herejía, ya es poco el cristianismo que queda en su cabeza”.


    “El papel del cristiano en el mundo es la mayor preocupación del nuevo teólogo. Singular preocupación, puesto que el cristianismo enseña que el cristiano no tiene papel en el mundo”.


    “El cristiano actual no se conduele de que los demás no estén de acuerdo con él, sino de no estar de acuerdo con los demás”.


    “El sucesor de los apóstoles proclama urbi et orbi desde el solio pontificio, que encabezará el progreso de los pueblos hacia un paraíso suburbano”.


    “La palabra ‘humanidad’ en boca del católico es signo de apostasía, en boca del incrédulo presagio de matanzas”.


    “El amor al prójimo ha sido patentado como la mejor disculpa para apostatar”.


    “Mejor una Iglesia pequeña, pero de católicos, que multitudinaria, pero de rotarios”.


    “No es imposible que en los batallones clericales al servicio del hombre todavía se infiltren algunos quintacolumnistas de Dios”.


    “El problema religioso se agrava cada día porque los fieles no son teólogos y los teólogos no son fieles”.


    “El respeto a todas las religiones es irreligioso. Quien cree no reverencia ídolos”.


    “Nadie es más respetuoso de las creencias ajenas que el demonio”.


    “El canónigo corpulento y lujurioso que cree en Dios es más indiscutiblemente cristiano que el pastor austero y macilento que cree en el hombre”.

    STAT VERITAS
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  12. #12
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Nicolás Gómez Dávila y el Concilio Vaticano II.




    “Colocar al ‘prójimo’ en lugar de Dios ha sido el propósito del protestantismo liberal del siglo pasado y del progresismo católico post conciliar”.
    “La Iglesia post conciliar pretende atraer hacia el ‘redil’, traduciendo en el lenguaje insípido de la cancillería vaticana los lugares comunes del periodismo contemporáneo”.
    “El segundo concilio Vaticano parece menos una asamblea episcopal que un conciliábulo de manufactureros asustados porque perdieron la clientela”.

    “En el segundo Concilio Vaticano no han surgido lenguas de Fuego sino un ardiente Riachuelo”.

    “El cristiano progresista se halla tan listo a pactar con el adversario, que el adversario no halla con quien pactar”.
    “El cristiano moderno se siente obligado profesionalmente a mostrarse jovial y jocoso, a exhibir los dientes en benévola sonrisa, a profesar cordialidad babosa, para probarle al incrédulo que el cristianismo no es religión ‘sombría’, doctrina ‘pesimista’, moral ‘ascética’. El cristianismo progresista nos sacude la mano con ancha risa electoral”.
    “El católico progresista sólo tiene el afán de buscar qué más entrega”.
    “Hablar de manera que el auditorio entienda no consiste en predicarle lo que quiere oír. El cristianismo liberal de ayer, el cristianismo progresista de hoy, para convertir al mundo, en lugar de adoptar un lenguaje que el mundo entienda, adaptan el cristianismo al mundo”.
    “El clero progresista no decepciona nunca al aficionado a lo ridículo”.
    “El católico progresista recolecta su teología en el basurero de la teología protestante”.
    “El clérigo progresista, en tiempos revolucionarios, puede acabar muerto pero nunca mártir”.
    “Si se trata meramente de organizar un paraíso terrenal, los curas sobran. El diablo basta”.
    Nicolás Gómez Dávila, visto en Syllabus.

    STAT VERITAS
    Reke_Ride y Mefistofeles dieron el Víctor.

  13. #13
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Alguns aforismos de Nicolás Gómez Dávila sobre a democracia



    Excelentes para desenfastiar do dia de hoje.
    ***
    - La democracia es una religión antropoteísta. Su principio es una opción de carácter religioso, un acto por el cual asume al hombre como Dios. Su doctrina es una teología del Hombre-Dios, su práctica es la realización del principio en comportamientos, en instituciones y en obras.
    - La popularidad de un gobernante, en una democracia, es proporcional a su vulgaridad.
    - La democracia ignora la diferencia entre verdades y errores; solo distingue entre opiniones populares y opiniones impopulares.
    -Hay que repetirlo y repetirlo: la esencia de la democracia es la creencia en la soberanía de la voluntad humana.
    - El capitalismo es deformación monstruosa de la propiedad privada por la democracia liberal.
    - Mientras no lo tomen en serio, el que dice la verdad puede vivir un tiempo en democracia. Después, la cicuta.
    - Errar es humano, mentir democrático.
    - La democracia sería una inocentada si no fuese el disfraz de una blasfemia.
    - Mientras más graves sean los problemas, mayor es el número de ineptos que la democracia llama a resolverlos.
    - La democracia, en tiempo de paz, no tiene partidario más ferviente que el estúpido, ni en tiempo de revolución colaborador más activo que el demente.
    - La democracia sólo tolera dos partidos: el vocero de las ideas estúpidas, el protector de las codicias sórdidas.
    - El mesías anunciado por los profetas de la democracia decomonónica resultó meramente el aborto del anticristo.
    - “Patriota”, en las democracias, es aquel que vive del Estado; “egoísta” aquel de quien el Estado vive.
    - Un hervidero de gusanos en el cadáver de una sociedad es síntoma de salud, según el demócrata.
    - Si el comunismo denuncia la estafa burguesa, y el capitalismo al engaño comunista, ambos son mutantes históricos del principio democrático, ambos ansían una sociedad donde el hombre se halle, en fin, señor de su destino.
    - Para la democracia individualista y liberal, la volición del hombre es libre de obligaciones internas, pero sin derecho de apelar a instancias superiores contra las normas populares, contra la ley formalmente promulgada, o contra el precio impersonalmente establecido. El demócrata individualista no puede declarar que una norma es falsa, sino que anhela otra; ni que una ley no es justa, sino que quiere otra; ni que un precio es absurdo, sino que otro le conviene.
    - La veneración de la riqueza es fenómeno democrático. El dinero es el único valor universal que el demócrata puro acata.
    - Los mandatarios burgueses del sufragio prohíjan el estado laico, para que ninguna intromisión axiológica perturbe sus combinaciones. Quien tolera que un reparo religioso inquiere la prosperidad de un negocio, que un argumento ético suprima un adelanto técnico, que un motivo estético modifique un proyecto político, hiere la sensibilidad burguesa y traiciona la empresa democrática.

    A Casa de Sarto

  14. #14
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    En el mes de su centenario: Audios de Nicolás Gómez Dávila




    [HJCK - 05-22-2013]


    Mayo 2013: Mes del centenario de nacimiento de Nicolás Gómez Dávila

    EscucharAudio


    La HJCK rinde homenaje a uno de los pensadores más importantes del siglo XX, cuya obra ha sido traducida a varios idiomas y ha tenido gran aceptación en España, Alemania e Italia: Nicolás Gómez Dávila en el centenario de su nacimiento.

    Fue una figura excepcional. Humanista, pensador, filósofo; su obra representa un cúmulo de sabiduría. Quienes lo conocieron coinciden en afirmar que este legado de su pensamiento será cada día más penetrante en la historia de nuestra cultura.

    El escritor y periodista Alberto Zalamea definió la obra de Gómez Dávila así: “Sin amplificaciones, sin orquestaciones, la prosa de Nicolás Gómez Dávila nos acerca a la perfección. Leerlo, es como escuchar ciertas sonatas de Mozart. Nada pretende distinto de recrear el maravilloso mundo que nos legaron generosos dioses inaccesibles. Eso es la obra de Nicolás Gómez Dávila, una profunda y solemne victoria que a todos nos enorgullece”.

    Retirado durante muchos años a la soledad de su biblioteca, una de las más vastas y articuladas de cuantas se han organizado en el país, Nicolás Gómez Dávila irradiaba desde allí un don de consejero ejemplar. Hace unos años el Banco de la República tomó la acertada decisión de adquirir esta joya donde se encuentran las grandes obras del pensamiento occidental desde la época de los griegos, especialmente en áreas relacionadas con la arqueología, la historia, la filosofía, la literatura, la poesía, el arte, la religión y en general las humanidades. Hay libros relacionados con la filosofía y las religiones orientales. Están también varios de los clásicos españoles y las obras completas de escritores como Meléndez Pelayo y Borges. También le interesaba el pensamiento del filósofo ruso Konstantin Leontiev y tenía sus obras en el idioma original.

    Nicolás Gómez Dávila fue uno de los inspiradores y fundadores de la Universidad de los Andes, entidad a la que pretendió imprimirle el diseño humanístico que correspondía a sus convicciones, que compartió con Mario Laserna, principal promotor en la creación de esta universidad.



    Ajeno a toda figuración, inmerso en sus lecturas y pensamientos, Nicolás Gómez Dávila sólo se expresó en sus libros Notas, Textos, Escolios a un texto implícito y Nuevos escolios, y en una única grabación de su voz: la que realizó para la Colección Literaria HJCK la cual presentamos en esta sección para celebrar el centenario de su nacimiento.

    STAT VERITAS
    Rodrigo dio el Víctor.

  15. #15
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Ideas claras

    UN REACCIONARIO EJEMPLAR

    Gómez Dávila está convencido de que la cultura es «elitista» y de que lo que llamamos «cultura popular» no es más que «costumbres populares»

    HACE poco tiempo, un señor perteneciente a la rara especie de mis lectores, me obsequiaba en Villaviciosa de Asturias, donde vive, con un librito de la Biblioteca Álvaro Mutis, titulado «Sucesivos escolios a un texto implícito » . La obra es una colección de aforismos precedida de un breve prólogo de Mutis, amigo que fue del autor: su compatriota Nicolás Gómez Dávila. Gómez Dávila, de quien hasta ese momento nada sabía, es un caso insólito como en su día lo fuera el autor del Gatopardo. Hijo de familia pudiente, con estudios en París y viajes por toda Europa, una caída de caballo cuando jugaba al polo lo redujo a la invalidez y le permitió encerrars e en una biblioteca de más de treinta mil volúmenes en los que, como señala un crítico italiano, con las excepciones insignes de Borges, Mutis, Paz y Hernando Téllez, «gli autori latinoamericani sono pressoché ignorati», y no es casualidad ciertamente el que no haya ni siquiera un libro del «caramelloso» García Márquez.
    En sus años parisinos supo por vez primera de De Maistre, de Donoso, de Barrès, de Maurras, pero sobre todo del «aristócrata liberal» Tocqueville y de Pascal, que sería quien marcaría su estilo. Llamar «conservador» sería una afrenta a un hombre que ha escrito: « El mundo moderno no tiene más solución que el Juicio Final. Que cierren esto.» Un conservador es un señor que está satisfecho con vivir en la mejor de las democracias posibles –y no es Colombia mal ejemplo– y Gómez Dávila era cualquier cosa menos un « Pangloss » de la democracia. Gómez Dávila es, por declaración propia, un «reaccionario». Vintila Horia, que también lo era, decía que ser reaccionario es ser capaz de reaccionar, y que los únicos que no reaccionan son los cadáveres, y a un amigo común que me reprochaba el ser reaccionario, Dionisio Ridruejo le decía que yo no era reaccionario, sino reactivo. Gómez Dávila me lleva al menos la ventaja de no escudarse en un eufemismo, y por eso es capaz de decir que « el reaccionario no es un pensador excéntrico, sino un pensador insobornable» y que «los reaccionarios les procuramos a los bobos el placer de sentirse atrevidos pensadores de vanguardia». Demasiado bien sabe en qué consiste la reacción: «La reacción no es más que la traducción en lenguaje realista de los principios de un Constant, un Humboldt, un Mill, un Tocqueville.»
    Gómez Dávila ha llegado con el aforismo al límite de la expresión y resulta torpe exponer su riqueza de ideas con palabras que no sean las suyas. Pero por mucha deuda secreta que tenga con Nietzsche, Gómez Dávila dista mucho de ser un nihilista y un irresponsable: él ve con toda nitidez la entropía del igualitarismo, niega que la Historia tenga un sentido, pero en cambio se lo ve a la Creación. Gómez Dávila descubre el secreto de la democracia a través de Heine cuando éste proclamaba con entusiasmo: «No luchamos por los derechos humanos del pueblo, sino por los derechos divinos de los hombres». Un excelente crítico radiofónico abordaba con cierto embarazo la confesionalidad de Gómez Dávila diciendo que su catolicismo era « heterodoxo» en la medida en que era «premoderno». Si hubiera dicho que era « preconciliar» sabríamos mejor frente a qué « catolicismo » se manifiesta su «heterodoxia». Unos ejemplos: «La “Iglesia primitiva” ha sido siempre la disculpa favorita del hereje». «Los progresistas cristianos están convirtiendo al cristianismo en un agnosticismo humanitario con vocabulario cristiano». «Mis convicciones son las mismas que las de la anciana que reza en el rincón de una iglesia » . «Una muchedumbre deja de repugnar cuando un motivo religioso la reúne». «Lo que preocupa al Cristo de los Evangelios no es la situación económica del pobre, sino la condición moral del rico.»
    En política, su criterio es, entre otras muchas cosas, que «el estado liberal no es la antítesis del estado totalitario, sino el error simétrico», y que « entre los elegidos por el sufragio popular sólo son respetables los imbéciles, porque el hombre inteligente tuvo que mentir para ser elegido».
    Gómez Dávila está convencido de que la cultura es «elitista» y de que lo que llamamos «cultura popular» no es más que «costumbres populares » , pero dice algo aún más escandaloso: «Una educación sin humanidades prepara sólo para los oficios serviles».
    Alguna vez me han preguntado que qué libros me gustaría haber escrito y casi siempre contest o que « Las i nquietudes » de Shanti Andía, « El Obispo leproso» y «El Gatopardo». Hoy por lo menos tengo que añadir esta obrita de un hombre que me demuestra que estoy menos solo de lo que pensaba y que puede permitirse el lujo de afirmar: «La claridad del texto es el único signo incontrovertible de la madurez de una idea».

    (ABC de Sevilla, martes 3 de septiembre de 2013)







    Viñamarina

  16. #16
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    CIUDAD MODERNA


    La urbe moderna no es una ciudad, es una enfermedad.

    Nicolás Gómez Dávila

    El Emboscado
    Mefistofeles dio el Víctor.

  17. #17
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Grageas para tiempos modernos


    Ahora que los colombianos están de moda entre nosotros (y no sólo por la difusión de la serie sobre Pablo Escobar, sino también por lo que ocurre en Rosario y en otras partes del país), no estaría nada mal que recordáramos a Nicolás Gómez Dávila (1913-1994), aquel sabio y humilde cristiano que dio en acuñar brillantes aforismos sobre toda clase de temas.

    Cualquiera que haya intentado incursionar en este género habrá comprobado lo difícil que es. Pero es de saber que el padre de la medicina, Hipócrates, fue el primero en utilizar este arte para describir en pocas palabras los síntomas y el diagnóstico de las enfermedades.

    Pues bien, a mí se me antoja que los aforismos de don Nicolás son como grageas o pastillas que hemos de ingerir si no nos queremos contaminar con las pestilenciales ideas que últimamente manan desde las más altas posiciones.

    Aquí algunas de ellas. Pastillas para no enfermarse. Grageas indicadas para inmunizarse, para protegerse.

    Por ejemplo, de todo lo grasa, plebeyo y feo.

    Proclamar el divorcio de lo religioso y lo estético fue el pecado original del protestantismo.

    O este otro.

    Ética y estética divorciadas se someten cada una más fácilmente a los caprichos del hombre.

    O contra la vulgaridad multiplicada.

    Otras épocas quizá fueron vulgares como la nuestra, pero ninguna tuvo la fabulosa caja de resonancia, el amplificador inexorable, de la industria moderna.

    Por mucho que estas torpezas se inspiren en la oposición al boato rumboso.

    La falsa elegancia es preferible a la franca vulgaridad.

    Contra la ostentación de la humildad y la elección de moradas más pobres.

    El que habita un palacio imaginario se exige más a sí mismo que el que se arrellana en una covacha.

    Contra toda forma de horizontalismo e inmanentismo.

    Ni la religión se originó en la urgencia de asegurar la solidaridad social, ni las catedrales fueron construidas para fomentar el turismo.

    Contra toda demagogia y todo facilismo "entrista".

    El cristiano moderno se siente obligado profesionalmente a mostrarse jovial y jocoso, a exhibir los dientes en benévola sonrisa, a profesar cordialidad babosa, para probarle al incrédulo que el cristianismo no es religión "sombría", doctrina "pesimista", moral "ascética". El cristiano progresista nos sacude la mano con ancha risa electoral.

    Contra los sencillos y hechiceros "twitteos" y la contratación de empresas de marketing para mejorar la imagen.

    La crisis actual del cristianismo no ha sido provocada por la ciencia, o por la historia, sino por los nuevos medios de comunicación. El progresismo religioso es el empeño de adaptar las doctrinas cristianas a las opiniones patrocinadas por las agencias de noticias y los agentes de publicidad.

    Contra toda maniobra jesuítica para manipular esto o aquello otro.

    Los jesuitas son la burguesía de la Iglesia.

    Y contra los oscuros manejos de poder.

    Para saber si un gobierno es auténticamente de izquierda basta averiguar si mantiene una poderosa policía política.


    Contra toda "juvenilia" tipo JMJ y contra todo gregarismo.

    Uno a uno, tal vez los hombres sean nuestros prójimos, pero amontonados seguramente no lo son.

    Y contra las exhortaciones plagadas de monsergas y galimatías.

    Un texto difícil no nos irrita, si al descifrarlo no nos encontramos cara a cara con una trivialidad, como en las letras actuales.

    Contra toda forma de progresismo.

    El moderno llama cambio caminar más rápidamente por el mismo camino en la misma dirección. El mundo en los últimos trescientos años, no ha cambiado sino en ese sentido. La simple propuesta de un verdadero cambio escandaliza y aterra al moderno.

    O esta otra.

    El progresista cree que todo se torna pronto obsoleto, salvo sus ideas.

    Contra la incesante y desordenada verborragia.

    La idea peligrosa no es la falsa, sino la parcialmente correcta.

    Contra la vacua charlatanería.

    El que es capaz de escribir sobre cualquier cosa no escribe nunca sino una cosa cualquiera.

    Contra los torpes neologismos.

    La trivialidad es el precio de la comunicación

    Contra el falso ecumenismo, relativista y bobalicón.

    El enemigo mortal de Dios es el incrédulo respetuoso.

    Contra la fácil fama del mundo.

    La mentalidad moderna no aprueba sino un Cristianismo que se reniegue a sí mismo.

    Contra la primacía de la "pastoral" sobre la doctrina.

    El clero, desde hace varios siglos, oscila entre el pastoralismo político y las devociones cursis.

    Contra la deliberada y expresa negación a decir lo que es en sí. Contra la deliberada abstención de confirmar la doctrina.

    La opresión comienza, según el moderno, donde se prohíba alguna inmundicia.

    Contra toda falsa benignidad e indulgencia a toda prueba.

    La iglesia absolvía antes a los pecadores, hoy ha resuelto absolver a los pecados.

    Contra toda forma de desacralización litúrgica.

    La inteligencia inventó los ritos para amparar al hombre contra la sinceridad del tonto.

    Contra todo transgresión de las rúbricas, contra el desorden del ministro devenido en "showman".

    Lo que es fórmula debe ser manejado con impersonalidad de rito. Nada es más grotesco que un formulismo caluroso y cordial.

    Y finalmente, el castigo de los castigos, por no haber revelado el texto del tercer secreto de Fátima (aquello que Nuestra Señora le dijo a Sor Lucía, la explicación de la visión que le mostró):

    El mundo moderno no será castigado. Es el castigo.

    That's all folks!




    Jack Tollers.

    The Wanderer
    Reke_Ride dio el Víctor.

  18. #18
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Nicolas Gomez Davila era un reaccionario anti-hispánico, él nada tenía que ver con las elucubraciones carlistas.

    El pensamiento de este reaccionario y sus sueños de castillos feudales le hicieron mucho daño a la idea de Iberoamérica, y sus estudios y tesis contrarias al Hispanismo y al Imperio de los Austrias, han resultado en un daño muy difícil de reparar para la hispanidad.

  19. #19
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Reaccionario puede ser, cercano a las elucubraciones Carlistas lo dudo.

    Este tipo era anti-hispanista, y pro-leyenda negra, en especifico sostenía la teoría de los 40 millones de muertos, en contra del legado de los Austrias.

  20. #20
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    Re: Nicolás Gómez Dávila ¿criptocarlista colombiano?

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Porqué no se me publica, sólo quiero expresar mi total desacuerdo que este reaccionario aparezca como un defensor de la Hispanidad lo cual nunca fue y sólo haría falta leer sus escritos para saber el daño que este hombre le ha hecho a la Hispanidad y su legado en Iberoamérica, el cual él nunca aceptó, y consideró que hubo un genocidio el cual es más que falso y ha sido revaluado en diversos estudios.

    Si se quiere revaluar con fuentes lo hacemos, pero por favor que se me permita escribir y expresar mi defensa a la hispanidad.

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